HISTORIA DE DOSHERMANAS

 

Eran pasos fuertes pero pausados que venían desde la esquina. Se escuchaban claramente en la casa, al otro extremo, casi al terminar la calle. Sandra sabía qué tiempo gastaban esos movimientos y podía distinguir, a perfección, las pausas que hacían en el camino, el rastrillar del fósforo e imaginar, también, la primera bocanada del humo en aquel caminante.

Era alto, de cuerpo atlético y armonioso, perfil griego, abundante cabello ondulado que de vez en cuando caía en un mechón sobre la frente, ojos oscuros, cejas pobladas bien delineadas y pestañas largas que entornaba despacio marcando siempre un gesto de melancolía. Pero ahí, detrás de todo, dientes grandes, sanos y una sonrisa casi de niño que hacía contraste con su figura.

Vestía siempre de oscuro, buzo cuello tortuga, blazer, pantalón negro, medias y zapatos y sólo dorados los botones de su chaqueta. Era pianista. En las noches, luego de sus recitales o conciertos, sus manos, creadas como exclusivamente para su grato oficio, eran cubiertas con guantes de cabretilla negra.

Su cuello permanecía rodeado por una finísima bufanda blanca, muy parecida a la que usaba con el frac para las grandes ocasiones. En ellas disponía de su cadillac negro que cuidaba con esmero y que llamaba don Mariano, honor que le hacía al compararlo con el ex presidente Ospina.

Elegante, fino, aún siendo modelo antiguo, tenía su recorrido usual subiendo la calle 21, de la carrera séptima a la quinta, una larga y conocida cuadra. En la esquina, el edificio Wisconsin, una firma americana importante y luego otro de familia y consultorios médicos. Pero también uno diferente, gris, sobrio y elegante donde vivía Emilia, la periodista. Más allá, la casa del escritor payanés, un lugar donde solía hacer la parada a prender el cigarrillo y saborear el esperado momento para llegar donde Sandra.

Exactamente faltaban tres casas. La del profesor ruso de ballet, la del médico casado con una joven y bonita francesa, profesora de su idioma y de glamour en un distinguido colegio de la capital y el vecino de Sandra, un magistrado bohemio, elegante y con clase. El y su esposa se habían convertido en excelentes anfitriones entrelazando toda esta gente que habitaba la cuadra y que de una u otra manera tenían en común el arte y la bohemia.

Y este fue el canal preciso para comunicarse con las vecindades, acción difícil en las ciudades grandes y frías. Se conocieron y disfrutaron de gratas tertulias pero siempre respetuosas de cada intimidad. Las reglas de la urbe, inclusive, se encargaban de imponer su independencia y modales. Sandra por su parte, muy pocas veces acompañaba a su marido, pero no era gratuito porque surgía del mutuo acuerdo de amarse sin que mediaran allí las ataduras.

Al otro lado, la acera de enfrente no le decía nada. Dos almacenes llegando a la esquina, una fina peletería que jamás miraría, pues Sandra era muy joven para usar estolas y tampoco vedette para abrigos de visón. Era su pensamiento. El la consideraba única. Unica mujer creada por Dios que no se parecía a Eva, (las insufribles Evas). El del otro almacén, de electrodomésticos, no tuvo nunca que ir a verlo para las adquisiciones puesto que no se preocupó jamás por averiguar qué se necesitaba en una casa.

Cuando él regresó al país procedente de Sudamérica donde tuvo la oportunidad de conocer y estudiar con alumnos de Piazolla, tocar alguna vez en la orquesta de Francisco Canaro y acompañar con su piano el conjunto pirincho que estuvo con Carlos Gardel, el mismo Héctor Palacios y Laroca, Sandra ya tenía su casa organizada. Una herencia de su acomodada familia no le dejó espacios para las torturas cotidianas y las preocupaciones que surgían tenían un tinte diferente. Los otros edificios de la acera tampoco nada le decían. Oficinas de exportaciones, Glottmann y Dunter, consultorios médicos y odontológicos.

La casa tenía una fachada imponente entre colonial o española, grandes balcones con barandas arrodilladas y un amplio portón que al abrirlo era para que entrara reverente don Mariano. Allí el hermoso cadillac negro recibía todos los días la cuidadosa brillada de Rafael, un fiel servidor que parte de las horas laboradas las dedicaba al automóvil.

