LA CULTURA

 

Por Carlos Orlando Pardo

 

Si somos mestizos como raza, lo somos culturalmente. Nada hay de original, mucho más cuando el tiempo fue encargándose de transformar las costumbres y aquellas que se fomentaron en la raíz del pueblo, cambiaron con el avance de la tecnología y la globalización. Las expresiones colectivas, además, son examinadas con un aire de desdén por quienes ven en ellas, tan sólo, el deleite de un proletariado al que siempre hay que darle pan y circo. Sin embargo, esa transmisión de conocimientos y valores que van de boca a oreja de generación en generación, conforman el gran cuerpo de la cultura. Y ella va implícita o se manifiesta en expresiones como la música, la poesía, la literatura oral, las danzas, las artesanías, la interpretación de los mitos y leyendas, las dramatizaciones e inclusive la pintura y la escultura, la preparación de los alimentos, los festejos populares y las ferias. Sus rasgos son particulares y es tal su persistencia que se convierten en un legado histórico cuyas ideas y formas no son apenas una nostalgia del pasado sino una manera de vivir el presente.

La existencia de una cultura regional específica se verifica en el Tolima Grande. Desde los indígenas somos diferentes a los guajiros, los muiscas o los chibchas porque tales comunidades no eran homogéneas como no lo fueron los españoles que llegaron de distintas regiones de la península, inclusive con orígenes de clase diversos, tal como lo puntualiza Gloria Triana1.

Es bueno subrayar, de acuerdo a nuestra misma investigadora tolimense, cómo “la cultura es subalterna porque ha estado siempre dominada y absorbida por una cultura hegemónica elitista, desarraigada y extranjerizante. Para el colombiano de las capas altas y medias sólo es cultura lo que viene de fuera o lo que producen las clases urbanas académicas...”2

Si bien es cierto pueden darse aisladas cada una de las manifestaciones dichas, también lo es que el espacio social que permite su expresión es el de la fiesta colectiva, cuyas características tendrán más adelante su lugar explicativo. Nuestra herencia cultural, tanto en festejos y comida, tiene entonces sus rasgos específicos que se dinamizan y conservan de manera alterna, pero disfrutan su salida amplia, en particular en las celebraciones que trascienden muchas veces los marcos regionales. De todos modos, como igualmente lo dice Gloria Triana, “plantea al menos en forma transitoria un mundo diferente y dados los diferentes elementos que se integran en la fiesta, ésta se convierte en un medio para reafirmar el pasado y en la forma de actualizar las frustraciones y desigualdades. La fiesta es el espacio en el cual el pueblo puede reafirmar su solidaridad comunitaria.” 3

El habla popular que tiene su léxico y su toponimia camina de la mano de nuestras costumbres y existe hasta un diccionario sobre ella investigado y escrito por Blanca Álvarez de Parra en Raíces de mi terruño, la enciclopedia folclórica del tolimense.* 4 Este trabajo en el que invirtió 40 años de su vida bajo una perseverancia y labor incansable que nos entrega la rica herencia de nuestros antepasados, testimonia como ninguno todo el gran acervo en detalle de la cultura popular en nuestro territorio. Es grato recorrer sus páginas para tropezarnos con nuestros modismos, dichos, retahílas, refranes y exageraciones, exclamaciones e interrogantes, jitanjáforas y trabalenguas, apodos y hasta adivinanzas en prosa y en verso, todo lo cual es parte de nuestra riqueza y distinción, a pesar de las burlas, al tiempo que están ahí los cuentos y los relatos, los cachos y las leyendas, así como el cúmulo de anécdotas que son paradigmáticas y particulares, lo mismo que una maravillosa recopilación de coplas y décimas, poemas típicos y escritores costumbristas. No escapa la atención de la autora para referir nuestros aires regionales e instrumentos musicales, los que son tratados en otro capítulo de este Manual. Igualmente, dentro de la cultura surge la variedad de danzas típicas, los trajes representativos, los juegos coreográficos y las rondas, hasta los tipos de vivienda, sus artesanías, usos y costumbres.

