LA LITERATURA EN EL TOLIMA

Por: Carlos Orlando Pardo

El cuento, la poesía, la novela, la crónica y el ensayo literario, han tenido a lo largo de la historia de la región, en particular a lo extendido del siglo XX y con alguna fuerza desde comienzos de esta nueva centuria que empieza a desplazarse, una serie de libros y de autores con validez continental. Alrededor de estos géneros publicamos antologías representativas que recorren en detalle el origen, evolución y periplo detallado, al tiempo que sus características, lo que ofrece, para quienes quieran ingresar al aumento de pormenores, una visión mucho más amplia a la permitida en la obligada necesidad de una síntesis.

 

Los novelistas tolimenses

Realicé un estudio sobre las novelas escritas por tolimenses a lo largo del siglo XX, el que busca ofrecer un panorama general y particular de la presencia de estas obras en la literatura colombiana. Dentro de lo que significa no sólo una visión sino simultáneamente una revisión, se examinan escritores no oriundos del departamento cuyos trabajos narrativos se desarrollan aquí, espacialmente, al tiempo que ubica a personajes que en estos libros provienen de la región como una manera de testimoniar un proceso social y literario. Aunque las obras cubren los últimos cien años, de 1900 al año 2000, encontramos que dentro de ellas existen algunas escritas en el siglo XIX y cómo, superadas las de carácter costumbrista y regionalista, sus autores pertenecen más a su tiempo que a su entorno.

Las más dispares apreciaciones han calificado ya nuestra novelística y no menos de 16 han obtenido primeros premios en concursos nacionales e internacionales. Los verificamos desde Uva Jaramillo y Luz Stella en las primeras cuatro décadas del Siglo XX, pasando por Alberto Machado, Eduardo Santa, Eutiquio Leal, Héctor Sánchez, Roberto y Hugo Ruiz, hasta llegar a Germán Santamaría, Jairo Restrepo Galeano, Manuel Giraldo,(Magil), Boris Salazar, Alexandra Cardona, Jaime Alejandro Rodríguez y Oscar Humberto Godoy. Sin que los galardones sean necesariamente el sello de garantía esencial para el valor de una obra literaria, 16 primeros premios nacionales de novela, uno internacional, el de Germán Santamaría y 4 menciones en este campo: Eduardo Santa, Eutiquio Leal, Héctor Sánchez y Magil, dan la medida de la aceptación de un trabajo con trascendente validez. De otra parte, algunas de estas novelas han sido traducidas a otros idiomas como sucede con Eduardo Santa, Jorge Eliécer Pardo y Germán Santamaría. Tal distinción ha sido alcanzada, aunque sólo en el género del cuento, por Eutiquio Leal, Héctor Sánchez, Germán Uribe, Carlos Orlando Pardo, Policarpo Varón, Roberto Ruiz, Hugo Ruiz, Germán Santamaría, Jorge Eliécer Pardo, Jaime Alejandro Rodríguez y Alexander Prieto Osorno. Se incluye, igualmente, un autor que aún no ha publicado su novela, pero que ha sido terminada y conforma una obra que a nuestro criterio ofrece importantes aportes a la narrativa nacional. Es el caso de Hugo Ruiz Rojas con Los días en blanco.

Por lo menos más de 30 de nuestros 44 novelistas no lograron trascender más allá de su momento por cuanto la calidad de sus obras no lo permitió y se convirtieron tan sólo en referencias bibliográficas, pero no por ello dejan de ser objeto de estudio en este trabajo. Hasta diciembre del año 2006, de los 44 autores 13 fallecieron, otros dejaron de escribir novelas, reduciéndose el marco a poco más de 25, sin saber cuál será el resultado de quienes alientan en secreto un trabajo de esta categoría.

En el desarrollo de la literatura colombiana, hay un momento de cambio que significa su apertura e inscripción en el proceso de transformaciones experimentado por la misma literatura occidental y que representa, sin lugar a la duda, la muestra de una madurez expresiva como se advierte en los últimos libros de nuestros autores. Se incorporan aquí nuevas técnicas y procedimientos narrativos, al tiempo que va definiéndose una personalidad propia. No se trata necesariamente de obras subsidiarias de los modelos consagrados cuando nos referimos a las influencias.

Toda literatura, sin excepción, es un mensaje para su época, así refiera la de cualquier tiempo y con determinado estilo. Las novelas nos ofrecen niveles de realidad tanto social como formal y éstos devienen como prueba fehaciente de su validez o su fracaso. Las estudiamos porque, como decía Octavio Paz, “para recobrar nuestro presente es necesario recobrar nuestro pasado y sobre todo recobrar la conciencia de nosotros mismos”.1 Balzac, por su parte, afirmaba de modo perentorio que “La novela es la historia secreta de las naciones” 2.

No puede decirse que exista en rigor una literatura tolimense con todas las implicaciones que este concepto requiere y que trataremos de abordar más adelante, pero existen, por supuesto, escritores del Tolima dedicados a la narrativa, cuento o novela, o trabajando la historia, el ensayo o la poesía. Sin embargo, en términos genéricos, por ser oriundos del departamento, han sido clasificados como pertenecientes a la Literatura Tolimense. Lo que sí es pertinente advertir es cómo, nunca antes, a lo largo de su historia, tuvo este sector del país un conjunto tan numeroso y representativo de escritores, concretamente en el campo de la narrativa. Porque antes predominaban los poetas y su lista, por cierto, es más que amplia con nombres que iluminan con sus obras varias épocas.

Son importantes los críticos colombianos e internacionales que coinciden en valorar la proyección de la obra de los escritores tolimenses dentro del panorama nacional de nuestras letras. Sus amplias apreciaciones se encuentran consignadas en libros especializados o en diversas publicaciones que se especifican en la bibliografía. Si algunos de nuestros narradores han sido traducidos, se incluyen en las más representativas antologías, en las mejores colecciones de literatura nacional, se registra con entusiasmo su presencia en la literatura colombiana a través de sus libros, tanto de narrativa como de historia o crítica, obtienen premios nacionales e internacionales en el campo de la novela y el cuento y son publicados por las más sobresalientes editoriales, todo ello nos muestra cómo estamos viviendo un fenómeno nuevo producido por la obra de nuestros escritores. Pero me refiero, en esencia, a los novelistas. Porque en el siglo XIX, sólo don José María Samper, oriundo de Honda, cubre el panorama de nuestros narradores con trascendencia nacional para entonces.

El más pródigo es Héctor Sánchez con diez novelas3, seguido por Alberto Machado Lozano y Eduardo Santa con cinco; con cuatro Jairo Restrepo Galeano, Luz Stella y Uvaldina Jaramillo, nacida en 1893; con tres Isabel Santos Millán de Posada, Leonidas Escobar, Eduardo Hakim Murad, Germán Uribe Londoño, Gustavo Jiménez, Carlos Orlando Pardo, Jorge Eliécer Pardo y Manuel Giraldo, (Magil); con dos, Antonio Gamboa, Eutiquio Leal, Roberto Ruiz, María Ligia Sandoval, Rosalba Suárez, Julia Mercedes Castilla, César Pérez Pinzón, Boris Salazar, Iván Hernández y Jaime Alejandro Rodríguez.

El número no indica necesariamente calidad sino una permanencia en el oficio. Al final se advierte cómo, buena parte de ellos, tanto los que murieron como los que permanecen con la guardia en alto, tienen varias obras inéditas o al borde de ser publicadas, sin contar las que viven su proceso de elaboración. Resulta curioso advertir que de los 44 novelistas, doce son oriundos del Líbano y que de las noventa y cinco novelas registradas, treinta y cinco han sido escritas por autores de este municipio.

Otros novelistas destacados son Darío Ortiz Vidales, Guillermo Hinestroza, Elías Castro Blanco, Alexandra Cardona, Camilo Pérez Salamanca, Dagoberto Páramo, Simón de La Pava Salazar, Alejandro Palacio Botero, Eduardo Palacio Skinner, Leonidas Escobar, César Varón Nieto, Alirio Vélez Machado, Héctor Abril, Zoraida de Cadavid, Horacio Barrios, Jerónimo Gerlein, Edgar Osorio Agudelo, y Jesús Hernández.

No creemos que la literatura de un país deba dividirse por regiones como clasificando partes de un rompecabezas para armar, pero de suyo ciertos sectores ofrecen unas características en lo que tiene que ver con los factores geográficos, étnicos, políticos, sociales y económicos que le generan una particular fisonomía. De todos modos, como punto de referencia, subrayamos la que denominamos Literatura Tolimense para referirnos al trabajo concreto de unos autores de significación nacional, desentrañando qué implica su valoración en el espectro amplio del país y cómo algunos han sido comentados en el exterior.

Nos marca el común denominador de lo dejado por la conquista y la colonia, la participación menor en la independencia, el aporte de nombres y acontecimientos en la constitución de la república, las guerras civiles, el tiempo de la violencia de mitad del siglo XX, para llegar, al final, confundidos entre los grandes aconteceres nacionales o internacionales. No tenemos la beligerancia del pequeño grupo territorial o étnico que busque mantener su identidad contra los grandes poderes, ni siquiera la imitación de consignas reivindicadoras como aquella de “Hecho en Medellín”. Nos ha ganado el obstáculo de la pereza a que aludía Bachelard y una especie de complejo que sortea escollos con tal de no aludir al medio en que se nace.

De todos modos, en la literatura escrita por tolimenses se detectan varios fenómenos interesantes. Uno de ellos es ver cómo la región, en los autores de los últimos tiempos, poco ha intervenido en su obra y, otro, el encontrarnos con que son autores no nacidos en esta tierra quienes se han impactado o han visto elementos válidos de este espacio para conformar sus trabajos. Si tomáramos un sólo ejemplo, sobresale el de Álvaro Mutis, enamorado de una porción del territorio tolimense al que le ha entregado sus desvelos y parte de sus historias.

Un punto que despierta inquietudes es el de anotar que el Tolima visto por escritores no oriundos de la región, es decir, la otra mirada, son quienes en forma amplia han descrito o testimoniado el entorno y parte vital de su existencia en diferentes épocas históricas. Es más, sus libros son obras importantes en la bibliografía nacional. Los ejemplos abundan y se enumerarán más adelante.

Para hoy, tal vez lo menos regional que tenga el Tolima sea su literatura. Las ocasiones en que refieren su espacio geográfico, lo hacen apenas como referencia sugerida o identificable por la acción de los personajes, nombres o apellidos típicos. El problema planteado va más allá de los límites estrechos del poblado. De ahí se parte, por supuesto y sólo en ciertos casos, hacia aspectos ecuménicos del ser, del estar, del vivir en la mitad de la quimera o el fracaso. Ello no impide, como dice Darío Ruiz, que esos modos de existencia tengan la identidad colectiva del habitante de la región o que estén inhabilitados para verse, para mirarse, para traducir, en el proceso de recreación, la seguridad de lo propio como sello distintivo, no llegando a la tendencia anterior de folclorizarse, ser narcisistas con el entorno o producir el repliegue del ghetto. Ocurre, por el contrario, que no experimentan la sensación de exclusión frente a lo “nacional” y reconociéndose sin aislamientos absurdos, saben que hacen parte del mundo.

Los escritores del Tolima, haciendo uso de su libertad, de su elección, de su gusto, usualmente olvidan o dejan de lado, quizá para no parecer provincianos, espacios, situaciones, renglones distintivos de su colectividad antes o ahora. Un breve inventario de sus ausencias en la vida regional contemporánea nos dará la razón.

Los narradores tolimenses no han producido un discurso que refiera en parte la región, sino que desde ella plantean el país y el hombre o la mujer como entes universales. Desde luego, marcan la psicología, la sensibilidad y el espíritu de época a través de unos personajes que van señalando un medio y determinados momentos del devenir de los pueblos, donde el termómetro de los sucesos puede medir diversos grados de desarrollo o atraso político, económico, social y cultural.

En el libro Novelistas del Tolima Siglo XX, que forma parte de la Enciclopedia Cultural del Tolima, editado por Pijao Editores, se aprecian capítulos específicos donde se caracterizan y ejemplarizan los períodos históricos en que el mundo indígena, el descubrimiento, la conquista o la época colonial tienen sus representantes y tratamientos de cómo nace una nueva sociedad y florece un perfil que recepciona las ideas de la ilustración y genera las guerras de independencia. No están ausentes los libros que reflejan la imitación de rasgos caracterizadores del romanticismo, en donde lo pintoresco y lo regional, la idealización de ciertos tipos, la lucha por la libertad del individuo unida a un afán de justicia, cumplen con el deseo de lograr nuevas formas. No se libran tales obras de colocar énfasis en el sentimiento, la emoción y el patetismo de manera tal que lo subjetivo y emocional surgen de manera continua.

Las novelas de la primera mitad del siglo XX e inclusive las que van hasta 1970, tienen una innegable participación de lo popular tanto en el uso de temas tradicionales como folclóricos y están encarnados por hombres y mujeres comunes, por trabajadores, por ciudadanos que son protagonistas palpitantes en aquellas páginas. No se ven héroes sino antihéroes que en medio de sus limitaciones tienen el valor de defender sus ideales personales o sociales y que con medios expresivos característicos de su entorno reflejan un estilo. Campean, eso sí, protagonistas que se mezclan entre lo culto y lo popular y que ofrecen una visión de la pobreza, la falta de medios, la inestabilidad política, económica y social.

Si bien es cierto los niveles estéticos de los escritores son diversos, todos expresan en mayor o menor medida una inquietud frente a los problemas del hombre que se describe explotado en medio de la simulación y el engaño. Las nuevas corrientes de escritores fueron dejando atrás el reflejo de la naturaleza y la vida del campo y no acentuaron énfasis alguno en el color local o pintoresco. Aquel sello particular que buscaba reflejar el ambiente de lo natural, en donde la exaltación lírica parecía suplir lo fundamental, quedó como un testimonio de época sin que en la actualidad deje de jugarse a cierto culto por la fatalidad, el destino y la muerte, un común denominador en casi todas las novelas. Desapareció, igualmente, cierta tendencia moralizante donde se dividía maniqueamente a los personajes en buenos y malos y surgieron nuevos tipos de paisajes y de técnicas que ya no iban con las costumbres o la simple crítica social sino que mezclaban, como en la vida, todo en un mismo vaso.

El advenimiento de nuevos modos de producción y nuevos comportamientos en la sociedad, generaron un pensamiento y una práctica que se diferenciaban de las anteriores, viéndose, en cuanto a la literatura, un mayor y audaz esmero en la construcción de las obras en relación a su forma y contenido, pero sin abandonar cierto pesimismo en el mundo reflejado. Tal clima político y social genera obras que contrastan con las precedentes. Se quiere romper con el pasado y se observan libres y variadas asociaciones de imágenes que expresan la tensión y la angustia metafísica del hombre.

El nuevo canon literario surgido en las novelas más recientes, nos conduce a ver con claridad cómo emplean novedosos recursos literarios que van desde la parodia, el intertexto y la metacrítica y que conciben la literatura como un juego participante entre el texto y el lector. La fragmentación del lenguaje mismo y del texto que deviene en collage, pastiche o kitsch, la puesta en ridículo de formas literarias serias tomadas de la “alta cultura”, tiene, como afirma Nelson González Ortega4, “una voz propia aunque en ocasiones sofisticada que conduce a una postura multicultural por cuanto usa técnicas de los medios masivos de comunicación. Interpolar en los textos, diversas voces, historias y personajes disímiles, experimentar con técnicas antiguas y modernas, dan la imagen de su cosmos literario”.

Nuestras gentes se debaten entre la tradición y la modernidad sin uniformarse y la pluralidad ofrece su derecho democrático a vivir en el interior de las personas. Hacer maniqueísmo sobre qué es lo mejor resulta ingenuo. Se convive con todo y ante lo que pretende parecer auténtico por ser “nuestro”, surge una vasta cultura informal, semejante a la economía informal, que como consumo cultural configura el panorama real y da cuenta de nuevas expresiones.

A partir de la escala de identidades que puede advertirse en el habitante promedio de la región, prima, por razones de conocimiento y de afectividad, de instinto y tradición, lo que se enseñaba y denominaba antes como la patria chica. Es decir, se parte de lo local a lo regional y de lo regional a lo nacional como muestra de una actitud que se hace connatural al hombre. En relación a los poblados, ya el mismo Borges dijo con sabiduría que “los pueblos se parecen...”.

No existe la sensación de un destino colectivo, pero la tierra como lugar común tiende a generar una identidad integradora que, aunque limita, termina interiorizando una manera de ser. Para quienes se jactan de poseer una mirada “universal” termina siendo un lastre pertenecer a la “provincia”, pero en general los recuerdos comunes, las efemérides y costumbres que lindan con lo folclórico, la comida típica o los modismos de lenguaje, para dar algunos ejemplos, ofrecen una mirada que de suyo traen ciertos matices diferenciales. La práctica cotidiana y concreta de la vida ofrece, de todos modos, una especie de dimensión particular dentro de la experiencia social, cultural e histórica. El rescate de todo esto es lo que logra la literatura porque, como afirma Darío Ruiz Gómez5, “escribir fue siempre una lucha contra el olvido, una pelea contra el poder del tiempo, un deseo de que la muerte no cubra de olvido todo aquello por lo que vivimos”. Agrega este autor que “la experiencia del lenguaje no puede partir sino de una experiencia de la realidad”6.

Frente a lo que significa lo “nuestro”, no debe existir, sin embargo, un rechazo absurdo a lo que no nos parece “propio” porque sería caer en la ingenuidad y en la absurda negación para lo que existe fuera de nosotros. No aceptar una idea de cultura o literatura que rebase lo terrígeno a título de principios ya superados por el mundo actual, es acto de torpeza.

Lo que queda vigente a nivel de una territorialización o regionalización, es que nos encontramos encerrados en una escala organizacional formal o interior, es decir, aquella que traza real o imaginariamente los límites de un lugar bajo la luz de los mapas con sus respectivas fronteras. Todo ello produce una particular manera de ser o de vivir, pero no nos envuelve en su círculo. La identificación con Colombia misma, por ejemplo, va tras el concepto en ocasiones abstracto de patria y para ello vale el himno, la cédula, el partido político, si se tiene, la selección de fútbol o, en otras circunstancias, el simple pasaporte. Si se tratara de algo concreto lo encontraríamos en la cultura con el amplio criterio que ella desarrolla. De alguna manera ingresamos a la línea que va por la mitad, por cuanto compartimos el criterio de Octavio Paz cuando dice que “el nacionalismo es una cárcel para la imaginación y el cosmopolitismo es una servidumbre”7.

Si bien el objeto de estudio refiere a autores de una región particular, no por ello nos encerramos dentro de sus fronteras como un muro absurdamente infranqueable, sino que sugerimos una ventana. Todo porque el propósito del ensayo es orientar y dar pistas a los lectores de novelas que seguramente generarán nuevos puntos de vista. Para ello pretendemos presentar argumentos que ayuden a servir como provocación a la lectura de obras que son dignas de mayores lectores, así como abrir una polémica alrededor de la literatura tolimense y la presencia o la ausencia real de una novelística regional a partir del inventario de lo que se ha escrito hasta el momento. Naturalmente, lo hacemos mediante comentarios críticos de las mencionadas obras sin ningún ánimo destructivo. No está aquí el consabido uso de pontificar, sino el de dejar sentados unos criterios no definitivos que seriamente nos ofrezcan caminos hacia un debate necesario.

