LA GENERACIÓNDE LA GUERRA

 

Aquel día en la escuela del Alto, después de que el abuelo se lo había hecho saber como algo importante, dijo a los demás niños y a la profesora, que él era de la generación de la guerra y sintió que al decirlo, era diferente.

Los vecinos se enteraron también, uno por uno, incluyendo a Rosario, quien no entendió, al policía a quien le dio mucha envidia, y a Memo, su amigo de la casa de al lado, que después de un “y eso a quién le importa” lo invitó de todas formas a comer helado de mango a su casa, y no quiso reconocer que algo importante se le había ocurrido.

Todos comprendieron, sin lugar a dudas, que se encontraban frente a un niño que tenía derecho, quisiéranlo o no la profesora del Alto, al título muy bien ganado de pertenecer a la generación de la guerra.

 

“¡Tú pidiendo soldaditos de plomo!

¡Qué barbaridad!

No ves que estamos en plena guerra.

Y tú pidiendo soldaditos de plomo.

¡Qué barbaridad!

Qué culpa!

Los carritos de hojalata.

Los muñecos de cuerda.

Los soldaditos de plomo.

No aparecían.

Sino en las revistas.

En jeringonza del abuelo.

Más tarde, decía,

El Niño Dios está ocupado en otras cosas.

¿Qué cosas

por Dios

qué cosas?


En verdad, un niño como él, de la generación de la guerra, no puede pensar en jugar con soldaditos de plomo de muchos colores, mientras hay tanta gente muriéndose de hambre, herida por las balas.


¡Ah, los soldaditos de plomo!

¡Ah, las balas!


Eran lo mismo que cuando no quería tomarse la sopa a sabiendas de que se desperdiciaba… ¡Qué culpa!…

Era una carga demasiado pesada incluso para sus cinco años. En las noches tenía pesadillas venidas de las palabras que se escapaban de los mayores, y soñaba que las sobras de su sopa estaban colocadas en medio de una muchedumbre desnuda y hambrienta que, gritando vituperios, saltaba a alcanzarlas y moría asfixiada por su plato de sopa sin terminar.

También imaginaba que sus soldaditos de plomo creían que él era el enemigo y que le disparaban pequeñas bolas que se agigantaban en el aire, que él explotaba en mil pedazos que caían en países en guerra llenos de gente más pobre que el mismo Mohán.


-Sí, no era asunto fácil.

-Te va a tocar un mundo de cenizas…

-Cuidado, que no oiga el niño, decían los mayores sin saber del mundo que él imaginaba y el niño, por supuesto, oía sin quererlo. “Hiroschima”.


Una noche, después de ver a los abuelos, a los padres y a casi todo el pueblo, menos al cura y al alcalde que tenían radio propio, pegarse a la caja mágica para poder escuchar sin que los niños oyeran, las noticias que causaban tal revuelo y tanto misterio, llamó a su madre y se arropó con ella.

Más tarde, como entre sueños, volvió a oír las noticias y dos personas lloraron, su abuelo el libanés y Moisés su amigo judío: algo que se encontraba más allá debían de conocer.

Aquella fue la primera y la última vez que vio llorar al pueblo.



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