DARÍO JIMÉNEZ
La gran calidad plástica y la fuerza de su visión creadora hicieron de Darío Jiménez, nacido en Ibagué en 1919 y muerto en la misma ciudad en 1980, uno de los grandes pintores de Colombia. Valorado de manera tardía, el Banco de la República, a través de la Biblioteca Luis Ángel Arango, realizó en el XXX aniversario de sus Salas de Exposición una muestra antológica que cubre sus trabajos de 1938 a 1980 y que en medio de la admiración por su talento recorrió el país en 1987.
Un libro sobre su oficio donde varias plumas críticas abordaron su proceso, evolución y aporte, en particular el escrito por Carolina Ponce de León, advierte que en 1955 el pintor tolimense anotó al respaldo de una de sus obras: «Veinte años corriditos sin pena ni gloria» y agrega que pasarían muchos otros sin recibir el reconocimiento merecido.
La dimensión de su calidad humana y la intensidad de su vivencia plástica comienzan a verse cuando se examina su periplo y se observa que vivió en una entrega absoluta y exclusiva a la pintura, indiferente a su inestabilidad económica, llenando, con el delirio de sus excesos alcohólicos, el pequeño espacio de su libertad. Refiere la ensayista que a instancias de su amigo, el escritor y exministro Daniel Arango, realiza en 1943 su primera exposición individual con cuarenta cuadros en el foyer del teatro Colón de Bogotá cuando apenas tiene 24 años. Los diversos comentarios de prensa destacan su autenticidad, a pesar de una aparente deficiencia técnica y algo de ingenuidad. Todo parece augurar, sin embargo, que le favorecerán un claro destino pictórico y el respeto de la crítica.
A los 16 años cuando estudia en el colegio de San Bartolomé, en Bogotá, define en sus cuadernos escolares sus preocupaciones existenciales y estéticas, interrumpiendo su bachillerato, según algunos por razones de salud y según otros por desinterés. Lo cierto es que una decidida vocación artística lo lleva a ingresar por dos o tres años en la Escuela Nacional de Bellas Artes pero sigue inconforme. Se agrega, más adelante, que su inclinación humanística hacia la cultura francesa, especialmente hacia los poetas malditos y la música impresionista, hace de París su meta, pero la segunda guerra mundial le impide realizar el sueño. Así que, en 1946, emprende un viaje a México para continuar sus estudios, éstos más bien informales, donde la prioridad está en el novedoso placer de la libertad.
En 1946, advierte Carolina Ponce, realiza en la biblioteca Benjamín Franklin una exposición de doce obras con su paisano Jorge Elías Triana. La muestra, que cuenta con los auspicios de la Embajada de Colombia en México, tiene un comentario de presentación de Ignacio Gómez Jaramillo, lo que le valdrá, junto a otras circunstancias favorables, una nota en la revista Nosotros por Rodrigo Arenas Betancourt. El encuentro con José Clemente Orozco, con Miguel Ángel Asturias, quien adquiere una de sus obras, la vida holgada, el apoyo de su padre, Félix Jiménez, y la entrega a la bohemia, marcan este período hasta la noticia de la muerte de su progenitor que lo hace regresar a Bogotá pocos días antes de los acontecimientos del 9 de abril y, de allí, a su tierra natal, Ibagué. Es el principio, agrega Carolina Ponce, de un largo período de aislamiento, de delirio íntimo y paulatinamente de desasosiego. Sus escasas participaciones en muestras colectivas en el Tolirna y en salones nacionales, pasan inadvertidas. Vive entonces al margen del medio artístico y de la crítica, sin abandonar el ritmo firme y prolífico de su producción. Se traslada por épocas a Bogotá, donde frecuenta los cafés, particularmente El Automático. Es un hombre alto, de 1,90 aproximadamente, prestante, gran conversador y lector, siendo sus autores preferidos Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, León de Greiff y Barba Jacob. Lo atrae la bohemia intelectual, usualmente para departir con sus contertulios sobre temas de arte y en tiendas más humildes es «Don Darío», siempre caballero y fino en sus ademanes, ceremonial en el hablar, quien va de brazo con la vida para compartirla afectuosamente en los medios populares. Tiene por entonces varios estudios, caracterizándolo el desorden como también la multitud de tarros y frascos de tintas, barnices, ceras, pigmentos y óleos, con los que experimenta en un rudimentario laboratorio de su invención la preparación de materiales y sólo el espacio de la obra en ejecución concilia el orden.
Después de una infructuosa exposición en la Galería 70, de Bogotá, en 1972, concluyen sus esfuerzos por atraer la atención del público con una exhibición retrospectiva de treinta y una obras. Más adelante, organizada con los buenos auspicios de su gran amigo Alberto Suárez, en la Galería Belarca en 1979, se da otra muestra de 32 obras producidas entre 1942 y 1979 que tiene mayores repercusiones y varias ventas, pero la muerte le sorprende diez meses más tarde.Una vida bohemia que lo hizo despreciable para muchos en su ciudad, una concepción hedonista del mundo y una sublimación de lo prosaico, lo marcó seriamente con pasión sin reversa, al tiempo que en su trabajo los temas obsesivos de lo religioso y lo erótico, la picardía y lo solemne, lo anecdótico, lo alegórico y lo regional, hicieron su carrera. Visión de ensueño en el desnudo femenino, mirada íntima y conocedora, la apología del bien y el mal, la metamorfosis de la vida en arte, encuentra en su obra, con agudeza, Carolina Ponce. Y agrega que mujeres, paisajes, retratos, cuadros satíricos y religiosos aparecen con obsesiva reiteración a lo largo de su trabajo, con énfasis en el mundo poético, evidenciando su complejidad formal al hombre culto y conciente de los valores del siglo XX que confiere a los elementos plásticos todo el potencial expresivo. Además de sus influencias, la crítica señala que Darío Jiménez no tuvo que buscar una inspiración mítica en territorio ajeno ya que en Ibagué los mitos y el paisaje del Tolima y su hondo sentir religioso, son signos culturales propios, arraigados directa y naturalmente en su obra.
