SOBRE LAS NOVELAS DE IVÁN HERNÁNDEZ ARBELÁEZ

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

El autor nació en Ibagué en 1949 y ha publicado dos breves novelas en la editorial Norma.

La primera, titulada Las hermanas, apareció en 1994 y en poco más de 100 páginas se narra, como bien lo advierten los editores, “el relato de dos vidas entrelazadas inevitablemente por el amor filial y por la común fascinación que ejerce sobre ellas la soledad del paisaje. Raquel y Sara van surgiendo ante los lectores con la belleza nítida y sin pretensiones del nevado inhóspito que las rodea y las acoge”.

El libro, que se divide en tres partes, está escrito en un lenguaje que hace ostentación intencionada de sencillez. Se ve por encima lo que pretendió Borges en algunos de sus relatos, cuando traza señales alrededor de los personajes para que parezcan contados de manera oral.

Las dos hermanas representan lo que queda del éxodo de una familia proveniente de Manzanares a tierras del Tolima, particularmente las aledañas al nevado, quienes han llegado motivados por un afán de aventura, pérdida de la esposa y dificultades económicas. El padre, general de la guerra, así lo había decidido y arriban cinco niños, un hombre adulto y Raquel, la hija menor.

Desde allí se evoca con nostalgia el Manzanares dejado atrás y se dedican al cultivo de la tierra alcanzando con su producto un vida decorosa, tras amar el paisaje, rezar el rosario, entender que las menores deben ir a la ciudad por razones de estudio y encontrar allí la soledad y la muerte a comienzos del siglo XX, luego de haber dejado regados hijos de ojos azules por toda la región.

Durante los setenta y cinco años que las dos hermanas, disímiles en temperamento y en gustos, vivieron juntas, vemos que además de contemplar el paisaje y cumplir con los naturales oficios del campo, la una, Sara, se acostumbró a obedecer y Raquel a dar órdenes como en una rutina sin importancia y como si el tiempo se detuviera en su cotidianidad.

En la segunda parte, en 1918, su padre muere en 1907, llega a la finca un joven rubio, de ojos claros, estudiante de judicatura para arreglar el pleito de una mina y por razones climáticas debe quedarse allí. Para entonces el futuro abogado encontrará a Raquel, con 19 años, de pequeña estatura, ojos grises, ademanes recios y un cabello rubio que le cae por la espalda llegándole a la cintura y verá a Sara, ya de 21, alta, delgada, de ojos azules y manos largas, delicadas y femeninas. Juan María, el ocasional visitante, examinará con extrañeza a las dos mujeres, rodeadas ambas de tranquilidad y silencio porque los demás familiares se han ido al Valle del Cauca. Ellas son ya toda la familia puesto que los otros formarán las suyas en otra parte con el correr del tiempo.

Tras las naturales e imperceptibles miradas y diálogos en las noches solitarias, llega el indefectible momento de los adioses, el abandonar la breve pero grata costumbre de una amable presencia y el sentir que ha nacido un afecto y, para él, comparar ese paraiso perdido con la existencia en la ciudad y el envío de una carta que por manos de un arriero llega a Raquel con la propuesta de matrimonio. Una separación de las hermanas se avecina y el traslado a la apenas creciente capital.

En la tercera parte se ofrecen referencias sobre la entrada a la ciudad que parece más la crónica de un viajero detallando pequeños datos que ubican al lector. En su nuevo sitio, Raquel continúa siendo una tirana que se esconde en la religión y la misa para justificar sus desafueros temperamentales y ocultar su secreta vanidad de reina, al tiempo que Sara recibe con pasmosa servidumbre las órdenes para seguir inevitablemente encargada de todos los oficios de la casa. Surge la viudez y las dos protagonistas continúan unidas, pero un día Raquel queda sometida a una silla de ruedas debido a un accidente y al final aparece el narrador en primera persona como testigo de los años finales. Nos relata aquí cómo Raquel muere y Sara deambula ciega por la casa con la dignidad de su silencio.

