DIEGO FALLON

El país sabe que Diego Fallon fue esencialmente un poeta, pero pocos están informados de la trascendencia que jugó en la música este notable autor nacido el 10 de marzo de 1834 en Santa Ana, Tolima, municipio que hoy lleva su apellido como homenaje y murió en Bogotá, el 13 de agosto de 1905. El famoso autor de La Luna obtuvo su título de ingeniero en Europa, pero siempre mostró admirables habilidades en el arte de la música. Los setenta años que duró su existencia, siete de los cuales los dedicó a la construcción de su poema mayor, estuvieron rodeados de una admirable disciplina por el estudio. No era un improvisador y sus cuadernos y borradores muestran las muchas formas de que revestía un mismo pensamiento, las diversas modificaciones de las estrofas, el estudio con que buscaba los epítetos más característicos, las expresiones más gráficas para ver surgir, poco a poco dentro del zarzal de apuntes y borrones, la esbelta estructura de La palma del desierto, la elegíaca Reminiscencias, Mintamos, o Las Rocas de Suesca. Según palabras de una de sus hijas - cita José Joaquín Casas, - lo aquejaba la enfermedad de la perfectitis y de allí, en parte, que fuera escasa su producción artística y literaria.

La aparición de La Luna fue un verdadero acontecimiento literario, un auténtico triunfo. Todos leían el poema, lo aprendían de memoria, lo recitaban y el nombre de su autor corrió de boca en boca.

Diego Fallon fue ante todo un educador. Más de 40 años, escriben los informados, pasó el poeta enseñando para ganarse la vida. Este siglo, había dicho, o ha de ser el de la pedagogía o no sirve para nada. Los hombres mal amueblados por dentro, solía afirmar, casi siempre están mal amueblados por fuera. Y uno de ellos era él. Vivió escaso de bienes de fortuna. “Guardo una tarjeta de anuncio - recuerda Casas-, allá como de 1884 o 1886, que dice: “Diego Fallon, profesor de Música e Idiomas. Por lección de una hora. $ 3,00 pesos; por lección de tres cuartos de hora $ 2,50”.

“¿Quién puede olvidar aquellas clases de inglés - agrega - primero en las aulas del colegio, y mas tarde en la casa del generoso profesor, a cuyo cargo corría, sobre el trabajo de la enseñanza, el gasto de cigarrillos y de vez en cuando el del chocolate?”.

Don Luis María Mora, en un estudio titulado “El Maestro Diego Fallon”, escribe que al llegar a Colombia nace el educador por cuanto eran en ese tiempo inútiles para el país los conocimientos de un ingeniero de ferrocarriles. La cátedra le brindaba, en cambio, ancho espacio dónde ejercer su desbordante actividad, y las tareas del profesor se acomodaban muy bien a esas disciplinas mentales. Hablaba como lenguas el castellano y el inglés, era muy docto en latín y conocía a fondo el italiano y el francés.

No aceptó, en el fondo, los textos de enseñanza y en medio de su temperamento místico dictaba sus lecciones paseándose, haciendo concurrir todas las artes para comunicar la ciencia y el entusiasmo a sus discípulos, sin el falso sentido del orgullo, la displicencia y la petulancia. Sus lecciones orales eran profundamente sugestivas y con las cualidades personales iba conduciendo los caminos hacia el sitio de sus creencias.

Con el arraigado sentimiento didáctico que tuvo el poeta, buscó, día tras día, un método que permitiera la enseñanza de la música sin la supuesta complicación de la lectura de corcheas y semifusas y logró conseguirlo finalmente. Su método fue difundido con la ayuda de la familia Samper Brush quien ofreció el dinero para publicarlo, anexando obras escogidas de difícil ejecución que por el nuevo sistema quedaban al alcance de los principiantes.

Bien lo cita Helio Fabio González en su libro Historia de la música en el Tolima: “El experto en violín, guitarra y piano compuso canciones de ambiente familiar, a más de obras religiosas. Ejerció la cátedra de piano en la Academia nacional de Música y dejó, como compositor, entre otras obras, La loca, polka; La saboyana, danza; El amor, vals; La vanguardia, colección de bambucos, El raudal, tanda de valses y Flor silvestre, pasillo”.

El autor de La Luna fue un hombre de estatura más que mediana, cuerpo vigoroso, ágil y de buenas proporciones. Mantuvo habitualmente inclinada la cabeza por la meditación y los retratos muestran que han desaparecido los cabellos. La tez morena, la nariz fina y suavemente encorvada, la barba puntiaguda y entrecana, cogidas atrás las manos carnosas que al calor de la conversación se levantan para accionar, es como ven al poeta dueño de las más exquisitas habilidades - según Casas - mientras sabemos que para él es lo mismo explicar matemáticas o bailar rigodón. Así, compone en su calidad de mecánico ingeniero una máquina desvencijada como afina a título de sutil acústico cualquier piano destemplado, y con igual maestría y delicadeza toca el instrumento de Liszt, pulsa la guitarra acompañándose con el silbo y compone un aire musical doliente y espontáneo, como también una tonada montañera o la improvisación de una copla chispeante.

