JOSE MARIAMELO

Es circunstancialmente el primer tolimense que accede al poder, mediante golpe de estado, un 17 de abril de 1854. Ostenta el rango de general y ha nacido en la sureña población de Chaparral, en 1800. El padre de Melo, Manuel Antonio, fue hijo de inmigrantes del Valle del Cauca y con persistencia se hace agricultor y luego obtiene cierta prosperidad económica que le permite radicarse en Ibagué con su familia. A los dieciocho años José María Melo ingresa en un ejército incierto, con el grado de teniente y con los mismos vientos que apuntan hacia la gran campaña libertadora, participa de las batallas de Junín, Ayacucho, Bomboná. Se aproxima a Bolívar por su devoción a las armas y por su conducta al servicio de la emancipación, pero Bolívar es un rayo que conoce sólo la fiel compañía de su caballo y a veces, la fulminante e intensa de mujeres que fueron a su encuentro para amarlo.

Melo, ciertamente no pertenece a la oficialidad glorificada de Sucre, Santander, Córdoba, José Hilario López y en menor grado Obando. Es un soldado resuelto, a veces impremeditado y casi siempre incontrolable que, cuando viste su uniforme busca con urgencia donde ponerlo a prueba, como hace cuando en el ocaso de la dictadura del general Urdaneta, viaja a Venezuela donde sin pérdida de tiempo ingresa en las conspiraciones políticas que allá también son pródigas y que le dejaron la triste recompensa de su expulsión de ese territorio.

La personalidad de Melo es inexcrutable pero su buena presentación no, y la impone metódicamente en todos los actos de su vida. Ese mismo rigor se hace extensivo a los corceles que montaba y que él mismo cuidaba, lo que revela sus grandes temores, su capacidad frente al sufrimiento, su silenciosa egolatría impecablemente trajeada, su destino incierto de militar que pasa por el poder o termina en la gris actividad del comercio que alguna vez conociera. Es tan mediano como Napoleón y como a él le gusta afeitar pulcramente su cara y bañarla en lociones. Partir su cabello con una línea aunque luego lo esconda bajo su tocado imperial con plumajes y galones dorados. Llevaba las anchas espaldas ceñidas por su recia casaca azul de vuelta con alamares, collarín encarnado, charreteras y una sola abotonadura en el centro. El pantalón igualmente azul, según fuera de gala o de montar, botas negras de caña alta, tacón enérgico y herrajes, de manera que cuando ponía pie en tierra, se escuchaba la resonancia de sus pasos premeditados, por ser quien era su dueño. Era trigueño, de rostro severo y melancólico como el de sus antepasados, nariz curva y labios delgados que traducían ferocidad, crueldad, temperamento ambiguo. La capa corta de húsar, preferentemente blanca abrochada al cuello y su prominente sable al cinto. Este era Melo, un instrumento del destino que se quedó en la paleta de un pintor figurativo de la corte francesa.

Melo no fumaba, tampoco jugaba, ni bebía licores y cuidaba su lenguaje aún frente a la tropa. No tuvo más mujeres que la caraqueña Teresa Vargas que procreó por dos veces y a la que terminara abandonando. Después se entregó a resistirse, en medio de su intenso estoicismo, en la aventura de descifrar sus más profundos deseos de poder y sus incertidumbres al apartarse de la legitimidad. Confiaba en que la nación lo comprendería y poniéndose al lado de los humillados y ofendidos de las “Sociedades Democráticas”, avanzaría incontenible hacia la tierra prometida de una patria socialmente justa. Y También se soñó en el bronce de una estatua como San Jorge y junto a las de Bolívar y Santander, que progresivamente irían apareciendo como cuerpos visibles de sus hazañas. En un hombre caben todos los sueños, aunque Shakespeare nos advirtiera en el “Mercader de Venecia”: “El hombre es un Dios cuando sueña, pero al despertar es sólo un mendigo”.