 

Las fiestas en el Tolima5

Si hay algo que destierre la tristeza y entierre por unos días la pesadumbre, es ese tiempo grato de festejo que llega con las fiestas del San Juan, San Pedro y Corpus Cristhi. Y es aquí, en el Tolima, donde de tiempo atrás, casi remoto, conservan su apogeo. No sólo por la belleza del paisaje y el clima tropical, sino por estar ubicado el departamento en pleno corazón de nuestra patria, los nativos y también los turistas de la región central, lo toman por estas épocas como un destino señalado y preferido. Estas fiestas tradicionales se han conservado a lo largo de más de 300 años. Ahí, desde 1700, hasta los días que corren, han sido, en particular las de San Juan y de San Pedro, la más maravillosa disculpa para los jolgorios populares. Vienen como una mezcla entre algunas costumbres de nuestros pueblos indígenas y la tradición española. Si bien es cierto han sufrido cambios, aún se levantan como una bandera que despierta el entusiasmo y que transforma por unos días el paisaje y la temperatura del ambiente. Por la dimensión de su espectáculo, no sólo genera una predisposición y una actitud particular de parte de los habitantes propios de estos poblados, sino que anima para que las visiten y las gocen en la feliz idea del retorno a quienes viven lejos o a turistas cazadores de buena distracción. De todos modos, si uno de los distintivos particulares de una región se encuentra en su comida, también está en sus fiestas. Las del Tolima Grande dejan cada año una estación para el goce pagano, una oportunidad para grupos, artistas, bandas y vendedores de alimentos o artesanías típicas, una grata ocasión para el movimiento de negocios y el sabor final de que en medio de tanta tristeza que a veces arropa los hogares, aún queda un lugar afable para el esparcimiento.

Las fiestas han sido la típica ocasión de los pueblos para reunirse alrededor de sus tradiciones. Por eso, pueblo que se respete tiene las suyas. En el Tolima, en particular para el amplio y caluroso llano, nunca pasan inadvertidas. Nuestras fiestas populares, resultado de una sumatoria de influencias transformadas a lo largo del tiempo, van dejando a expresiones como la danza y la música, sobre todo, un espacio para la manifestación artística donde la participación comunitaria es la clave de su éxito.

El mapa de los jolgorios en el Tolima nos conduce fácilmente a Saldaña y Purificación donde se cumplen en diciembre el reinado del arroz y el reinado del sur, respectivamente. En Prado, Dolores y Alpujarra cuentan con su feria comercial a la que le adicionan regocijos populares. Pero no sólo ellos. En puertos como Honda vibran en el Festival del Río, antiguamente llamado el de La Subienda o en Alvarado se reúnen alrededor de la fiesta de La Cordialidad.

El partir de celebraciones y homenajes a santos y patronos a los cuales las diversas regiones son devotas, nos indica que lo religioso cuenta desde el comienzo. Pero no sólo el San Juan y el San Pedro sino con otros emblemas. Entonces se ven las fiestas reales celebrando a San Roque como patrono de Coyaima; a la Virgen del Carmen el 16 de julio en Chaparral, Carmen de Apicalá y el Líbano; en mayo la patronal de la Ascensión del Señor en Mariquita o en agosto, allí mismo, la del Señor de la Ermita. En Lérida, igualmente por el mes de agosto, la fiesta del Señor de la Salud; en Ambalema la de Santa Lucía por diciembre o la de San Sebastián, patrono de Piedras el 20 de enero. Qué no decir del famosísimo Corpus Christie del Guamo por el mes de junio donde los campesinos traen de sus parcelas toda clase de frutos y con ellos construyen el bautizado Paraíso en el centro del parque, a más de arcos triunfales con flores silvestres a los que cuelgan ramilletes de los exquisitos y famosos maduros “pasos”. Desde las vísperas, a las doce del día, se dan los repiques de campana y suenan en su intermedio bambucos y guabinas, rajaleñas y bundes, cañas y torbellinos. No faltan en la misa los sermones, feligreses aún en fila confesando pecados veniales y los otros, bendiciones con el Santísimo Sacramento y luego la fiesta porque el que peca y reza empata. Los juegos pirotécnicos con sus castillos incendiándose en medio de la noche y toda una amalgama de luces de colores, surgen como un milagro para que desde los niños hasta los ancianos gocen de la festividad. En cada una de las esquinas del parque se levantan con estantillos cuatro monumentos y entre guaduas y enramadas con techo de palma real, esperan que “Nuestro amo” se estacione en sus límites. A un lado del paraíso con frutos y muestras animales y vegetales de toda la región, está la vara de premio, una guadua larga, previamente engrasada y enjabonada con un premio en billetes al extremo. Los hombres llenan sus bolsillos de arena para embadurnarse las manos y poder ascender. Al centro de la plaza van llegando danzas tradicionales con cordones y cintas que al bailar comienzan a envolverse. Están los matachines, la representación de las leyendas, el mohan con su chicote y el mandinga o diablo que aquí ya no termina por asustar a nadie sino que juega con la picardía. Y están las bandas pueblerinas y todo tiene sabor a carnaval. Pero si bien es cierto que tales celebraciones tienen su trascendencia local o provincial, son, en particular, las fiestas del San Juan y de San Pedro, las que han tenido proyección en el país e inclusive internacionalmente como para que se nos identifique con ellas.

