VIOLENCIA, GUERRILLAS Y ESTRUCTURAS AGRARIAS

 

Por Gonzalo Sánchez G.


La violencia es el punto nodal en la historia contemporánea de Colombia. Durante un buen tiempo, sin embargo, esta posición de referente obligado del fenómeno tuvo efectos paradójicos en la investigación: los analistas de las primeras décadas del siglo XX lo veían como un indefinido horizonte en el cual se cerraban sus explicaciones y los procesos por ellos estudiados, en tanto que los investigadores de las últimas décadas partían de la simple constatación de algunos de sus resultados. Pero la Violencia misma, su complejo transcurrir, quedaba en cierto modo, entre paréntesis. Había incluso un no confesado temor a penetrar en su territorio. Esta situación ha comenzado a cambiar aceleradamente en años recientes. La Violencia se ha desacralizado y constituye ya no sólo un referente histórico privilegiado sino, además, uno de los ejes de atracción de la investigación social actual en el país. Gracias a este esfuerzo colectivo es posible emprender una nueva síntesis interpretativa del fenómeno como la que nos hemos propuesto en las páginas que siguen. Comenzaremos con el análisis del escenario y las condiciones de irrupción de la Violencia.


El gaitanismo y la crisis oligárquica

Al término de la segunda guerra mundial, Colombia seguía teniendo, básicamente, una estructura oligárquica, cuestionada insistentemente en las dos décadas precedentes, pero no seriamente amenazada. Los signos económicos inmediatos permitían incluso avizorar una nueva era de prosperidad, si se toman como termómetro factores tales como precios del café, volumen de importaciones, tasa de industrialización, crecimiento agrícola global. La esquiva pareja desarrollo económico-estabilidad política, parecía de repente al alcance de la mano de unas clases dominantes relacionadas entre sí por una peculiar dualidad: cohesión interna y división partidista de sus clases subalternas.

Sin embargo, ésta era sólo la verdad de los usufructuarios. Las mayorías nacionales eran menos optimistas y se sabían pertenecientes a otras colum­nas estadísticas. Más del 70 % de la población era campesina; más de la mitad analfabeta; 3 % de los propietarios monopolizaban el 50 % de la tierra. Obreros y campesinos venían escuchando ya un lenguaje de intimidación. Los primeros habían sido notificados por Alberto Lleras Camargo, a raíz de la huelga de la FEDENAL, en 1945, de que no se toleraría la existencia de un poder en Bogotá y otro en el río Magdalena. Los segundos habían sido puestos en cintura con la Ley 100 de 1944, por medio de la cual se establecían las normas que «(garantizaran) adecuadamente los derechos de los propietarios, poniéndolos a cubierto de las tentativas, tan comunes antes de su expedición, por parte de los pretendidos colonos, de convertirse en amos y señores de las pequeñas par­celas cultivadas», según se dijo en su momento desde las páginas de la Revista Cafetera, órgano de difusión de la poderosa Federación Nacional de Cafeteros.

Ésta era objetivamente una situación potencialmente conflictiva, pero no necesariamente revolucionaria. Lo que la hizo realmente explosiva fue la dinámica que en ella introdujo el movimiento gaitanista con dos temáticas claramente reformistas, la distribución económica y la participación política, pero respaldadas por una movilización social de tal magnitud que parecía transformar su contenido y que de hecho las fuerzas del status quo percibieron como una amenaza a todo el edificio social de la República oligárquica.

Gaitán se erigió en los años cuaren­ta como el heredero de tareas democráticas aplazadas, inconclusas o frustradas, y en el curso de dos años de agitación social dio la impresión de estarle dando un vuelco a la política colombiana, unificando al pueblo en torno suyo y a la oligarquía en su contra. En las elecciones presidenciales de 1946, con sus 358.957 votos, frente a los 441.119 de Gabriel Turbay y los 565.939 de Mariano Ospina, se convirtió en una minoría decisoria. La oligarquía, por supuesto, no sabía qué hacer para atajarlo o domesticarlo. Los liberales, por ejemplo, careados por los comunistas, recurrieron inicialmente a la sensibilidad que habían dejado los horrores de la guerra y lo presentaban como la encarnación del peligro fascista en el suelo Colombiano. Las masas no se dejaron engañar y la táctica no prosperó. Ensayaron entonces otra vía que a la postre resultó más eficaz, el «entrismo», es decir, la penetración del movimiento que virtualmente lo neutralizaba o acentuaba sus tensiones internas. A ese precio pudo convertirse en jefe único del partido liberal en 1947. Los conservadores, por su parte, se movieron en una dirección inversa frente a Gaitán. Con Laureano Gómez a la cabeza, se propusieron asimilar a sus intereses partidistas el discurso gaitanista sobre la «restauración moral de la al República», una consigna que tenía como blanco principal la República Liberal de López Pumarejo. El efecto de esta táctica fue notablemente ambiguo, ya que indudablemente contribuyó al rápido ascenso de Gaitán y a lo que deliberadamente se buscaba, esto es, la derrota de los liberales por la vía de la división, pero también estaba dándole a Gaitán la oportunidad de transmitir su mensaje antioligárquico al pueblo conservador que, ya no por táctica sino por convicción, comenzó a sentirse sinceramente atraído por la palabra de Gaitán, como también estaba sucediendo con los policías enviados a vigilar sus manifestaciones y con los comunistas enviados a sabotearlas. Como se dice en los ruedos, era necesario cambiar de tercio. La inminencia del triunfo de Gaitán, que más que previsible era un hecho, alarmó a la oligarquía conservadora, que echó mano del lenguaje de la guerra fría para describir a Gaitán como la punta de lanza del comunismo y, por consiguiente, como el representante de oscuras fuerzas destructoras de la libre empresa y de los valores cristiano-occidentales. Cualquiera que fuera la actitud personal de Gaitán frente a estas maniobras -y el equívoco ha sido considerado incluso como un componente esencial tanto de su discurso como de su práctica política- había algo quizás más importante y era la imagen popular que se estaba construyendo de Gaitán, es decir, la representación colectiva que se estaba haciendo de él y que podía o no coincidir con su trayectoria individual. Todos recordaban su ardiente oratoria contra el despo­tismo del capital extranjero, contra el entreguismo de la oligarquía, y en defensa de los trabajadores nacionales, en sus memorables debates sobre las bananeras en 1929. Los campesinos de Cundinamarca y el Tolima, principalmente, pero no solamente ellos, lo habían tenido a su lado y como intérprete de sus aspiraciones en la lucha contra el poder terrateniente en el perío­do de agitación agraria de los primeros años treinta. En aquel entonces, desde la UNIR, denunció las arbitrariedades de los hacendados, en su mayoría Iiberales, contra los colonos y arrendatarios. Ahora, en los años cuarenta, cuando las migraciones, la industrialización, las operaciones mercantiles y financieras se estaban desarrollando a una escala que hacía de las ciudades centros decisivos del poder y del capital, lo mismo que de resultados electorales, se estaba dirigiendo a las capas medias, a los tenderos, a los artesanos, a los obreros de la industria y los servicios, y a toda esa franja que los cachacos bogotanos llamaban los bajos fondos de la sociedad. Todos estos sectores habrían de representar un papel determinante en los acontecimientos del 9 de abril. En torno a Gaitán, como símbolo aglutinante, se estaba construyendo, por primera vez, una nueva unidad histórica, la unidad del pueblo.