Son vidas simples de gente que se consumió en la rutina desde la infancia hasta la muerte y que aparecen como dos seres a los que fuera del paisaje, el amor a la naturaleza y el monótono leer vidas de santos o asistir a la iglesia, nada importante parece ocurrirles, ni siquiera la alegría que pueden desprenderles los hijos, los nietos o los sobrinos y tampoco la tristeza que pueda despertarles la muerte.

Se trata de una acertada aproximación a un retrato de época donde la siesta bucólica realiza sus gracias de paisaje y atmósfera, sin llegar nunca a tener ni el tinte costumbrista o de región de tanta literatura que refleja tales escenarios, al tiempo que le otorga, en virtud del lenguaje que utiliza, una categoría que “universaliza” unas existencias “locales”. No padece el narrador del complejo de nombrar los sitios con sus nombres reales, es decir, demuestra cómo lo provincial no está en lo que se cuente sino que la forma de hacerlo es el toque mágico de la literatura para alcanzar una pequeña obra de dimensión global.

Concentra el autor su atención en el periplo de dos mujeres particulares desde su arribo como niñas hasta su muerte ya viejas, dejándolas aparecer como una parte más del paisaje tanto en sus circunstancias como en los amores que les están destinados. Deja de lado, intencionalmente, todo lo demás, lo que apenas se refleja como mundo por unas pocas frases. Ahí está el viejo general que encarna un Pedro Páramo por los hijos que engendra en la región, la dictadura inclemente de Raquel ejerciendo con severidad no exenta de crueldad su autoridad sobre la hermana o el dueño de la tienda o los peones que son más adornos puestos como un naranjo en la mitad del patio que personajes de verdad.

Lo que puede advertirse en Las hermanas es que el texto más parece un seriado de apuntes para una novela que una novela en sí. Puede tomarse, dentro de los términos clásicos, como un relato. Asumido así el asunto, ojalá el tono del libro hubiese conservado la explicación del comienzo que tiene una impecable factura literaria y es un abrebocas que nos provoca, desafortunadamente de manera inútil.

En su segundo trabajo titulado De memoria, con ochenta y tres páginas y editado en 1988, se advierte que “En estas páginas no encontrará el lector una novela; tampoco un libro de crónicas, ni uno de relatos. Hallará eso, y algo más; o algo menos, si así lo quiere. En todo caso, algo deliberadamente alejado de lo que suele esperarse. Hallará un tono, una atmósfera, una verdad expresada mediante una escritura asombrosamente simple”.

Con una voz narradora femenina en primera persona que no logra convencer al lector de su condición de tal, la obra parece continuar relatando el mundo que queda interrumpido en su anterior libro, ofreciéndonos una pequeña serie fragmentada de recuerdos familiares cuyos aconteceres giran entre el espacio de una casa grande del barrio La Pola y lo que transcurre en sus alrededores.

Se trata de la mirada a un tiempo desvanecido que aún queda palpitante en la memoria como la evocación de las pilatunas transparentes que conforman la época dorada de la inocencia feliz, hasta llegar a tropezarse con la dureza de la realidad social de afuera con la violencia como fondo y las escenas de la miseria como forma sustantiva de la comunidad circunvecina.

Las relaciones de esta familia, como en Las hermanas, reflejan unos personajes distantes y fríos pero tienen la aparente “virtud” de ser caritativos aunque en el fondo desprecian todo lo que tenga que ver con la pobreza.

La voz narradora, con un único hermano, preferida y protegida, no tiene un buen recuerdo de su padre aunque se explique que esta voz lo era todo para él. A pesar de que le exijan modales que los demás no cumplen, le queda ser testigo de lo que ocurre en la calle. Pequeños sucesos como preparar una fiesta de quince años, ir a la modista, sentir la atmósfera de la violencia que interrumpe el festejo, asombrarse de los recuerdos de su madre frente al despertar del sexo en sus condiscípulas que duermen muy juntas, sentir que aquello de los sueños antes intactos se pierden ante la realidad, se combinan con los símbolos de status por tener jornaleros o caballos, proceder de Antioquia, haber conocido las tierras de su abuelo o recrear en la memoria el típico pasar de los pobres y sus condiciones de abandono que alcanzan la dimensión de la locura como Badana, recibiendo de su madre una supuesta santidad por la limosna que le ofrece.