Es tal el interés que han despertado a lo largo de años como elemento tipificador, que existen variados y enriquecedores testimonios sobre su acaecer y sus particularidades. Es precisamente entre los escritores costumbristas donde se encuentra aquella mirada a la vida social del país a mediados del Siglo XIX. Ellos ofrecen una visión anecdótica y pintoresca de la realidad de entonces y donde, al estilo de los fotógrafos, copiaron una época y un medio ambiente. Ese cuadro pintoresco de literatura amena y un tanto doméstica que muestra al hombre como un animal de costumbres, refleja cómo, las fiestas del San Juan, despertaron en sus autores tal entusiasmo que llenaron muchas, pero muchas páginas. Para sólo citar unos ejemplos, están palpables los casos de Eugenio Díaz, en su clásica novela Manuela; el famoso José María Samper en El poeta soldado; Julia, de Esteban Caicedo; Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre o Río y Pampa de Nicanor Velásquez Ortiz.

Pero si fueron numerosos los escritores colombianos o regionales que dejaron un detallado testimonio alrededor de las fiestas tradicionales en el Tolima, en particular las de San Juan, también lo hicieron a su modo narradores extranjeros. Desde los mismos cronistas coloniales, nos encontramos con amplias explicaciones que nos muestran la temperatura de época, tales los casos de fray Juan de Santa Gertrudis en Maravillas de la naturaleza. Cuenta el autor historias populares de la América del Siglo XVIII y es fácil tropezarnos con descripciones de plantas, árboles, frutas, pájaros y animales diversos, con trajes, comidas, modo de prepararlas, pero también las fiestas de San Juan. Y lo hace un inglés como Isaac F. Holton o el suizo Ernesto Röthlisberger o los colombianos Medardo Rivas, Felipe Pérez, Salvador Camacho Roldán, José Caicedo Rojas y José David Guarín.

Todos aquellos textos quedaron como expresiones básicas para la mirada de historiadores, analistas, sociólogos y antropólogos, pero lo que vino a sobrevivir arraigado en el sentimiento popular, fue la danza, la poesía y la música. Múltiples son los textos líricos y las canciones que describen y evocan las fiestas de San Juan o de San Pedro. Duetos como los de Garzón y Collazos, Emeterio y Felipe o Silva y Villalba, contribuyen a conservar la tradición con sanjuaneros, joropos, cañas, pasillos y bambucos, danzas y guabinas, modalidades que han seguido nuevas agrupaciones musicales. Es a través de estas manifestaciones que sigue viva la tradición y que es fácil palparla porque la gente las conoce de memoria. En ese extenso y útil cancionero temático alrededor de las fiestas del San Juan y de San Pedro, se describe en detalle el serial de costumbres, las conductas y la mentalidad de nuestra gente.

Frente a lo anterior, observamos sin dificultad que las manifestaciones populares han tenido a lo largo de tres siglos un verdadero arraigo. Pero conservan casi las mismas características sin las cuales se perdería su sentido. El aire de la libertad pareciera el primero porque las personas de todos los estratos se sienten cómodas bailando o bebiendo en las calles. Aquí, todos permiten que la música y la alegría cumplan su camino, que las carrozas con sus cortejos callejeros avancen lentamente en medio de risas y aplausos, que las bandas pueblerinas o los grupos folclóricos rindan su cuota festiva, que las tamboras resuenen mejor entre el ánimo que produce el aguardiente. Pero no sólo está la tambora sino las cucharas de palo, la caña travesera o la guacharaca, la bandola y el tiple, instrumentos que sobreviven en mitad del sonido de las papayeras. Lo mismo que la representación de nuestros mitos y leyendas. Por ahí pasan con las comparsas el mohan y la candileja o el muerto cargando al vivo, la patasola o la madremonte. No faltan el aguardiente, el tamal o la lechona, las cabalgatas y las corridas de toros, y durante las últimas décadas hasta las ferias agropecuarias. Frente al panorama, es fácil observar que una parte de la población luce los trajes típicos, por lo menos el poncho y el sombrero.