El problema entonces para Gaitán -como lo ha mostrado en un brillante estudio Daniel Pecaut-, era cómo mantener, y con qué efectos, esa doble función de líder social y jefe del partido liberal. Veamos la evolución y desenlace de este interrogante crucial en la política colombiana de los años cuarenta. En los conflictos urbanos, a los cuales la oligarquía estaba respondiendo como un bloque homogéneo, parecía sentirse más la presencia de Gaitán como líder social. El movimiento obrero constituía el centro de las definiciones. La ofensiva oligárquica se expresaba por el momento en la sistemática destrucción de organizaciones sindicales, la anulación de conquistas laborales y, complementariamente, en la promoción de sindicatos dóciles a la voz de los patrones y de los púlpitos. Característicamente, Gaitán, que era amigo de los obreros, pero no de los aparatos sindicales, a los cuales asociaba no sin razón a la estructura oligárquica, desplaza la ac­ción reivindicativa a la lucha callejera, esto es a un terreno en el cual la lucha obrera pudiera fundirse con la del res­to del pueblo. A la negociación de los sindicatos y el Estado -fórmula pri­vilegiada de la República Liberal- ­opone la acción directa: la marcha, la manifestación. Su escenario no es la fábrica sino la plaza pública. Lo que se perfila allí es, primero, una nueva estrategia -la lucha reivindicativa pasa por la lucha política contra la oli­garquía- y. segundo, una redefini­ción de los antagonismos tradiciona­les. La idea de una coalición biparti­dista contra el gaitanismo, sugerida inicialmente por Alfonso López Pu­marejo a comienzos de 1946 y luego materializada bajo el gobierno de Os­pina Pérez, es respuesta pero también acicate al proceso de formación de un bloque popular. Simultáneamente, sin embargo, hay otro proceso opuesto al anterior, que arrincona a Gaitán en su papel de simple jefe liberal. Ha ido quedando un flanco abierto que progresivamente entra a copar Laureano Gómez. Bajo su influencia, en efecto, la dinámica de los enfrentamientos rurales asume crecientemente un carácter netamente partidista. Su punto de partida es cla­ramente identificable: los más noto­rios bastiones del tradicionalismo, en Boyacá y los Santanderes, principal­mente, en donde la memoria de la per­secución liberal a los campesinos con­servadores durante el gobierno de En­rique Olaya Herrera (1930-1934) es­taba aún fresca. Desde allí el debate en torno a la sucesión presidencial te­nía una mira precisa: la organización de la retaliación. Desde allí habría de apuntalarse una de las medidas más directamente asociadas a la generali­zación de la Violencia: la renovación de la policía liberal y su sustitución por campesinos reclutados en las veredas boyacenses, especialmente en la de Chulavita, cuyos habitantes se gana­ron una sanguinaria reputación y un espacio en el diccionario de la Violen­cia. En este contexto parecía como si las más tradicionales comunidades campesinas se resistieran a darle paso a los diferenciados conflictos de clase de una sociedad en proceso de mo­dernización capitalista. Era el choque del campesinado conservador con la militancia social de la ciudad. ­ Desde luego, la superposición de las modalidades de las contradicciones de la vieja y la nueva sociedad se consti­tuiría en uno de los rasgos dominantes y característicos de la Violencia, un término que en su ambigüedad misma describía la complejidad del nuevo pe­ríodo histórico que se estaba inaugu­rando.

La significación política de Gaitán y de Laureano Gómez reside precisa­mente en el hecho de haberse erigido en portavoces de estas dos tendencias históricas que acabamos de describir. Gaitán pretende imponer la dinámica de la confrontación social, y aunque sabe que también hay regiones agra­rias sensibles a ella, su punto de apoyo son las ciudades, las amplias masas ur­banas. Laureano Gómez, político aguerrido, brillante y sectario, atiza la confrontación partidista, capta a los terratenientes amenazados o golpea­dos en las más recientes movilizacio­nes campesinas, ofrece garantías de acumulación a los capitalistas más asustados que ven en el lenguaje re­distributivo de Gaitán un disimulado programa socialista y, sobre todo, enardece los ánimos de zonas rurales en donde a una cultivada mentalidad de sumisión secular se agrega el con­trol social y político de la Iglesia. Gó­mez gusta incluso perfilarse como in­térprete de todas las causas más reac­cionarias: frente a la República espa­ñola ha tomado el lado de la Falange; frente a la causa de los Aliados, ha op­tado por el Eje Roma-Berlín, y frente a la que se suponía conciliadora acti­tud de Ospina Pérez, prefiere la línea del ministro José Antonio Montalvo, «sangre y fuego». Ha puesto todo su talento político y, miradas retrospec­tivamente las cosas, con gran eficacia, al mantenimiento de los nuevos con­flictos del país dentro de los viejos moldes de las divisiones verticales. Dos consignas que hicieron época de­finen con toda precisión es­tas contrastantes figuras poIítlcas. Gaitán intentó ciertamente darle una salida a este divorcio de lo social y lo político. Enarbolando sistemáti­camente, desde el partido liberal, ban­deras en las que se contraponía la oli­garquía al pueblo, el país político al país nacional, invitaba a un reagru­pamiento de las fuerzas políticas que transformara el contenido del enfren­tamiento liberal-conservador. No es­taba del todo claro si para llegar a ese resultado se iba a optar por la vía de convertir al partido liberal en un par­tido del pueblo (como se insinuaba en la Plataforma del Colón en 1947), o si se mantendría el perfil de movimiento (gaitanista), que era como de hecho se le identificaba. En todo caso, su pre­ferencia por los comités populares y su renuncia al esquema organizativo de directorios y de células revelan una mayor inclinación por la línea de mo­vimiento que por la línea de partido. Esto tenía ventajas pero también grandes limitaciones. Permitía una amplia diversificación social en mo­mentos de ascenso, incorporaba a las masas a su propio proceso de movili­zación, pero era un obstáculo a la uni­ficación ideológica y a la cohesión dis­ciplinaria en momentos de crisis. Con­cordaba también esta táctica con un papel que Gaitán se reservaba para sí y cultivaba con esmero: la posibilidad de erigirse él como único interlocutor entre las masas y la oligarquía y .en el escenario escogido por él, la plaza pú­blica. La fuerza teatral de esta media­ción se iba a hacer patente en sus más espectaculares manifestaciones, como la Marcha de las Antorchas, que el es­tablecimiento asoció a la toma de Roma por Mussolini, y sobre todo, en la Marcha del Silencio (7 de febrero de 1948) y que dejó al pueblo con una in­mensa ira contenida y a la oligarquía literalmente aterrorizada a la espera de lo peor. La vulnerabilidad trágica de esta personalización del movimiento se iba a agrandar con su asesinato el 9 de abril de 1948. No era el inicio, era la culminación de la primera oleada de Violencia. El pueblo de gaitán asumió el reto y se sublevó.­


El 9 de abril: los dos rostros de Colombia

En los primeros días de abril de 1948 el gobierno y la Colombia oligárquica estaban dedicados a maquillar a Bo­gotá, a engalanada, puesto que las programadas sesiones de la IX Con­ferencia Panamericana la converti­rían, en cierto modo, en una vitrina continental. Venían delegaciones di­plomáticas de Centro, Suramérica y el Caribe a firmar una declaración anti­comunista que el general George Marshall, secretario de Estado nortea­mericano, traía debajo del brazo. Bo­gotá había sido limpiada de mendigos, de lustrabotas, de vendedores ambu­lantes, de pueblo. Gaitán había sido excluido de la representación colom­biana a la conferencia. Pertenecía a la Colombia que no se podía mostrar, a la de todos los días, a la de la miseria. Más aún, Gaitán la representaba. Con su asesinato irrumpió precisamente el rostro oculto de Bogotá y de Colom­bia: el rostro de la ira y de las frustra­ciones, el rostro del pueblo. Una mul­tiforme insurrección, la más compleja de los tiempos modernos, había esta­llado.

El asesino material, un tal Roa Sie­rra, fue linchado y su cadáver destro­zado fue arrastrado al grito de «¡A pa­lacio!» por las mismas calles que dos meses atrás había recorrido una mu­chedumbre silenciosa, cuyo desbor­damiento eventual en legítima defensa había pronosticado el propio Gaitán: «No somos cobardes, somos descen­dientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en suelo patrio.»

Cuando el objetivo político de la toma. Del palacio presidencial se vio frustrado por la intervención de una pequeña pero temeraria y eficaz guar­nición militar, la ira se agigantó y tomó otro curso, el de la destrucción y el pillaje. Dos tipos de blancos y dos tipos de acciones pasaron entonces al primer plano. Por un lado, el rostro de la protesta social, es decir, el levanta­miento contra el hambre, la especu­lación y el alto costo de la vida, en una palabra, la penalización del comercio, cuyos símbolos más notorios estaban en la céntrica zona de la capital y en cuyos avisos se veía un buen número de nombres extranjeros, principal­mente sirios, libaneses y judíos, ge­néricamente conocidos como «tur­cos». Allí confluyeron los pobladores de los barrios periféricos.

La forma predominante de esta pro­testa social fue el saqueo. Los blancos eran, por supuesto, muy diversos. Ante todo, bienes de consumo (co­mestibles, vestuario, utensilios case­ros) a fin de satisfacer necesidades in­mediatas. También se apropiaban de armas y objetos de hierro utilizables como tales, pero para proteger la con­tinuación del saqueo. También lico­res, porque el trago, se presume, ayu­da a soportar los momentos tristes, y esa tarde era de duelo popular; había desaparecido uno de los suyos, el más importante. Y como ya no habría un mañana en que pensar, lo que no sir­viera ahora, mejor destruido. Era una mezcla de ira, impotencia y rebelión.

