FABIO GÓMEZ VALENCIA

Luego de una ausencia de treinta años, Fabio Gómez Valencia regresó a Ibagué y se encontró con que los bambucos y pasillos de su infancia estaban relegados y muy poco se escuchaban. Otros ritmos se habían tomado las calles y silenciado las guitarras. Entonces se sentó a reflexionar y muy pronto apareció la que hasta la fecha es reputada como su mejor composición, una especie de súplica, una orden, tal vez un fraterno llamado que se queda en nuestros oídos. “Canta, canta, canta mi Tolima, nunca dejes de cantar...”

Fabio nació en Anzoátegui en noviembre de 1942. Estudió primaria en este municipio y fue creciendo entre la música mexicana, los tangos y las tonadas de Garzón y Collazos. Con esta herencia inició desde muy pequeño su predilección por esta expresión artística y se quedó con los aires andinos, los mismos que cultivaron sus ancestros, aficionados a las veladas musicales. Aprendió a tocar guitarra a los doce años, primero observando detenidamente a los ejecutantes y después con las orientaciones de uno que otro profesor improvisado.

Estudió bachillerato en el Colegio Nacional de San Simón. En su juventud participó en uno de los primeros conjuntos vallenatos que existieron en la ciudad cuando este ritmo se entonaba con el tiple, guitarra y carrasca por los días en que se desarrollaba el primer folclor.

Su viaje a otras tierras para labrarse un futuro en los negocios, actividad a la que dedica gran parte de su vida, no lo hicieron abdicar de su aprecio por la música andina. Siempre estuvo y estará con ella, aunque no la practique profesionalmente, pero hace parte de sus mecanismos de defensa para soportar la apabullante cotidianidad.

No ha llevado una vida bohemia y es poco amigo de estar embriagándose en nombre de la música a la que considera una expresión que merece el respeto del mundo, aunque no niega que asiste a cantar serenatas para algunos amigos, los cuales generalmente han logrado su objetivo de cortejar a sus novias y hoy la mayoría se hayan felizmente casados.

No escribe la música. Su proceso de composición es muy sencillo, piensa un tema y lo va madurando hasta que llega el momento en que comienza a concretarse, ya sea en la letra o en la música o simultáneamente hasta que aparece la canción. Inicia entonces una etapa de repetición, ensayos, grabaciones artesanales y cuando considera que está terminada, se la entrega a un intérprete o busca a alguien que lo asesore, pero jamás deja que las transcriban porque cree que siempre se la alteran o le cambian ese ritmo original que él encontró en un momento de inspiración.

Sus pocas composiciones las ha pulido bien. Le canta la canción al intérprete y sólo queda conforme cuando este se la aprende y le da el ritmo, los matices y la emoción que él ha deseado. Así han surgido unas veinte obras que constituyen su producción, puesto que no se preocupa por tener gran cantidad de obras ya que es consciente del grave problema de difusión que sufren nuestros aires andinos al no tener un sentido comercial.

Es un oyente permanente de la música clásica y posee una colección de doscientos larga duración de los compositores y orquestas más famosos del mundo. Cuando residía en Bogotá no escuchaba sino emisoras que transmitían este tipo de música.

En apariencia este diletante parece tener una contradicción entre sus gustos y sus ejecutorias, pero él aclara que todo se debe a la pugna entre la exquisitez de la música clásica y los precarios instrumentos que usa para componer, lo que lo lleva a inclinarse por la música con elementos raizales que también contribuyen en su formación espiritual.

Su queja permanente es la falta de difusión de nuestra música. Considera que ella obedece especialmente a la atomización, arrasamiento y manipulación que la sociedad de consumo hace de los gustos musicales. Un bambuco, por ejemplo, grabado con muchas dificultades, es fácilmente eclipsado por la avalancha de publicidad que utilizan los mercaderes de los ritmos modernos quienes llegan a ganar millones de pesos en la sola carátula, además de toda la publicidad por la televisión y los periódicos.

