PRESENTACIÓN
En la historia de Colombia la escena política es tan vibrante como lo fue para Shakespeare la Inglaterra imperial de aquellos siglos y la lucha por el poder de sus familias principales. Allá una casta permanente y divinizada por la sangre azul, acá otra casta, también selecta aunque con su sangre roja y huracanada, que a lo largo de su sistema republicano dio a la guerra las extremas decisiones que debieran reservarse a la razón.
Acá la codicia del poder atravesó las mismas tempestades arguméntales que en Inglaterra, pero nos ha faltado historia para referirlas como fueron y sobre todo, no tuvimos el dramaturgo que en vez de Ricardo i.e., escribiera por ejemplo, a Tomás Cipriano de Mosquera, un personaje de novela que supera a todos los que podamos conocer. A nuestra historia le ha sobrado ortodoxia y le ha faltado decisión para presentarnos la verdad, no como un acto de irreverencia, sino como una asignatura pendiente que poco a poco tendremos que actualizar.
Hemos estudiado la historia política de Colombia, en su tránsito elemental, como una serie de hechos perdidos en el tiempo y perdidos en nuestra memoria. Eslabones divagantes que recogemos sin mayor interés y sin ningún esfuerzo analítico que nos aproxime a la contractura de nuestra identidad. El estado colombiano, como su historia, es una agitación inflexible con más caudillismo que doctrinas. El siglo XlX es su rémora. Por cada reforma institucional una guerra civil, por cada una de ellas una contrarreforma.
Los países crecen y se traducen en mayor desarrollo, a través de una filosofía común que sobrevive a sus crisis y disparidades y, a pesar también de sus gobiernos, cualquiera que sea su signo.
En Colombia las hegemonías políticas que sobrevivieron a la muerte de Simón Bolívar en 1830, buscaron el poder con el estricto interés que las sociedades anónimas lo hacen para fortalecer su patrimonio. Su generosidad alcanzó hasta donde llegaron sus intereses y alguna vez se afirmó explícitamente por parte de un jefe político aquí referenciado, Manuel Murillo Toro, que la importancia del partido liberal estaba por encima del país. Para ser justos, no sólo ese caudillo, sino la larga eminente nómina de nuestro bipartidismo tradicional pensó igual y una vez que accedió al poder, actuó en concordancia.
Nuestra fragilidad institucional es un campo minado que a estas alturas no ha conseguido armonizar el centenario concepto de la descentralización, manzana amarga de tantos alzamientos armados. Aún el manejo de las rentas es una estrategia por descubrir que no sabemos a quién pertenece ni con quién debe compartirse. No somos un estado confesional pero en la práctica lo somos, como se dice, ya sin remedio. Hemos accedido a la autonomía municipal, pero la autonomía municipal no accede a sus responsabilidades y persiste en manejar las finanzas, llevando sus cuentas en un sencillo cuaderno escolar. Somos una nación soberana, nada más que no lo somos tanto porque tenemos las deudas del pobre que está sometido a pagarlas para no pasar otra vergüenza. Crecemos por inercia, con lo que produce la tierra, pero a lo que producimos le falta un destino definido, que lo genera el carácter, los principios colectivos, la generosidad social bien entendida, el pensamiento selectivo de nuestros creadores.
El poder supremo de la nación lo encarna el presidente elegido por el voto popular. Hay otros poderes, pero el más apetecido y vistoso es el del ejecutivo que en nuestro país lo puede casi todo, como siempre ha sido en esa pesada tradición mitificadora del poder que vuelve irrelevante todo lo demás. El presidente debe ser el primer sorprendido de lo que puede, aunque él es sólo un ciudadano de su clase política, que por una serie de coincidencias se convirtió en el vocero más destacado.
Como afirma el catedrático canadiense John Kenneth en su Anatomía del Poder: “El orador político habla regularmente ante públicos que están plenamente condicionados con sus creencias y ajusta su pensamiento a su expresión, a menudo automáticamente, a lo que sabe que es esa creencia. El aplauso subsiguiente es considerado entonces como una medida de su influencia. Su poder es el del predicador que, interpretando correctamente los nubarrones, procede a realizar rogativas por la lluvia.”
En la suma de coincidencias, el político que alcanza nuestro poder supremo, llega a creer que está escribiendo la historia, que él es su protagonista, como llegan también a soñarlo los dictadores, pero son las naciones y sólo ellas las que encarnan su realidad histórica, las que edifican su grandeza o su desgracia. Los gobernantes son su invención, lo que ellas quisieron que fueran, el resultado de sus esperanzas primarias y de sus emociones irremplazables. Por alguna razón se ha dicho que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen. La afirmación es sobre todo dolorosa y tan incierta como que aún países grandes y poderosos tienen mandatarios menores. Lo cierto es que hasta las naciones pequeñas, subdesarrolladas, incultas, debieran tener con mayor razón, gobernantes excepcionales.
Desde los nacientes años de la república, civiles y militares se disputaron el poder, que resume muy bien la escena casi operática del general Francisco de Paula Santander, entrando por una puerta en la casa de doña Nicolasa Ibáñez, viuda y madre del poeta-gramático José Eusebio Caro y abuela de Miguel Antonio, y el político boyacense José Ignacio de Márquez saliendo por la puerta de atrás para evitarse. Ambos aguardaban los favores de nuestra matrona y la visitaban para expresárselo, hasta que alguna vez tropezaron. Santander tomó a Márquez por la solapa de la chaqueta y como era pequeño lo alzó para defenestrarlo, cosa que con algún esfuerzo ella evitó. Así lo cuentan sus despiadados cronistas y añaden que ahí encontramos la semilla de las facciones liberal y conservadora que aún perduran en nuestro sistema político.
Desde Simón Bolívar y luego Francisco de Paula Santander, la presidencia de la república de Colombia fue un legado que asumió el estamento militar y que en su orden recayó en el general Domingo Caicedo, Joaquín Mosquera, civil, que apenas gobierna un año y que es derrocado en 1831 por el general venezolano Rafael Urdaneta. A Urdaneta no llega a durarle un año su mandato y lo entrega transitoriamente al entonces vicepresidente constitucional Domingo Caicedo que se hace fuerte en Purificación, Tolima, para forzar su renuncia y, luego, otro civil, José Ignacio de Márquez, ocupa el solio de los presidentes en 1832. La fortaleza irrenunciable del poder militar alcanza sus cumbres doradas con el general caucano, Tomás Cipriano de Mosquera, que es un oficial distinguido de los ejércitos libertadores y que con gestos parecidos a los de un león, se abre paso en las arenas de la política, alcanzando en cuatro periodos la presidencia de la república, en una de ellas, mediante la supremacía de las armas.