Por otro lado, seguía el alzamiento político. El palacio, ciertamente había resistido, gracias a la lealtad del ejér­cito y al refuerzo de tropas y volun­tarios armados de la conservadora Bo­yacá. Pero había otros establecimien­tos asociados al poder, que también eran poder. A ésos había que volver­los cenizas, incendiarios. Durante la tarde y la noche de ese viernes de abril ardieron edificios gubernamentales (Ministerio de Gobierno, Ministerio de Justicia, Ministerio de Educación, la Cancillería, la Procuraduría Gene­ral de la Nación, la Gobernación); es­tablecimientos eclesiásticos (palacio de la nunciatura apostólica, palacio ar­zobispal...) y el periódico El Siglo, a cuyo director, Laureano Gómez, le fue también incendiada la casa. Todo parecía apuntar a esta reflexión colec­tiva: desaparecido el jefe, el candidato al poder, éste había dejado de ser un objetivo deseable, incluso se había convertido en el blanco de una reac­ción prepolítica, el odio.

Esta podría ser una primera lectura de los acontecimientos. Es incomple­ta, desde luego. La policía se había sublevado y sí había quienes estuvieran pensando en el problema del poder. Se había crea­do una Junta Revolucionaria, integra­da por dos prestantes figuras de la iz­quierda intelectual (Gerardo Molina, entonces rector de la Universidad Na­cional, y el escritor Jorge Zalamea) y un ex ministro (Adán Arriaga Andra­de), entre otros. Adicionalmente, es­tudiantes de la misma Universidad i Nacional y profesionales gaitanista en la provincia. La paradoja fue que Bogotá, desde donde se originaban es­tas voces, se negó a escucharlas, y a su vez la provincia las tomó tan en serio, que dio por cierto el triunfo en Bogotá y no se le ocurrió por consiguiente marchar a la toma de la capital, que entonces tenía poco más del medio mi­llón de habitantes. Los hechos se des­doblaron, pues, en varios planos: lo que acontecía en Bogotá, lo que su­cedía en la provincia, y la represen­tación imaginaria que la provincia se hacía de Bogotá, con base en las informaciones (habría que decir desinformaciones) que recibía a través de las estaciones radiales. La capital, excepto el palacio presidencial, que pudo mantener el contacto telefónico, ignoraba lo que sucedía en el resto del país. Durante las dos semanas posteriores al asesinato de Gaitán, innumera­bles poblaciones y veredas de Colom­bia vivieron la más formidable inver­sión del orden institucional: policías al servicio de la revolución, como se de­cía en la .provincia; presidiarios fugi­tivos encarcelando o fusilando a sus guardianes; perseguidos políticos ejer­ciendo el poder en muchas localida­des; jueces incitando a la subversión en otras; púlpitos silenciados y sacer­dotes presos, incomunicados o ajusti­ciados, en el Tolima y Cundinamarca, principalmente; campesinos invadien­do haciendas, expropiando ganado e impartiendo órdenes a los terratenien­tes, en el Sumapaz y el sur del Tolima; compañías extranjeras (petroleras Barrancabermeja) bajo el control de los obreros, etc. Allí se hablaba con propiedad de un nuevo orden revolu­cionario' y había efectivos gobiernos populares, respaldados por milicias de la más variada composición social, que controlaba la anarquía y el saqueo. Era como si, súbitamente, la pauta del desarrollo político-social anterior al 9 de abril se dislocara y no ya la ciudad sino la 'remota provincia pusiera al descubierto todo su potencial revolu­cionario (compárese, por ejemplo, el papel de Boyacá -epicentro de la mo­vilización en apoyo al gobierno-- con el del Tolima sacudido por el 'grito re­volucionario de sur a norte, para apre­ciar esta nueva dinámica). Era como si se hubiera iniciado una gran empre­sa de demolición del orden social.

Sin embargo, no alcanzó a consti­tuirse, como en la Comuna de París, por ejemplo, un poder dual a nivel na­cional. Lo que había era una conste­lación de poderes locales alternos, sin ninguna conexión entre sí. Y no se mantuvieron más allá de días y sema­nas debido al desenlace de la insurrec­ción en Bogotá. La Junta Revolucio­naria de la capital fue tímida. Llegó a plantearse el problema del poder -de hecho su existencia misma lo estaba planteando-- pero no tuvo capacidad o vocación de poder. Se dedicó a es­perar, con la misma confusión que las masas envueltas en la acción callejera, las razones que traería una junta de notables, encabezada por Carlos Lle­ras Restrepo, que se había dirigido, con muchos riesgos, a palacio, no en hombros de la multitud ni en repre­sentación de ella, sino distanciándose y diferenciándose calculadamente para erigirse en interlocutores acep­tables al gobierno. Su compromiso de clase y su misión del momento: desac­tivar la rebelión, en lo posible nego­ciarla, y en todo caso y al precio que fuera, salvar la República oligárquica. A su salida después de un memorable trasnocho, la noticia transmitida desde las emisoras, controladas ahora por el gobierno, fue: se revive la Unión Na­cional, y Echandía, el representante de la oligarquía más cercano a Gaitán, es el nuevo ministro de Gobierno. Por su parte, Lleras Restrepo, uno de los más encarnizados adversarios de Gai­tán, presidiría los funerales el 21 de abril. También la oligarquía estaría en el entierro de Gaitán. Bogotá había capitulado. Disper­sión, resignación popular, sectores de la pequeña burguesía gaitanista asus­tados de su propio papel en los acon­tecimientos... definitivamente el pueblo había sido desorganizado. La pro­vincia, es cierto, intentó resistir, pero lo hizo fragmentadamente, en tanto que el bloque oligárquico recomponía su unidad con asombrosa rapidez.

¿Hubiera podido ser otro el rumbo? Es probable que sí. Sin embargo, para que un 9 de abril se transforme en una revolución, como con mayor éxito ha­brían de mostrarlo los mineros boli­vianos cuatro años más tarde (el día 9 de abril de 1952), se necesitan sin duda preparación y dirección. El 9 de abril colombiano era al fin y al cabo, en su matriz misma, una reacción popular defensiva y retaliadora, y no propiamente el resultado de un plan político insurreccional


De la resistencia civil a la resistencia armada

Desde mediados de 1948 hasta fines de 1949, el discurso político, las alian­zas y las estrategias del bloque domi­nante tienen un denominador común: el fantasma del 9 de abril. No bastaba el aplastamiento de la rebelión sino que" había que eliminar toda posibili­dad de" que se repitiera algo semejante o de' que sucediera algo que eventual­mente pudiera ser más peligroso: que el movimiento obrero se convirtiera en el eje articulador de la protesta so­cial y de la oposición política. Con la dispersión popular subsiguiente al 9 de abril, el objetivo no parecía difícil de realizar, pero había que tomar medi­das concretas para garantizado: des­pidos sindicales, purga y encarcela­miento de dirigentes, escamoteo a la huelga como instrumento legítimo de reclamación, destrucción sistemática de la relativa unidad sindical (promo­ción de la UTC y sus filiales), son par­te de esta nueva avalancha que intro­duce un puente de continuidad con las tareas que desde antes del 9 de abril se vienen realizando, con todo el po­der del Estado como brazo derecho de los patrones, del capital.

La oligarquía liberal vacila a veces frente a las expectativas de la próxima contienda electoral o adopta un silen­cio cómplice en otras. Para eso se la había llamado desde el 9 de abril. La repercusión de esta ofensiva patronal se hizo sentir no sólo sobre la militan­cia obrera sino más generalmente so­bre todo el movimiento popular. De hecho, de de el9 de abril hasta las agitaciones estudiantiles de 1954, no había otra movilización urbana de envergadura nacional 'Este fue el prin­cipal legado de-Ospina Pérez a su su­cesor, Laureano Gómez. Para este último, sin embargo, la reconstrucción del orden no paraba allí. El 9 de abril lo había llenado de nue­vas razones. Consideraba necesario extender la cruzada antipopular al campo. Su obsesión era impedir que al país le pasara lo que le había pasado a Bogotá: el asedio del centro por la «chusma» de su propia periferia. Tras­ladando esta imagen a un plano nacio­nal, su declarado propósito era des­truir la posibilidad de que esa franja de la provincia, que se había erguido con tanto vigor revolucionario el 9 de abril, se convirtiera en una amenaza a la paz romana ya impuesta en los cen­tros urbanos. Bajo el estímulo de la prédica laureanista -ya se ha dicho ­esta tarea se venía cumpliendo metódicamente en las áreas rurales de los principales bastiones conservadores, Boyacá y Nariño, para no hablar de Antioquia, en donde el alto clero ela­boraba un discurso de legitimación re­ligiosa al asesinato de «nueve abrile­ños». Fue desde algunas de estas zo­nas desde donde avanzó la Violencia al Tolima, al Valle y al Viejo Caldas. Allí los campesinos no dicen «cuando co­menzó la Violencia», sino «cuando lle­gó la Violencia» y esa llegada de la Vio­lencia suele asociarse a la llegada de una fuerza siniestra: la chulavita.