Desde el pronunciamiento de Rafael Urdaneta en 1830 y la gestión posterior de Doming0o Caicedo como vicepresidente de Colombia, mientras se convocaba a elecciones libres, se inició una depuración minuciosa en la institución militar, que puso fuera de circulación a diecisiete generales, cuarenta y nueve coroneles, cuarenta y dos tenientes coroneles y así por el estilo. Algunos de ellos que habían participado en la justa emancipadora, fueron expulsados del país. Melo fue también cobijado por las medidas y pasó al destierro. A esta adversidad se suma su encuentro con el cabo Pedro Ramón Quintero, la madrugada del 1° de enero de 1854. Como lo relata el profesor Clodoaldo Torres, “el general Melo, pasado de copas, montó en brioso zaino y dirigiéndose al cuartel ubicado en San Francisco, encontró en la vía al suboficial Ramón Quirós, quien había violado las normas castrenses del acuartelamiento. Al llamado de atención el subalterno se insubordinó causando la reacción del general, que lo traspasó con la espada”.

Las “Sociedades Democráticas” que han venido estructurándose desde 1838, bajo la dirección de Lorenzo María Lleras, denominadas entonces de diversas formas, están listas para dar su lucha contra todo el sistema colonial prevaleciente en la Nueva Granada. La noche del 16 de abril de 1854 la presión política y social por los hechos referidos y tantos más que el presidente, general Obando no sabe cómo resolver, se encuentran a su mayor intensidad. José María Melo dialoga dos largas horas con el presidente y nadie sabe lo que allí se dijo. Al amanecer del siguiente día, el historiador chaparraluno Darío Ortiz Vidales nos refiere en su libro “José María Melo”: “Sobre su hermoso caballo, Melo avanza despacio y pensativo. Solamente el chasquido de las herraduras contra los adoquines y el rumor del agua que corre por el caño abierto en el centro de la calle, interrumpen la serenidad de la fría noche bogotana. Detrás de él sus edecanes cabalgan discretos respetando su silencio. Llegan por fin al cuartel. La tropa está dormida. Las notas del clarín que empuña el ordenanza, rompen vibrantes las tinieblas que cobijan la ciudad aterida y ponen en actividad la guarnición”.

Es la mañana más importante en la vida del general Melo. El 17 de abril de 1854, a las once de la mañana el general José María Obando le entrega el mando de la nación, sin un disparo, reticente de principio a fin a convertirse en dictador. Él que ha luchado contra Bolívar, que ha andado por la vida política desafiando el poder cuando no lo tuvo, cede sus privilegios sin un gesto, como si después de una existencia tempestuosa como la suya, era todo lo que podía esperar.

Desde el momento en que Melo asume el poder, está solo. Los conservadores se ponen a salvo, los “gólgotas” que es una facción liberal, lo abandonan también, los “draconianos ”, otra herejía liberal , son muy pocos para apoyarlo. Las “Sociedades Democráticas” y sus huestes sólo manejan su entusiasmo, restringido a la Capital. Los viejos generales que sobreviven al diluvio de las guerras y mandobles, se incorporan amenazantes, con sus escamas renovadas y el general Tomás Herrera, designado del gobierno derrocado, declara a Ibagué capital provisional del Estado y allí se hace fuerte. José Hilario López arma un ejército al sur y el incombustible general Tomás Cipriano de Mosquera hace otro tanto al norte. El general Pedro Alcántara Herrán cierra el círculo que terminará ahogando a Melo, primero bajo la presión militar y luego por falta absoluta de factores esenciales de poder.

Cae Melo el 4 de diciembre del mismo año de 1854, antes de cumplir ocho meses como jefe de estado. De la prisión sale meses después y con ocho mil pesos que le entrega su paisano Manuel Murillo Toro, regresa al exilio en Centro América. Por fin llega México donde se propone ingresar en una de sus revoluciones por el lado de Veracruz. Pero no pasa de Chiapas, frontera con Guatemala. Nunca conoció a Benito Juárez como lo planeara. El 1° de junio de 1860, en la última de sus batallas y a punto de cumplir sesenta años, otro general, Juan Ortega, enemigo de Juárez, lo hace prisionero y con la brevedad que se liquidan los desacuerdos en la guerra, es puesto de pie frente un pelotón de fusilamiento que concluye la vida de este legendario viajero de la desesperanza.

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