Con la guabina Canta mi Tolima obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional del Bunde en el Espinal en el año 1988 y el tema fue grabado por el dueto Viejo Tolima. Otra composición suya, Al final de mi tiempo, ganó una mención de honor en el concurso Villa de las Palmas en Purificación.

Esta última canción surgió después de haber observado por varios días la desolación de un anciano que se sentaba en la mesa del café Grano de Oro y permanecía allí en silencio por muchas horas. No hablaba con nadie y parecía estar consumido por los recuerdos, como si estuviera siempre haciendo el balance de su vida. Entonces comenzó a escribir sobre la soledad y el abandono de la vejez. Más tarde se enteraría que ese anciano abandonado era el poeta Emilio Rico, quien tantos romances y poemas le dejó al Tolima.

Los temas en los que se inspira Fabio están dados por la vida y son una especie de desarrollo de su concepción filosófica de la misma. En ellos está presente la libertad, el rechazo a la alienación y la descripción nostálgica del pasado, como en Anzoátegui, una de sus últimas composiciones convertida en himno de su municipio. A veces utiliza metáforas sencillas para exponer sus argumentos como cuando compara la hierba silvestre con la libertad por aquello de su libre albedrío, por la forma en que crece y se abre camino sin pedirle permiso a nadie, como un verdadero rebelde, como algo imposible de ser sometido.

Para Fabio Gómez componer es una especie de entretenimiento que le posibilita un verdadero encuentro consigo mismo. Una vez tiene la canción definitiva piensa que ella debe lograr esa comunicación que en últimas pretende el autor, que sea escuchada por el mayor número de personas y aunque, lo repite permanentemente, no es un cantante ni intérprete profesional, juzga que es alguien que ha procurado capacitarse. Cuando vivió en Bogotá tomó clases de guitarra con Gentil Montaña y en Ibagué lo ha hecho con profesores de canto.

Salió muy joven de Anzoátegui y muy pocas veces ha vuelto allí. Sin embargo en el año 1988, con motivo del centenario de la población, realizó la grabación de un casette con temas suyos, tratando de dejar su aporte a esta importante efemérides. Para este trabajo compuso el vals Anzoátegui, en el cual realiza una nostálgica descripción de lo que fue el pueblo de su infancia y toda esa impronta que lleva desde sus primeros años. El lanzamiento de la obra fue efectuado en la Casa del Tolima en Bogotá.

En el sótano de su casa, Fabio adaptó dos espacios vitales para su vida. Un gimnasio y un estudio de grabación. Al primero acude todas las mañanas para poder enfrentarse optimista al trabajo. Al segundo regresa todas las noches para dejar la carga de stress entre las vibraciones de la guitarra o el tiple y el registro sonoro de este ejercicio que repite varias veces. El sitio donde está el equipo de grabación semiprofesional, además de servirle como mecanismo de perfeccionamiento, se vuelve también un lugar de reflexión y reconciliación espiritual.

Se define como un entusiasta de la música, escucha conciertos de todos los clásicos, pero también le dedica algún espacio a los duetos nuestros para hermanar en ese lenguaje universal dos vertientes que impulsan un único sentimiento de gratificante placer.

Para el 2002 prepara un CD para estar a tono con la tecnología en el que incluirá algunas obras suyas entre las que se cuenta Ya no es lo mismo; un lamento por no poder regresar a su tierra debido a la violencia, sumado a la certeza de saber que ya nada será igual en ese lugar.

Espera que le queden muy bien grabados, porque, al igual que un Quijote solitario, irá a abrirse paso en nuestro medio y a pelear contra los molinos de viento de la publicidad multinacional para que se le escuche, se le promueva y se lleve a todos los rincones del paisaje colombiano. Al fin y al cabo como cumpliendo la consigna de su canción que debe convertirse en nuestro propio credo, “Canta, canta mi Tolima...”