En todo caso, el ritmo de la política lo estaba imponiendo Laureano Gó­mez, quien cargado de resentimientos por los efectos que en persona había sufrido el 9 de abril, había tomado el rumbo del exilio voluntario a la Es­paña de Franco. Un mes antes de su regreso al país (junio de 1949) el par­tido liberal se había retirado oficial­mente del gabinete de Unión Nacio­nal, en protesta por el tratamiento sangriento que se daba a sus coparti­darios, hecho que estaba disminuyen­do de manera preocupante las posibi­lidades electorales del liberalismo en la sucesión presidencial que habría de definirse a fines de 1949.

El retiro liberal resultó ser, sin em­bargo, un punto de no retorno, por cuanto Laureano Gómez en el destie­rro, había llegado a una conclusión que descartaba de plano la colabora­ción bipartidista: según él, la dinámica social de los últimos años se explicaba por el simple hecho de que existía una relación orgánica entre el liberalismo y el comunismo. Para describir esa re­lación recurrió a un símil mitológico de tan contundente eficacia como su estribillo del millón ochocientas mil cédulas falsas. Lo formuló ante un exaltado auditorio en la plaza de Be­rrío, en Medellín, así: «En Colombia se habla todavía del partido liberal para designar a una masa amorfa, in­forme y contradictoria que sólo puede compararse o calificarse como la crea­ción imaginaria de épocas pretéritas: el basilisco. El basilisco era un monstruo que tenía la cabeza de un animal, el rostro de otro, los brazos de otro más, y los pies de una criatura defor­me, formando en conjunto un ser tan espantoso y horroroso que sólo mirar­lo causaba la muerte. Nuestro basilis­co se mueve con pies de confusión y estupidez, sobre piernas de brutalidad y violencia que arrastran su inmensa barriga oligárquica; con pecho de ira, brazos masónicos y una pequeña, di­minuta cabeza comunista.» Por este camino, según él, Colom­bia estaba al borde de caer bajo la Cortina de Hierro. Llevada a la prác­tica, esta percepción analítica tendría efectos multiplicadores. Profundizaba la desorganización de las clases subal­ternas, ahogando la confrontación so­cial en la sangre del enfrentamiento bipartidista, pero desorganizaba tam­bién a las clases dominantes, les hacía perder al menos su carácter de bloque político, lanzaba irremediablemente a una franja importante de ellas a la oposición, a la «resistencia civil» como se la llamó entonces.

La resistencia civil tenía esencial­mente un carácter defensivo y alimen­taba la ilusión de que -el simple sabo­taje a la administración, allí donde el partido liberal era mayoría burocráti­ca, sería suficiente para torcer el brazo del gobierno. La oligarquía liberal, que desde el 9 de abril se había mos­trado necesaria y útil al gobierno, se encontraba de repente al borde del os­tracismo político. Crecía el número de copartidarios forzados a renunciar a su credo político; la hostilización, la per­secución y el asesinato a manos de la chulavita era imparable y a raíz de una sangrienta incursión a la Casa Liberal de Cali (octubre de 1949) los términos masacre y genocidio empezaron a ser rutina en los titulares de la prensa. En el caso de Cali se trataba, además, de refugiados de zonas rurales para los cuales también se había acuñado un término de uso cotidiano en el período de la Violencia, los «exilados». El9 de octubre cae asesinado en el recinto de la Cámara de Representantes el diri­gente liberal y presidente del directo­rio liberal de Boyacá, Gustavo Jimé­nez; y Jorge Soto del Corral quedó gravemente herido y meses después murió por esa causa. Siguiendo esta lí­nea ascendente de terrorismo político, el 26 de noviembre, en un atentado contra el candidato presidencial libe­ral, Darío Echandía, muere su her­mano Vicente, en la capital del país. La dirección liberal no tuvo otro re­medio que decretar la abstención, con una proclama que evocaba el preludio de las viejas guerras civiles.

En qué podría traducirse ahora una declaración de guerra, no era entera­mente claro para los dirigentes libe­rales: Exploraron varias posibilidades. La del pronunciamiento militar, pri­mero, que se redujo a la insubordi­nación aislada del capitán Alfredo Sil­va en Villavicencio (15 de noviembre 1949). El ejército en su conjunto se­guía tan leal al gobierno como lo había sido el 9 de abril. Intentaron la vía de la huelga general luego, el 25 de no­viembre, pero también fracasaron. Ellos mismos habían contribuido a la liquidación del movimiento obrero. Sólo quedaba, en verdad, la respuesta que por su propia cuenta venían pre­parando los campesinos: la «resisten­cia armada;>.

La ocupación armada de Puerto Ló­pez (Meta) el 25 de noviembre, por parte de Eliseo Velásquez, y la de San Vicente de Chucurí (Santander), el 27 del mismo mes, por varios centenares de campesinos al mando de Rafael Rangel-el alcalde revolucionario del 9 de abril en Barrancabermeja- cons­tituyeron el anuncio formal de que la lucha por la democracia descansaba ahora sobre los hombros de la guerri­lla campesina. La acción de Rangel se produjo el mismo día de las elecciones que tuvieron como candidato único a Laureano Gómez, dada la abstención liberal. Para los dirigentes liberales, ésta era una salida inevitable pero pro­blemática, como parte de la oposición, la necesitaban; como miembros del es­tablecimiento, la temían.


Lo visible y lo “invisible" de la Violencia

Laureano Gómez asumió la presiden­cia en 1950, como cabeza de una fracción extremista que había precipitado la ruptura del pacto político oligárqui­co, surgido de las cenizas del 9 de abril. Con él llegaba a su solución ultrareaccionaria la definición del problema histórico central el siglo XX: el papel de las masas populares en el juego de las alianzas estratégicas políticas. Su cronología podría trazarse a grandes rasgos en los siguientes tér­minos: subordinación-integración bajo la República Liberal; sujeto político en el movimiento gaitanista; repre­sión-división a partir de 1945 en los mandatos de Alberto Lleras y Ospina Pérez; y, ahora, represión en toda la línea. Esta cruzada antipopular contaba con dos factores cruciales que le daban coherencia ideológica, tanto en lo in­terno como en lo externo. En lo interno, la iglesia. Desde el 9 de abril, sobre todo, la iglesia respi­raba ira santa. Había sido herida en su autoridad, golpeada en sus bienes y ul­trajada en su personal, como tal vez nunca lo había sido en la historia de esta nación que se preciaba de ser la más católica del mundo. No necesita­ba, pues, argumentos para convencer­se de la verdad de la teoría del basi­lisco. En consecuencia, con notables excepciones individuales, como la del sacerdote Rubén Salazar en el norte del Tolima, o la del presbítero Fidel Blandón en el occidente antioqueño, puso todo su peso institucional del lado del poder y simultáneamente anatematizaba a la oposición y ofrecía el reino de Dios a las bandas terroris­tas del gobierno. Y no sólo legitimaba sino que se había convertido en reali­zadora de los planes oficiales, como habría de demostrarlo a través del FA­NAL, la filial campesina de la UTC -la única en su género que pudo ex­pandirse durante la Violencia- que actuaba precisamente como instru­mento de espionaje en áreas de ma­lestar agrario y como muro de conten­ción, como cordón sanitario, en las zo­nas de convergencia de la guerrilla y las fuerzas gubernamentales. Hay que subrayarlo, los chulavitas y la Iglesia desempeñaron papeles complementa­rios en la Violencia.

En lo externo, el principal puntal lo constituían la diplomacia, el capital y las armas norteamericanas. El contex­to ideológico internacional predomi­nante le proporcionaba, en efecto, al gobierno de Gómez fuentes adiciona­les de legitimación. Eran los tiempos de la guerra fría y del macartismo, exacerbados a raíz del triunfo de la Revolución china. Era fácil como nun­ca para Gómez convencer a los Esta­dos Unidos de que él, como los Somoza, los Batista y los Trujillo de la América Central y el Caribe, estaba defendiendo los intereses estratégicos y los valores de la democracia occi­dental. En el marco de esta alianza mutuamente reforzada, Gómez le dio a Colombia el dudoso honor de haber sido el único país latinoamericano en tener veteranos de la guerra de Corea. Adecuada o no, pero en todo caso indicativa, la caracterización que de su régimen hacía la oposición era la de fascista o falangista. Las influencias ideológicas de estos modelos corpo­rativos y totalitarios se hicieron al fin de cuentas evidentes en el Proyecto de Reforma Constitucional, que sometió a una comisión de notables y cuya dis­cusión resultó a la postre torpedeada y tácticamente dilatada por los miem­bros liberales de dicha comisión.

Bajo este régimen -que por enfer­medad de su titular, siguió nominal­mente en cabeza de Roberto Arda­neta Arbeláez a partir de noviembre de 1951-la Violencia adquirió la má­xima intensidad, revistió nuevas for­mas y golpeó nuevas regiones. En su carácter multidimensional se pueden diferenciar por lo menos tres procesos globales: el terror, la resistencia y el resquebrajamiento del orden social. Lo que a continuación se esboza es, pues, una hipótesis sobre los elemen­tos constitutivos del fenómeno.