El registro que hemos realizado sobre los novelistas tolimenses a lo largo del Siglo XX, nos enfrenta a un viaje con muchos altibajos alrededor de temas y técnicas utilizadas por nuestros escritores, los que construyen y reconstruyen a través de la historia y su ficción, la aventura y la desventura del hombre en el mundo contemporáneo.

Una geografía narrativa que refiere al Tolima nos demuestra que, aunque en general se empleen los escenarios locales, no vive apegada a los problemas regionales sino que aspira a una visión universalista en el enfoque de los conflictos humanos. Las obras, en su gran mayoría, destilan una gran desesperanza como testimonio del estado espiritual de la época y han llegado nuestros autores a fórmulas narrativas contemporáneas.

La experiencia en conocimiento que nos dejan los libros estudiados, nos entregan igualmente un fresco de nuestra vasta realidad en donde lo individual subjetivo y lo individual colectivo queda con su testimonio en distintos niveles de fabulación. Se conoce que con raras excepciones la buena literatura en el mundo ha sido una de espeso carácter regional y mucha de la que intenta no parecerlo se oculta detrás de mecanismos que no necesariamente les otorgan una calidad. Más allá del territorio, la tierra común es la imaginación y la palabra y desde las novelas se concilian las funciones estéticas y sociales mediante el descubrimiento de valores que lejos están del discurso oficial y que evocan y en forma mutante dinamizan la historia y el periplo del ser humano.

La apertura hacia el pasado se ofrece desde la búsqueda verbal y temática que incursiona en “un laberinto roto”, como diría Borges, donde todo lo de ayer es presente y genera preguntas críticas acerca del mundo. Se encuentra, así mismo, que si bien es cierto tomamos como objeto de estudio a los novelistas que tienen origen en una región específica, en este caso el Tolima, no dejamos una teoría reductivista ni en lo literario ni en lo político, porque la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones. El espacio y el tiempo que reflejan en sus novelas, es transformado a lenguaje y multiplicado en puntos de vista. Pero todo sin complejo de inferioridad aunque existieran autores que al decir de Heidegger “sólo quieren lucir pero no iluminan”8.

 

Entre lo regional y la globalización

Quienes posan de “ecuménicos” y ofrecen una mirada desdeñosa a lo que parezca “regional”, deben enfrentar lo que Darío Ruiz Gómez clasifica como “país culto” y “país inculto”, como ‘Cultura” y “cultura”, como lo “primitivo” y lo “civilizado”.

No se trata entonces de mirar nuestra tradición con paternalismo y nostalgia, sino de observar que la especificidad de lo regional obedece a situaciones históricas y sociales concretas. Nadie puede sustraerse al hecho de que el valor de lo regional tiene matices o, aún mejor, tonos diferenciales hasta en el habla, y no son estos conceptos abstractos sino que existen por encima de cualquier pretensión.

Puede resultar absurdo que mencionemos hoy estos temas, sobre todo cuando, como ya lo subrayamos, la vaguedad de conceptos como nación, patria y las divisiones departamentales o municipales tienen sólo validez para lo administrativo.

En su estudio sobre el Proceso de la cultura en Antioquia, Darío Ruiz dice que “las divisiones trazadas a mano sin que para nada contaran las diferencias profundas planteadas por una geografía, por unas costumbres y unos recuerdos creados alrededor de una historia común, merecen un estudio que conduzca a recuperar en términos objetivos lo que hasta ahora buenamente se ha calificado, sin más, como “Historia Nacional”.9

En el debate sobre la cultura se insiste en la “desterritorialización cultural”, detallando cómo el impacto de los medios masivos sobre las culturas de nuestros países tiende a un proceso natural de borrar o liquidar las propias de cada región, igual a lo que ocurriera con la llegada de los conquistadores españoles en relación a las culturas aborígenes. Tal hecho se presenta, por ahora, en forma creciente, pero si la cultura se piensa no tanto como lo que se expresa en los medios masivos, allí donde se identifican procesos de deformación cultural o desnacionalización, sino como una suma de conductas que no fácilmente se someten a lo “universal”, es mucho lo que aún queda como “nuestro”. Pero no para ser defendido como ghetto, sino como una manera de expresarnos colectivamente. Ahí no más, en pleno comienzo del siglo XXI, vemos, a manera de ejemplo, que gente como la de Cataluña, en una sociedad cosmopolita como es la de Barcelona, bailan con orgullo su sardana en los principales acontecimientos y fiestas de la región, al igual que conmemoran masivamente las festividades del San Juan, sin desmedro de que las editoriales ofrezcan sin rubor su vasta colección de autores catalanes, lo cual sucede parejamente con los andaluces, los gallegos o los vascos. Los que sin negar lo suyo trascienden, son aquellos que aportan a la cultura en general.

En Francia abundan las campañas en defensa de la identidad cultural de este país y cerca de treinta y seis millones de hispanohablantes que habitan en los Estados Unidos expresan, en la práctica, costumbres que reflejan la vigencia de una cultura al interior de la asimilación de otro modo de vida. Las fronteras aquí se han desvanecido, pero las expresiones conviven.

No se trata de considerar obsoleto lo uno o revolucionario lo otro. Se trata de ver interiormente cómo es válida la danza entre la tradición y la modernidad y también que frente a las nuevas realidades se conserva todo aquello que nos construyó, así más allá exista un múltiple repertorio de entretenimientos que, comercialmente programados, cubren también aspectos importantes de la colectividad. Antes todo nos llegaba por tradición y ahora la cultura a domicilio o la reorganización selectiva de los consumos culturales ofrecen el nuevo panorama en el que nos movemos.

Si bien es cierto que estos medios masivos están reorganizando las identidades colectivas al producir hibridaciones nuevas que dejan caducas demarcaciones como lo culto y lo popular, lo tradicional y lo moderno, lo propio y lo ajeno, según Martín Barbero, también lo es, como este mismo autor señala, que las cosas han cambiado y los juicios de valor deberán atenerse a parámetros distintos, puesto que ya se ofrece una rearticulación y una readecuación en el mundo.

El hábitat cultural está fragmentado con la disolución del horizonte cultural común a la sociedad en virtud a las nuevas tecnologías. Ya tenemos prácticamente “memorias culturales no ligadas al territorio”. Cuando Mattelartd menciona “comunidades de memoria no territorial”, señala cómo se desplazan los linderos y cómo se desterritorializan las actividades.

Claro está que el resultado de las culturas audiovisuales es básicamente la cultura de la juventud, lo que genera una serie de subculturas ligadas a la televisión, al disco compacto y al video. Tal hecho no es negativo y sería ingenuo tratar de impedirlo como ocurre con algunos que buscan tapar el sol con las manos. Lo que importa es señalar, no pontificar, la importancia de lo que nos ha construido. No es bueno ni para quienes están en un lado o en otro convertirse en círculos que miren despectivamente todo lo que sucede fuera de ellos. No es recomendable ni excluir ni excluirse porque sería difícil hallar lo legítimo bajo las estrategias del desprecio, la descalificación o la ignorancia deliberada.

Lo que hacemos ahora es emprender una lectura crítica que multiplique los puntos de vista y todo movimiento de la sociedad ofrece nuevas perspectivas. Si nosotros pasamos de una comunidad eminentemente rural a una cada vez más urbana, allí se ven los cambios que ahogan lo tradicional y lo local, que era homogéneo, para tropezarnos con lo de hoy donde todo se reacomoda materialmente.

En su último libro, La resistencia,10 Ernesto Sábato plantea cómo “a medida que nos relacionamos de manera abstracta, más nos alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia metafísica se adueña de nosotros mientras toman poder entidades sin sangre ni nombres propios.” En su Carta de los antiguos valores,11 dice que “en nuestro país son muchos los hombres y las mujeres que se avergüenzan, en la gran ciudad, de las costumbres de su tierra y trágicamente el mundo está perdiendo la originalidad de los pueblos, la riqueza de sus diferencias en su deseo infernal de “clonar” al ser humano para mejor manejarlo. Quien no ama su provincia, la aldea, el pequeño lugar, su propia casa por pobre que sea, mal puede respetar a los demás”12

La cultura es un complicado proceso de construcción de significados que vincula a cada sociedad y generación con su realidad y le da sentido. No se trata de sobrevalorar el pasado como muchos lo hacen. O de mirar como el único camino la otra cara de la moneda a título de no estar sintonizados con lo que marca la tendencia en el mundo. Al fin y al cabo el asunto es ver que si lo tradicional avala el comportamiento y la identificación de la comunidad en general, es, como tal, un acto positivo, pero si no, y queremos a pesar de ello imponerlo a título de “identidad”, nos estamos quedando en una equivocada postura y tan sólo con el rezago de la nostalgia.

El temido golpe de muerte a las culturas regionales y nacionales por la invasión de productos culturales de los países desarrollados, probablemente terminará por imponerse, como lo afirma Mario Vargas Llosa. Dice el novelista que “de este modo todos los demás pueblos, y no sólo los pequeños y débiles, perderán su identidad, vale decir su alma, y pasarán a ser los colonizados del siglo XXI, epígonos, zombis o caricaturas modelados según los patrones culturales del nuevo imperialismo que, además de reinar sobre el planeta gracias a sus capitales, técnicas, poderío militar y conocimientos científicos, impondrá a los demás su lengua, sus maneras de pensar, de creer, de divertirse y de soñar”.13

“¿Perderemos entonces nuestra diversidad lingüística y cultural?”, se pregunta el escritor peruano. “Simplemente vamos a ser menos pintorescos, menos impregnados de color local, como, contrariamente, puede observarse en lo que dejamos atrás. La sociedad simplemente adoptará poco a poco la realidad de nuestro tiempo. Esta verdad no a medias podría colocar a parte de la sociedad amante de sus modos de ser frente a una pelea peligrosa entre lo “propio” y lo “ajeno”, lo que nos llevaría a aislarnos como tribus a título de la “invasión extranjera”, sin comprender cabalmente que la cultura no es un ente inmóvil”14. Lo que importa, como bien lo señala Mario Vargas Llosa, es la libertad. Nosotros, entonces, no estamos obligados a acatar a nombre de la identidad el repetir mecánicamente antiguas costumbres. Ya no son días, como lo quisieran muchos, de aprendernos de memoria el catecismo del padre Astete o apostar aguinaldos en diciembre para ser buenos cristianos, ni dedicarnos a bailar bambucos y sólo cantar nuestra música que temáticamente refiere otra época, para ser buenos ciudadanos tolimenses. El folclor del Tolima, por ejemplo, va perdiendo audiencia cada día y es mirado con un paternalismo que no llega a su defensa verdadera, a pesar de ser un legado de interés público sin fecha de vencimiento que ha terminado reducido, en no pocos casos, a algo sin interés para la gran mayoría.

Lo que salta como conclusión es que el cotejo de nuestra cultura con otras la enriquece. Aquí se enriquecen nuestro comportamiento y nuestras costumbres sin necesidad de que ellas se borren o desaparezca la rica tradición que las respalda. La práctica de lo que amamos será lo que sobreviva así se realice en sectores marginales, pero queda el ser humano enfrentado a los temas que conviven siempre con él a lo largo de la historia de la humanidad.

Desde el pueblo o desde la urbe se tratarán temas que por mostrar vívidamente, estéticamente, la condición humana, estarán ahí, palpitantes y con varias vidas. El alinearse a uno u otro lado no da patente de corzo. Aquella sentencia de Tolstoi, “narra tu aldea y serás universal”, abría posibilidades inmensas ya que, en virtud de la forma de narrar y no tanto por lo que se cuente, se podía llegar a niveles estéticos con validez en cualquier parte. Un caso que ilustra este criterio es la obra Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y para el caso del Tolima lo que ocurre con las descripciones, la atmósfera y las historias de Álvaro Mutis respecto a Coello, Cocora.

Otro factor que se hace necesario mirar es comprender que no es indispensable caer en el denominado folclorismo, es decir, tratar de plasmar la reproducción de un lenguaje, de unas costumbres calcadas, para serle “fiel” a una determinada realidad. Tampoco de falsear el lenguaje y las costumbres almidonando el trasunto, dándoles unos términos que no son propios a la condición de los personajes sino buscando el equilibrio que ofrezca a una vieja o nueva canción el calificativo estético de validez.

Libros como El pastor y las estrellas, de Eduardo Santa, que plantean una particular filosofía de la vida, otorgan a historias desarrolladas en escenarios pastoriles una dimensión universal. Pero puede ocurrir lo contrario cuando se eleva la condición del hombre frente a sus propias realidades sin la necesidad del viaje de Abenámar, el protagonista de la obra de Santa. Es válida aquí también la afirmación de Henry David Thoreau en su descripción de Walden cuando dice que “La vida está alrededor, no allá, no en la cima de la montaña”.15

Para unos y otros efectos, la mirada a cómo fuimos, a cómo somos, a cómo deberíamos haber sido o a cómo deberíamos ser, la encontramos no sólo en la historia sino particularmente en las obras literarias. Cuando Umberto Eco escribe sus Reflexiones sobre el papel impreso, encuentra que el libro “no es una petrificación de la memoria sino una máquina para producir interpretaciones, es decir, una máquina para producir interioridad: una máquina para producir memoria. Y si los libros multiplican el saber, la humanidad, en el momento mismo en que nació el libro, se encontró frente a un problema: un aumento de memoria”.16

Por ello el libro es un bien de interés público y cuando cada editorial nace al mundo, se da la apertura de una biblioteca circulante “sin fecha de vencimiento”. Y se hace necesario protegerlos y utilizarlos, como lo ejemplarizaba el padre de la ciencia ficción en Norteamérica, Ray Bradbury, quien en su novela Fahrenheit 451 nos relata la historia de un reducido grupo de habitantes que aprende de memoria los libros clásicos para heredarlos al futuro por cuanto, en ese instante, tener un libro es un delito castigado severamente.

Lo regional existe y es la palabra la que lo representa como destino humano. Ahí están las huellas de su historia en las novelas, “el reencuentro con los muertos” a que aludiera Sábato. “La globalización, dice, no tiende a unir culturas sino a imponer sobre ellas el único patrón que les permita quedar dentro del sistema mundial. Todavía queda el candor y el milagro de que corran los ríos cuando hemos talado los árboles de la tierra”.17

La gran contradicción entre la “aldea global” y la “aldea local”, como lo señala Carlos Fuentes,18, no es que la una se aferre al pasado y la otra apunte al futuro entre la maquinaria de integración, sino que en el mundo transitivo muchas cosas cambian pero otras sobreviven. Trae el ejemplo de Cervantes y su héroe de papel “donde podemos dar un valor real a la tradición y a la renovación que se apoya en ella y la enriquece, a fin de que la creación contemporánea no carezca de sentido. Debemos prepararnos, dice, para dirigirnos a las dos aldeas que habitamos: la global donde vivirán nuestros hijos y la local donde murieron nuestros padres”.19

Ilustra esta tesis Carlos Fuentes, señalando que Cervantes nos dice cómo “no hay presente vivo con un pasado muerto” y que sin nuestra memoria, que es el verdadero nombre del porvenir, no tenemos un presente vivo; un hoy y un aquí nuestro donde el pasado y el futuro verdaderamente encarnan”.20

Dentro de estos lineamientos realizamos el itinerario y el viaje apasionante por la creación y recreación de mundos narrativos nacidos de la imaginación y la audacia de narradores que nos ofrecieron una grata aventura a través de las noventa y cinco novelas escritas por tolimenses a lo largo del Siglo XX.

 

El Tolima y su retrato

Un breve recorrido por el territorio del Tolima para examinar quiénes y de qué manera lo han mostrado a lo largo de la historia, nos arroja un interesante inventario que nos dice cómo hemos sido objeto de observación y testimonio. Además de las fuentes directas, una seria y documentada investigación de Helio Fabio González Pacheco en su iluminador libro Un viaje por el Tolima,21 nos resume tales detalles.

Todos los cronistas coloniales, en documentos que tienen un valor histórico, esencialmente, realizan sus descripciones y conceptos sobre una región que ofreció heroica resistencia a la conquista. Desde los aparecidos en el siglo XVI entre 1538 y 1600 cuando participa en la pacificación de los Pijaos y muere en Mariquita don Gonzalo Jiménez de Quesada, hasta los autores representativos de la colonia, examinamos aquella mirada. Ahí está don Pedro de Aguado que refiere estas tierras de Pijaos en su Recopilación historial de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano,22 cuando en la primera parte de sus diez y seis libros narra con insistencia y realce variados sucesos referentes a la región de Ibagué. También lo hace fray Pedro Simón, quien a través de sus labores como sacerdote entra en contacto directo con don Juan de Borja en la llamada reducción de los Pijaos que detalla en sus Noticias historiales de la conquista de tierra firme y de las Indias Occidentales.23

Lo propio hacen fray Antonio de Medrano y el mismo Juan Rodríguez Freyle en su famoso libro El Carnero,24, pero en el segundo período colonial, donde florecen el periodismo, la ciencia y la política y no pocas manifestaciones poéticas, mucho tiene que ver el Tolima por ser sede de colegios y, en esencia, por la feliz circunstancia de ser un intelectual oriundo de Mariquita, don Francisco Moreno y Escandón, (1736, 1792), quien contribuye en forma definitiva con un jalonazo histórico del país cuando se convierte en el fundador de la Real Biblioteca y diligencia la llegada de la imprenta que cumplirá un papel básico en nuestra formación, al tiempo que se hace autor de proyectos educativos que incluyen en detalle la universidad como ente iluminador de la época, cerrando el ciclo la trascendencia que tiene la Expedición Botánica con sede en Mariquita. Este iluminado escribió Historia del Nuevo Reino, pero seguramente terminó extraviada en Santiago de Chile, donde murió, y varias son las citas que explican, por ejemplo Alcedo en su Diccionario Geográfico o Vergara y Vergara, cómo las reconstrucciones de su lugar de nacimiento o sus viajes nos fueron escamoteados por falta de seguimiento a su trabajo.

Encontramos también a Juan de Castellanos con sus Elegías de varones ilustres de Indias,25, particularmente en la cuarta parte donde se detiene en un héroe panche; está igualmente Lucas Fernández de Piedrahita con su Historia general de las conquistas del Nuevo Reino26 quien, por tener acceso a los documentos hoy perdidos de Quesada, de Aguado, Castellanos y Simón, narra en varios volúmenes aquellas expediciones. Todo lo anterior nos ofrece una realidad testimoniada de una época a la que el futuro Tolima, tierra panche y pijao, está vinculado como parte de nuestro pasado y como parte importante de la gran historia nacional desde la llegada de los españoles.

Fray Alonso de Zamora y el cronista Basilio Vicente de Oviedo en su obra Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada no dejan de ofrecer su testimonio.