La madre es invocada para dimensionarla por sus actos hasta su seguro merecimiento de gozar de los territorios del cielo y el hermano, junto a sus amigos, que siempre llega tarde al club, donde ella con su padre lo esperan para irse rumbo a su casa, ahora en las afueras de la ciudad, son parte del marco de las referencias de esa memoria. Y la es también de los tiempos en que la palabra era una escritura para aquella generación ya desaparecida, la asistencia a la iglesia y los temores que despierta el purgatorio como parte vital de su ser cotidiano.

Pero si está Badana, también surge un artista, el pintor Darío Jiménez, loco, borrachín y genial a cuyo lado surgen dolientes que se nombran por nombrarse sin que el lector sepa su trascendencia, por ejemplo, “sólo Alberto Suárez sufría”. Son siempre datos dejados ahí inconclusos como pretendiendo dar parte de un fresco de aconteceres de la ciudad, pero sin ninguna importancia más allá de la que puedan tener los ibaguereños que conocen detalles de época y de personajes.

Un español viudo que, huyendo de la guerra civil española, llega a construir una casa al lado que parece un fuerte sin ventanas, la crueldad frente a los animales por parte del hijo del inmigrante, quien resulta ser su primer novio simplemente porque la besa, son escenas que se ofrecen para luego contar que su padre, por razones de trabajo, es trasladado al Valle del Cauca y la familia, naturalmente, va tras él, pero se deja la sensación de una relación fría, casi ni hablan, nada se consultan y él es un patriarca con las características de su mando.

Se aclimatan allí y la voz narradora se conoce con un joven mayor que ella, entablando un noviazgo que se ve interrumpido por la incomodidad ante la sorpresiva visita del hijo del español que entiende de qué manera sobra. Al año vuelven a Ibagué y él no la determina. Siguen relatándose las especialidades de su progenitora, pero ella busca incomodarla porque la ha protegido por encima de su hermano. Se siente de todos modos la dependencia mutua de madre a hija quienes vuelven a La Pola a pesar de que el lugar cambia porque está rodeado de “barrios habitados por gente pobre”

Como Sara, protagonista de su anterior libro, ella queda finalmente sola en la casa paterna porque su hermano contrae matrimonio y ha viajado al Valle, dedicándose entonces a visitar a su madre en el cementerio y a su padre que queda un poco aletargado en el ancianato.

Las imágenes de su padre llegando siempre tarde por el ejercicio de la bohemia, la de las prostitutas que la protegen en un bus porque la ven como una indefensa niña bien, las divisiones en el colegio entre ricos y pobres, las reuniones de su madre en el club jugando, agregan datos de esas vidas.

La mirada pacata frente a la realidad social de la existencia, llena de minucias “moralistas” que dividen el mundo entre pecadores y santurrones, entre pobres y ricos, obliga un paneo morboso para ver cuál es el pecado de las parejas que están en el Parque Centenario y el miedo ante la exhibición del cadáver del antes invencible Desquite en el teatro Tolima, al que obligan que la juventud mire detenidamente como una lección.

Son todas vidas llenas de insignificancias que sólo dejan entrever lo inútil de su rutina y sus experiencias menores, suscitando en algunos apartados la sensación de estar reposando sobre una especie de diario de colegiala, aunque la magia que logra crear mediante la atmósfera, porque esa es su gracia, al fin y al cabo clave en toda buena obra literaria, al tiempo que algunos apartados donde hace gala de un lenguaje sabiamente elemental, le otorgan validez a su trabajo que como bien lo dice la nota de contratapa “ni es novela ni crónica ni relato y puede ser algo más o algo menos si se quiere”.



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