El terror

El primero y más visible proceso, el que mayor impacto dejó en la me­moria colectiva, fue el de la combi­nada mezcla de terror oficial, sectaris­mo partidista y política de tierra arra­sada. Las imágenes que han quedado de este proceso son imborrables y en buena medida son las que le han dado su sello distintivo a la Violencia. Sus manifestaciones afectaron irreversi­blemente la vida, la integridad física, la psicología y los bienes de centenares de miles de colombianos.

Su modalidad extrema fue, obvia­mente, el asesinato. No sólo por el nú­mero de víctimas, sino además porque los indescriptibles rituales de tortura de que estaba rodeada su ejecución marcaron de por vida a toda una ge­neración que le tocó presenciados. In­cluso a los infantes y a los fetos se les cobraba una elección política que se suponía sus padres ya habían hecho por ellos. A los que quedaban, se les sometía a todas las depredaciones imaginables: a la zozobra del «bole­teo» o el pago de cuotas de seguridad; a tácticas que se venían aplicando de antaño en diferentes zonas de conflic­tos agrarios, tales como la destrucción de sementeras y de cercas; al despojo de bestias, ganado, animales caseros, herramientas y cosechas; al incendio y destrucción de casas y de instalaciones ligadas al procesamiento de los culti­vos, como trapiches y beneficiaderos; al abandono o venta precipitada de sus fincas o parcelas. Conflictos entre vecinos, entre agre­gados o jornaleros y sus patronos; en­tre colonos y terratenientes, o los sim­ples asuntos de cantina tendían a resolverse sangrientamente por parte de .quienes, dada su filiación política o su preeminencia social, contaban con la complicidad de las autoridades. Pueblos y villorrios en una incesante guerra de vecino contra vecino, vere­da contra vereda, establecían estric­tas líneas de demarcación política, cuya trasgresión tenía consecuencias fatales. "

Una corbata, una camisa o una puerta roja eran una invitación a la muerte. Como también lo era cargar una cédula que llevara el registro de determinadas elecciones. Formas atroces de mutilación, de violencia sexual y de se vicia sobre los cadáveres de las víctimas, eran un componente patológico que acompa­ñaba la consumación de la mayor par­te de las operaciones de intimidación. Comisiones de la policía y del ejér­cito llegaban como ciclones a pueblos y veredas inermes. Recordemos algu­nos ejemplos. En noviembre de 1950, las chozas de los indígenas del antiguo Resguardo de Ortega y Natagaima, descendientes de los pijaos, son incen­diadas y sus habitantes brutalmente expulsados de la región; Yacopí, al noroeste de Cundinamarca, sufre un arrasamiento casi total en 1952; a co­mienzos de 1953, en Villarrica (Toli­ma), ciento cuarenta campesinos son puestos en fila india y luego fusilados; caseríos como el de San José de las Hermosas; en el sur del Tolima, fue­ron incinerados hasta dos veces duran­te el período de la Violencia. En una operación de «pacificación» a lo Mor­illo, el ejército dejó, según registros del médico conservador Parra y del lí­der social liberal Luis Eduardo Gó­mez, reafirmados por el historiador norteamericano James D. Henderson, un número estimado de mil quinientos cadáveres en la región rural de Las Rocas, jurisdicción de El Líbano, To­lima, en el curso de la más sangrienta semana de la Violencia, a comienzos de abril de 1952. En un alarde de in­tolerancia religiosa, comunidades en­teras de protestantes en la región cen­tral del Tolima (Ibagué, Rovira, Armero) fueron diezmadas y sus templos destruidos.

En operaciones menores, selectivas y continuadas, actuaba una pareja si­niestra, los «señaladores» y los “pájaros”. Contaban con una extensa red de protectores, complicidad de las au­toridades, e incluso acceso a gober­naciones y a figuras políticas que bajo el Frente Nacional habrían de ocupar curules en el Congreso, ministerios o embajadas. El caso de «El Cóndor» en el Valle es bien conocido, es el pro­totipo. Pero eran muchos. Pululaban también en el Viejo Caldas y en el To­lima. Recibían contraprestaciones económicas según el rango de sus víc­timas, aunque los que se enriquecían no eran ellos, sino sus instigadores ur­banos. Notarios y jueces, a veces con fundado temor y muchas otras confabulados con ellos, facilitaban las transacciones y la impunidad subsiguiente. Mente. Sus víctimas eran eventualmente notificadas, sus muertes eran muertes anunciadas. Discutían sus planes en lugares públicos y la seguridad con que lo hacían disminuía la capacidad de resistencia, inmovilizaba a sus víctimas. Un café-bar que solían frecuentar en Armenia era reconocido por el ingenio popular como “El Chamizo”. Daniel Pecaut los ha comparado a los “ardite”, las organizaciones privadas que acompañaron el ascenso del fascismo italiano, y Eric Hobsbawm ha visto en ellos una réplica de la mafia siciliana.

Como resultado de sus actividades, espantados moradores de las riveras del río Cauca podían contar diariamente los cadáveres arrastrados por la corriente. En poblaciones de la zona cafetera, una fantasmal «volqueta roja” recorría las calles a tempranas de la madrugada, cargada de las víctimas de la noche anterior.

En este ambiente, en esta subcul­tura de la Violencia, que estaba trans­formando las conductas sociales, el lenguaje y los esquemas de valoración de muchas regiones, estaba creciendo toda una generación en la cual se in­sinuaban los «Desquites» y los «Sangrenegras», y cuyas actitudes oscila­ban entre el fatalismo, la sed de ven­ganza y la rebelión reprimida. .

Ésta fue, desde luego, la dimensión de la Violencia recogida en las cróni­cas y novelas de la época tales como Viento seco (Daniel Caicedo), Las ba­las de la Ley (Alfonso Hilarión), Lo que el cielo no perdona (Fidel Blandón Berrío), Sin tierra para morir (Eduar­do Santa) y Los días del terror (Ra­món Manrique), para señalar sólo al­ algunos de los títulos más sugestivos.

Fue también la visión que predominó en el estudio pionero de Germán Guz­mán y sus colaboradores. Geográficamente, esta modalidad se extendió por todo el interior del país, pero muy especialmente por las ¡zonas minifundistas de Boyacá y los Santanderes y por las de colonización antioqueña de los departamentos del Valle, el Viejo Caldas y el Tolima, en donde como resultado del menciona­do movimiento demográfico había surgido una importante capa de cam­pesinos parcelarios, dedicados predo­minantemente al cultivo del café. Más genéricamente, podría decirse que se ensañó de aquellas zonas en donde el control gubernamental, la economía o la topografía, impidieron la organiza­ción de una resistencia masiva a las políticas de exterminio.

Finalmente, este tipo de terrorismo político afectó a todas las categorías sociales del partido liberal, principal­mente, pero de desigual manera. Los terratenientes, empresarios y jefes de mayor jerarquía, se ponían al abrigo de la Violencia en el anonimato de las grandes ciudades. Por eso causó tanta alarma el incendio de los grandes dia­rios liberales, El Tiempo y El Espec­tador, lo mismo que el de las casas de Lleras Restrepo y López Pumarejo, en Bogotá, el6 de septiembre de 1952, aunque ellos, a diferencia de los cam­pesinos, habrían de recibir indemni­zaciones del Estado bajo el gobierno de Rojas Pinilla. En todo caso, en es­tos hechos había un mensaje claro: las altas esferas liberales también eran vulnerables, y en ese ambiente de re­taliaciones ello constituía una invita­ción a represalias similares en cabeza de los conservadores. El propio hijo del presidente encargado, Urdaneta Arbeláez, había estado a punto de pe­recer en el asalto guerrillero a una co­mitiva oficial en El Líbano. La anar­quía tendió pues a hacerse incontro­lable y amenazaba tomarse la capital del país.


La resistencia

El segundo proceso global, y compo­nente mayor de la Violencia, fue el de la lucha guerrillera. Ésta se generali­zó, cómo se ha señalado previamente, cuando la dirigencia del partido liberal se mostró incapaz para frenar el avan­ce del régimen terrorista a través de la simple resistencia civil. La tarea histórica de la lucha por la democracia había pasado ahora al pueblo armado. A diferencia del proceso anterior­mente descrito, los alcances y dimen­siones reales de éste sólo empezaron conocerse públicamente, en todas sus implicaciones, con posterioridad al golpe de Rojas Pinilla en 1953, y cuan­do sus protagonistas ya no tenían el carácter de combatientes sino de am­nistiados.