La concentración de las celebraciones populares en las ciudades le ha venido restando el encanto mágico con que los campesinos cubrían parte de los festejos. Se ha perdido el empuje de la tradición oral donde el lenguaje campesino en el que participaban personas de todas las edades, reflejaba creencias y agüeros, iluminaba remedios, comidas o bebidas, anécdotas e historias, conservadas después con más gracia por parte de los copleros y repentistas. Ya se han perdido las vísperas para ir a los baños rituales donde rememoraban el bautismo y donde la tradición decía que San Juan se bañaba y bendecía todas las aguas del mundo. Pero no sólo eso. Se necesitarían largos episodios para expresar cuánto se ha perdido. Ahora, la aldea global parece tragarse cada día la aldea local. Por eso, las expresiones tradicionales quedan para los desfiles del 24 de junio o para algunos concursos que son pálido reflejo frente a grandes orquestas o artistas nacionales con cartel que atraen con más vigor la juventud. Sin embargo los desfiles y los bailes populares, la presentación de artistas y la venta de comida típica, la costumbre del poncho y el sombrero, pareciera no dejarlos fuera. Se ven por centenares los jóvenes de ambos sexos participando de lo que para ellos es un carnaval. Inclusive los grupos de danzas integrados en vieja data por los veteranos, lo forman adolescentes orgullosos de bailar sin cansancio por largas avenidas y por horas mientras gozan con gran deleite su desfile.

Si bien es cierto que se trata de una fiesta identificadora de la región y la fama del San Pedro está concentrada en municipios como el Espinal o Natagaima, allí se conmemora en grande, al igual que en Ibagué por San Juan, donde el pueblo se rebota en las calles a bailar o presenciar las largas procesiones con sus carrozas y sus reinas, sus edecanes y sus músicos. Igualmente el San Pedro se celebra y sobrevive dinámica en pueblos bien lejanos como Ataco, al sur del departamento, pasando por Coello, la tierra del expresidente Miguel Abadía Méndez, Cunday por el oriente o el mismísimo Valle de San Juan.

Quizá la que alcanzó mayor prestigio en Colombia fue el San Pedro en el Espinal, que de junio 27 al 29 no da lugar al sueño ni mucho menos a la indiferencia. Desde la misma preparación de los festejos parece que la fiesta comenzara. El repiqueteo de las celebraciones deja espacio para preparar los matachines, dejar rodar viejos bambucos como prototipo de nuestros aires musicales, afinar las flautas y templar las tamboras, dejar con encuerdado nuevo los tiples y guitarras, sacar de debajo de las camas o detrás de las puertas el chucho y la carrasca para sentir con la música fiestera lo frenético y expresivo de nuestros ritmos musicales. No falta la guabina,- instrumental o la cantada-, rítmica y cadenciosa pero con cierta lentitud, a la que es fácil acomodarle coplas para hacer un descanso en el rápido movimiento del bambuco. E irrumpe el rajaleña, típico bambuco campesino que va contando de las faenas diarias, de las penas de amor o su alegría, de los oficios habituales como rajar la leña, marcar en largas jornadas los becerros, mostrar la fortaleza al subirse a los potros buscando dominarlos hasta que quedan quietos o amansados. Nunca está ausente el estribillo, su parte característica. Surge sencillo y pegajoso mientras se aplaza el bostezo para mezclarse con los olores exquisitos de la cocina despidiendo el aroma del sancocho, la caribajita o la lechona, los guisos y el guarapo. Pero todo comienza con el bunde como para imprimirle un aire señorial poblado de armonía. Todos los tolimenses sin distingos, simplemente al oírlo, se levantan solemnes a escucharlo. Están oyendo el himno del Tolima. Dicen los estudiosos, entre ellos Blanca Álvarez de Parra, que esa amalgama de la guabina, el pasillo y la danza imitando el sonido del aire entre las cañas, el rumor del río, el trinar de las aves mañaneras, va dejando el viejo retozo de las brujas, los duendes y los mohanes.