Sandra había conservado el personal de empleados de su casa como queriendo retener el tiempo, la vida y las costumbres de sus padres, muertos en un horrible accidente aéreo ocurrido en el Tablazo, el pico de la muerte que cobrara tantas vidas. Luego del garaje, un patio de ladrillo rodeado de novios y geranios, un hermoso ventanal de corredor al frente y al lado derecho la entrada a la casa confortable, el ingreso al saloncito y la sala principal, el comedor y otros servicios de la residencia y un hermoso jardín. A la izquierda, la escalera alfombrada. Al subirla, otro gran hall con cómodos sillones, biblioteca y un pequeño bar. Allí se repartían las habitaciones de la parte alta. A un lado, las principales, una siempre cerrada, precisamente la alcoba confortable de los padres, con salita incluída, baño privado y vestier. La otra, principesca, blanca y oro, gran catre de bronce, herencia de la abuela, sobre un mullido tapete claro.

Al fondo del salón un diván estilo Chaislon. Entre esta y la cama los balcones que dan a la calle, cómplices fieles por dejar percibir los sonidos de los pasos de Francisco. Aquí estaba Sandra sobre esa cama antigua. Su oscuro cabello regado sobre la almohada alabastrina y entre las sábanas de seda y el ropón de plumas fingía dormir sólo para que él la despertara. La delataba sin embargo la frialdad de la punta de la nariz y sus manos, pues segundos antes se había retirado del vidrio del balcón. Por ahí, él se divertía jugando, haciendo corazones sobre el vidrio empañado con el vaho que dejaba su respiración, pero ella jugando a las respuestas que nunca llegarían, escribía “Francisco, te quiero”. Cuando lo sentía entrar a la casa, de un manotón borraba y se refugiaba rápidamente entre sus sabanas.

Jugaba, jugaba mucho al amor, a la felicidad y al placer. Esta solvencia para hacerlo se la dio su vida, el pincel y el color. Creó muchos papás, lindas mamás, hermosas familias como la suya y las ponía a representar todos lo oficios del mundo: campesinos, negros, indiecitos, reyes y así tenía siempre a sus padres haciéndolos danzar en su imaginación con la música que Francisco interpretaba en su piano.

Desde niños sintieron aquel leve pero intenso cosquilleo que recorre el cuerpo cuando los ojos se iluminan y adivinaron sin mucho esfuerzo sus anhelos y sus sueños, como para decir con plenitud que se conocían de cerca o de lejos y se necesitaban porque ahí palpitaba la emoción del amor. Jamás advirtieron cuándo hicieron el amor por primera vez y si era permitido o no.

Lo que sí precisaron, con desgarramiento, fue la separación por sus estudios. Francisco fue a la Argentina porque su padre estaba en un cargo diplomático, dignidad que aceptó luego de la muerte dolorosa de su esposa, llevándose a su hijo único, de alguna manera el bastón y consuelo, para acompañar su sentimiento de soledad y aprender a vivir sin ella. Pero el paso de los días y la necesidad de mirar hacia otros lados fue aminorando el intenso desconsuelo y cinco años después, si que llegara a advertirlo del todo, una hermosa argentina tenía conquistada su voluntad.

Francisco, mientras tanto, estudiaba piano y fue un alumno destacado, gran concertista y arreglista. Jamás dejó un sólo día de escribirle a Sandra quien había sido enviada por sus padres a Barcelona donde estudió pintura. Sus cartas, que jamás fueron breves, eran un diálogo sin final, siempre con risas, juegos y ternura. Cualquiera podía ver allí retratado el itinerario minucioso del acontecer en los tiempos de la ausencia como si se presentara un informe diario de los pensamientos, por encima de las actividades, sin ocultar nada de los bueno o de lo malo y al conversar telefónicamente llegaban, al igual que en una visita, a presentarse amigos.

Un día, casi al final del plazo fijado para reunirse en Bogotá, donde se casarían, Francisco recibió un extraño telefonazo en plena madrugada. Era Sandra, serena, que con voz muy dolida reclamaba la necesidad de su presencia: “de verdad te necesito, estoy en Bogotá”. Después vino la historia contada entre sollozos: “papá y mamá murieron”. Esa mañana habían caído entre las víctimas aéreas del accidente de el Tablazo. Francisco sólo contestó: “Espérame mi amor”. No transcurrieron veinticuatro horas cuando ya estaba a su lado. Todo era confusión, angustia, larga espera. Tres días con sus noches no bastaron para que rescataran los cadáveres y por fin, al sexto, les entregaron en bolsas de polietileno los restos de quienes se suponían eran sus padres.

Sandra permaneció desconcertada en su casa pero su habitual tranquilidad, ayudada por la seguridad al actuar, contribuyeron a manejar de la manera más sensata la situación. Sin embargo, el drama conmovedor lo vivía su hermana Victoria, de tan sólo 16 años.