De 1600 a 1650, dentro de los escritores granadinos, se tiene la presencia de Hernando de Angulo y Velasco que hace circular el manuscrito Guerra y conquista de los indios Pijaos, “donde cuenta este enfrentamiento que duró largo tiempo y no fue concluido sino con el exterminio total de aquellos altivos y valerosos indios”.27 De Mariquita, igualmente, figura Hernando de Ospina quien escribe su obra de teatro Comedia de la guerra de los Pijaos entre 1610 y 1620.

Por los días de la Nueva Granada, según nos cuenta Curzio Altamar en su Historia de la evolución de la novela en Colombia,28 José Francisco Pereira, (Cartago, 1789-Tocaima 1863), escribió La lanza del célebre pijao don Baltazar que Nariño publicó en 1812 o 1815, novela satírico jocosa en prosa y verso que se halla transcrita en el libro San Bonifacio de Ibagué del Valle de las Lanzas:29 (Documentos para su historia, publicaciones del archivo nacional.)

Maravillas de la naturaleza,30, de fray Juan de Santa Gertrudis, jesuita de Palma de Mallorca, es una obra de cuatro volúmenes cuyos documentos son testimonios directos de una actividad misionera que transcribe historias populares de la América del siglo XVIII. Allí existen numerosos capítulos que describen la llegada a Honda y puntualizan detalles sobre todo el comercio irradiado a través del río Magdalena donde el cronista se detiene treinta y dos días y cómo, acompañado de caravanas de mulas, cita su itinerario por Mariquita, Guayabal, Lérida, Venadillo, Guamo, Natagaima, Coyaima, San Luis y Valle de San Juan. Esas misiones transcurren entre 1758-1759, donde lo ocurrido se detalla nimiamente con descripciones de plantas, árboles, frutas, flores, pájaros y animales diversos, a más de noticias breves de las poblaciones mencionadas, los trajes, las comidas y modos de hacerlas, fiestas, ajuares caseros, costumbres, ríos, puentes, vados, minas y su laboreo, personas, acciones, leyendas, precios de las subsistencias y otros enseres e industrias de los pueblos. Las fábulas descritas nos dan una visión semejante a la del realismo mágico al rendir tributo a la mentalidad del siglo XVIII, plena de demonios, aparecidos, visiones e inclusive historias picarescas. La obra fue publicada por la Presidencia de la República en 1956 cuando gobernaba Gustavo Rojas Pinilla.

El sabio Mutis, por su parte, antes y durante la Expedición Botánica, visitó Honda, Mariquita, Ibagué, Mina del Real del Sapo en Rovira, Llano Grande en Espinal y La Vega de los Padres en Coello. El diario de Mutis marca su itinerario y deja testimonio de su paso por lugares como Ambalema, Venadillo y Guayabal. Desde 1787 comienzan sus excursiones y refiere la historia de las hormigas en el cerro del Sapo, al igual que referencia cantidad de especies tanto vegetales como animales sin olvidar las minas. Y qué no decir de lo testimoniado sobre los casi ocho años que duró la Expedición Botánica en Mariquita y que generó el legado de la espléndida riqueza de nuestras flora y fauna.

Jean Marie Boussingault, padre de la agronomía internacional, amigo personal y miembro del Estado Mayor de Simón Bolívar, dejó reveladores textos y manuales sobre nuestra agricultura donde se testimonia la existencia de plantas, cosechas y cultivos, parte de ellos encontrados a su paso por el Tolima entre 1826 y 1827, algunos de cuyos adelantos son citados indirectamente por Gabriel García Márquez en El General en su laberinto. Recuerda González Pacheco31 que también dejó textos acerca de la aluminia sulfatada y el ácido sulfúrico en los ríos Saldaña y Gualí, al igual que sobre el coto o bocio o sobre el mismo nevado del Tolima.

El sabio Humboldt, quien el 22 de marzo del año 2001 cumplió 200 años de haber llegado en un barco camino a Colombia, encontró y dejó en su paso por el territorio que hoy ocupa el departamento del Tolima, un legado de aleccionadores aportes en sus escritos y Bonpland, dibujante de Alejandro de Humboldt, médico que acompañó al explorador, entregó testimonio, a través de dibujos y pinturas realizadas en esta correría, de las plantas, los animales, los paisajes, los ríos y los nevados. En la Biblioteca Iberoamericana de Berlín, una de las más grandes de Europa con libros en español -sesenta mil volúmenes-, es fácil tropezarse en el segundo piso, al fondo, al bajar las escaleras, con un óleo de tamaño gigante que representa el puente natural de Icononzo.

Cita González Pacheco32 que “recién lograda la independencia, el coronel inglés John Petter Hamilton, Agente Confidencial de la Gran Bretaña, escribió amenas páginas que tituló Viajes por el interior de las provincias de Colombia donde describe el plan del Tolima, la provincia de Mariquita, Espinal y Purificación. Consolidada la labor de Bolívar, agrega González, el francés Gaspar Teodoro Mollien en su obra Viaje por la República de Colombia, describe el ambiente natural y las costumbres, aportando muchos datos de interés económico y social.

Isaac F. Holton, profesor de química y de historia natural en Middlebury College, publicó en 1857 un extenso libro denominado La Nueva Granada: veinte meses en los Andes,33 donde casi a manera de novela -son esencialmente memorias de una buena y a veces hasta sorprendente factura literaria-, dedica capítulos enteros a describir costumbres, geografía y características del Tolima, como puede observarse en su capítulo XXIII que puntualiza curiosos detalles sobre Boquerón, Melgar, Flandes, Espinal e Ibagué, entre otros, evocando honradez, sorpresa ante periódicos, libros, colegios y tipo de estudios en el proceso de la enseñanza, curas y galleras, legisladores tercos, tributaciones o maravillosas puntualizaciones sobre las niguas.

En 1882, el suizo Ernesto Röthlisberger –deja apuntes reveladores sobre la temperatura social y física de aquellos años en el Tolima a través de su libro El dorado. Después vendrán varios franceses, como Augusto Le Moyne en su obra Viajes y estancias en América del Sur. A su vez, Jorge Brinsson, ingeniero y escritor, hace lo propio en La ciudad de Honda. Por su parte, Ed André retrató con talento a la Ibagué de 1876, así como Pierre D’Espagnat lo testimonia en 1897 en sus Recuerdos de la Nueva Granada.

Textos sobre el Tolima dejan también Felipe Pérez, Salvador Camacho Roldán, José Caicedo Rojas y José David Guarín, quien nacido en Quetame, Cundinamarca, descendía de ibaguereños y había estudiado en San Simón.

El autor bogotano don Medardo Rivas (1825-1901), general de la guerra de 1860, catedrático universitario, senador, gobernador, periodista, diplomático, autor además de novelas costumbristas, publicó un atractivo libro titulado Los trabajadores de tierra caliente34 donde en mucho toca al Tolima cuando refiere la importancia del tabaco, la hacienda exportadora y la concentración de la tierra en algunas regiones colombianas, reflejo del núcleo de nuestra economía agraria en el siglo XIX y documento insustituible de las relaciones sociales, costumbres y descripción de fronteras por aquellos días.

Al comenzar el siglo XX, en 1906, Clímaco Soto Borda dejó sus poemas “A las ibaguereñas”35 y en su novela Diana cazadora la protagonista es de origen tolimense.

 

La mirada de los otros

A partir de los siglos XIX y XX, los registros sobre el Tolima tendrán su particularidad a través de obras literarias. Desde las costumbristas que analizaremos en el capítulo que muestra su itinerario, hasta las últimas novelas publicadas en el año 2000, existe un testimonio fehaciente de espacios y personajes.

Manuela, de Eugenio Díaz, Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre, Diana cazadora, de Clímaco Soto Borda, entre otras, confirman este aserto. En el análisis sobre el costumbrismo están los detalles que demuestran la mirada de ellos sobre el territorio.

Años después, José Antonio Osorio Lizarazo publica en 1935 La cosecha,36 una novela que dibuja con mano maestra el mundo de quienes conforman el trabajo del café. Es notoria su capacidad de observación alrededor del universo descrito con un juego de equilibrio que ofrece armonía en la composición y en el ensamble entre el paisaje y la sicología de los personajes. Ninguno como él, en Colombia, logra la descripción de la vida de los cafetales, un tema que no ha sido tratado, salvo de soslayo, por los escritores tolimenses. El poeta Santiago Mutis Durán señala en la introducción a las novelas y crónicas de este autor37, que allí pueden verse la fundación de un poblado, la recolección del grano, el dibujo de los hombres que cuidan y cosechan, la mirada a los comerciantes que la explotan, el examen a lo que sucede en el campo y fuera de él, marcando un paisaje literario que en su trasfondo es el del Líbano, al norte del departamento. Después de haber estado en Caldas, pasa en 1922 a este territorio donde fue administrador de un cafetal hasta el día de la cosecha. En la novela, el problema del campo colombiano está examinado también desde la intensidad del drama, la justa observación de los medios de producción y de su intercambio comercial, lo que hace de La cosecha una novela de tipo social. Mutis plantea cómo el autor desarrolla una acción, fija un medio y dibuja los caracteres que denotan la explotación de la clase social y enseña los males de un sistema y los errores de un gobierno sin especular conceptualmente.

Esta obra, al detenerse en la pintura de los días de mercado, un velorio o variadas costumbres, en buena parte mostradas de manera directa, dejan un retrato del Tolima con aciertos descriptivos de la zona y el notorio relieve de sus protagonistas. A través de 291 páginas, Osorio Lizarazo despliega el cuadro naturalista, crudo y casi feroz de lo que ocurre en los pequeños poblados cafeteros donde el grano es la redención pero también la medida de la muerte. Sin ocultar el mundo de miseria de los actores de un proceso que termina para los intermediarios en los rascacielos de Nueva York, se nos muestra a quienes, comidos por la miseria cotidiana, tratan de agarrarse a una vida hecha de mendrugos y desesperanzas.

Álvaro Mutis, por su parte, es perentorio al puntualizar: “Todo lo que he escrito está destinado a perpetuar, a celebrar, a recordar ese rincón de tierra caliente en el Tolima del que emana la substancia de mis sueños, mis nostalgias, mis temores y mis dichas”38. Magroll, El Gaviero, un personaje ya inolvidable de la literatura, nació en tierras tolimenses buscando fantasmas, minas de oro y amores reencontrados bajo el marco bucólico de Coello-Cocora, ese lugar de sus sueños desde donde han partido tristezas de agua dulce y platanales hundidos en el trópico. Su tatarabuelo fue hermano del sabio Mutis y su familia de cultivadores de café llegó de Caldas al Tolima a comienzos del siglo XX para habitar una finca en la confluencia de dos ríos, heredada por su madre, y donde Mutis pasaba vacaciones con su hermano Leopoldo. Cobo Borda declara que “son las vacaciones más fructíferas de la literatura colombiana”39.

Desde esta finca tolimense, donde anduvo metido por algún tiempo, nace su interés por la aventura, su pasión por descubrir hacia dónde conducen los caminos y esa manía por emprender cualquier travesía que no garantice una meta segura. En este lugar, situado a nueve kilómetros de Ibagué, transcurre el tiempo conociendo y no olvidando nunca las matas de plátano de tierra caliente y el sietecueros, paisaje que lo llevará a encontrar, según sus palabras, el verdadero paraíso de donde nace y mana toda su poesía. Es entonces cuando se reafirma como tolimense, su patria de la infancia, y cuando declara que es en un lugar así donde quisiera morir. A lo largo de su obra, por consiguiente, está testimoniado el Tolima, paraje que estará siempre, veladamente, al fondo de sus escritos, alumbrado por las evocaciones de su personaje Magroll.

64 años después de la acertada fotografía de nuestros coterráneos que traza Osorio Lizarazo, surge una novela, La novia oscura,40, de Laura Restrepo, en la cual ya no se trata el tema de la tierra como eje central, sino que se crea un personaje femenino vinculado férreamente a ella pero netamente individualizada, acaso con las mismas características y el mismo lugar de origen que pintara Clímaco Soto Borda en Diana cazadora, una desplazada que termina ejerciendo la prostitución. La novela, de 462 páginas, publicada en diciembre de 1999, la resume y conceptualiza Germán Santamaría cuando señala:41 “Esta es la historia de una mujer de vida alegre procedente de Ambalema que trabaja en la calle caliente de Barranca en un escenario de los años cuarenta y que con el nombre de Sayonara, gracias a su belleza y cultura, cautiva como ninguna de las que trabaja en aquel prostíbulo. La autora la arrancó de una fotografía de Matiz y era “bella como Jerusalén y terrible como un ejército en orden de batalla”, menuda, desmechada y cerrera con una singular “mezcla de desamparo y soberbia que enardece el deseo masculino más que cualquier afrodisíaco”. Esta tolimense mestiza y señalada como japonesa por sus ojos rasgados y su menuda sensualidad, era tan sabia que ni siquiera contó jamás a nadie que había nacido en Ambalema y que se había echado río Magdalena abajo después de dos horribles muertes. La protagonista, en la novela de Laura Restrepo, se adiestra en las artes del amor y de la solidaridad y ha ido creciendo en medio de un mundo turbulento de huelgas, de pasiones, bajo la fuerza del calor y la vegetación tropical que todo lo devora, como el deseo, como la violencia, como el mismo sino trágico pero amoroso de una nación llamada Colombia. Contra las recomendaciones de la gran patrona de la Catunga, Sayonara se enamora y conserva con religiosa fidelidad el último viernes de cada mes para un solo hombre y se convierte en “la novia oscura”, la mujer secreta y terrible que conservan tantos hombres en silencio”.

Finalmente, para este muestreo de la mirada de los otros, vale referir que William Burroughs, el famoso novelista norteamericano, autor entre otras novelas de El almuerzo desnudo, narra su paso por Ibagué cuando provenía de las selvas en busca del sueño del yagué y en sus breves apuntes, muestra una lúcida radiografía del ambiente de la naciente ciudad con tal precisión, que ojalá de manera aproximada lo hubiesen realizado los nuestros alguna vez.

 

El tema indígena

El indio tiene un gran vacío de tratamiento en nuestra literatura a pesar de lo atractivo del tema, hasta el punto que el crítico norteamericano Seymourt Menton organizó un concurso nacional de novela sobre el asunto de nuestros indígenas. La convocatoria realizada a partir de la Asociación Nacional de Colombianistas que se reuniera en Ibagué en 1985, fracasó por falta de participación. El enfoque parece interesar sólo a los etnógrafos, antropólogos o historiadores y como parte del orgullo regional al evocar que los pijaos fueron una raza de descendencia Caribe que prefirió extinguirse antes que rendirse y quedó testimoniada en las crónicas de los autores coloniales que directa o indirectamente participaron en su pacificación.

Los libros escritos entre la época de la conquista y la colonia abundan en referencias al respecto. Desde los textos ya citados de Gonzalo Jiménez de Quesada, hasta las obras capitales de Fray Pedro de Aguado, Fray Antonio de Medrano, Juan de Castellanos, Fray Pedro Simón, Lucas Fernández de Piedrahita y el mismo Juan Rodríguez Freyle en El Carnero,42 todos consignan importantes referencias sobre el tema. La preocupación por el indio como ente sociológico y humano nació con la misma conquista, pero ya no tenemos una población indígena que, como en los casos de México, Perú o Bolivia, tenga trascendencia y se convierta en objeto de preocupación para los escritores, tal como lo hicieron en los años treinta y cuarenta del siglo XX, Alcides Arguedas, Jorge Icaza, Ciro Alegría y José María Arguedas.

El Pijao, que pertenece a la familia lingüística Caribe tiene, de acuerdo con los censos para el año 2000, una población de más o menos cuarenta mil indígenas43, dentro del total de 1’300.000 habitantes en el Tolima. En nuestros días ha sido punto de referencia en crónicas de Darío Ortiz Vidales, Augusto Trujillo Muñoz, Jorge Eliécer Pardo y Germán Santamaría y objeto de juiciosos y profundos estudios en los libros históricos de Leovigildo Bernal, Hermes Tovar, Camilo Rodríguez y Elías Castro Blanco, así como antes en los libros de Pedro José Ramírez Sendoya, Cesáreo Rocha Castilla, Víctor y Josué Bedoya. En 1997 fue editado por Cerec, con la firma del profesor Álvaro Félix Bolaños, de la Universidad de Tuleine, en Nueva Orleáns, un completísimo ensayo titulado Barbarie y canibalismo en la retórica colonial: Los indios pijaos de Fray Pedro Simón,44 donde se interpreta la actitud y las costumbres de nuestras comunidades indígenas por aquellos días.

Santamaría, por ejemplo, refiere la agonía de los indios Pijaos de hoy45 y Pardo hace unos textos periodísticos que testimonian en concreto el famoso caso de la masacre de La Rubiera46 y cuyos autores materiales fueron juzgados en Ibagué. Mediante fallo condenatorio proferido por el Tribunal del Tolima, se describen cómo ellos, al estilo del viejo oeste norteamericano, se dedicaban a “cazar” indios por deporte porque se acostumbraba en su región y porque “no sabíamos que eso era delito”.

El Diccionario Indio del Gran Tolima,47 del sacerdote Pedro José Ramírez Sendoya, es la versión más acabada, acaso la única, de lo que nos queda de nuestra herencia indígena. Allí está registrada en voces, nombres y otros tópicos la explicación del modo de vida de los Pijaos a través de su lenguaje, o mejor, de su dialecto. Nos enteramos así mismo de parte de sus costumbres, que hoy permanecen de muchas maneras vigentes, actuantes en nuestra cotidianidad, así sobrevivan sin que se advierta su procedencia.

Voces comunes, toponimia y antroponimia, a más de detalles de las tribus que moraban en este territorio en la época de la Conquista, están ahí, vivos, como salvados del despojo del naufragio del indio, pero también sin ser reconocidos por nuestra sociedad. Frente a textos literarios concretos, en la primera mitad del siglo XVII, de 1600 a 1650, encontramos dentro de los escritores granadinos la presencia de Hernando de Angulo y Velasco, natural de la ciudad de Vélez, familiar y alguacil del Santo Oficio de Santa Fe, escribano de Cámara y escribano mayor de la gobernación de su real Cancillería a quien se describe como “muy instruido en papeles y noticias de todas las materias y de historia.”48 Angulo y Velasco hace circular en Santa Fe una obra manuscrita cuyo título era Guerra y Conquista de los Indios Pijaos, “donde cuenta este enfrentamiento que duró largo tiempo y no fue concluido sino con el exterminio total de aquellos altivos y valerosos indios”.

Ya don José María Vergara y Vergara en su Historia de la literatura de la Nueva Granada,49 nos señala el surgimiento del primer escritor del territorio, el mariquiteño Hernando de Ospina, autor de la obra de teatro Comedia de la guerra de los Pijaos,50 que constituye el más lejano antecedente del teatro colombiano en la referida primera mitad del siglo XVII y aunque el manuscrito se encuentra perdido, lo mencionan todos los textos que estudian la época. En realidad son pocos los datos sobre su biografía pero se sabe que la obra se escribió entre 1610 y 1620. Advierte Vergara que es de resaltar no sólo el carácter dramático del manuscrito, sino el nombre de Comedia aplicado a una guerra, quizás por el renombre de poeta satírico que tenía Ospina, según se dice de otras obras suyas que se perdieron pero que, como en el caso de los escritos de Quesada, fueron leídas y referenciadas por quienes tuvieron el privilegio de conocerlas.