Era experto en remedar los discursos y gesticulaciones de personajes contemporáneos como el Indio Parra, imitar el ruido de una garlopa o de un cepillo al sacar de la tabla rizos de viruta y afirmó que la música es “El recuerdo de una patria feliz que no hemos visto”. Al pedirle un periodista el concepto sobre las bellas artes, declaró que ellas son “las primeras letras para entender el cielo”.

Fallon vivió enamorado de El Quijote, al tiempo que fue amante de conceptuar sobre sus contemporáneos, sobre autores o personajes de variada procedencia y oficio. De Bolívar decía reposadamente: “Lo que el Libertador tenía absolutamente irresistible era la elocuencia y la independencia la hizo con la lengua”. Sin embargo, complementa que “él sacó a fuerza de genio recursos de la nada, creando patriotas, improvisando héroes para la gran lucha, como quien recoge en la calle a los primeros que pasan y distribuye entre ellos clarinetes, flautas y qué se yo, para que en el acto y por arte infuso ejecuten una sinfonía de Beethoven”.

“Pero si pensamos en la gloria no hay nada más ridículo que ella”, sigue diciendo, “aunque si me preguntan respecto a la música cuántos genios hay, yo me atrevería a decir que en Bogotá hay apenas dos y uno de ellos soy yo”.

“Yo no he sido poeta sino por despecho de no haber podido ser músico de profesión y lo de explicarme yo sin símiles no es riqueza de ingenio sino pobreza de lenguaje. En cuanto a mis libros favoritos no me aparto de El Evangelio, La imitación de Cristo y El Quijote”.

La Luna, La palma del desierto y Las rocas de Suesca, así como Mintamos, constituyen los poemas más conocidos y publicados por el autor, cuya suma total alcanza tan sólo a 17. Por lo demás, en cuanto a la prosa, se conoce apenas y bien parece fue lo único escrito, una Crítica a la oda a la estatua, de Bolívar de Miguel Antonio Caro y su ensayo de investigación Nuevo sistema de escritura musical, que pasó prácticamente inadvertido y cuyo opúsculo o cartilla apareció en 1867 en la Imprenta Metropolitana de Bogotá.

Más tarde aparece su libro tituladoArte de leer, escribir y dictar música. Sistema alfabético por Diego Fallon comparado con la notación conocida. Obra destinada para servir de texto de enseñanza, fue publicada en Bogotá en 1885 bajo el distintivo de Imprenta Musical de Diego Fallon, un volumen de 18 x 27 y 308 páginas. A este trabajo le dio mucha importancia su autor hasta el punto que no vaciló en dedicarle la mayor parte de su tiempo y en imprimir a sus expensas el laborioso libro destinado a popularizarlo. Este intento de simplificación de la escritura musical llamó la atención de los entendidos puesto que el meollo de la invención del poeta y artista consistía no solo en la supresión del pentagrama, sino de todos los signos de la notación musical universal, con mira a eliminar caracteres inútiles y a facilitar su aprendizaje a todo género de personas, no de otro modo como se enseña la caligrafía corriente a los niños de primaria. Este nuevo sistema, dice el prologuista, Narciso González Lineros, a quien el poeta dedica el libro, emplea para representar los doce sonidos de la escala cromática, doce letras consonantes de alfabeto común, desapareciendo con esto la necesidad de los sostenidos y bemoles y todo ese tren de convenciones que exige el uso de tales signos. Añade que emplea las vocales y los diptongos para expresar el valor de las notas musicales, de modo que cada una de estas se representa con la respectiva consonante y una vocal, o un diptongo, que indica la duración del sonido. Y para diferenciar las octavas se sirve de las mismas letras cuidando sólo de darles diferente apariencia; del mismo modo que en los libros impresos de lectura ordinaria se hace uso de variedad de tipos para llamar la atención del lector a puntos determinados del discurso. De todo esto resulta que la escritura musical puede hacerse sin necesidad de pentagrama ni de claves, ni de signos especiales para las aspiraciones, etc, etc, y en líneas o renglones iguales exactamente a los del común.

La obra de Fallon se compone de tres partes con un total de cincuenta lecciones, además de varios apéndices en los cuales el autor puso en su notación propia obras clásicas universales e inclusive una página suya, La loca, polca para piano, a 4 manos. Figura también en este libro un catálogo de las notas musicales del antiguo sistema y de sus equivalencias en el nuevo. El libro es una especie de doctrina, define Ignacio Rodríguez Guerrero, en el que desarrolla la materia a base de una sucesión de preguntas y respuestas que hacen, en realidad, sencillo y fácil el aprendizaje del nuevo método de notación propuesto por el autor. A pesar de encontrarse este importante volumen en completo olvido, el extenso y laborioso Arte de leer, escribir y dictar música, es ahora una verdadera rareza bibliográfica.

Fallon abrigaba el propósito de publicar un tratado sobre el lenguaje musical para ciegos, obra en la que se enseñaría, según sus palabras, la manera de dictar las piezas de música para que los discípulos las ejecuten sin el auxilio del órgano de la vista.

Con Diego Fallon, dice Jaime Mejía Duque en su libro Literatura y realidad, se presenta un caso al cual habría que considerar puente o transición entre romanticismo y modernismo en Colombia. Eutiquio Leal afirmó que es no sólo el precursor del parnasianismo sino el primer parnasiano del país.