EL MOHAN Y LAMADREAGUA

 

El último guerrero pijao, Calarcá, murió sin saber que dejaba un heredero en el vientre de su esposa Ambalá. Esta era hija del Cacique Ibagué, quien gobernaba en un vastísimo territorio que abarcaba los elevados picos nevados de la cordillera central y bajaba por las estribaciones de la tierra del cóndor hasta la inmensa llanura que remataba en el río de la Magdalena.

Después de la última batalla de los pijaos donde murieron los más valientes guerreros, Calarcá entre ellos, los sobrevivientes se desbandaron en dos direcciones: la mayoría remontó la cordillera donde se sentían más seguros, y unos pocos, junto con la princesa Ambalá, poseída por la pena de la muerte de su esposo, se dirigieron al río de La Magdalena, que en esa época era más ancho y caudaloso, porque estaba rodeado de un espeso bosque de guayacanes, cedros, ceibas, iguáes, cauchos, ocobos, cámbulos, gualandayes e infinidad de árboles frutales.

A los pocos meses de llegados, Ambalá dio a luz un hijo para regocijo de ella y el resto de su tribu. El niño creció a orillas del río y aprendió de sus mayores a pescar, a bucear y a nadar por encima y debajo de las aguas como si se paseara por su propia casa. También le enseñaron a rehuir la presencia de los invasores quienes ya se estaban apoderando del río bajando y subiendo en grandes champanes cargados con caballos, ganado, armamentos y mercancías, entre los diferentes sitios donde habían sentado sus reales que se fueron convirtiendo poco a poco en importantes puertos a orillas del Magdalena, tales como Neiva, Purificación, Ambalema y Honda.

Precisamente cerca de Ambalema, habían llegado los pijaos, junto a un reducto de indios lucenas que se refugiaron en cuevas inaccesibles por tierra, huyendo también de la violencia a que eran sometidos por los españoles. Allí pasaban la vida. Los más jóvenes pescando y cazando, las mujeres cocinando y los mayores sentados a la orilla del río, tocando en flautas de millo, melodías que evocaban gloriosos tiempos pasados, historias de amor y de guerra y la nostalgia de un paraíso que comenzaba cada vez a ser más limitado y pobre. Además, los españoles establecieron haciendas en la llanura, construyeron grandes casonas de cal y de canto, descuajaron montes y los sembraron de pastos para alimentar sus ganados, empezando a formarse de esta manera las grandes vaquerías del valle del río Magdalena.

Uno de estos españoles, don Diego Caicedo, estableció su hacienda cerca al sitio donde los pijaos y lucenas que no se habían sometido, habían llegado a su precipitada huída.

Don Diego Caicedo era uno de los pocos castellanos que vinieron con esposa propia de su tierra. Doña María del Rosario, que así se llamaba la señora, tuvo una preciosa niña rubia; la primera talvez que nació en estas nuevas tierras, hija de padre y madre españoles, pues algunos peninsulares, sin galanteos, ni mucha fórmulas de juicio, agarraban a la primera india que encontraban, que las había muy bellas, y las ponían a su servicio por algún tiempo; y otros, los menos, las conservaban como compañeras por el resto de sus vidas.

La niña creció a orillas del Magdalena, educada por sus padres que ansiaban volver algún día a su tierra cargados de riquezas donde, pensaba don Diego, si la suerte lo acompañaba, ascendería de su condición de encomendero, gestionando un título o puesto más alto, como el de adelantado o… ¿porqué no? el de Virrey… lo mismo que encontraría un digno caballero de la corte para esposo de su hija…

Mientras el encomendero con mano de hierro explotaba estas tierras, acumulando riquezas, Doña María del Rosario atendía a la educación de su hija en artes y oficios apropiados para una mujer que algún día ocuparía una alta posición.

Una de las cosas que Margarita (así se llamaba la muchacha que ya pasaba de los quince años) había aprendido, era el arte de tocar la vihuela traída de España, con una maestría y delicadeza que recordaba los azahares, las fuentes, los palacios árabes y los espumosos vinos de la remota patria de sus padres.

Acostumbraba Margarita sentarse a tocar en un mirador que daba al río Magdalena, frente a su casa; y allí la vio por primera vez el hijo de Calarcá y Ambalá, quien había alcanzado por esa época la edad de veinte años y había sido bautizado con el nombre quechua de Inti, que quiere decir sol.

Atraído por esa bella y extraña música, Inti, se acercó a Margarita, y al verla, una confusión no sentida antes, se apoderó de él. Inti había conocido muchachas muy lindas, pero no con esa cabellera y con ese color de piel y menos, vestida de tantos pliegues y encajes, con telas que él no había visto antes; ni tampoco con ese mágico sonido que salía de sus manos al pulsar las cuerdas de ese instrumento también desconocido. Ante el asombro, no se le ocurrió más que emboquillar su flauta y tocar una de las melodías que había aprendido de sus mayores. Margarita continuó tocando, y los dos instrumentos se fundieron en una armonía nunca antes escuchada. Ambos detuvieron su música al tiempo y Margarita vio por primera vez a Inti. No se asustó. Lo miró extrañada de arriba abajo y finalmente salió corriendo hacia su casa.

De ahí en adelante, como si tácitamente se hubieran puesto de acuerdo, todas las tardes acudían al mismo sitio, continuando ese diálogo musical iniciado el primer día. Al poco tiempo pasaron de la música a las palabras y de éstas a un amor apasionado que muchas veces les hacía olvidar el tiempo transcurrido.