Respecto al teatro, que jugó notorio papel en la vida religiosa, cultural y social de la Hispanoamérica Colonial, no menos importante del que jugó en España, tenemos una obra escrita por don Jacinto de Buenaventura, autor al parecer, de origen chaparraluno. La breve pieza se presentó en Ibagué el 8 de septiembre de 1752 y se conoce entonces, por no tener título, como Loa representada en Ibagué para la jura del Rey Fernando VI, 51 pieza de trescientas once líneas en verso y cuyo elenco está compuesto por seis personas con papeles activos: el Rey, cuatro damas, cada una personificando una parte del mundo por aquellos años, Europa, Asia, África y Mérica, y un embajador que representa a las cuatro mujeres. Aparecen igualmente cuatro moros que no hablan y un personaje que representa la Música. Se elogia a la ciudad de Ibagué, se reconoce a Fernando José de Caicedo, Alférez Real, y se describen los festejos llevados a cabo durante la celebración.

Un caso aislado es el del novelista Próspero Pereira Gamba (1830-1896) quien dirigió una revista en Honda dentro de su profesión de periodista y sus noticias nos dicen que en varios volúmenes tenía el borrador de una obra épica llamada Calarcá,52, ambientada en el siglo XVII y que en el curso de un viaje a Lima se extravió. Del mismo autor aparece, entre los libros raros y curiosos que reposan en la Biblioteca Luis Ángel Arango, La invasión de Ibagué en 1605.53

Muchos años después, frente a una exigua población de indígenas, las batallas por sus derechos fueron encabezadas por Manuel Quintín Lame, uno de los más sobresalientes protagonistas en la Colombia del siglo XX y cuyo campo de acción memorable lo desarrolló en el departamento del Tolima, en una de cuyas poblaciones, Ortega, vino a morir. Es sobre este líder y sus luchas que un novelista payanés, Diego Castrillón Arboleda, escribe su obra José Tombe. 54

En el campo del relato existen trabajos memorables como ¿Por qué lloraban los Tikuna? y otras leyendas55, donde se encuentra Un extraño ante el espejo, 56, leyenda Pijao, de Elías Castro Blanco; El Mohan y la Madreagua57, de Hernando González Mora y otros como La tristeza del Zipa58, de Cesáreo Rocha Ochoa; La casa del Mohan,59, de Eduardo Santa; Bulira,60 leyenda panche de Hernán Altuzarra del Campo; Ibasnaca,61 leyenda pijao del mismo Altuzarra o Leyendas del Tolima ,62de Juan Francisco Alarcón López.

En la poesía aparecen Romance indio para América y En la torre del homenaje63, de Emilio Rico; La Gaitana, Río Saldaña, Los Pijaos e Ibagué india*,64 de Pedro José Ramírez Sendoya; Soy un hijo de Coy,65 de Miguel Ospina; Catufa,66 de Héctor Villegas; buena parte de la obra de Lola de Acosta67 y Que despierte el indio 68, de Orlando Cerón, a más de referencias recurrentes en los versos de Nelson Ospina Franco y en tono mayor la versión de Juan de Castellanos y el descubrimiento de América ofrecida por William Ospina en Las auroras de sangre,69, publicada en 1999, en donde se recuperan nuestra memoria y nuestras tradiciones bajo la apasionante exploración e interpretación de Las elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos.

Los pintores sí han cultivado lo indígena como tema recurrente y se visualiza en las obras de los maestros Jorge Elías Triana, Jesús Niño Botía, los murales de Margosk, Olmer Rojas, Luz Myriam Díaz, parte de la obra de Fernando Devis y las esculturas de Enrique Saldaña.

Como lo hiciera José María Samper en el siglo XIX, en las novelas de los contemporáneos surgen indios de manera aislada pero extrañamente con papel más o menos protagónico, según puede advertirse en las obras No todos llegaron aquel viernes70 de Darío Ortiz Vidales, Cantata para el fin de los tiempos71 de César Pérez Pinzón y Los días en blanco 72 de Hugo Ruiz.

 

Los tiempos de la colonia y de la independencia

Al abordar los tiempos de la Colonia y de la Independencia, nos sale a la palestra una bien concebida novela del también historiador Darío Ortiz Vidales, Chaparral, 1937-Ibagué, 2005.

Su obra No todos llegaron aquel viernes,73 transcurre cronológicamente durante los treinta años anteriores al 20 de julio de 1810, cuando oficialmente se registra el hecho de la rencilla por el florero. Es más, termina exactamente ahí, apenas escuchado el barullo por la protagonista, final sobreviviente, una ciega que pide limosna en la entrada de la catedral. Lo acertado de su obra es que no cae en la descripción de hechos que son de dominio público sino que va en búsqueda de los antecedentes y las circunstancias que cubrieron las tres décadas en que se construyen los preliminares de tan importante período de nuestra historia. Desde luego, no es un tratado de tradición sino una recreación y creación de estos temas. Se inicia la narración a partir de los sucesos que rodearon de circunstancias particulares la vida del Nuevo Reino de Granada desde la rebelión de los comuneros en Santander y se termina en la capital.

Se desarrollan las fábulas entre Honda, que se denomina en la novela La Villa, y San Sebastián, nombre primitivo de Mariquita, cubriendo estos dos lugares un 75% de la novela, para rematar el periplo narrativo el mediodía de aquel famoso 20 de julio de 1810, sin que por ello dejen de referirse sobresalientes capítulos que transcurren en otros lugares como, a guisa de ejemplo, París en los días de la revolución francesa.

Para aquellos años, Honda cobró especial importancia al convertirse en puerto de entrada y salida obligada de personajes y cargamentos y en gran epicentro de actividades que incluyen el protagonismo del río Magdalena como arteria fluvial definitiva. También debe señalarse que en Mariquita tuvo asiento la Expedición Botánica encabezada por el sabio Mutis y sus notables compañeros de equipo, al tiempo que se narra, en toda la zona, el impacto de informaciones sobre la rebeldía, la liberación de esclavos en la hacienda Malpaso, la congregación de rebeldes y la existencia de la comunidad que conoce por igual el esplendor y la miseria, la prosperidad y la riqueza, repartida entre quienes poseen el conocimiento como representantes de la autoridad y de la iglesia que detentan el favor real o quienes poseen el privilegio de rebelarse ante la imposición de nuevos tributos. En No todos llegaron aquel viernes, novela de 575 páginas publicada por Pijao Editores, la historia transcurre a través de quince capítulos y una de sus principales virtudes es mostrar los hechos como protagonistas. Todo comienza con la llegada de El Rumor. Este se esparce como un manto invisible por La Villa, adonde llegan las primeras noticias sobre la rebelión contra el establecimiento. El Rumor genera un cambio en la conducta cotidiana de los habitantes del puerto que hasta entonces se mantenían en el sopor de la prolongada siesta colonial. Estos comentarios, que se pronuncian en voz baja, se difunden como un virus para “contaminar” a quienes se sienten parte de la contienda, también a quienes la asumen sin entenderla del todo y como un medio redentor para quienes, como Lebret, un misterioso francés agitador de oficio, la esgrimen como devoción intelectual. Ante el peligro, porque su estabilidad tambalea, los notables responden con la aparición de El Temor, arma del gobierno para asustar a quienes osen intentar resquebrajar la autoridad legítima. Frente a lo desconocido que se avecina, las amenazas cumplirán su papel. No falta entonces el premio a la delación como instrumento para conocer quiénes forman parte de los conspiradores y el previsible alzamiento ante las injusticias que lo provocan. Es lo que ofrece la novela en una primera bien lograda atmósfera donde se delinean los participantes que sufren represión y muerte. Ante los embates surge la duda, pero en medio de los aconteceres es el papel de la ciencia, en particular la del padre José Celestino con su Expedición Botánica y sus experimentos, cuyas acciones son definitivas en los hechos preparatorios de la independencia colombiana.

Entre los avatares del resentimiento que naturalmente dejan los enfrentamientos, el papel de la ilustración y el juego de la intolerancia, surge el correo para difundir las ideas rebeldes en todo el reino, pero aparece lo imprevisible de la naturaleza representada en la catástrofe que destruye La Villa por el famoso terremoto ocurrido en 1805. Ante el espectáculo de destrucción y muerte que derrumba el escenario de la cotidianidad de tantos personajes inolvidables, queda el camino del desplazamiento, del descontento, la conspiración y la revolución, capítulos finales de la historia. La insurrección anticolonial, que se agiganta desde la rebelión de los comuneros, toma cuerpo, está viva aquí, no sólo en las sublevaciones y motines populares que con viejos fusiles y herramientas de labranza amenazan el orden prevaleciente, sino también en las motivaciones profundas que generan hechos como los descritos. Por eso, con aquella legendaria marcha que desde Santander a la capital del virreinato realizan cerca de cuatro mil hombres que a su paso suman indios, esclavos y campesinos, se pretende dar al traste con las injusticias y se encarna una protesta contra la miseria. Aquí está la opulencia de los de arriba y la miseria de los de abajo, a cuya causa se suman sacerdotes rebeldes, extranjeros, masones y oportunistas.

Como otros autores, Ortiz Vidales demuestra de nuevo cómo la historia tiene un parentesco en mayor o menor grado con la ficción. Lo uno y lo otro apuntan a fines distintos, pero de alguna manera desembocan al conocimiento del ser humano frente a los hechos que les corresponde vivir. Es el reflejo testimonial del periplo de hombres y pueblos atrapados como juguetes del destino bajo la férula de los acontecimientos. En la novela no se da sólo la narración ordenada y verdadera de los hechos pasados y memorables. Ni siquiera la cronología de tales sucesos, sino que abarca también el territorio de la fábula, subrayando aquello que aparentemente contradeciría el rigor de un historiador como es el físico chisme con lo cual se rompe con la historia sagrada. No se trata de lo superfluo, en este caso, sino de la suposición de elementos narrativos que, en el ejemplo de Ortiz Vidales, señalan auténtica maestría en la ficcionalización de la historia.

Ortiz Vidales tiene la magia de sugerirnos la transposición de hechos contemporáneos a momentos de la Colonia como si estuviéramos condenados a repetirlos, pero que tienen que ver con la resistencia, con la organización clandestina de aparatos para el alcance de esos sueños. Ahí está en los primeros capítulos el robo de armas a un cantón del ejército del establecimiento, el cargar con armas un barco como The Karine, el papel de los medios de comunicación que riegan el evangelio y buscan alcanzar adeptos, la toma de decisiones para saber de qué lado se juega. Sabia distribución de los materiales, adecuado manejo y racionalización de la anécdota, documentación minuciosa para crear atmósfera de época, son algunas de las virtudes de un libro que nos lleva, como en una película, a vivir aquella época que no nos es extraña por su remoto acontecer sino que nos es familiar al sentirla como si pasara hoy en día, gracias a la habilidad del escritor.

Sus personajes logran una significativa dimensión. Ahí están Don Lorenzo de Arriaga, el dueño del almacén de abarrotes, donde la tertulia y el correo de las brujas tiene asiento natural en un comienzo, Gerardo Martín y Ernesto Iscaria, sus entonces jóvenes dependientes, miembros de la clandestinidad que más adelante cumplirán papel fundamental en los sucesos, el padre franciscano fray Juan de Tolosa, intelectual culto y autor secreto de pasquines, cómplice importante del proceso de rebeldía y bajo cuya sotana se esconderán estrategias, armas, conocimientos y secretos que son como un volcán al borde de expulsar su lava redentora, el corpulento mulato y herrero Jacinto, el mismo río Magdalena, el francés Paúl Victorien Lebret, dueño de experiencias con libros, viajes y secretos, enamorado de la idea de libertad y que un día, bajo la guillotina, en París, entrega su existencia en capítulo épico digno de las grandes novelas de la literatura universal.

Pero surge igualmente la Autoridad Legítima y al frente La Voz, simplemente una voz que no tiene cuerpo pero que llega al confesionario como contacto de las razones de la resistencia que encarnan, entre otros, el boga Isauro Poloche, amigo entrañable del río, el Mohan, la Madre de Agua y los mitos del río que son sus aliados y amigos tanto en su oficio nocturno de la pesca en épocas de subienda o de escasez y que lo protegen en sus arriesgadas misiones para ayudar a la subversión.

También está Micaela Sánchez, La Calilla; el joven poeta Eugenio Ardila, ambos caídos en combate en la toma de La Villa, el gran salón del terrateniente Vicente Estanislao Diago, don Domingo de Esquivel, don Juan Blas de Aranzazu, el alcalde ordinario, el doctor Louis Françoise de Rieux, el Mandingas, que no es otro que Sixto Cordillera, un guerrillero refugiado en la sierra, Pedro Fermín, el señor tesorero de la caja de diezmos, don José, que encarna a Celestino Mutis, en fin, la galería es extensa pero logra meterse en la piel del lector para trazar un reparto de dimensiones épicas.

Asistimos a las torturas ejecutadas en las caballerizas del ejército, la amenaza del Mandingas de volar el pueblo y la utilización del mito de la mula de tres patas que se usa para atemorizar y llevar el libro de los Derechos del Hombre a la logia masónica de Bogotá: “Arcano sublime de la filantropía”. Lo que era virtud al aprehender la ciencia se vuelve pecado y son ya más que sospechosas las tertulias que tanto contribuyeron a crear el ambiente de la conspiración para la independencia. Más de quince años en la elaboración y reelaboración paciente de la novela, dieron a la postre un resultado excelente y un ejemplo para imitar en el sentido de saber que las obras mayores no se improvisan y son producto, como dijera William Faulkner, más de la transpiración que de la inspiración.

 

El costumbrismo quedó atrás

Si, como bien lo conceptuara Rafael Maya74, “el costumbrismo en Colombia fue una modalidad del pensamiento nacional, a través de él resulta fácil dar una mirada a la vida social del país a mediados del siglo XIX”. Nosotros, fuera de José María Samper en términos mayores y en muchísima menor escala Juan Esteban Caicedo, tuvimos representantes tardíos que ofrecieron una mirada anecdótica y pintoresca de la realidad de entonces. Inclusive surgen muchos años después, cuando tal tendencia literaria estaba superada en Colombia. Pueden verse sus trabajos no tanto como páginas literarias sino como documentos ingeniosos sin calidad estética que transcribieron el medio ambiente y al estilo de los fotógrafos copiaron una realidad. Quizá el pionero de ellos como tolimense fuera José María Samper que sí elevó la anécdota a calidad de relato sustantivo y no a la digresión superflua de muchos de sus contemporáneos y sucesores. Existe un acuerdo entre los críticos al afirmar que rebasó el simple cuadro de costumbres para entrar de lleno a la novela con base costumbrista pero con estructura de obra organizada. Maya define aquella producción como “una literatura amena, de escaso vuelo, un poco doméstica y acaso más interesante como espejo social de una época que como creación artística”75, al tiempo que advierte de qué manera es el testimonio de una generación y una sensibilidad colectiva. Estos “fotógrafos de la realidad ambiente” fueron intérpretes de su tiempo que retrataron al hombre que es animal de costumbres y a la sociedad que las practicaba por entonces. De aquella época del auge costumbrista que venía de España, sus máximos representantes tienen que ver con el Tolima en el sentido de que sus ambientes y personajes se mueven por partes de este territorio con su paisaje, su lenguaje y sus costumbres como integrantes de la trama de sus historias. Ahí están los casos de Eugenio Díaz, Manuel Pombo, Emiro Kastos, José David Guarín y Luis Segundo de Silvestre.

En el caso de Eugenio Díaz, con Manuela,76 una de las buenas y bien representativas novelas de América Latina en el siglo XIX, puede verse de qué manera su obra mayor tiene como uno de sus escenarios a Ambalema, centro tabacalero de la época. Allí trabaja Dámaso Bernal y después los que quieren evitar su matrimonio con Manuela incendian el templo. El autor dedica, a juicio de algunos críticos, demasiadas páginas a enmarcar sus hechos en las fiestas del San Juan, en donde Celestino, otro de sus personajes, se va para Ambalema con una trapichera bogotana. En esta población se desarrollan otros hechos y protagonistas, la descripción del tipo de viviendas y en general las costumbres de la población y la prisión que sufren allí la misma Manuela y Dámaso. Desde esta novela, donde el tema social predominante es la explotación sexual de la mujer pobre por el gamonal, comienza a darse una constante en otros libros como ocurre en Tránsito77, de don Luis Segundo de Silvestre, cuyo escenario es el alto Magdalena por Girardot, Saldaña, Coello, Guamo, Purificación, Ibagué y la misma Ambalema de Manuela.

Tránsito, una muchacha del Guamo, consigue trabajo en la factoría de tabaco y sus antecedentes se parecen a los de Rosa, en Manuela. Al no querer entregársele al joven hacendado que la persigue, éste incendia la casa de su familia y expulsa a todos de la hacienda. El narrador describe igualmente las fiestas de San Juan, incluso la costumbre del gallo enterrado, también presente en Manuela o en El poeta soldado78, de José María Samper, a más de los bailes populares, las comidas y la descripción de mitos como el Poira o el Mohán. Curcio Altamar advierte que si Manuela es más novela realista que costumbrista, Tránsito parece mejor una trama novelesca como disculpa para presentar las costumbres de esa zona.

Al comenzar el siglo XX se registra la aparición de Julia,79 “novela de costumbres nacionales y tolimenses”, escrita por Juan Esteban Caicedo, oriundo de Purificación, autor además de piezas dramáticas y de versos. La primera edición de Julia es de 1901 y dos posteriores que corresponden a 1905 y 1924, fuera de una que se edita en el año 2000 como una curiosidad bibliográfica, puesto que literariamente la obra no reviste ninguna importancia salvo por abundar en datos que sociológicamente pueden ser de utilidad para examinar ambientes o costumbres.

A través de 39 brevísimos capítulos recogidos en 178 páginas, el autor describe, porque esa es la palabra, una historia de amor. La obra, que es más el esbozo de una novela y con un tratamiento decimonónico, hace una ligera descripción de la entonces aldea de Mariquita donde van a desarrollarse los hechos, advirtiendo que la historia es verídica y se la refiere al autor Néstor, de veinticinco años, “de la siguiente manera”. Se nos dice que el protagonista es “aficionado a las letras, estudió jurisprudencia y le gustaba la enseñanza”. El joven, nacido en Ibagué, tiene una familia que se expatrió por cuenta de la revolución y viaja a Nueva York, París y Centroamérica, particularmente Costa Rica, desde donde arriba al sitio de los hechos. Por otra parte, aparecen Marcos y Catalina, un matrimonio de ibaguereños que tras reunir un modesto capital se traslada al norte del Tolima en compañía de sus dos hijas, Julia y Luz, cuando corre el año de 1875. En la pasividad de la aldea Julia lee María de Jorge Isaacs, y realiza composiciones a la virgen, al niño Dios o a San Antonio de Padua, sintiendo la necesidad de instruirse de una mejor manera. Entonces aparece Néstor quien se ofrece a dictar clases atraído por la belleza y la juventud de Julia y es aceptado con entusiasmo hasta convertirse en un miembro más de la familia. Un año después, en 1876, llega la revolución y con ella la guerra civil que lleva a Néstor al frente de batalla ingresando al principio como capitán para llegar a ser coronel en la sangrienta e histórica batalla de Garrapata que se libra cerca de Mariquita. Allí Néstor pelea para ganarse un nombre que enorgullezca a Julia pero, por intermedio de un indio, llega a oídos de la familia de la joven la equívoca noticia de su muerte. Ella, que ha recibido en medio de respetos y detalles acumulados a lo largo de sus capítulos la promesa de matrimonio tan pronto termine la guerra, no sólo asume una actitud melancólica enfermiza sino que muere de ausencia y de amor. Al momento del entierro llega Néstor y se le vuelve una rutina ir hasta su tumba para evocar los momentos felices y terminar muriendo a su lado donde, a voluntad suya, los amigos lo sepultan junto a ella.