Linda, temperamental, consentida, en plena adolescencia donde no hay nada definitivo, menos cuando se ha llevado una vida vacía, sin preocupaciones ni propósitos futuros, supo qué era el dolor. Victoria se rebeló a la vida. Quedó sin piso, mezcla de terror, orfandad e inseguridad. Un porvenir incierto. Sandra, apoyada por los consejos de Francisco, consultó a médicos, psicólogos y psiquiatras quienes decidieron sedar a Victoria mientras pasaban los funerales. Luego ella entró en un letargo y no quiso salir de su cuarto que quedaba en el ala derecha de la casa luego del salón-estudio contiguo al cuarto donde Sandra pasó su niñez arrullada por la ternura de sus padres y la última frase de un cuento contado por su abuela.

Victoria nunca oyó los cuentos. No le llamaron la atención. Un día su padre comentó, como respuesta a una frase usual, sin sentido de Victoria: “pobre hija mía, tan linda y no tiene pensamiento”. Pero aún a esta realidad le ganaba el profundo amor por su pequeña y ni él ni su esposa le exigieron nada para su vida.

Así creció en el limbo adonde van los niños con el alma plana, sin intención ni razón de existir. Todo continuó pese al encierro y a la actitud ida de Victoria. Sandra se vinculó al museo de arte contemporáneo y entre conferencias y exposiciones pasaba el día.

Francisco, entre tanto, estudiaba todas las mañanas y escribía en las tardes. Por las noches asistía a conciertos o recitales de otro pianista o simplemente se iba al Automático, café de los intelectuales, muy cerca de su casa o a una tertulia en casa de un amigo. A su regreso estaba Sandra, feliz, esperándolo, y cada vez con un cuento mágico, como Scherezada, para alimentar ese amor que al cerrar la puerta de su alcoba desataba la ternura y la pasión como el aire y la luz que los envolvía plenamente. Ella, insinuante, empezaba la danza del fuego donde muchas veces le quitaba sus prendas con suave pasión que crecía a medida que recibía el calor de sus manos. Entonces se olvidaban de todo. Desnudos, se amaban en la alfombra, en la cama,acariciándose por momentos o reconociéndose un lunar o una peca.

Ella no dudaba en hacer lo mismo dentro de un ritual de admiración, deseo y gusto y cada vez que recibían la vida al estilo de un indescriptible estremecimiento, de clímax asombroso, morían por algunos minutos para volver a vivir. Las frases, casi incoherentes, acompañaban sus deseos. Eran de seguro lugares comunes pero en ese momento, sin dudarlo, se sublimizaban por la grandeza del acto de la entrega. Todas las noches, sin fallarse, conformaban el ritual de una fiesta de amor que seguro pareciera, lo imaginaban, algo tonto en un mundo extraño para la gente que no sabía caminar esos linderos.

El resto de la casa marchaba en paz, como si todos disfrutaran la estabilidad y hasta la alegría que se respiraba adentro, cubriéndose así una atmósfera tranquila donde casi era normal el encierro de Victoria.

María Jesús, una de las mujeres que llevaba más tiempo en la casa, de acento dulce y figura maternal, propios del papel de abuela que ella se había asignado desde que las niñas estaban pequeñas, sentía que ahora se desempeñaba libremente desde que fallecieran los padres y los propios abuelos. Todos los días, entonces, dejaba en la puerta los alimentos para Victoria con una rosa del jardín. Jamás quiso sorprenderla mientras los tomaba, pues en concilio acordaron respeto por su decisión.

Sandra recordó y dispuso todo lo que sabía que a Victoria le gustaba: frutas, jugos, tortas. Pero no sólo eso. Con los alimentos le hacía llegar pequeñas esquelas pintadas por ella con frases que a lo mejor sirvieran para su soledad. “Sé que estás linda. Hasta cuándo picarona. Vamos, sonríe, te quiere. Sandra”. Todas aquellas sutilezas, sin embargo, jamás fueron rotas, a pesar de la impaciencia en ocasiones por su insólito encierro y siempre el propósito de nunca obligarla a abrir la puerta.

Pasaron días y noches sin nada extraordinario, sólo que la magia de ellos continuaba con el mismo hechizo y llegaron a contribuir, de qué manera, para que Sandra, con un disciplina sin esfuerzo, pintara 25 seductores cuadros al óleo. Lo que sí meditó por largas horas fue el nombre de la obra como totalidad. Al fin se tropezó con el preciso. Los llamaría Vida de mi vida, para su exposición.