Por esta época, el encomendero Diego Caicedo, en su afán de acumular riquezas, había organizado una expedición hacia el sur en busca de un famoso imperio donde, según decían, los habitantes de esas tierras, en vez de jabón, usaban oro en polvo para refregarse.

Mientras tanto, el amor de Margarita e Inti había llegado a tal extremo que cada vez se les hacía más difícil tener que separarse para volver cada cual a su casa. Hasta que decidieron irse a vivir juntos a la tierra de Inti, donde fueron felices plenamente y donde al cabo de un año, nació un hijo con la piel canela del padre, los ojos verdes de la madre, el pelo entre rojizo y rubio como el color del maiz del que se alimentaban la tribu y del cual decían sus ancestros, provenía el hombre de estas tierras.

Don Diego regresó de su expedición al cabo de dos años sin la cantidad de oro con la que él había soñado, pero sí con suficiente (sacado a los indios a fuerza de torturas y engaños) para pagar con creces los gastos de la empresa.

Lo primero que hizo al llegar a su casa, fue preguntar por su hija. Su esposa que la había hecho buscar en vano por los alrededores, y a quien le llegaron rumores de la verdad de lo sucedido, no sabía de qué manera contárselo a su esposo. Finalmente, apremiada por Don Diego, entre sollozos, le contó de la hija raptada por un indio; agregando, cómo ella la averigüó por todos los medios a su alcance, pero que hasta el momento todo había sido infructuoso. Se calló la señora los rumores que le llegaron de que su hija había tenido un hijo y era feliz.

Don Diego organizó inmediatamente una nueva expedición, pero esta vez en busca de los cabellos dorados de su amada hija. Ofreciendo recompensas, indagando, torturando, montó un vasto operativo por la comarca que rindió fruto a los pocos días.

Uno de los subalternos le trajo al campamento a Inti atado de pies y manos y a su esposa Margarita quien llevaba un niño entre los brazos. Don Diego Caicedo se abalanzó a abrazar a Margarita a quien reconoció al instante, a pesar de no llevar las prendas con las que la había visto vestida de ordinario. Mientras tanto, el oficial le dio parte y acusó a Inti de ser el raptor de su hija.

Don Diego ordenó que Inti fuera ejecutado inmediatamente, pero su hija se interpuso:

.¡Perdónanos padre, él ha sido mi esposo todo este tiempo y tuvimos este hijo, por amor de Dios! rogaba arrodillada Margarita mostrando a su padre el fruto de su amor.

Pero Don Diego, enceguecido por la ira, tocó al niño entre los brazos y ordenó al oficial:

.Botádlo al río. No quedará vivo nada que recuerde mi deshonra.

Los oficiales que conocían de sobra el carácter de don Diego, cumplieron sus órdenes al instante. Uno de ellos atravesó el pecho de Inti con la espada y otro tomó el niño entre sus brazos y se dirigió al río para lanzarlo a las torrenciales aguas.

Margarita desesperada miraba a lado y lado, sin saber que camino coger: el de su marido agonizante a un lado, o el de su hijo que había sido embarcado e iba ya en camino hacia el centro del río.

Finalmente logró zafarse de sus captores y se dirigió rauda en dirección al hijo, pero los soldados de Don Diego ya habían cumplido la orden, arrojando al niño al agua. La madre nadó hasta el sitio donde cayó su hijo y se hundió tras él. Y nunca más salió a flote.

Su padre ordenó inmediatamente que se le buscara; y los mejores bogas cruzaron el río en todas direcciones, pero no encontraron rastros de Margarita ni del niño, hasta que después de varios días de infructuosos rastreos por las profundas aguas, don Diego apesadumbrado y su esposa enloquecida por la pena, resolvieron abandonar el lugar donde habían fundado su hacienda y retornaron a su patria.

Desde entonces comenzó a tejerse la leyenda: Madre e hijo no salieron a flote porque el río los acogió para que establecieran en el fondo de las aguas su morada. A ella no la pueden ver sino los niños, por quienes tiene la Madredeagua (como la siguieron llamando) una especial predilección. Los atrae con su juvenil belleza rubia y con arrullos y cantos de cuna. Les enseña las manas, las lagunas y las fuentes de agua. Los pasea por los remolinos y los remansos del río. Les muestra las cantarinas quebradas. Los deleita con el trinar de los pajarillos y las vagarosas mariposas; y a algunos afortunados, los ha llevado hasta las cumbres nevadas donde nacen los ríos y donde tiene un castillo de plata similar al que habitaba abajo, de oro, en lo más profundo de las aguas del Magdalena.

Tiene la Madredeagua, la particularidad de caminar con los pies al revés para burlar a sus perseguidores. Es decir, cuando sale del río para internarse en el bosque, sus pies dejan la huella como si ella hubiera tomado la ruta contraria. En cambio, su hijo se convirtió en un joven fuerte y hermoso de la edad que tenía su padre cuando fue ejecutado. En las grandes crecidas se le ve bajar por el centro del río tocando tiple y cantando sanjuaneros, rajaleñas y bambucos. Toma aguardiente y fuma tabaco. Le gustan las fiestas, llegando a veces a disfrazarse de parroquiano para participar en las actividades de los lugareños, ir a sus reuniones, serenatas, mercados, ferias, cacerías y pescas. Se divierte también espantándole los peces a los pescadores; les enreda los anzuelos y las atarrayas, les voltea las canoas. Tiene inclinación por las mujeres que van a la orilla del río a lavar la ropa; juega con ellas, les cuenta historias y enseña canciones.

Las lavanderas que lo han visto en su estado natural, lo describen como un joven hermoso de larga cabellera rojiza, ojos verdes y piel canela… y lo llaman El Mohán.



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