El drama, que se va tejiendo con el paso de los días, la descripción de las costumbres, los paseos y otros divertimentos, nos muestra un idilio lleno del respeto de aquellos tiempos que en determinados personajes obedece a una fórmula de época ofrecida desde la aparición de María, de Isaacs. Antes de la Julia de Juan Esteban Caicedo, se publica bajo el mismo título en 1871 y escrita por Adriano Scárpeta, una curiosa coincidencia en varios casos de lo que ocurre en la historia de Caicedo. Para complementar el ambiente de la historia de Julia, no sobra referir lo que ocurrió en Mariquita y citar acontecimientos destacados como la muerte allí de Jiménez de Quesada o el sabio Mutis, el fusilamiento de José León Armero y su hermana Carlota, a más de la recurrente declamación de versos de Néstor o de Rafael Pombo y hay bastantes capítulos dedicados a las fiestas locales con sus corridas de toros, el paseo de bestias, el ruido de la pólvora y los bailes, asistidos por distinguidas familias de todo el sector. La tipología humana de María sirvió para que otros crearan nuevos personajes, como lo advierte Álvaro Pineda Botero y a lo largo del continente aparecen decenas de obras que calcaron los rasgos principales de María. En las dos Julias que son niñas de singular belleza y en donde el romance expresa sus sentimientos mediante la mirada y el lenguaje de las flores o los versos, no falta el personaje principal que viene de viajes por Europa y Estados Unidos, el ejercicio de una profesión como el derecho y la proclividad intelectual como para escribir poemas. Pero el desenlace final se avecina cuando surge la noticia errada de las muertes.

Ya en El poeta soldado80 (1881) de José María Samper, Víctor del Prado, el protagonista, vive la dicotomía entre las letras y las armas, a las que lo llevan las circunstancias de las diversas guerras que azotaron por entonces al país. Él es un abogado que no litiga y escribe poesía, la que, como en Julia, de Caicedo, se intercala en el texto. El paisaje y la geografía se muestran permanentemente como telón de fondo sin descontar las costumbres y en general el modo de vivir y de pensar en el momento. Contrario a la muerte de las protagonistas en las novelas citadas, él es quien muere en El poeta soldado. Víctor del Prado, por ejemplo, por su actividad profesional, debe viajar a las tierras del Tolima y el Huila, coincidiendo su traslado con las famosas fiestas del San Juan. El espíritu costumbrista del narrador no desperdicia esta oportunidad para describir con detalle los jolgorios y mostrar casos típicos como el de los gallos enterrados que se repiten en las otras novelas. En el fondo, como lo advierte Pineda Botero, ninguno es original respecto al tema del amor ni de su dimensión costumbrista, ofreciendo, en la mayoría de los casos, un tratamiento estereotipado de los personajes.

Al reiterar que la Julia de Juan Esteban Caicedo literariamente no reviste ninguna importancia y es un trabajo menor frente a lo escrito dentro de su temática, queda como una producción más dentro de la época y dentro de su enfoque, escrita por los mismos años de la producción de la aún hermosa y grata obra Tránsito, de Silvestre, así se haya publicado trece años después de haber sido escrita.

Frente a las virtuosas y angelicales protagonistas del Tolima de las novelas referidas, surge una que significa todo lo contrario y es la conocida Diana cazadora,81 de Clímaco Soto Borda. En la novela, escrita hacia 1900 y publicada en 1915, se observa una importante tendencia renovadora, transcurren los hechos ya no en los pueblos sino en la Bogotá de la guerra de los mil días, con personajes viajados y ricos, particularmente Alejandro y Fernando Acosta, este último víctima de Adriana Montero, “bella y sensual joven calentana”, una tolimense que llega a la capital en la miseria por gracia de las persecuciones del alcalde y por la burla de su amante, para caer en manos de una celestina que la prostituye en una venta de licor cerca de la guarnición militar. Al ascender de categoría adopta el nombre de Diana y encarna a un personaje que era extraño a las novelas de entonces. Desde luego Soto Borda no se enmarca dentro del costumbrismo pero coincide con la época en que éste tiene lugar.

Existe pues, un amplio panorama de novelas del costumbrismo que tocaron el territorio del Tolima y mostraron diversas miradas de su entorno. Muchos años después contamos con el caso de Nicanor Velásquez Ortiz, típico ejemplo de lo rebosante en color local y a veces de minucioso criollismo, con la ventaja de alcanzar páginas en que se siente a un escritor de buena talla, pero que se pierde luego y frecuentemente entre ripios y maleza verbal. El retrato de las costumbres y usos del pueblo, las fiestas y los hechos menudos del vivir cotidiano, tienen en Río y Pampa 82, el mejor ejemplo de una época ya desvanecida por el tiempo y que el autor subtituló como Cuadros de Costumbres.

Como representantes de este género en el Tolima encontramos a Blanca Álvarez de Parra, Misael Devia y Fabio Artunduaga Ospina, autores que a lo largo de años de investigación lograron reunir en sus libros la riqueza de nuestra tradición oral. Realizan cuadros de costumbres y rescatan aquella manera de ser del tolimense de antaño en cuanto a sus danzas, costumbres, vocabulario, vestuario, platos típicos y mitos, particularmente. Una versión recreada de todo ello se encuentra en los amenos y bien escritos relatos de María del Pilar Gutiérrez, Mapy, para los tiempos que corren.

Como dato de interés frente a los referidos costumbristas de la primera época, citamos el caso de Emiro Kastos, un divertido escritor de humor negro que a los sesenta y siete años murió en Ibagué, la tierra por él escogida para pasar sus últimos años. Fue satírico e irreverente e importantes críticos lo señalan como el prosista más importante del siglo XIX, predecesor de Tomás Carrasquilla en Antioquia, autor de numerosos y amenos artículos de costumbres donde con tono humorístico refleja la sociedad de su época. Una selección de estos textos fue publicada en Londres en dos ediciones. Sus bocetos de crítica social y política, “empapados de ironía”, como dice Maya, conservan un estilo de admirable concisión y transparencia. En Ibagué, tras haber escrito una acertada biografía de Manuel Ancízar, esposo de la escritora de Honda Agripina Samper, protegió con su amistad y sus posibilidades al novelista Jorge Isaacs, quien también termina en Ibagué sus días en una casa de propiedad de Emiro Kastos. Juan de Dios Restrepo, que era su nombre, había nacido en Amagá, Antioquia, en 1827 y murió en 1894.

 

De los primeros años de la república a los comienzos del siglo XXI

Para finales del siglo XIX y comienzos del XX, temas como el de las guerras civiles continuas que se sucedieron también en el Tolima, sólo cuentan con Inés, de José Arenas, una novela que la refiere como asunto central. La obra que fue publicada por la imprenta El Renacimiento de Manizales en 1908 y que se encuentra en la Biblioteca Luis Ángel Arango, está basada en los acontecimientos de la revolución civil de 1899. En el juicioso estudio y compilación que en cuatro amplios tomos hicieran estudiosos de la Universidad Industrial de Santander, Gonzalo España (página 157, volumen 3) señala que no se conoce con exactitud si José Arenas tomó parte en la guerra de los mil días, pero nos sitúa en el escenario del Tolima durante esta contienda, lugar donde los sacrificios, el heroísmo, las iniquidades y los excesos alcanzaron sus cotas más altas, en buena parte por haberse concentrado y librado allí una intensa guerra irregular, sin frentes ni reglas, sin piedad. Agrega Gonzalo España que la novela refleja el momento exacto en que la trifulca de los mil días alcanzó su máximo grado de envilecimiento, la guerra a muerte sin contemplaciones, el fusilamiento y macheteo de los prisioneros, la tierra arrasada. Señala que en particular, sus páginas finales, nos hacen sentir el nuevo sentimiento que empieza a imponerse entre los combatientes, el anhelo de paz y de entendimiento entre hermanos, la necesidad de librar al país de los horrores de las guerras civiles, sentimiento surgido del respeto que conservadores y liberales acabaron por tomarse en el curso de la refriega. Escribe igualmente que “Jesús Arenas (PG 158) tomó en parte para su novela el formato de La María de Isaacs. La partida del héroe, el duelo de la separación, el perfil de la mujer hebrea, la enfermedad de la amada y su posterior muerte. Desde esta óptica puede ser agrupada entre aquellas que llamamos Las otras Marías, donde figuran por lo menos una docena de novelas colombianas. Sin embargo las diferencias con la de Isaacs saltan a la vista. Si el plan de Jesús Arenas partió de contarnos una trágica y delicada historia de amor al estilo de María, está claro que el episodio de la guerra fue llenando sus páginas, al punto que nada puede escapar a su influjo. Las idas y venidas del héroe por un escenario plagado de ruinas, son un registro de lo que debió ser el país y el ánimo de los colombianos en aquellos días aciagos. Un registro donde los sentimientos de un joven y decidido soldado conservador terminan identificados con el clamor nacional por la paz y la unión”. Como datos complementarios se nos refiere que Jesús Arenas nació en la población antioqueña de Rionegro y desde los 3 años fue llevado a Manizales donde parece transcurrió el resto de su vida, ganó varios concursos dentro de su carrera literaria, obtuvo el título de médico en 1914, dirigió varias revistas literarias y fue miembro de varias corporaciones públicas.

Salvo este caso, los episodios de la guerra son tomados como una circunstancia, pero sin llegar a convertirse en protagonistas de ninguna otra obra literaria. Como bien lo trae a cuento el escritor Hugo Ruiz en su ensayo sobre Las guerras civiles en la literatura colombiana83, se advierte que las refirieron algunos y no siempre memorables autores costumbristas, pero quedó semejante renglón para otros autores del futuro. Y es él, curiosamente, quien nos ofrece un fresco de sus acaeceres. Porque en Los días en blanco, en su primera parte de más de 500 páginas titulada Balada muerta de los soldados de antaño,84 nos tropezamos con una novela colombiana (descontando a Cien años de soledad), que con mano cuidadosa y pasado más de un siglo de aquellos aconteceres, muestra las guerras como protagonistas de fondo con la descripción de sus personajes y batallas claves, con la mentalidad de sus protagonistas, con los detalles de sus hechos.

Desde luego que la novela Pax, escrita por Marroquín y Rivas Groot, testimonió y generó una crítica social y literaria y describe campañas y batallas en donde todo el país es una enorme conflagración, como lo define R.H. Moreno Durán85. Y pueden inventariarse Diana Cazadora, de Clímaco Soto Borda, Julia, de Juan Esteban Caicedo, El poeta soldado, de José María Samper e incluso Don Jerónimo, de Eduardo Palacio Skinner.

En cuanto al fenómeno de la colonización antioqueña que ofrece las características a la nueva república y que generó en el Tolima la fundación de no menos de diez municipios, está la importante obra no sólo novelística sino histórica y sociológica de Eduardo Santa, antecedida o sucedida por novelas de otros autores que si bien es cierto no pertenecen algunas de ellas al montón, no alcanzan tampoco a tener la dimensión del escritor referido. Dichos territorios, que fueron producto de esta hazaña de arrieros y fundadores, generaron algunas obras como las de Eduardo Palacio Skinner en el texto conocido como Don Jerónimo y antes de las de Eduardo Santa sobre el asunto, una obsesión en su trabajo, se encuentran las de Alberto Machado Lozano La tierra los llamaba y Bajo los cedros y en tiempos más actuales El león dormido, del joven escritor Elías Castro Blanco.

Los años que median entre el comienzo de la república liberal con Enrique Olaya Herrera primero y Alfonso López Pumarejo luego, dan a la provincia una serie de elementos que van desde el movimiento campesino, las influencias ideológicas, la dimensión política de los problemas rurales y una serie de sectores agrarios en conflicto, a más de la importancia del café con el dominio de los terratenientes y el cambio de actitud en las nacientes ciudades. Salvo Osorio Lizarazo, que muestra tales circunstancias sobre esta época en su obra La cosecha, ya examinada antes, las novelas escritas por tolimenses dejaron una sensación de orfandad, sin que aquella experiencia humana o imaginativa se tropezara con su corriente de espíritu o su encuentro, dejando una vasta sombra sin su huella. Por el contrario, en el caso de Hugo Ruiz con Los días en blanco se abre una perspectiva para entender el mundo y concebirlo desde la mentalidad o la conducta que en un poblado le permite actuar a sus protagonistas.

El período conocido entonces como el de la violencia partidista de mitad del siglo XX y que parte de los tiempos anteriores al asesinato del dirigente Jorge Eliécer Gaitán y después de él, no generó en la novelística -distinto ocurre en los cuentos y relatos-, un común denominador. Esto a pesar de ser el Tolima un lugar de los más azotados por la violencia, el terror y la muerte. Hubo quiénes testimoniaron esta época al calor de los sucesos y cuyos libros quedan tan sólo como documental de consulta y hasta como desbordamiento partidista y como denuncia, tal como ocurrió en Colombia con Viento seco, de Daniel Caicedo, Los cuervos tienen hambre, de Carlos Esguerra Torres, Los días del terror de Manuel Manrique o Lo que el cielo no perdona de Fidel Blandón Berrío.

Para nuestro caso, alrededor de estos hechos está la novela Los peregrinos de la muerte de Alberto Machado Lozano que retrata sucesos del 9 de abril en la capital de la república sin que caiga en el inventario de muertos a que aludía García Márquez sobre la producción de aquellos años. En el recorrido, surgen novelas como El sargento Matacho de Alirio Vélez, un documento que describe la historia de Rosalba Velásquez, la mujer del célebre bandolero conocido como Desquite. No podría faltar Eduardo Santa con Sin tierra para morir donde se habla del proceso del enfrentamiento de los dos partidos tradicionales y en donde se golpea a los gamonales dueños del poder. Si bien es cierto se plantea el asunto desde las motivaciones políticas y económicas, la forma en que está escrita, con sobriedad de estilo y fidelidad al tema, los rasgos poéticos le dan una categoría. No se escapa a tamaño desafío Simón de la Pava con Este es mi testimonio, obra que refleja las víctimas y los victimarios, ni el muestreo paródico de Héctor Sánchez con Las causas supremas o Roberto Ruiz con La prisión, novela que refleja el encierro en la entonces isla-prisión Gorgona por causas de participación política y crímenes por aquellos días. Los dos últimos, sin embargo, ya superan lo parroquial y se insertan en el arte. También un poco, a manera de parodia, se escribe en Los vendedores de sortilegios de Maria Ligia Sandoval Aranda.

En este terreno es Jorge Eliécer Pardo con El jardín de las Weismann quien alcanza un nivel estético de altas calidades reconocidas por los más dispares criterios de apreciación y por críticos de diversos países, elementos que han generado no sólo traducciones sino estudios específicos en las universidades europeas y norteamericanas, a más de su análisis en los centros superiores de Colombia. Una trascendencia de características internacionales la corona Germán Santamaría, puesto que relata poéticamente la historia de la violencia en el departamento a través de los intertextos que aparecen en su laureada novela No morirás, mientras que en las otras páginas desfila la precariedad de la vida y el amor frente a la fuerza arrolladora de la naturaleza, como es el caso concreto de la desaparición de la población de Armero a causa de la erupción del nevado del Ruiz. Eutiquio Leal, a su vez, dejó inéditos trabajos como Guerrilla 15 o El tercer tiempo, y él era el más indicado para realizar semejante tarea, no sólo por sus capacidades narrativas sino por haber sido protagonista directo de trascendentes hechos como la fundación de las Farc en el sur del Tolima. Por el contrario, su única novela publicada se desarrolla en la costa y describe otro tipo de violencia. Vale anotar que Jorge Eliécer Pardo lleva para el año 2006 más de 12 años sin publicar una novela, todo por estar dedicado a una obra mayor de la que lleva escritas más de 1.500 páginas y que constituye una epopeya y una obra totalizadora con tintes históricos alrededor de la violencia colombiana. Por la lectura que el autor de estas líneas tiene de ella, conserva la seguridad de que será uno de los grandes hitos históricos de la novelística nacional y latinoamericana.

Los años sesenta viven un fenómeno memorable como la llegada del hombre a la luna, el nacimiento de nuevas formas de expresión musical con los Beatles y los Rolling Stone, la nueva ola, todo enmarcado dentro de movimientos estudiantiles como el mayo de París o el de los mexicanos con el asesinato de los estudiantes en la plaza de Tlatelolco, así como el nacimiento de la guerrilla como consecuencia de injusticias en cuanto a la escasa respuesta del gobierno a las necesidades de la comunidad campesina y como una actitud generada por los actos triunfales de la revolución cubana. América Latina, entonces, sufre diversas dictaduras y los movimientos sociales y políticos parecen marcar una conducta que mantiene en convulsión social a sus comunidades, pero llegan corrientes de pensamiento que no sólo se detienen en el Marxismo-Leninismo sino que van hasta la imitación de los planteamientos existencialistas de Jean Paúl Sartre o la fiebre de corrientes literarias como el objetalismo que ponen de moda franceses como Alain Robbe Grillet, Nathalie Sarraute, Michel Buttor y Margarette Duras, entre otros.

Sobre este período, cuando los estudiantes universitarios se van al monte para incorporarse a la guerrilla, es El Ajusticiamiento, de Germán Uribe, el que mejor testimonia la época. Los años setenta generan una composición social diferente por el éxodo de los campesinos a las ciudades, el nacimiento de nuevas agrupaciones guerrilleras, la participación de sacerdotes y de estudiantes universitarios en el proceso revolucionario, sumándose aquí otros hechos como la lucha armada indígena, invasiones de tierras, lo cual produce problemas complejos y una serie de hechos humanos y sociales bien particulares. Y se da comienzo a un fenómeno que cambiaría el rostro de Colombia hasta hoy, como lo es la insurgencia del narcotráfico en la vida social, económica y política del país.

El desempleo creciente, la poca capacidad adquisitiva de la población que cubre incluso a la clase media, actos notables de corrupción administrativa y política, masacres permanentes, éxodo de poblaciones enteras, inseguridad sin límite, crímenes contra dirigentes populares, son parte del marco en que se malvive en la nación, sumándose a ello daños causados por la naturaleza, enfermedades que cunden, poca atención hospitalaria, en fin, un caos que parece dejar sin esperanza a los pobladores, arrinconados y sin ocasión de levantarse.