Menos visible, pues, en su momen­to, pero no menos importante en la explicación del curso y desenlace de la Violencia, la irrupción de los enclaves guerrilleros fue la que le imprimió a aquella el carácter de una guerra, de una confrontación abierta y organizada entre los campesinos armados y el gobierno. Y no se trataba enteramente de una de las viejas guerras civiles decimonónicas. No participaban directamente en ella los grandes jefes políticos o los generales hacendados de otros tiempos. Estos incitaban o influían, pero se quedaban en las ciudades. Era una guerra dirigida en buena parte, es cierto por campesinos atados a las lealtades políticas, pero también por campesinos que habían luchados independientemente por la tierra en décadas anteriores; por liberales populares que, para no ir más lejos, habían tenido experiencias revolucionarias como la del mismo 9 de abril en calidad de alcaldes, miembros de juntas, de milicias; por policías desertores o destituidos; por luchadores rasos que habían ganado el respeto y la admiración en el curso mismo del combate; por migrantes, por arrieros, y. eventualmente aunque en mínima parte, por trabajadores de obras públicas y obreros con alguna experiencia sindical urbana. Los grandes grupos guerrilleros actuaban como polos de atracción para los fugitivos de las zonas en donde predominaba la anarquía o el terror oficial.

Se consolidaron generalmente en tres tipos de áreas: a) En las de colonización reciente del Sumapaz y el sur del Tolima en donde, como lo han mostrado Darío Fajardo y Medófilo Medina, la incertidumbre sobre los títulos de propiedad era tal que aún estaba “viva la cuestión agraria”. Eran regiones en donde, además, existía una considerable base campesina politizada en las décadas anteriores por el partido socialista revolucionario, el partido comunista y la UNIR de Gaitán. b) En las de frontera abierta y colonización inicial dinamizada luego por la propia Violencia: los Llanos Orientales, el Magdalena Medio (en el circuito San Vicente de Chucurí-Barrancabermeja­- La Dorada-Puerto Wilches), el Alto Sinú y el Alto San Jorge (en los límites de Antioquia y Córdoba). C) Más excepcionalmente, en zonas en donde ya había una estructura agraria consolidad (caso del suroeste antioqueño), pero en donde de todas maneras se combinaban unas características topográficas favo­rables y relativo aislamiento de los centros de poder; cierto grado de homogeneidad política (liberal) y alguna tolerancia terrateniente liberal, en el período de conformación del comando guerrillero.

En contraste con las típicas zonas de colonización antioqueña y de minifun­dio del altiplano, eran también zonas con suficiente capacidad para sostener económicamente amplios contingen­tes armados, durante períodos relati­vamente largos, dada la coexistencia en su estructura productiva de una ga­nadería inmediatamente disponible para el consumo y terrenos aptos para el sembrado de cultivos de pan coger de retorno inmediato. En su conjunto, estas zonas pudieron haber llegado a albergar hasta 20.000 hombres en ar­mas, la mitad de los cuales en los solos Llanos Orientales.

Estos frentes guerrilleros están aso­ciados a personajes-símbolos que identifican a sus respectivos movi­mientos. El más importante de todos, indudablemente, es el de Guadalupe Salcedo, que se volvió leyenda en los Llanos y en los años posteriores llegó a ser símbolo de la resistencia armada de todo el período y en todo el país. Le sigue probablemente Juan de la Cruz Va­rela, quien le imprimió a la resistencia de su región (el Sumapaz) el carácter de guerra campesina contra la revan­cha terrateniente que desencadenó de 1949 en adelante. Ídolos regiona­les, como el capitán Juan de J. Franco, en el Suroeste antioqueño, y Julio Guerra en el sur de Córdoba, apenas muy recientemente han comenzado a ser rescatados por la investigación his­tórica. Sobre otros, como Rafael Ran­gel, en la zona santandereana del Ca­rare-Opón, y Saúl Fajardo, en el no­roeste de Cundinamarca, sólo hay muy fragmentaria información escrita, aunque sobreviven aún hoy en día en la memoria campesina. El sur del Tolima es un caso aparte por la complejidad de las evoluciones, la diversidad e matices, la fragmentación del movimiento guerrillero. El nombre más conocido o promovido en su tiempo fue quizás el de Jesús María Oviedo, el «General Mariachi», pero en realidad había allí tantos «Gene­rales» como subregiones y comandos: Leopoldo García, «General Peligro»; Hermógenes Vargas, «General Ven­cedor»; Gerardo Loaiza, «General Loaiza»... la enumeración en sí misma pone de bulto la ausencia de un co­mando unificado y el reparto gamo­nalesco de las influencias locales. En las filas de los comunistas se des­tacaron, entre otros, el veterano diri­gente campesino Isauro Yosa, «Mayor Líster», y el guerrillero de ascendencia indígena Jacobo Prías Alape, «Cha­rronegro», pero en el largo plazo, lo que resultó más significativo fue la evolución de campesinos que prove­nientes de otras regiones (Cauca, Hui­la, Quindío) y habiendo militado en­tonces bajo las toldas liberales, aliado de las cuales participaron en las agrias disputas, a veces sangrientas, de «lim­pios» y «comunes», llegaron finalmen­te en los años sesenta a ser miembros fundadores de las FARC. Tal el caso del «Mayor Ciro», o el de Manuel Ma­rulanda Vélez, «Tirofijo».

Quizás con la parcial excepción de esta última zona -el sur del Tolim­ense donde las periódicas rivalidades in­ternas dejaban un boquete abierto a las incursiones devastadoras de opera como freno al desarrollo del gai­tanismo como frente de los oprimidos y policía, el ejército y asociaciones para­militares, en las restantes los enclaves guerrilleros eran verdaderos centros de refugio permanente y diques a ve­ces infranqueables por las fuerzas gu­bernamentales. Allí había evidentes esfuerzos por darle a la lucha contenido, forma y perspectivas distintas a las que imperaban en las zonas descubiertas del interior. En ellos regían códigos de mo­ral revolucionaria que obligaban al respeto de niños, mujeres y ancianos y leyes que prohibían expresamente la práctica de sistemas de tortura y tierra arrasada a sus adversarios. Reglamen­taban el uso de las expropiaciones o de su producto. subordinando los apeti­tos individuales a las necesidades co­lectivas de la resistencia. Tenían tri­bunales propios; realizaban casamien­tos ante sus jefes y, en algunas zonas -las de mayor control-, definían prioridades de producción y de distri­bución para la población civil. Esto úl­timo-particularmente en los Llanos y en la región de El Davis al sur del To­lima, cuando los comunistas lograron establecer allí campamentos relativamente autónomos y estables. Se com­batía también, aunque con desigual eficacia, el sectarismo, llegando a pro­ducirse el caso de Antioquia de que campesinos conservadores acudieran en solicitud de protección a la guerrilla liberal. Reconocían a la mujer un pa­pel protagónico: «La mujer. ¡La mitad de la lucha!», se recuerda en el relato de Eduardo Franco Isaza sobre las guerrillas del Llano; la mujer «ojos y oídos de la guerrilla», pregonaban los «paisanos alzados en armas» del su­roeste antioqueño, estudiados por Wilson Horacio Granados.

Mirados desde Bogotá, estos inco­nexos destacamentos aparecían como parte de un movimiento puramente defensivo. Sin embargo, a nivel local y regional, dado su arraigo popular y su audacia militar que les permitía to­mar poblaciones, aniquilar “comisiones” de chulavitas y eventualmente derribar un avión de caza (en el sur del Tolima), aparecían más bien como movimientos de proyección ofensiva.


Allí se hablaba de la guerra y de la re­volución contra el gobierno. Allí se moría en combate y no esperando a la muerte. El estudio de Wilson Granados recoge una leyenda que ilustra de ma­nera ejemplar lo que acabamos de de­cir. Según el relato, el líder guerrillero antioqueño, el capitán Franco, se convertía en toro (símbolo ofensivo por excelencia) y transitaba por las calles y veredas de Urrao poniendo en des­bandada a los conservadores y, sobretodo, a la policía. Habitantes tanto del lado del gobierno como de la guerrilla alegaban haberlo “visto” e incluso da­ban los nombres de quienes habían su­frido sus embestidas.

