GABRIEL ESCOBAR CASAS

Calificado por Jorge Añez en su estudio Canciones y recuerdos, como uno de los últimos y más grandes rapsodas de América, Gabriel Escobar Casas, viajero infatigable, ocupa hoy, después de más de cuarenta y siete años de su muerte, uno de los primeros lugares en la galería de músicos y compositores de la patria.

Escobar Casas, quien respondía al nombre de Juan Nepomuceno Celestino, tomó el nombre que hoy corona honrosas páginas de la música colombiana, de su hermano mayor quien muere cuando él contaba con tan sólo cinco años.

Nació en Mariquita el 6 de abril de 1895, pero desde temprana edad se traslada, junto con sus padres Adolfo Escobar y María Ceferina Casas, a la histórica ciudad de Honda cuando el siglo XX apenas despuntaba. Allí recibe sus primeras clases de música y ejecuta los acordes iniciales en el tiple, bajo la dirección de quien por entonces era su maestro: Jesús Hincapié.

1908 había llegado y el destino parecía señalarle a este joven compositor el camino hacia la capital de la república. Escobar Casas tenía catorce años y moldear su espíritu en la geografía paramosa de la capital fue sólo cosa del tiempo. Ingresa al Colegio del Rosario, centro de formación de distinguidas personalidades de la política y las letras del país, donde cursa cuatro años de bachillerato, desarrollando su actividad académica bajo la lente del humanismo, característica fundamental del claustro, convirtiendo este centro de estudios en el motor que impulsaría su deseo, cada vez más ferviente, de canalizar lo que en él había de talento.

Su paso por la “Gruta Simbólica”, ubicada en la carrera séptima de la capital y donde hoy funciona la cigarrería La gran vía, se debió a un amigo suyo de apellido Falla. En este lugar conoció a Emilio Murillo, músico y compositor, quien se compromete a guiarlo en clases de música, ejecución de la trompeta y algunos instrumentos de cuerda, y en donde ejerció ocasionalmente la bohemia junto a Julio de Francisco, Clímaco Soto Borda, Manuel Álvarez Jiménez, Enrique Álvarez Henao, Guillermo Valencia, Federico Rivas y Julio Flórez, quienes habían conformado un grupo de exaltación lírica y paraísos artificiales.

Su recia personalidad y su inconfundible inspiración seguían paseándose por una Bogotá que apenas despertaba del bostezo virreinal. Sus habilidades ya no sólo estaban en la composición y la ejecución del tiple, puesto que su destreza y virtuosismo adquirido en la ejecución de la trompeta le darían, también, la posibilidad de desplazarse a Barranquilla para hacer parte de la banda del regimiento de esta ciudad. Corría el mes de febrero de 1912.

Seis años después, en 1918, viaja a la ciudad de Medellín como discípulo de Gonzalo Vidal y participa en estudiantinas y bandas de la época. Este trasegar por el mundo de la música lo lleva a enrolarse en una compañía de revistas musicales que lo trasladan a Buenaventura y Panamá.

Con 37 años de edad y vinculado a la Voz de la Víctor y Ecos del Tequendama, Casas organiza un trío de cuerdas en la capital de la república, al tiempo que es contratado por la emisoras Nueva Granada y la Voz de Colombia para ofrecer presentaciones en éstas, como era de rigor para los grandes músicos y compositores de la época.

Comenzando la década del cuarenta, Escobar Casas se desplaza a la ciudad de Nueva York donde es contratado por los sellos disqueros Columbia y Víctor, desarrollando paralelamente la difusión del folclor colombiano por las cadenas radiales del momento en Estados Unidos.

1944 no terminaba y la Segunda Guerra Mundial continuaba escribiendo las más siniestras páginas de la historia. El gobierno norteamericano dispone que varias orquestas viajen a Europa en señal de aliento para sus combatientes. Escobar Casas participaría en el proyecto como director de una de ellas. Francia, Alemania, Austria, Hungría y Bélgica serían los países en donde, a pesar de reinar el caos y el desasosiego, un compositor tolimense abría un espacio a la esperanza.

A su regreso de Europa, este mariquiteño que colaboraba para algunas orquestas en Nueva York, es nombrado por el gobierno norteamericano coordinador de los programas que en lengua castellana se difundían para América Latina. Desde allí, el compositor de pasillos como Besos, y la música del poema de Ismael Enrique Arciniegas, Lo que a solas te he dicho, además del bambuco Estos tus ojos negros, adelantó una de las tareas de difusión de la música colombiana más respetables e importantes que aún hoy, a pesar del tiempo, tienen eco.

En 1951 regresó al país para formar una orquesta y un conjunto de cuerdas en la ciudad de Medellín, intento que fracasaría poco antes de su último viaje a Nueva York donde el infatigable rapsoda por los caminos de América como calificaría Jorge Añez su impenitente labor, se detendría en una mañana de invierno, el 8 de enero de 1953.