Al margen de los acontecimientos nacionales de su época, se le vio como un pintor provinciano y anacrónico, sumergido en la artesanía de sus obsesiones, pero él, en una actitud clásica, dio a su pintura un halo atemporal en la firme convicción de que el arte es un valor perenne a pesar de su historicidad. Su prosa múltiple comentada por Hernando Valencia Goelkel, su correspondencia y fragmentos de diarios, hacen resplandecer su «enorme dignidad, un estoicismo muy orgulloso y muy valiente". De todos modos, al final, salió cierta su afirmación de que «sobre las ruinas de mi ser levantaré una fortaleza llena de imágenes». Fue siempre cierta la frase de Ignacio Gómez Jaramillo que en el catálogo de su primera exposición anunciara que «Darío Jiménez cabalga en su loco y alado corcel por los espacios oníricos». Darío Jiménez Villegas, quien fuera el menor de once hermanos, nació en Ibagué el 9 de agosto de 1919. Procedente de padres inmigrantes antioqueños, realiza sus estudios primarios desde 1926 en el colegio San Luis Gonzaga de los hermanos Maristas, se distrae en la hacienda Las Hondas situada en las cercanías del nevado del Tolima e inicia sus estudios secundarios en el colegio de San Simón, siguiendo con el aprendizaje de la cultura y el idioma francés. En 1934, bajo la tutela de su hermano mayor, Samuel, continúa su segunda enseñanza en el colegio San Bartolomé y escribe que «ahora, en la época del modernismo todo parece marchar bajo la batuta de un director embriagado de jazz y la humanidad se ha inventado una cosa nueva y muy importante: el olvido».
Un crecimiento acelerado le hace abandonar sus estudios por recomendaciones médicas y regresa a Ibagué para instalarse frente a la piscina de su casa con un enorme estudio. Entre 1937 y 1944 vuelve a Bogotá a sus cursos interrumpidos en la Escuela de Bellas Artes y tiene como profesores a Luis Alberto Acuña, Ignacio Gómez Jaramillo y Carlos Correa, entre otros. Se inicia en la bohemia y en 1942. en el Conservatorio de Música del Tolima, hace su primera exposición donde presenta sesenta y cinco obras de diversos motivos que se puntualizan en alegorías, retratos, paisajes y desnudos. En la prensa local aparece un comentario elogioso. Es en agosto 17 de 1943 cuando realiza la ya mencionada exposición en el teatro Colón con cuarenta obras y junto a su amigo el pianista Oscar Buenaventura entrevista a Pablo Neruda. En 1944, va a México donde comparte su vida con una mexicana, asiste a clases y vive holgadamente. En 1947 fallece su padre en Ibagué, deceso que «le despierta furia, abandono de todo» y en 1948, ante la insistencia familiar emprende su regreso luego de subir obligado al avión, cubierto por una sábana, una jaula en una mano y sus zapatos en otra. Al llegar a Bogotá rueda por las escaleras y debe permanecer enyesado varios meses en Ibagué. En julio, restablecido, regresa a la vida bohemia. En noviembre de 1949 aparece publicada una nota en Ibagué sobre los pintores del Tolima y de Darío se dice que «regresó a su ciudad natal y fue como la semilla que cae en un espejo, que en un ambiente cosmopolita su éxito sería seguro." En 1950 envía cuadros a varias exposiciones, muere su madre en 1952 y tras la nota sobre su obra sin pena ni gloria escrita al reverso de un óleo en 1955, trabaja y vive en el centro de Bogotá en buena posición económica hasta 1958, renunciando a otras participaciones y dedicado por entero a la pintura y la bohemia entre Ibagué y la capital.
En las tertulias del café Automático traba buena amistad con sus paisanos Juan Lozano y Lozano, Arturo Camacho Ramírez y el antioqueño León de Greiff. De ahí en adelante la gimnasia, las dietas, su estudio cerca al aeropuerto El Dorado, sus experimentos, el estímulo permanente y entusiasta de Alberto Suárez Casas, su mecenas, colman su existencia para regresar a Ibagué en 1968 a vivir con sus hermanas. «Aquí en mi tierra ibaguereña me siento mejor porque hay más perdonavidas», diría en una de sus notas. Sumergido en una pro funda crisis alcohólica, acude a Alcohólicos Anónimos, utiliza costal, baldosín y papeles en su trabajo, hace amistad en 1977 con Alvaro Mutis quien en la dedicatoria de uno de sus libros le dice «Con un cordial abrazo de otro soñador». Y cuando ya, según sus palabras, el maestro de lo bucólico alcanza «la espontaneidad necesaria que toca a las sensibilidades cultas en el expresionismo», muere el 25 de mayo de 1980 en Ibagué.
Su ciudad natal, ignorante de la grandeza de su talento y del resultado de su obra, salvo pocas personas de buen gusto, no registra de su fallecimiento ni un aviso, nota social o comentario. El fue, al decir del escritor y crítico Darío Ruíz Gómez, la medida de un delirio, el de una extraña y sutil poesía plástica, el que hizo de su canto no el testimonio social sino el acento lírico y según Ignacio Gómez Jaramillo el que logró madurez y dominio revestido por la magia del arte lírico y atormentado. Al final le queda perfecta la expresión de Francisco Yesid Triana: «Alcanzó sin reservas el genio creador» .Recientemente, en junio de 1995, el Museo de Arte Moderno de Bogotá realizó una nueva y vasta retrospectiva de su obra.