Los últimos años en Colombia están marcados por una serie de males que parecen no tener remedio a la vista y que investigadores de la Universidad Nacional han clasificado en cuarenta86. Definen allí a nuestra sociedad como inestable, compleja, confusa y conflictiva, encontrándola desigual, atrasada, atemorizada, encerrada en sí misma y con escasa visión del futuro. Puntualizan que en el país prima el interés individual sobre el colectivo, cómo se carece de memoria y se abre campo la doble moral, al tiempo que en los últimos dos quinquenios la situación ha venido deteriorándose en forma progresiva. No es secreto, entonces, que problemas esenciales como la corrupción, la impunidad y la violencia se hayan agravado considerablemente, mientras la debilidad del Estado, la falta de visión a largo plazo, la concentración del poder, de la riqueza y del ingreso, dan un marco nada alentador. De otra parte, la baja calidad de la educación y un reducido capital social, generan situaciones lamentables como el aumento de la corrupción donde prevalecen actuaciones incorrectas e inmorales, tales como los sobornos, peculados, malversación de fondos, desfalcos, tráfico de influencias, favoritismos, compadrazgos, nepotismo y abusos de autoridad. El estudio recuerda algo que ha sido denunciado sistemáticamente en los últimos años, como lo es el saqueo detectado a los dineros públicos que sobrepasa los trece billones de pesos, es decir, que tal despojo le cuesta a los colombianos diariamente novecientos millones de pesos, generando así desconfianza frente a la justicia.

Finalmente advierten que aunque el país tiene tradición democrática, ésta se encuentra restringida por la concentración de poder, ya que, según el trabajo, noventa mil personas entre políticos, burócratas y empresarios, han ocupado en un período de veinte años alrededor de mil quinientos de los más influyentes cargos. Pero dicen algo más relevante aún: que las familias presidenciales se relacionan con los vínculos contraídos entre sí de tal forma que de ochenta y siete mandatarios entre 1830 y 1986, o sea ciento cincuenta y seis años, sin repetir nombre y contando a los designados, han gobernado a Colombia treinta y nueve presidentes entre padres, hijos, nietos y bisnietos. Frente a una débil identidad nacional, inseguridad social, no futuro de la juventud, desinformación, corrupción y violencia, en contraste con un bajo nivel de inversión en ciencia y tecnología, estancamiento de la economía y la pérdida del respeto a la vida de parte de Tirios y Troyanos, parecemos ir navegando en un túnel donde la pesadilla no deja existir ni soñar.

El mismo gobierno, en un informe al Congreso presentado en agosto del año 2000, señala que existe aquí un hurto cada quince minutos, un homicidio cada veinte, cada media hora roban un vehículo, cada seis horas se ejecuta un acto terrorista y cada tres horas y media se produce un secuestro, a más de una masacre cada veintidós horas. Ante semejante paisaje de inseguridad ciudadana, identificando apenas los delitos de más impacto social, no puede uno menos que alarmarse con los setenta homicidios diarios, cuatrocientos noventa y cuatro a la semana y dos mil ciento diez y ocho al mes. Agrega el informe que cada veinte minutos, igualmente, se registra una lesión personal, cada media hora una lesión por accidente de tránsito y, de lo revelado, el treinta por ciento de homicidios son cometidos por la delincuencia común, el veinticinco por el crimen organizado, otro veinticinco por efectos del licor, la droga, las riñas callejeras, problemas de tránsito, subversión y autodefensas.

En relación a todas estas víctimas de la población civil, la fuerza pública, la clase política o los mismos delincuentes, puede constatarse la intolerancia, la tendencia a resolver conflictos de manera violenta, la indisciplina social, excesivo número de armas, alcohol o estupefacientes, a más del clima creado por los medios de comunicación que tras su estilo sensacionalista proyectan desazón social, cultura del miedo y repetición absurda de nuestros males, quedándose las noticias positivas apenas en el dos por ciento del total de lo informado.87 El problema de las drogas, los procesos de globalización, el conflicto armado, la internacionalización del narcotráfico, la preocupación por los derechos humanos y la descentralización de los actores políticos y militares, generan dentro de la crisis de Colombia “el escenario de una modalidad de guerra interna diferente a la tradicional”.88

La literatura, entonces, parece haberse quedado corta frente a tales conflictos, no porque sea su obligación convertirla en testimonio sino porque es preciso estudiar estas obras en su trasfondo, el cual debe generar el tratamiento estético de los conflictos. Para decirlo con el intelectual tolimense Nelson González Ortega,89 queda claro que el panorama social descrito tiene otro tratamiento diferente a lo referencial de la realidad externa, ya que los narradores prefieren la reflexión introspectiva a la directa y sitúan sus historias en realidades sociales fragmentadas e ilógicas; prefieren las historias parciales, locales e individuales a las historias totales, universales o de muchos personajes; crean a menudo situaciones hostiles llenas de desencanto y pesimismo; expresan en sus textos una actitud impasible y distanciada hacia la ciudad y sus alrededores y desean que el lector no logre interpretaciones fijas o unidimensionales de sus novelas y prefieren concentrarse en la descripción casi patológica de sus propios u otros cuerpos desnudos, en reposo o actividad sexual.

Vale decir con Álvaro Pineda Botero en sus Estudios críticos sobre la novela colombiana, que “la imaginación creativa de los novelistas colombianos ha oscilado entre la fábula y el desastre, entre la utopía y el fracaso, entre la visión idílica y la violencia descarnada. Quizá no exista otro registro más completo y variado para comprender las vivencias de las gentes, sus ilusiones y pesares, sus cambios de sensibilidad a través de las épocas, que el corpus inmenso de la novela”.90

Y lo es, en efecto, por encima del horror que generan las estadísticas, para mostrar nuestras carencias con la conceptualización de sociólogos o antropólogos al examinar nuestro subdesarrollo. Por eso, siguiendo la tesis de Pineda Botero, hoy, por encima de otras clasificaciones, “se habla de ‘cánones sueltos’; mapas transitorios de navegación que sirven para resaltar características particulares y que pueden ser elaborados libremente por lectores o críticos, no impuestos por un centro de poder.”

En gran síntesis, como advierte González Ortega91, los aspectos sobresalientes de esta narrativa, al igual que la latinoamericana, reflejan estructuras narrativas simples con tramas o argumentos entretenidos y fáciles de leer donde predomina lo conversacional, al tiempo que presentan recurrentemente la dialéctica de lo cotidiano y la estética de lo banal. Así mismo, frente a lo que el mundo y el medio arrojan como espectáculo, la parodia a nivel formal, verbal y temático, es la que surge para cuestionar la historia oficial, nacional o continental. No debe olvidarse que frente a una literatura asexuada, al decir de Jaime Mejía Duque para las novelas de comienzos de siglo, ahora surgen novelas de tema y tono eróticos que son leídas y escritas por un número creciente de mujeres, con narradoras que, unas veces, desde perspectivas femeninas, describen los cuerpos de mujeres y varones y sus relaciones sexuales y, otras veces, a través de la llamada por la crítica feminista “escritura del cuerpo”, se apropian del lenguaje sexista de hombres y mujeres para parodiarlo y así socavar el falocentrismo, el poder y el discurso hegemónico masculino. Se encuentran así mismo novelas que incorporan discursos provenientes de la alta cultura, de la cultura y de diversos ámbitos privados e institucionales de la sociedad contemporánea.

En relación a lo anterior, surgen diversos interrogantes que nos llevan a pensar en los temas recurrentes de los novelistas tolimenses: sus ausencias y sus presencias.

¿De qué manera se ha dado un puente entre la literatura y la realidad? ¿Cómo se ha visto reflejada esa realidad en la literatura? ¿Ha influido el medio en la temática de los autores? ¿Son los autores ajenos a ella? ¿Por encima de lo inmediato, qué han reflejado? Frente a los procesos históricos de la república en los cuales este territorio tuvo una importante participación, ¿qué hicieron, qué mostraron los novelistas? ¿Cómo influyó o no el proceso social en su obra? ¿Qué se dijo o qué dejó de decirse? ¿Qué trascendencia tuvo en su momento o qué intrascendencia y por qué? ¿Qué nombres persisten y cuáles se derrumbaron?

Empieza a develarse así de qué manera, asuntos que pasaron desapercibidos por nuestros narradores, fueron objeto de estudio en novelistas que no nacieron en el Tolima. Si nos atenemos al desarrollo por épocas que los historiadores han dado a los periplos importantes de Colombia o América Latina en la constitución de lo que hoy somos, encontramos grandes vacíos. Tal aserto no pretende señalar ingenuamente que los escritores estén obligados a éste u otro punto para escribir sus obras, pero sí para subrayar cómo el puente entre la literatura que se produce y la realidad circundante les es indiferente o no les llama su atención, quizá por la cercanía a los hechos, por no parecer provinciales, por una manifiesta incapacidad de dar valor estético a su medio o simplemente por el ejercicio de su libertad. Pero algo más importante es cómo no vemos lo que en realidad dicen sus historias.

Claro está que la novela dice lo que no puede decirse de otra manera y por ello no admite pedirle sea asumida al estilo de lo que exigían los estalinistas en la Rusia de aquella época. Cuando Carlos Fuentes afirma que la novela es una parte de la expresión de la realidad, advierte también que “una obra de arte añade algo a ella que antes no estaba allí y al hacerlo, forma la realidad, pero una realidad que no es, muchas veces, inmediatamente perceptible o material”.92 Es como una tercera dimensión la de la literatura, la subjetividad colectiva, a menudo menos perceptible pero que la encarna. La novela, sigue Fuentes, “ni muestra ni demuestra el mundo, sino que añade algo al mundo, crea complementos verbales de él y aunque siempre refleja el espíritu del tiempo, no es idéntica a él... Si la historia agotase el sentido de una novela, ésta se volvería ilegible con el paso del tiempo y la creciente palidez de los conflictos que animaron el momento en que la novela fue escrita. Si Dante fuese reducible a la lucha política entre güelfos y gibelinos, nadie la leería hoy salvo algunos historiadores”.93 Conciliar funciones estéticas y sociales, descubrir lo invisible, lo no dicho, lo olvidado, lo marginado, lo perseguido, lo no oficial, parece ser la tarea, porque no hay realidad que no haya sido primero imaginada y deseada. La novela, concluye Fuentes, “es una pregunta crítica acerca del mundo, pero también acerca de ella misma”. 94 Si se acepta que el tiempo de la escritura es finito pero el de la lectura es infinito, tal como lo indica Borges, la realidad es lo imaginado y las novelas hacen del pasado presente, nos enseñan a ver los desplazamientos de las mentalidades y nos conducen a entender que si ya conocemos el mundo y sus noticias, ahora debemos imaginarlo. No es el elogio de la quimera sino la forma en que el destino individual y el histórico se confunden en uno solo. Ya Antonio Tabucchi recordaba que “la literatura es en gran parte memoria y, claro está, también memoria colectiva, cuya perduración depende casi exclusivamente de la transmisión escrita.”95 Para conocer la verdad, dice Carlos Fuentes, “no hay camino más seguro que una mentira llamada novela”.96

La temática en las novelas de los tolimenses

El paso del tiempo ha generado cambios notorios tanto temáticos como estructurales y lingüísticos. Ahí está el ejemplo de las escritoras donde la diferencia generacional influye en su visión de mundo y la manera de expresarlo es incomparablemente abismal. Entre los paraísos, el angelicalismo y la magia de Uva Jaramillo y Luz Stella a comienzos del siglo XX hasta los infiernos de la política, el sexo y la droga de Zoraida de Cadavid, Rosalba Suárez o Alexandra Cardona, el ejemplo es contundente.

Se han paseado entonces temáticamente nuestros novelistas por diversidad de universos. Unos asumidos por vez primera como foco de fondo en la narrativa al estilo de Alejandro Palacio Botero que refleja lo profundo y lo complejo del esoterismo y las ciencias ocultas. Otros que proyectan profetas del ruido, hermanos de la niebla, rock, sexo y drogas y que en la continuidad de la trilogía de Magil terminan con sus huesos y sus mentes en la India tratando de encontrar la perfección espiritual. No faltan personajes de Eduardo Santa como Abenámar o Anteo, habitantes del lejano oriente que realizan peregrinaciones entre pueblos como Alfa y Omega tras atravesar “bosques de dificultades”, para al final tropezarse con la pureza que deben tener las almas bajo la conducción de voces que encarnan al maestro Jesús o las guerras teosóficas que plantea el mismo Santa en Cuarto menguante. Y qué no decir de los extraños y morbosos aprendizajes de un seminarista envuelto en contradicciones como lo plantea Gustavo Jiménez en Tras las ramas de pinos seculares o el drama de un sacerdote asesinado por enamoradizo y sectario como lo cuenta Jairo Restrepo Galeano en Narración a la diabla. Pero la encarnación de malandrines y curanderos, falsos apóstoles y vividores de la religión, no dejan de tener su espacio central bajo la luz mítica en Mañana cuando despiertes de Guillermo Hinestrosa.

También se dan las imitaciones a ultranza del romanticismo como lo hace Esteban Caicedo, cruzando por los clásicos melodramas de Antonio Gamboa, Leonidas Escobar e Isabel Santos de Posada, reflejando la pureza del campo o las moralejas de Uva Jaramillo o Luz Stella hasta la focalización de la violencia partidista de los años cincuenta como lo logran Alberto Machado Lozano, Eduardo Santa, Simón de la Pava, Alirio Vélez Machado, Hugo y Roberto Ruiz, Jorge Eliécer Pardo o Jairo Restrepo Galeano.

Lo que representa la aventura de pueblos y personajes que participaron en la colonización antioqueña cumpliendo el éxodo de los desplazados de entonces y dejando el testimonio de la fundación de poblados, se advierte en las novelas de Eduardo Palacio Skinner, Alberto Machado Lozano, Eduardo Santa y Elías Castro Blanco, todos autores oriundos del Líbano, población producto de tales sucesos. Pero impera en estos aconteceres, como telón de fondo, la mirada nostálgica de las familias que llegaron y se quedaron para siempre habitando entre las evocaciones, la frustración y la soledad, como ocurre con Las hermanas de Iván Hernández.

Igualmente están los conflictos de la juventud inmersa en la problemática social, existencial y política de los años sesenta, setenta, noventa, reflejados en algunas obras de Germán Uribe, César Pérez Pinzón, Jairo Restrepo Galeano, Alexandra Cardona, Jorge Eliécer Pardo y Oscar Humberto Godoy, o la recreación de personajes como José Eustasio Rivera viviendo la jungla de cemento en Nueva York bajo el nombre de La otra selva que con tintes de novela negra escribe Boris Salazar, al tiempo que en su novela El tiempo de las sombras refleja el mundo de los colombianos en la misma Nueva York sumidos en el marginamiento, la pornografía, el tráfico de drogas, las noticias y el crimen.

Existe, además, el periplo de personajes que viven, sueñan, huyen o mueren junto al mar, como se ve de modo palpitante en novelas de Alberto Machado, Eutiquio Leal, Carlos Orlando Pardo, Hugo Ruiz y César Varón Nieto y no está ausente un fenómeno de repercusión como lo fue la tragedia de Armero que es examinada narrativamente en novelas de Eduardo Santa, Germán Santamaría, Manuel Giraldo (Magil) y Jairo Restrepo Galeano.

La historia de un perseguido político izquierdista, guerrillero urbano, producto de la represión de los años del Frente Nacional, está testimoniada en Hombre roca perfume de pistolas de Dagoberto Páramo, así como se observa el conflicto de quienes se van de la ciudad al campo para convertirse en revolucionarios, temática tratada en libros como El ajusticiamiento de Germán Uribe. No queda huérfano el tema del mundo del narcotráfico con sus secuelas internacionales y acciones tipo Misión imposible, como se descubre en El sapo Vargas de Héctor Abril o con gran maestría en El tiempo de las sombras de Boris Salazar.

Por las novelas desfilan las situaciones del medio carcelario desde las fauces mismas de sus aconteceres en la legendaria isla Gorgona, testimoniada en toda su miseria en La prisión, de Roberto Ruiz Rojas y no están por fuera las sagas familiares. Surgen éstas en El jardín de las Weismann de Jorge Eliécer Pardo, en las obras de Germán Uribe, en Cuarto menguante de Eduardo Santa, en Los vendedores de sortilegios de María Ligia Sandoval, en Los días en blanco de Hugo Ruiz y en Las hermanas de Iván Hernández.

La literatura para niños o adolescentes tiene sus representantes en Camilo Pérez Salamanca con El país de Pedro Bronco o en Jerónimo Gerleim con Las nietas del tejedor. Los gamines y su abandono callejero los captura Julia Mercedes Castilla en Las aventuras de un niño de la calle y Emilio la novela que testimonia el drama de los desplazados del campo a la ciudad. El enfrentamiento entre clanes guajiros, con lenguaje para jóvenes, lo enseña Horacio Barrios en La guerra de Carazúa.

Como ya lo hemos señalado, la historia tiene un imaginativo y audaz escritor en Darío Ortiz Vidales cuando ficcionaliza los treinta años anteriores al veinte de julio de 1810 y una mirada profunda al siglo XX lo encuentra el Tolima en la sabiduría narrativa de Hugo Ruiz en Los días en blanco.

El infierno de los marginados urbanos y pueblerinos con sus sueños y frustraciones bajo la atmósfera de lo absurdo, tiene en las obras de Héctor Sánchez su atípico representante y el complejo estado de la interiorización de la violencia por fuera y por dentro de personajes inolvidables la encarna la madurez de la obra de Jorge Eliécer Pardo y en una forma postmoderna la obra de César Pérez Pinzón.

El común denominador de todos los autores se manifiesta en cálidas e incluso truculentas historias de amor que recorren las novelas referidas, en el factor violencia de todos los tiempos como recurrente de sus testimonios y en la aventura o desventura del ser humano bajo el designio de los acaeceres que rodean la vida y la muerte.

La renovación desde las nuevas formas narrativas

Al dar aquí cuenta de un conjunto de obras escritas por tolimenses, mal haríamos en no mirar cómo han asumido la diversidad de técnicas y temas y de qué manera no sólo las influencias sino la presencia de nuevas visiones del mundo han sido reflejadas en sus obras. Porque las sensibilidades detectadas en las novelas son diferentes, por fortuna.