 

Con en una nueva dinámica hacia 1952

En el cur­so del segundo semestre e ese año co­menzaron a vislumbrarse, en efecto, transformaciones cualitativas que in­quietaron profundamente a la Direc­ción Nacional Liberal, a los militares y al propio partido de gobierno. El centro motor de estas preocupaciones estaba en los Llanos Orientales de Co­lombia'~. El 10 de julio, en Puerto Ló­pez, Guadalupe Salcedo liquida total­mente una columna militar de 100 uni­dades. En agosto, los más notables je­fes guerrilleros pusieron a la dirección liberal frente al siguiente dilema, o en­cabeza la revuelta general o la hace­mos por nuestra cuenta. La oligarquía liberal volvió a sentir los mismos te­mores 'que la habían asaltado el 9 de 'abril y por intermedio de López Pu­marejo, respondió: «Si es ésta la últi­ma oportunidad que tienen los direc­tores del liberalismo para cumplir su destino histórico, según lo contemplan o interpretan los jefes de la revuelta armada, estamos resueltos a perderla. Y más todavía, a que se produzca el rompimiento definitivo con el pueblo que ellos nos anuncian...» Es decir, que de un plumazo se abría un nuevo período en la revolución llanera. En el mismo mes de agosto se celebra en Viotá la llamada «Conferencia de Bo­yacá» a la cual asistieron representan­ de los más importantes frentes gue­rrilleros del país (excepto los de la ex­tendida pero desorganizada guerrilla liberal del sur del Tolima). En cierta medida malograda, esta asamblea se convirtió en la «Primera Conferencia Nacional del Movimiento Popular de Liberación Nacional» cuyas tareas habrían de ser impulsadas por una «Co­misión Nacional Coordinadora». El 1 de septiembre se proclama «La Pri­mera Ley del Llano», que organiza justicia y distribuye las funciones a los jefes civiles y militares, a los comisa­rios y a los agentes de orden público; define los delitos contra la revolución; consagra las garantías individuales; impulsa el trabajo comunitario; im­pone límites y condiciones al uso de la tierra; establece granjas y colonias «por cuenta y propiedad de la revo­lución» para el sostenimiento del ejér­cito campesino; reglamenta la gana­dería y el impuesto a los hatos. Dentro de esta misma cadena de aconteci­mientos, al concluir el año, el 31 de diciembre, un comando volante de doscientos campesinos procedentes del noroccidente de Cundinamarca penetró a la base aérea de Palanquero y sólo por la indisciplina de unos pocos no alcanzó el objetivo final que era la toma de la misma.

En los primeros meses de 1953, lo político y organizativo fue ganando prioridad frente a los aspectos milita­res. Se avanzaba en los preparativos de creación de un «Supremo Coman­do Nacional Guerrillero» y bajo la ins­piración del abogado José Alvear Res­trepo, el más notable ideólogo de la resistencia, injustamente olvidado, se estaba redactando la «Ley que orga­niza la revolución en los Llanos Orien­tales de Colombia» (Segunda Ley del Llano) que habría de ser sancionada por una asamblea guerrillera el 18 de junio de 1953, cinco días después del golpe de Rojas Pinilla.

En los 224 artículos de esta última ley, cuya importancia destacó por pri­mera vez el jurista Eduardo Umaña Luna, se trataba en realidad de la or­ganización de un territorio al cual se daba tratamiento de zona liberada y en estado de guerra prolongada, pre­parándose claramente para la exten­sión de la revolución a todo' el país y para la instauración de un gobierno democrático-popular: «La revolución es un movimiento popular de libera­ción; por lo mismo es obra de todos los que participan en ella.» En su con­junto, esta ley planteaba un programa mucho más avanzado que el que pro­ponían los comunistas del sur del Tolima. Estos últimos ciertamente esta­ban levantando banderas como la de la reforma agraria y consignas como la de la «tierra para el que la trabaja», pero prisioneros de un excesivo loca­lismo y atrapados en los enfrentamien­tos con las indisciplinadas y sectarias guerrillas liberales de la zona, sus pro­gramas y sus tácticas tendían a ser vis­tos como una imposición, en tanto que las leyes del Llano eran aceptadas como un resultado natural de la ma­duración y evolución interna de la lu­cha. De hecho, constituyen el más completo proyecto democrático que el movimiento armado haya contrapues­to al proyecto fascistizante de la Asamblea Constituyente de Laureano Gómez. Vale, pues, la pena mirarlo con algún detenimiento.

Primero, se establece el siguiente orden jerárquico: a) El Congreso, como «suprema autoridad de la revo­lución», el cual se reuniría anualmente el 1.0 de mayo, día del trabajo, con re­presentantes de la tropa y de la pobla­ción civil. b) Un Estado Mayor de cin­co miembros, con representación tam­bién de la población civil y a cuyo car­go estaría la dirección política y ad­ministrativa en el territorio de la revolución. c) Un comandante en jefe (Guadalupe Salcedo) como suprema autoridad en asuntos militares, some­tido a la dirección política del Estado Mayor General. d) Comandante de zona, y e) Juntas de Vereda, como ór­gano primario de gobierno y con una gran variedad de funciones, en múlti­ples planos. En el económico, la or­ganización y planificación de la pro­ducción y el control de la distribución y el consumo. En lo político, son es­cenario del cabildo abierto, como for­ma directa de democracia, y discuten mensualmente los problemas de la co­munidad. En lo judicial, deciden en primera instancia. Con típico criteriollanero (zona de frontera agrícola, con escasa población) se define la vereda como «el grupo de población que se surte de carne en un mismo sitio de matanza»

Segundo, se trazan las líneas gene­rales de una economía de guerra, en lo concerniente al trabajo, la propie­dad, la producción y la distribución. El trabajo es definido como «la prin­cipal obligación de la población civil». Se respeta la pequeña propiedad, pero domina una tendencia socializante. Dentro del territorio «liberado», las riquezas naturales y los medios de pro­ducción (tierras, aguas, herramientas) pertenecen a la revolución y serán dis­tribuidos entre los miembros de la po­blación según los planes de trabajo, cuya realización y programación está a cargo de las Juntas de Vereda. «Los productos serán distribuidos de acuer­do a las necesidades de cada cual, una vez separada la participación necesa­ria para el sostenimiento de las Fuer­zas Armadas.» Estas previsiones eran la respuesta revolucionaria a los perió­dicos bloqueos económicos a la re­gión. Constituían, igualmente, una forma de vinculación efectiva de todo el pueblo trabajador a la lucha.

Tercero, se presta especial atención a la relación entre las Fuerzas Arma­das Revolucionarias y la población no combatiente. Al igual que los jueces veredales, el ejército no aparece como una entidad separada del pueblo, sino al contrario: «El objetivo de las Fuer­zas Armadas Revolucionarias es la de­fensa del pueblo y el enfrentarse en combate al enemigo, hasta obtener el triunfo para el derrocamiento de la ti­ranía y la implantación de un gobierno popular en Colombia.» Rasgos esen­cialmente democráticos en las relacio­nes dentro del ejército revolucionario y que lo distinguen radicalmente del ejército regular como instrumento de opresión. son los siguientes: la obli­gación del soldado de tratar con res­peto y compañerismo a las personas y familias de la población civil y a sus propios compañeros de armas. «En el ejército revolucionario todos son com­pañeros.» El compañerismo entre su­periores e inferiores; el derecho de los inferiores a criticar. discutir y apelar las medidas de los superiores; permi­ten hablar realmente de una verda­dera estructura democrática del ejér­cito revolucionario. Además, el ingre­so del soldado a la revolución es vo­luntario.

En cuarto lugar, puesto que se le re­conocía una función rectora a la polí­tica sobre las armas, la instrucción re­volucionaria hacía parte de las labores cotidianas: «En el horario del coman­do, se fijará todos los días por lo me­nos una hora para la instrucción re­volucionaria de la tropa que com­prenderá nociones de cultura cívica, historia patria, urbanidad. Higiene, geografía, lectura y escritura y espe­cialmente el conocimiento de los mo­tivos y objetivos de la lucha, según la cartilla que hará el Estado Mayor Ge­neral.» Era, básicamente, un proyecto de cartilla .de primaria con orientación revolucionaria. Se le asignaba igual­mente al Estado Mayor la tarea de «llevar una historia de la revolución tanto en lo que respecta a las luchas militares como al desarrollo político, económico y cultural».

En quinto lugar, podría señalarse una gama de artículos sueltos que. en la época y en las circunstancias resul­taban muy novedosos: los referentes al matrimonio civil, al divorcio. a la le­gitimidad de todos los hijos. a la igual­dad de la mujer ante el hombre. a la protección de la población indígena contra los abusos de los «elementos ci­vilizados», al respeto de la vida, honra y bienes de los conservadores en tierra invadida y la prohibición de la práctica de «tierra arrasada». Finalmente, dentro de los cuadros dirigentes del ejército revolucionario .­llanero, había una clara consciencia de que la consolidación y el desarrollo de las tendencias revolucionarias del Lla­no dependían también del desarrollo de las tendencias revolucionarias en el resto del país y de su posibilidad efec­tiva de articulación. En consecuencia, el movimiento revolucionario de los Llanos se., organiza sobre una base pro­yectiva y no defensiva expresamente manifiesta en una de las funciones la asignadas al Estado Mayor: «Dirigir las relaciones del Llano con las demás guerrillas y grupos revolucionarios, tanto de Colombia como de otros paí­ses y procurar la unión y cooperación con ellos en todo lo posible.»