El color, la técnica, la temática, la dejaron plena al lavarse las manos y quitarse los últimos resquicios de pintura. Al fondo, en los lienzos, se veían mujeres amando, con caras plácidas y angelicales, parejas y casi sin fallar desnudos, muchos desnudos sin que faltara la presencia del hombre.

Francisco, embelesado ante un espectáculo del que también era partícipe, no tuvo la más mínima duda en obedecer a sus impulsos y empezó a realizar sus propios arreglos sobre música de Agustín Lara y María Greever. Estaría no únicamente en los lienzos porque luego de inaugurada la exposición, antes del coctel, le ofrecería un recital de homenaje.

Todo giraba alrededor de los preparativos de la exposición acordada para el 19 de diciembre, fecha ideal en el comienzo de una navidad feliz. Sandra, preocupada por la marquetería, no dejaba un instante de moverse, de caminar de un lado para otro y fumar más de la cuenta, que si el tono del pass-part-tout, que si los reflectores, que si el espacio de la pared, que si los ángulos estarían propicios para el cuadro del pianista. Francisco, menos congestionado, escribía su música y ensayaba a diario.

El viernes 18 de diciembre la mañana era seca. Sandra, al despertarse, besó a su marido cubriéndolo de mimos entre risas y coqueteos para luego bañarse y presurosa, ponerse el Jean, una camisa de algodón y una chaqueta, tras haberse cogido el pelo en una templada cola de caballo. Francisco se detuvo al despedirse y pensó que ese día estaba más linda que nunca. Salió de la habitación no sin antes hacerle un guiño y enviarle un beso en la punta de los dedos. El sonrió complacido y al final de un corto tiempo descansó, leyó el periódico deteniéndose en la parte cultural, buscando qué decían los críticos de la exposición.

Desayunó frugalmente y pasó al estudio donde acomodó en orden las partituras dispuesto a ensayarlas. Cuando estaba en la mitad de la primera canción sintió sobre sus hombros la presión de unas manos y un perfume sensual.

Continuó tocando fascinado por el contacto pero cuando oyó en un susurro ¿estás tocando para mi? al saber que no era la voz de Sandra, dejó de hacerlo, volteó la cabeza y se encontró con una bella figura femenina. La recorrió hasta llegar a su rostro enmarcado por una cabellera rubia ceniza atada en una hermosa trenza. Estaba pálida pero linda con sus ojos violetas, cejas y pestañas oscuras, una sonrisa cálida, casi indescriptible. El talle, desafiante, surgía cubierto por un traje que lo marcaba perfectamente elaborado en chalisse azul oscuro y pequeñas flores en tonos rozados y lilas. Sus pies descalzos, la blusa en escote de bandeja, dejaba al descubierto su blando y aterciopelado pecho y su cuello largo de cisne. No podía ser pero era Victoria. Antes de que él pudiera decir o pensar más allá, estando Francisco ya de pie, lo entrelazó con sus manos y con sus brazos el cuello y le dijo insinuante, melosa: “sé que también tocas para mí. Te amo, te amo como a la vida y te he amado siempre y te espero en las noches y también hago el amor contigo. Todas las noches me pego a tu puerta para oírte respirar, para oír cada vez que entregas tu vida, te amo” y le resbalaba su lengua y sus susurros por el oído y el cuello. El sin pensar y sin querer hacerlo, correspondió con una caricia y un beso largo en el que firmaron su compromiso.

19 de diciembre. No hay más horas ni minutos. Sandra se vistió con un lujoso vestido negro de terciopelo y el cabello atado en un atractivo y elegante moño sobre la nuca con un lazo también de terciopelo. Pero no era todo porque quería estar mejor que otras veces y ahí lucía un fino y discreto collar de perlas y topitos compañeros.

Lista se perfuma con Chanel No. 5, su aroma preferido, se mira al espejo con satisfacción y sonríe. No duda luego en recostarse en su blanca y abollonada cama con un largo suspiro, acompañado de una lágrima, exclama “cuánto los quiero”.

Con un ademán rápido dirige su mano sobre el lado izquierdo del pecho, cierra los ojos y en una rara contracción de ellos, dos lágrimas corren por sus pálidas mejillas para, segundos después, volver a la placidez donde queda una leve sonrisa. Francisco aparece vestido de frac, listo para el gran día, llama a Sandra con insistencia y al ver que no responde se acerca y arranca de sus manos una tarjeta que está apretada contra su pecho. La tarjeta dice: “ayer regresé a casa por algo que olvidé y escuché tu recital y vi cómo uno de mis cuadros tomó vida”.

Los amo a los dos. Sandra”.