Así ya no sean válidas para hoy, en los textos abordados consideramos necesarias las referencias a lo que se dio como esquema de época y estilo en busca de antecedentes que nos abren el panorama de una evolución. Y no somos esquivos, por temor a parecer obsoletos, en nuestra intención de buscar el acercamiento para un momento específico desde la perspectiva de lo regional. Como bien lo advirtiera Germán Vargas, al reunir autores del Tolima en su libro antológico La violencia diez veces contada,97 “no resulta aventurado señalar el hecho de que la realidad colombiana, especialmente de esa década negra de la violencia, permite ya que sea observada y analizada con la suficiente perspectiva histórica. Y que los hechos que se narran puedan haber sido elaborados literariamente, sin seguir cayendo en la zanja del escueto y simple registro estadístico de incontables actos de espeluznante inhumanidad, de genocidios incalificables, de hechos que registraban la impresionante orgía de terror, de salvajismo, de pasiones por debajo de lo humano que se desató sobre el país, sobre un país que pretendía ser culto y que no era ni mucho menos civilizado”.98

Aunque los nuevos procesos han llegado tardíamente, han sido rechazados o no han sido asimilados por los escritores, se muestran momentos fundacionales, migraciones, desarrollo y concentración de los habitantes en el sector urbano como una muestra clara de lo ocurrido en otros lugares del país. El testimonio literario, al fin y al cabo, es material indispensable para el estudio de las mentalidades y la evolución de nuestro lenguaje y es a partir de él donde pueden advertirse los referidos aconteceres, puesto que esos textos son representaciones de una realidad de la que se apropia el escritor como un mediador, como un testimoniador, como un testigo y son ellas a las que acudimos para ver cómo se refleja el comportamiento de nuestro mundo social por entonces, ya que la literatura no es ajena a trazar un discurso de sentido. Una representativa cantidad de obras escritas por tolimenses da la medida de un arraigo a tradicionales formas de narrar; nos dejan ver cómo asumían una fórmula al estilo de una herencia que no debía modificarse porque así tenían éxito maestros de otra parte y nos dejan detectar una constante que sólo empieza a modificarse en un autor que nace en 1928, Eutiquio Leal, (cuyo verdadero nombre era Jorge Hernández) pero que rompe los esquemas en 1963, con una manera de abordar la fábula, para entonces, no tanto inesperada como extraña. Como era natural en un medio ensimismado sobre lo que traía, ese lenguaje y esa manera alcanzó con Después de la noche un premio nacional sin trascendencia, tres o cuatro notas que se perdieron en el cementerio de las hemerotecas y luego un olvido perentorio. Esa otra forma de concebir la estructura tuvo algunos ataques que señalaban ingenuamente el defecto de no saber escribir y ser un jugador con plastilina. Tal concepción del asunto, aunque con menos audacia, tuvo mayor suerte pública en novelas como La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio o El hostigante verano de los dioses de Fanny Buitrago.

No podemos cortar de tajo la mirada a la evolución del proceso escritural de nuestros autores por cuenta del rechazo que existe en el sector crítico de hoy para asumir como objeto de estudio lo producido en una región específica, ni asumir como “palabra de Dios” lo que acontece ahora, no tanto con la metaficción que tiene significativos antecedentes, sino con el hipertexto que está en su etapa de “instalación” para un camino demasiado largo y complejo. Las tendencias marcadas y acordes con lo realizado en el mundo de hoy, sólo la asumen los autores que nacieron a partir de 1950, con temperamentos más receptivos que les impide quedarse en esquemas agotados frente a la manera de abordar una historia. No significa ello que las obras producidas por quienes los antecedieron, en virtud de que no están o estaban “a la moda”, pierdan significado, sólo que subrayamos la presencia de nuevas visiones del mundo tanto en sus temáticas como en sus técnicas.

Después del comienzo de la modernidad entre nuestros escritores que marca Eutiquio Leal con su novela Después de la noche o La hora del alcatraz, otro autor que realiza un destacado aporte es Héctor Sánchez. No sólo surge su universo narrativo mostrando el mundo a base de fragmentaciones, sino que la parodia, lo esperpéntico, lo caricaturesco, la visión satírica, la ironía, lo sórdido, inclusive lo grotesco, pasean por su fecundidad imaginativa a través de situaciones y de nombres de personajes que encarnan singularidad, que los reduce a no poseer formas de identidad realista sino que plantea y desarrolla la alegoría, la despsicologización de los protagonistas, todo a través de un engranaje loco que simula no organizar la anécdota y rompe así los antiguos patrones. Y lo curioso es que lo hace no partiendo espacialmente de la metrópoli sino del pueblo, dándole carácter amplio y a base de asociaciones, con sentido del humor poco frecuente en la narrativa colombiana, testimoniando atípicamente el mundo de los marginados.

De otra parte, Jorge Eliécer Pardo, tanto en la manera como aborda la violencia en El jardín de las Weismann o maneja la simbología en Irene, alcanza su diferencia en cuanto al tratamiento de la forma y el contenido, lo cual lo distancia sustancialmente de sus coterráneos. Alejado de los facilismos truculentos, ofreciendo un clima de ternura y de magia, utilizando un lenguaje sugerente pero eficaz, sin dejar apresar su texto en un marco geográfico definido, manejando historias paralelas, esmerándose por crear personajes irrepetibles y situaciones singulares con economía de lenguaje, el autor logra mantener la tensión con profunda conciencia de la historia. Pero al tiempo no pierde ocasión para manejar la sutileza que exige del lector una participación para redondear su mundo en un tema ya tan trajinado como el de la violencia de mitad del siglo XX que toma aquí sus particulares dimensiones. Y qué no decir de Irene, del mismo Jorge Eliécer Pardo, donde se da la simbiosis entre la ciudad y la metrópoli integrada a categorías sociológicas y sicológicas estructuradas a través del símbolo, lo que provoca la participación activa del lector. No es posible ignorar aquí su franca incursión al mundo posmoderno en su libro Autopista para el ciberamor, con el que Pardo fuera finalista en el concurso nacional de libro de cuentos del Instituto Distrital de Cultura en 1997. Describe en sus textos las relaciones amorosas mediadas por las nuevas tecnologías electrónicas como la realidad virtual y lo que todos estos avances influyen en el comportamiento, la cultura y la forma actual de relacionarse, en donde cumplen su papel definitivo y protagónico los correos electrónicos, los celulares, los computadores, la televisión por cable y el Internet. En conclusión, es la codificación y la condensación del nuevo discurso que muestra a las parejas entablando una relación a través del Chat cuando nunca se han visto, tocado, oído, olido, pero que ahora “viven conectados”. No está únicamente ahí la mediatización de los comportamientos, sino que empieza a darse en casi todo. Desde el radiotaxi que va con el nombre de móvil con una clave específica, las compras realizadas desde la casa con tarjeta de crédito y, en fin, todo ese otro lenguaje que toma cuerpo vital en los procedimientos cotidianos de la sociedad tecnificada.

 

Los más experimentales

Boris Salazar, Alexandra Cardona y Jaime Alejandro Rodríguez son quienes abordan el experimentalismo formal de una manera más clara y sin timideces. No sólo porque juegan a ser “otra cosa” sino porque no tuvieron la carga de la provincia sobre sus espaldas, al tiempo que su punto de referencia sobre el lugar de origen es apenas accidental.

Los rasgos característicos de la novela de hoy en Colombia, dentro de la cual están los tolimenses, no es ajena a los procesos que los teóricos definen como posmodernidad. Inclusive un ibaguereño, Jaime Alejandro Rodríguez, ha dedicado iluminadores aportes a la discusión en libros como Autoconciencia y posmodernidad; Hipertexto y literatura, o Posmodernidad, literatura y otras yerbas, tendencias dentro de la cual se ubican sus obras narrativas.

El hipertexto, por ejemplo, que involucra la tecnología al discurso narrativo y vincula un proceder que enfrenta la vieja discusión del arte frente a la ciencia o la más reciente de la palabra frente a la imagen y la de la imprenta frente a la electrónica, está en una continua experimentación que cobija particularmente a las nuevas generaciones. Plantea el mismo Rodríguez cómo existe una fatiga de los recursos narrativos que practicaban, por ejemplo, los miembros del Boom y de qué manera aparecen agotados tales presupuestos para una sociedad que busca y en ocasiones exige estar gozando de nuevas sensibilidades. El entusiasmo frente a la otra realidad que tenemos al frente en el mundo de principios del siglo XXI, tiene el natural asombro de la búsqueda que enamora, pero no tanto como para aplicar la guillotina a lo que supuestamente tenemos atrás y que está vivo entre nosotros, así algunos dictaminen el criterio de la muerte de la literatura y no, como es, la necesaria superación de su concepción tradicional. Lo que sí queda claro es saber que se hace imperativo no sólo construir un nuevo tipo de obras, como Rodríguez lo plantea, sino nuevas mentes capaces de comprender el diseño, la producción y el montaje de estos artefactos. El mismo intelectual pone de presente cómo la irrupción de lo tecnológico en la dinámica discursiva genera la lucha entre los viejos y nuevos literatos, tal vez como una nueva versión de la querella entre antiguos y modernos.

Ahí está entonces en la agenda del día la dicotomía entre cultura de la imprenta versus cultura de la electrónica, lo que deriva las necesarias comparaciones entre el mundo originado en una cultura de los libros desde la lectura como valor, frente a una visión de mundo derivada de la imagen y la presencia casi inevitable de la figura y el lenguaje electrónico en nuestra cultura contemporánea.

 

Entre la pobreza y el esplendor

Finalmente, nuestras novelas están hermanadas en la pobreza y el esplendor de ciertas obras literarias, según Juan Gustavo Cobo Borda. O, dicho de otra manera en palabras del propio Cobo, nuestra herencia cultural es una tradición de la pobreza. De todos modos, ahí están los resultados y tanto los que publicaron ya como los que vienen, que no son pocos con su obra al borde de la corrección definitiva o en la recta final, conformarán, en forma por demás amplia para iniciar el ciclo de este nuevo siglo, el panorama nada desalentador del oficio literario en el campo novelístico.

 

Los cuentistas tolimenses

Existe actualmente en este sector del país un amplio conjunto de escritores representativos en el campo de la narrativa, puesto que del siglo XIX, sólo José María Samper cubre el panorama de nuestros narradores con trascendencia nacional.

Noventa son los libros de cuentos publicados hasta el año 2000 por cincuenta y tres autores tolimenses contemporáneos. De allí puede desprenderse, en forma evidente, que son numerosos nuestros cuentistas y con presencia destacada dentro del inventario nacional de la narrativa. Podríamos verlos por sus libros publicados, por su figuración en concursos nacionales e internacionales del género, su inclusión en importantes antologías de relatos, las traducciones alcanzadas por algunos de ellos y la crítica que han logrado despertar en estudiosos de diversos niveles.

Los autores de cuentos, si realizamos un inventario detallado, son Eduardo Santa, Eutiquio Leal, Jaime Arbeláez, Cesáreo Rocha, Germán Uribe, José Pubén, Héctor Sánchez, Policarpo Varón, Roberto y Hugo Ruiz, Germán Santamaría, Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, Álvaro Hernández, César Pérez, Camilo Pérez, Manuel Giraldo-Magil- y Libardo Vargas, agregando otros no menos importantes que por libros publicados, figuraciones en concursos, apariciones en suplementos literarios y revistas o en algunas antologías, conforman parte de los hacedores de este género.

Son ellos Jorge Valderrama Restrepo, Hernán Altuzarra del Campo, Juan José Arbeláez, Hernando Ávila Vanegas, Hernando González Mora, César Valencia Solanilla, Carlos Kaffure, Henry Rengifo, Myriam Castillo, Ricardo Alfredo Torres y Luz Marina Henao, cerrando el ciclo los que comienzan a surgir en los últimos años, con libro editado, como Antonio Echeverry Gil, José Antonio Vergel, Jairo Restrepo Galeano, Nelson González Ortega, Jerónimo Gerlein, Julia Mercedes Castilla, Libardo Medina, Jaime Cubides, Dagoberto Páramo, Eduardo Mendoza Carmona, Oscar Becerra Combariza, Jesús Sepúlveda, Fernando Devis Estefan, Boris Salazar, Mapy Gutiérrez, Héctor Abril, Efraín Gutiérrez, Jaime Alejandro Rodríguez, Carlos Flaminio Rivera, Elías Castro Blanco, Luz Mariela Santofimio, Blanca Hilda León, José Omar García, José Ignacio Marín Barón, Oscar Godoy, Alexander Prieto, Carlos O Pardo Viña, Elmer Hernández, Ricardo Torres y Albeiro Arias.

Es excepcional en Colombia una sola antología de cuento donde pueda decirse que estén ausentes los escritores nacidos en el Tolima y seleccionados por los más dispares criterios de apreciación. De todos modos, lo que queda claro, es de qué manera, unos y otros, consideraron de importancia antologarlos como representativos del país. Pero si ampliamos las circunscripciones, el asunto va más allá cuando los rusos o los franceses, los yugoeslavos o los españoles, los gringos o los alemanes, hacen lo propio, trátese no sólo del cuento colombiano sino de la visión de América Latina. Y si de concursos en el género se trata, tenemos una amplia participación de expertos en ganarlos. Los tres factores anteriores nos indican, aunque los nombres sean pocos y los mismos, la importancia alcanzada por los cuentistas tolimenses en el plano nacional e internacional.

No sobra advertir cómo, al decir de Luz Mery Giraldo, el artista de hoy es de su tiempo más que de su terruño y buena parte de veces se han hecho gracias a no dejarse encasillar por sus límites. Apenas queremos subrayar el trabajo de autores que nacidos en el Tolima tienen una presencia dentro del departamento, en el país o el exterior, puesto que no creemos en la existencia de una literatura tolimense sino en la de una participación de ellos en la narrativa colombiana.

Seis son las antologías de Cuento Colombiano que han estado conformadas integralmente por autores del Tolima. La Violencia Diez Veces Contada, de Germán Vargas Cantillo, con dos ediciones; El Tolima Cuenta, Trece Nuevos Cuentistas Colombianos, Cuentistas Tolimenses, El Líbano cuenta y Cuentistas Tolimenses Siglo XX, de Carlos Orlando Pardo; y En Esta Esquina del Taller Literario El Mohan.

Dentro de los cien autores de todos los tiempos que publicó la editorial Oveja Negra en su Colección de Literatura Colombiana, se encuentran seleccionados seis tolimenses, todos ellos con libros de cuentos en su producción. Se trata de Germán Santamaría, Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, Héctor Sánchez, Policarpo Varón y Manuel Giraldo- Magil. La antología realizada para la Editorial Plaza y Janés por el cuidadoso Maestro y crítico Eduardo Pachón Padilla sobre el Cuento Colombiano Contemporáneo, incluye a Eutiquio Leal, Germán Santamaría, Carlos Orlando Pardo, Héctor Sánchez, Policarpo Varón y Germán Uribe. La reunida bajo el nombre de Obra en Marcha, tomos I y II por Juan Gustavo Cobo Borda para la colección de Colcultura y con el subtítulo de Nueva Literatura Colombiana, incluye a Germán Santamaría, Héctor Sánchez, Carlos Orlando Pardo, Jorge Eliécer Pardo y Policarpo Varón. La Cámara de Comercio de Bogotá en su antología de Narrativa Colombiana Contemporánea, incluye a Jorge Eliécer Pardo, César Pérez Pinzón y César Valencia Solanilla. En la Editorial Souffles, Nouvelles en Tète, aparece una antología traducida al francés bajo el título de Cuentistas Colombianos y que además de García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio o Manuel Mejía Vallejo, están entre otros autores nacionales los tolimenses Eutiquio Leal, Policarpo Varón, Héctor Sánchez, Germán Santamaría, Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo. Años antes, traducidos por Peter Shultze-Kraff al alemán, estuvieron seleccionados Policarpo Varón, Hugo Ruiz, Roberto Ruiz y Héctor Sánchez y el mismo antólogo en el año 2001 publica por Seix Barral La horrible noche, relatos de violencia y guerra en Colombia donde incluye a Policarpo Varón y a Germán Santamaría. Al yugoslavo, idioma donde se conoce la novela Sin Tierra para morir, de Eduardo Santa, es traducido un cuento de Carlos Orlando Pardo. Al portugués, Jorge Eliécer Pardo es seleccionado junto a los consagrados de la Literatura Latinoamericana. Finalmente debemos agregar dos exitosas antologías en francés realizadas por Olver Gilberto de León que tituladas, Cuentistas Hispanoamericanos en la Sorbona, aparecieron primero en las ediciones Mascarón de Barcelona, en Montevideo, Uruguay y en la Biblioteca Luís Ángel Arango, del Banco de la República en Bogotá y otra denominada A Corazón Abierto, traducción al francés.

Ellas incluyen en su orden, edición de Barcelona, a los narradores tolimenses Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo al lado de Alfredo Bryce Echenique, Poli Délano, Antonio Di Benedetto, Eduardo Galeano, Augusto Monterroso y Augusto Roa Bastos, entre otros. La del Banco de la República agrega el nombre de César Valencia Solanilla. A Corazón Abierto tiene textos de Eutiquio Leal, Héctor Sánchez, Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, Policarpo Varón y Germán Santamaría, la que resurge en edición bilingüe en el 2006. En la selección realizada para Cuentistas Tolimenses Siglo XX, de Pijao Editores, buscamos con los treinta y seis autores seleccionados que fueran representativos y justificaran un poco aquel lanzamiento colectivo que hiciera el conocido crítico literario Germán Vargas Cantillo, a quien tanto debemos en su trabajo de difusión los autores tolimenses, cuando en La Violencia Diez Veces Contada, (publicada en su primera y segunda edición por Pijao Editores en el año de 1976), afirmó que “frente a narradores aún de cierta nombradía, se observa en los cuentistas tolimenses una mayor profundidad en el tratamiento de los asuntos, un estudio más a fondo de los personajes, un traspasar de lo anecdótico a lo histórico, proponiendo en discusión la tesis de que el centro de la narrativa colombiana que antes estuvo en Antioquia con Tomás Carrasquilla, con Efe Gómez, con Francisco de Paula Rendón, con Alfonso Castro, y después en la Costa Atlántica con José Félix Fuenmayor, con Gabriel García Márquez, con Álvaro Cepeda Samudio, con Héctor Rojas Herazo, hoy está en el Tolima, sin que ello signifique que en otras partes del país no estén valiosísimos y meritorios autores”.

Nuestros cuentistas, desde el punto de vista temático, han recorrido los episodios y la nostalgia de sus lugares de origen, pequeños poblados donde transcurrió buena parte de su infancia y donde se enfrentaron al fenómeno de la violencia política, así como ofrecen su visión de los diversos aspectos anecdóticos y momentos que les impactaron en la adolescencia, hasta llegar, finalmente, a las orillas de los episodios de la ciudad, ya como universitarios, ya como amantes o novios ingenuos, ya como solitariedades en la mitad de la urbe con sus gentes, su música y su comportamiento, su gobierno, su burocracia, la marginalidad y siempre la violencia expresada en sus formas más temerarias. Pocos cuentan historias felices o llegan al manejo de la ironía. Si se tratara de establecer una especie de corriente en el manejo de los temas y las formas de la literatura narrativa, cuentística, propiamente, fácil queda verificar en la lectura de los textos de qué manera, particularmente los nacidos a partir de los años cincuenta del siglo XX, ubican con preferencia en la ciudad a personajes, temas, acciones, argumentos, lenguajes, espacios geográficos, y tienden al elemento de la introspección, llegando a una interioridad que busca la problemática del ser, las circunstancias desventajosas para el estar, siquiera con decoro.