En síntesis, los jefes guerrilleros que participaron en la asamblea de ju­nio de 1953 tenían la mente ocupada con temas y preocupaciones entera­mente nuevas en el curso de la Vio­lencia. La posibilidad de elevar este proyecto a la categoría de programa de la Revolución Nacional estaba planteada y su conducción militar por un Guadalupe Salcedo, también. En últimas, resultó ser una notable coincidencia el hecho de que tanto este proyecto democrático revolucio­nario, como el proyecto corporativo de Laureano Gómez, hubieran ma­durado simultáneamente en el curso del primer semestre de 1953, pero también que la aprobación de ambos hubiera sido programada para una fe­cha en la que ya se había producido el relevo en el gobierno. Los dos expre­saban una nueva polarización, cuyo desenlace hubiera sido impredecible.


El resquebrajamiento social

El tercer proceso -derivado de los dos anteriores- es el de los efectos sociales de la Violencia. Visible para sus contemporáneos en sus expresio­nes más dramáticas, permanece aún relativamente oculto en muchas de sus dimensiones estructurales. Constituye la faceta más ignorada del período, la visible sólo a distancia, en el largo pla­zo, por una nueva generación. Es la que se nos revela en panorámica sólo cuando ya conocemos su final. Vol­veremos sobre el punto en "el próximo ensayo. Baste por el momento una simple enumeración de sus manifes­taciones más protuberantes.

La Violencia, por donde se iba ex­pandiendo, estaba sacudiendo las es­tructuras de la propiedad agraria. Precautelativamente, o bajo el chantaje, miles de acosados campesinos del in­terior abandonaban sus parcelas, o en el mejor de los casos las vendían a compradores forzosos y a precios abis­malmente inferiores a los normales. Seguidamente, pasaban a engrosar nuevas corrientes migratorias en zonas de colonización lejana, el ejército de desempleados, el pequeño comercio y los tugurios de las ciudades y, even­tualmente, las filas de la guerrilla. Ta­les, tierras tenían múltiples destinos. A veces pasaban a un terrateniente de la zona, otras a campesinos del bando contrario, y muchas veces a una nueva capa de comerciantes de ambos' par­tidos -los «aprovechadores»- que se estaban formando como clase comer­ciante-terrateniente en los negocios turbios de la Violencia. Modestos ten­deros o arrieros, e incluso personajes sin ocupación conocida, se enrique­cían de la noche a la mañana ante el asombro de sus coterráneos con el co­mercio de café y ganado robado o de fincas de campesinos «boletiados».

Muchos terratenientes estaban sometidos a presiones similares, tanto en zonas de guerrilla como de anarquía generalizada, pero ellos, al igual que los campesinos ricos con alguna liquidez, tenían una gama más amplia de opciones: la venta, pero también el desplazamiento de sus inversiones y, ante todo, en refugio seguro en las grandes ciudades en donde podían esperar a que la situación se “arreglara”.

Aparte de algunos casos de notable continuidad, como el de la ininterrumpida expropiación de las comunidades indígenas en el triángulo sur del Tolima-norte del Huila y Tierradentro en el Cauca, o el del sostenido avance del capitalismo agrario en la zona azucarera del Valle del Cauca y en algunos islotes del plan del Tolima (Armero, Espinal, Guamo), estos procesos estaban sometidos a movimientos pendulares continuos. Donde hoy sólo podían establecerse campesinos conservadores, mañana sólo podían establecerse campesinos liberales. De igual manera, en zonas de reciente agitación agraria, como el Sumapaz cunditolimense , si la iniciativa a fines de los años cuarenta la habían tomado los terratenientes, más adelante, puesto que el movimiento campesino se había armado y no desparecido como suele afirmarse, con el respaldo de las armas se iría gradualmente consolidando hasta contrarrestar eficazmente la avanzada terrateniente.

Había también, en el curso del año, ciertos ritmos económicos del acontecer de la Violencia: en los departamentos cafeteros, los asesinatos, robos y asaltos se intensificaban durante el período de la cosecha; en lo Llanos, por el contrario, los períodos de mayor actividad en la comercialización del ganado –los fines de año- estaban acompañados de treguas pactadas, con la intervención activa de los terratenientes frente a la guerrilla y frente al ejército.

Tierras baratas y salarios rurales al­tos, como precio de la inseguridad, constituían un binomio que sin lugar a dudas debían desalentar tanto a los terratenientes como a los inversionistas de mentalidad capitalista. La desbandada de terratenientes a las ciudades, por su parte, tenía efec­tos perturbadores sobre la vieja es­tructura hacendataria. Ocupantes de hecho en las zonas de implantación guerrillera, se iban quedando, sin que se supiera entonces hasta cuándo, ante la mirada impotente de los propieta­rios. Como tendencia general, la zo­zobra en el campo conllevaba una reorganización interna de las hacien­das. Se generaba una revitalización forzosa de la aparcería y la agregatura en plantaciones cafeteras en donde estas modalidades habían comenzado a desaparecer con posterioridad a la llegada de tierras en 1936. Lo anterior con dos agravantes: que los aparceros, arrendatarios y similares se cobraban los riesgos a que estaban diariamente sometidos no rindiendo cuentas o rindiéndolas incompletas a los terratenientes, y que cada vez ejercían un control más completo sobre el proceso productivo y la comercialización. Es decir, que se atribuían funciones que iban más allá de lo que voluntariamente o con el ejercicio de su poder era tolerable para los terratenientes. Había incluso aparceros y mayordomos que estaban entregando en arreglos con la guerrilla en muchas zonas. Todo esto significaba un resquebrajamiento no sólo de la autoridad del terrateniente sino también de arraigadas pautas de funcionamiento de la hacienda. Aunque en ciertos períodos y en al­gunas localidades era ocasionalmente imposible recoger la cosecha, los tras­tornos mencionados no producían mo­dificaciones abruptas en el volumen nacional comercializable, ya que lo que generalmente operaba era una simple sustitución de los mecanismos regulares de comercialización. Esto puede explicar en parte la euforia de la federación aún en los períodos más críticos de la Violencia. Pero debería quedar claro que ese entusiasmo no reflejaba la situación real de los propietarios.

En otras palabras, la cosecha podía perderse para los productores pero no necesariamente para los circuitos comerciales.

Económicamente hablando, la rui­na de la ganadería resultaba mucho más evidente. Primero había el robo continuado, graneado a gran escala, del cual eran objeto tanto pequeños cómo grandes propietarios y que tenía sus rutas y engranajes de comercialización favoritos en los caminos y ca­rreteras de comunicación interdepartamental a lo largo de la Cordillera Central. Segundo, se ha señalado ya cómo la destrucción y el arrasamiento de semovientes constituían formas de castigo a los adversarios políticos. Y tercero, el ganado constituía un ele­mento básico en el avituallamiento de las grandes concentraciones guerrille­ras. La expropiación para la satisfac­ción de las necesidades de consumo de la población combatiente (sur del Tolima, suroeste antioqueño, Llanos Orientales) y la tributación forzosa, hacían que, de hecho, la guerrilla fue­ra una carga muy costosa para los ga­naderos.

Como corolario de todo lo anterior, podría decirse que se estaban creando nuevos ejes de atracción de la inver­sión agrícola (la Costa Atlántica); nuevos ejes de acumulación, en cabeza de un nuevo comerciante-terrateniente, dueño de regueros de fincas que concentran la propiedad bajo la modalidad que el antropólogo Jaime Arocha llama “latifundio disperso”; un nuevo reordenamiento del espacio productivo, con el desmantelamiento de la in­dustria liviana en algunas poblaciones intermedias y el surgimiento de nue­vos polos de concentración industrial; nuevas pautas de migración y coloni­zación. Todo ello, ligado al impacto demoledor que estaban sufriendo no sólo los campesinos, sino también las propiedades y los bienes de algunos sectores de la clase dominante en fran­co repliegue (terratenientes, y gana­deros), hacía pensar en una acéfala y subterránea conmoción social que amenazaba sacudir, quién sabe cómo, los cimientos del orden tradicional.

Mirada entonces en perspectiva la evolución simultánea de los tres procesos globales que hemos analizado en las páginas anteriores, el terror y la anarquía, las nuevas perspectivas de la resistencia y el paulatino dislocamiento social, era comprensible que se re­curriera a una salida de emergencia. Un atípico golpe de Estado que dele­gaba a los militares la tarea política de la pacificación pareció abrir un com­pás de esperanza para los colombia­nos. El día 13 de junio de 1953 el ge­neral Gustavo Rojas Pinilla asumía el poder en Colombia en medio del re­gocijo de todos, especialmente de los liberales que lo saludaron como a un segundo Libertador.


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