Si nos remontamos a los orígenes del cuento en esta región del país, lo encontramos en mitos y leyendas precolombinas cuyos testimonios, por no estar escritos, salvo las referencias de los Cronistas de Indias, se perdieron para siempre con toda su riqueza. Sin embargo, la tradición oral que aún permanece en varias comunidades y poblados con sus contadores o juglares modernos, son el ancestro vivo de un sector de Colombia cuya magia lingüística sobrepasa los esquemas de la lógica tradicional. Forman ellos parte de la cultura en donde pueden rastrearse actitudes que constituyen parte de su ser cotidiano. Desde allí se palpa, fácilmente, el mito y la leyenda. Arrancados de una parentela con la magia, continúan su ruta de boca a oído, sufriendo transformaciones diversas de acuerdo a la región y a las mismas personas que los narran. Entonces pueden observarse varias versiones alrededor del mito y la leyenda que muchos expurgan, retocan, actualizan. Sin embargo, es en el seno de grupos campesinos o pequeños poblados a orillas de los ríos donde tienen vigencia por tradición oral, aunque el camino más corto para llegar a ellos se encuentra en la lectura. Cuentos con temas precolombinos han sido abordados con fortuna por Hernán Altuzarra del Campo, Hernando González Mora, Hernando Ávila Vanegas, Juan Francisco Alarcón López y Elías Castro Blanco y los de asuntos folclóricos por Blanca Álvarez de Parra, Raquel Bocanegra de Galvis, Leonidas Lozano Galindo, Edgar Antonio Valderrama y María del Pilar Gutiérrez, Mapy.

Nos queda, finalmente agregar, que existe hoy la profesionalización del escritor, una modernización de la estructura social que arroja nuevos personajes, la búsqueda de caminos literarios y la seguridad de contar con un equipo de escritores que muestra los niveles de desarrollo y atraso de la aventura humana, un manejo del tema urbano, por encima del rural o regional, lo que ofrece a la postre la suma total del habitante, una variación argumental y la demostración de contribuir con vigor al panorama de la narrativa nacional. Es decir, el Tolima cuenta.

 

Los poetas tolimenses y la palabra recuperada

La bibliografía de quienes han publicado libros de poemas, una parte de ellos así denominados sin rubor alguno y que son de autores tolimenses, nos remite hasta el año 2000 a la importante cifra de 360 volúmenes. Una numerosa lista de 160 autores de versos, porque algunos han sido en esencia eso, antes que de poesía y casi nunca con la magia que ella requiere, podría justificar, para algunos, aquella manida calificación de que Colombia es una tierra de poetas y dentro de toda su geografía, el Tolima. Sin embargo, en términos genéricos, pocos son los nombres que cubren con significación el panorama de la presencia de los tolimenses a lo largo de la historia nacional. Sólo nueve de ellos están inscritos con categoría en el escalafón de nuestras letras, y no por ser tolimenses sino por ser poetas, pero existe por lo menos otro tanto que no alcanzaron a subirse en el carro transportador del éxito pero que tuvieron, o tienen, calidades para colocarlos con merecimiento en posiciones de valía. Debe advertirse, de todos modos, que al reunirlos en el libro Poetas tolimenses Siglo XX, no pretendíamos cometer la ingenuidad de un fraccionamiento de la literatura poética que, como ejercicio, conforma un todo en cualquier parte desde que cumpla las condiciones de tal nombre, ni mucho menos partir de criterios reduccionistas que evitaran la totalidad de su contexto dentro del espectro amplio en que debe mirarse. Entendimos, que al referirnos a los poetas tolimenses, no se señalaba en modo alguno una pretendida "cama aparte", con características unívocas especiales, ya que, como en el resto de América Latina, nuestra tradición verdadera está en Europa al decir acertado de Borges y, esto admitido sin complejos de inferioridad como lo afirma Gutiérrez Girardot.

Para los tiempos que corren, un estudio sobre la literatura específica de una región resulta en mucho exótico, y todo porque ya las fronteras parecen un trazado imaginario de efectos políticos, geográficos, administrativos, pero en la era de las comunicaciones jamás para el pensamiento. Decía con razón Baldomero Sanín Cano que el sentimiento de las nacionalidades divide a las gentes en literaturas como si se tratara de hacer una clasificación de razas y, desde antes, otros estudiosos nos hicieron ver cómo, denominaciones artificiales como las que nos cobijan en apariencia, perdían su sentido. Aspiramos allí sólo a entender, que lo que se llama la nacionalidad no la compone asunto distinto a la suma de sus diversas regiones y, cada vez que ellas pueden ser estudiadas en sus variados aspectos, alcanzamos a ver sus realizaciones y aportes, y alcanzamos a comprender mejor un país y un género profundizando en ellos. Por eso, para la antología Poetas del Tolima Siglo XX, inventariamos bardos oriundos de esta parte del país e hicimos una selección de lo que caprichosamente, como ocurre con toda antología, consideramos sus muestras representativas. A más o menos 30 hubiese quedado reducida la pesquisa no únicamente por razones de espacio sino de calidad en términos estrictos, pero no por ello dejamos de realizar un breve recorrido por autores que local, regional o nacionalmente han tenido una participación. La abundante selección que realizo en mi antología poética del Tolima con 328 páginas editada por Pijao Editores en 1976 y la muy completa que compila Alberto Santofimio Botero en 1982, publicada por la misma editorial, ofrecen un inventario exhaustivo hasta aquella fecha, dónde, en términos generales, no encontramos la mayoría de edad, como pudiera decirlo Hernando Valencia Goelkel para la literatura latinoamericana en la década de los años 70.

El panorama nos dice que nos acantonamos en la adolescencia y no hemos pasado de una realización menor para un género mayor. Existen allí muchísimos poemas que no pretenden romper ni con los moldes que le preceden ni con los que lo rigen en lo literario y lo social. Otros, en cambio, buscan ser el faro y el foco de una nueva forma y hasta de una nueva sociedad que, traducida en la expresión poética, no es siempre afortunada.

En su mayoría han sido una especie de usureros de las formas y de los contenidos y no unos creadores de ambas. Hay en ellos una prosa métrica que no alcanza a ser poesía y una forma o un verso libre que igualmente se queda en la intención. Pero algo se ha dicho a través de este género literario, yendo de lo singular, el autor, hasta la prularidad, los lectores, con el apoyo del lenguaje. Y con él conmueven o convencen, se arraigan o desarraigan, encontrando un afecto o desafecto y la comunicación, que es mensaje, se queda o se marcha según la eficacia que el autor logró colocarle. En el viaje, unos escogen el tema sociológicamente, otros una forma, estructuralmente, otros este estilo, observando, en lo general, que no hay una creación poética sino una disposición y una elaboración del material verbal en quehaceres artesanales, trajinando hechos y formas que los convierten en epígonos y no resultando siempre malas versiones en lo riguroso del término. Han querido sí, modificar la imagen tradicional en la combinación de ciertos motivos. De todas maneras, se encuentra aquí una poesía que directa o indirectamente responde al modo de sentir y a la idiosincrasia del pueblo tolimense, expresada no sólo en una rica variedad de temas, sino en audacias verbales y manejo afortunado de la metáfora. En el desarrollo de la lectura puede realizarse un grato paseo por la geografía espiritual de la tierra y por las tensiones y atenciones que cada época despertó en el poeta.

La historiografía literaria dentro del amplio panorama de la poesía nacional, nos circunscribe a Diego Fallon, José María Samper, Uva Jaramillo y Arsenio Esguerra con ejercicio principal de su trabajo en el siglo XIX, Martín Pomala, Luz Stella, Germán Pardo García, Juan Lozano y Lozano, Emilio Rico, Arturo Camacho Ramírez, Luis Enrique Sendoya, Oscar Echeverry Mejía, Roberto Torres Vargas, Nicanor Velásquez Ortiz, Adolfo “Pote” Lara, Julio Rincón Bonilla, Jaime Tello y Ernesto Polanco Urueña, nacidos entre finales del Siglo XIX hasta 1920, y José Pubén, Antonio Vergel y Jorge Ernesto Leyva de 1937. A partir de los años cincuenta hasta el año 2000, los más representativos son Pedro Manrique, Luis Carlos Falan, Luz Mery Giraldo, Zoraida de Cadavid, Luis Hernando Guerra, Hipólito Rivera, Julio César Medina, William Ospina, Víctor Hugo Triana, Humberto Cárdenas Motta, Walter Azula, Nelson Romero Guzmán, Esperanza Carvajal, Mery Yolanda Sánchez, Luis Eduardo Gutiérrez, Jorge Villanueva y Luis Fernando Afanador.

De acuerdo a su figuración en antologías, libros publicados, reseñas y apariciones en suplementos literarios o revistas, se destacan Liborio Aguiar, Héctor Villegas Villegas, Alberto Machado Lozano, Manuel Antonio Bonilla, Manira Kairuz, Amina Cifuentes, Lola de Acosta, Juan José Arbeláez, Eutiquio Leal, Hugo Caicedo Borrero, Alberto Santofimio Botero, María Ligia Sandoval, Maria Cristina Rivera, Noel Beltrán, Raúl Ospina Ospina, Jonathan de la Sierra, Germán Arango Muñoz, Carlos Castillo y Jesús Alberto Sepúlveda, surgiendo un pequeño grupo que no por juventud sino por el tiempo de su aparición, tratan de buscar un camino, tales los casos de Emperatriz Escamilla, María Cristina Rivera, Pastor Polanía, Luis Hernando Vargas, Elías Castro, Oswaldo Antía, Orlando Cerón, Jairo Restrepo, Celedonio Orjuela, Patricia Coba, Miryan Alicia Sendoya, Gloria Constanza Monroy, Marta Faride Estefan Upegui, María Victoria Doza, José Gonzalo Burgos, Miguel Ángel Gallardo, Nelson Ospina Franco, Armando Gutiérrez, Dagoberto Páramo, Alexander Prieto y Juan Carlos Giraldo.

Existen narradores que han incursionado en la poesía, incluso publicando libros como Eduardo Santa, Eutiquio Leal, Jorge Valderrama Restrepo, Policarpo Varón, Camilo Pérez Salamanca y Jorge Eliécer Pardo y quienes sin haber nacido en el departamento realizan su canto motivados en nuestro territorio como Darío Samper o el gran Álvaro Mutis que afirma vehemente: “todo lo que he escrito está destinado a perpetuar, a celebrar, a recordar ese rincón de tierra caliente en el Tolima del que emana la sustancia misma de mis sueños, mis nostalgias, mis temores y mis dichas".

Para el libro Poetas del Tolima Siglo XX de Pijao Editores, realicé una muestra de cada uno de los autores referidos, lo mismo que una puntual biobibliografía. Si se acercan a él, quedan invitados a un viaje atractivo por el territorio de la palabra, la imaginación y el sueño, donde se palparán todos los climas y los productos, desde el grato hasta el inocente, desde el aceptable hasta el ridículo, pero es lo que produce la tierra. No se trata sino de un índice poético, de un inventario a fondo donde es el lector, al fin de cuentas, quien dirá con qué se queda al final de una nunca despreciable aventura.

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1 .-Paz, Octavio; El arco y la lira, Fondo de Cultura económica, 1956


2 -, Balzac, Honorato, de


3 Sánchez tiene inéditas tres novelas de próxima aparición.

4 González Ortega, Nelson; La novela latinoamericana de fin del siglo XX:1967-1997, Moderna Spack, 1999

5 Ruiz, Darío, Proceso de la cultura en Antioquia, Ediciones autores antioqueños, Volumen 33, 1987

6 Ruiz, Darío, Proceso de la cultura en Antioquia, Ediciones autores antioqueños, Volumen 33, 1987

7 Paz, Octavio, Pasión crítica, Seix Barral, 1990

8 Heidegger, Martin, Citado por Carlos Fuentes en Geografía de la novela, Fondo de cultura económica, 1993

9 Ruiz Gómez, Darío; Proceso de la cultura en Antioquia, Ediciones Autores antioqueños, volumen 33, 1987

10 Sábato, Ernesto; La resistencia, Seix Barral, 2000

11 Ídem

12 Ídem

13 Vargas Llosa, Mario; El Tiempo, septiembre 17 de 1999

14 Ídem

15 Thoreau, Henry David; Walden, Editorial Universitaria de Chile, 1970

16 Eco, Umberto; Reflexiones sobre el papel impreso, Eudeba, 1995

17 Sábato, Ernesto; La resistencia, Seix Barral, 2000

18 Fuentes, Carlos; Tres discursos para dos aldeas, Fondo de Cultura Económica de Argentina, 1993

19 Ídem

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21 -González Pacheco, Helio Fabio; Un viaje por el Tolima, Comité departamental de cafeteros del Tolima, 1990.

22 Aguado, Pedro de; Recopilación historial, 2 tomos, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, 1956

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24 Rodríguez Freyre, Juan; El carnero, Instituto Caro y Cuervo, 1984

25 De Castellanos, Juan; Elegías de Varones Ilustres de Indias, Caracas, 1932.

26 De Piedrahita, Lucas Fernández; Historia general de las conquistas del Nuevo Reino, editorial ABC, 1955

27 De Angulo y Velasco, Hernando; Guerra y conquista de los Pijaos, citado por varios autores, entre ellos Antonio Curzio Altamar.


28 Altamar Curzio, Historia de la evolución de la novela en Colombia, Colcultura, 1975

29 San Bonifacio de Ibagué del Valle de las Lanzas, Publicaciones del Archivo Nacional de Colombia, dirigida por Enrique Ortega Ricaurte, volumen 21, 1942.


30 Santa Gertrudis, Juan; Maravillas de la naturaleza, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, tomo I., primera y segunda parte, Nº 28, Bogotá, MCMLVI.


31 González Pacheco, Helio Fabio, Op. cit.


32 González Pacheco, Helio Fabio, Op. cit.


33 Holton, Isaac F.; La Nueva Granada: veinte meses en los Andes, 1857, Editorial Incunables, 1982.

34 Rivas, Medardo, Los trabajadores de tierra caliente, Editorial Incunables, 1983.

35 González Pacheco, op. cit.

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37 Mutis Santiago, en Novelas y crónicas de J.A. Osorio Lizarazo, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, 1978.


38 Cobo Borda, Juan Gustavo; Álvaro Mutis, Colcultura, 1982

39 Ídem

40 Restrepo, Laura; La novia oscura, 1999

41 Santamaría, Germán; La novia oscura, Revista Diners, diciembre 1999

42 Rodríguez Freyre, Juan, El carnero, Instituto Caro y Cuervo, 1984

43 Informe de Secretaría del Interior del Tolima, año 2000.


44 Bolaños, Álvaro Félix; Barbarie y canibalismo en la retórica colonial. Los indios pijaos de Fray Pedro Simón, Cerec, 1997

45 Santamaría, Germán, Crónicas, Instituto Tolimense de Cultura, 1981

46 Pardo, Jorge Eliécer; El Cronista, marzo de 1978

47 Ramírez Sendoya, Pedro José; Diccionario Indio del Gran Tolima, Editorial Minerva, 1952.

48 Angulo y Velasco, Hernando, citado por Vergara y Vergara

49 Vergara y Vergara, José María; Historia de la literatura en la Nueva Granada, tomos I y II, Biblioteca Banco Popular, 1974.


50 Comedia de la Guerra de los Pijaos, citado por Vergara

51 Reyes, Carlos José; Materiales para una historia del teatro en Colombia, Instituto Colombiano de Cultura, Biblioteca Básica Colombiana, 1978.

52 Pineda Botero, Álvaro; La fábula y el desastre, Estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-1931, EAFIT, 1999.


53 Pereira Gamba, Próspero; Invasión de Ibagué, citado por Pineda Botero, ídem

54 Castrillón Arboleda, Diego; José Tombe, Colcultura, 1974

55 Castro Blanco, Elías; ¿Por qué lloran los Tikuna? y otras leyendas, Editorial Panamericana,2001

56 Op. cit.

57 González Mora, Hernando; El Tolima cuenta, Pijao Editores, 1984

58 Rocha Ochoa, Cesáreo, Tierra buena, Beneficencia del Tolima, 1976

59 Santa, Eduardo; La casa del Mohán, en Recuerdos de mi aldea, 1987

60 Altuzarra del Campo, Hernán, Narraciones hispanoamericanas de tradición oral, antología, Madrid, 1972.

61 Altuzarra del Campo, Hernán, op. cit

62 Alarcón, Juan Francisco, Leyendas del Tolima, op. cit

63 Rico, Emilio; Madrugada en la sangre y otros poemas, Pijao Editores, 1986

64 Ramírez Sendoya, Pedro José; Antología de poetas tolimenses, Pijao Editores, 1976

65 Ospina, Miguel; Catufa, en antología de poetas tolimenses, Pijao Editores, 1976

66 Villegas, Héctor; en antología de poetas tolimenses, Pijao Editores, 1976

67 Acosta Lola de; Detrás del barro, Pijao Editores, 1991

68 Cerón, Orlando; Que despierte el indio, en Que viva la vida, Pijao Editores, 1986

69 Ospina, William; Las auroras de sangre, Grupo editorial Norma, 1999

70 .-Ortiz, Darío; No todos llegaron aquel viernes, Pijao Editores, 2002

71 Pérez Pinzón César, Cantata para el fin de los tiempos, Editorial Magisterio, 2002

72 Ruiz, Hugo; Los días en blanco, obra inédita

73 Ortiz Vidales, Darío; No todos llegaron aquel viernes, Pijao Editores, 2002

74 Maya, Rafael; Cuadros de costumbres, edición limitada, Carvajal y compañía, 1969

75 Op. cit.

76 Díaz, Eugenio; Manuela, Editorial Kelly, 1942, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana

77 De Silvestre, Luis Segundo; Tránsito, Editorial Bedout, 1982

78 Samper, José María; El poeta soldado, citado por Álvaro Pineda Botero en Estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-1931, página 255, 1999, Fondo Editorial Universidad EAFIT.

79 Caicedo, Juan Esteban; Julia, Ediciones literarias Luchima, 1998

80 Samper, José María; op. cit.

81 Soto Borda, Clímaco; Diana cazadora, citado por Pineda Botero, ídem página 383

82 Velásquez Ortiz, Nicanor; Río y pampa, cuadros de costumbres tolimenses, Fondo de cultura de la Beneficencia del Tolima, 271 páginas.

83 Ruiz, Hugo; Las guerras civiles en la literatura colombiana, en Textos para conciliar el sueño, 1998

84 Ruiz, Hugo; Los días en blanco; novela manuscrita suministrada por el autor.

85 Moreno Durán, R.H; Ficción y realidad en la guerra de los mil días, en Memoria de un país en guerra, Planeta, 2001.


86 Amaya Pulido, Pedro José; Colombia: un país por construir. Problemas y retos presentes y futuros. Una propuesta para el análisis, la controversia y la concertación, Universidad Nacional, junio de 2000.


87 Toklatian, Juan; Globalización. Narcotráfico y violencia; Editorial Norma, 314 páginas, 2001

88 Amaya Pulido, Pedro José; Colombia: un país por construir. Problemas y retos presentes y futuros. Una propuesta para el análisis, la controversia y la concertación, Universidad Nacional, junio de 2000.


89 González Ortega, Nelson; La novela latinoamericana de fines del siglo XX: 1967-1997, Moderna Spack, 1999

90 Pineda Botero, Álvaro; La fábula y el desastre, Estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-1931, EAFIT 1999.


91 Op. cit.

92 Fuentes, Carlos; Geografía de la novela, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.


93 .-Op. cit.

94 .-Op. cit.

95 Gumpert, Carlos; Conversaciones con Antonio Tabucchi, Anagrama, 1995

96 Fuentes, Carlos, Op cit

97 Vargas, Germán; la violencia diez veces contada, Pijao Editores, 1976.


98 Ídem, op cit