En Natagaima, las fiestas del San Juan duran los cinco días que van del 23 al 27 y en lugares al norte del Tolima, como el caso de Lérida, cubren del 26 al 29 y para no jugar al pretencioso, para no equipararse con las grandes, le dicen con humildad no el sanjuanero sino el sanjuanerito. En el Valle de San Juan, no podía ser de otra manera y para hacerle honores a su nombre, corren entre el 22 y el 26 de junio. En Coello transcurren del 29 hasta el primero y como un retozo tardío, en Dolores, por septiembre 15, resucita con inseparables encantos el querido por todos festival sampedrino.

San Juan es el patrono del Tolima. Ya nadie sabe ni le importa que se trate del bautista y no del que escribiera algunos evangelios. Si existe una ilusión grande entre las comunidades campesinas, inclusive los sectores urbanos de diferente estrato, es el de cifrar su programa preferido en el tiempo en que se hacen estas fiestas. Pareciera que las fatigas tienen allí el descanso deseado porque quieren lucirse, gritar el iii san Juan entre las calles, sentir que se desboca la alegría. Quienes tienen caballos se preparan para darse su lujo mostrando sus arreos y su garbo, su destreza al montar, su elegancia de expertos o chalanes. Los aperos en las cabalgaduras siempre lucen brillantes, como nuevas. No falta el aguardiente que reparten si se encuentran amigos en las calles, ni el rostro con alegría porque saben que se encuentran de fiesta. En Ibagué, más de 200 jinetes ofrecen el colorido del desfile y el resoplido de las bestias con su paso galante o reprimido, el avance trotón y siempre la galanura, dejan en el ambiente la belleza de todos los alazanes y potrillos montados por muchachos y mujeres hermosas, antiguos veteranos, patronos y finqueros. Esos bríos contagian el ambiente y cada corcel, a pesar de la montonera, es observado con admiración porque la altivez de los caballos y la euforia mostrada por la gente, hacen del espectáculo una fiesta. Pero también están las motos con sus pequeños caballos de fuerza en los motores que forman la algarabía en los desfiles como si el ruido de sus máquinas reemplazara la pólvora. Y siguen las comparsas con sus máscaras grandes y los hombres en zancos y un mundo de tractores que llevan a las reinas saludando, repartiéndole besos a la gente, moviendo sus caderas, mostrando la sonrisa permanente, batiendo a lado y lado con sus brazos y sus palmas abiertas la señal de que están acompañándolos. Nunca se ven las calles tan pobladas. Las avenidas tienen muchas casetas, bailaderos, gentes en los balcones y miles por una parte y otra de la calle para aplaudir las reinas, las comparsas, ponderar a las bandas pueblerinas, celebrar con piropos las mujeres y aclamar lo que sea porque se sienten vivos y contentos. La parranda no tiene aquí recreo. El bombo, los redoblantes y el platillo, como si resonaran clamores de victoria, las trompetas y los clarinetes, dejan ritmo de euforia entre el gentío. El alborozo vibra. Y es desde temprano cuando repican las campanas de todas las iglesias y se escuchan los voladores apenas la mañana da comienzo con sus primeras horas. Y se oyen los cohetes como un despertador. Son apenas los preámbulos de los juegos pirotécnicos de la noche que no sólo tienen el estruendo y el olor a pólvora, sino muchas figuras gigantescas que iluminan cualquier oscuridad y despiertan con los volcanes y torpedos a todos los que aún no tienen claro que las fiestas empiezan.

 

Nuestra comida típica

Nada que identifique más a una región como su comida. Allí está la tradición de los pueblos y su orgullo. Las butifarras y el bollo de la Costa, los fríjoles o la bandeja paisa de Antioquia, el mute y el cabrito de los Santanderes, el cuchuco y el ajiaco de la sabana, la ternera a la llanera por el oriente, el curí por Nariño y los tamales y la lechona por el Tolima, para dar sólo unos ejemplos típicos, dejan en parte algo del inventario de la comida colombiana como un menú criollo, a lo que se suman golosinas, dulces y bocados que varían de acuerdo a la región.

A lo mejor el estilo y el espíritu de las recetas originales ha variado, pero en ellos se rastrean costumbres y gustos, cultura social y hallazgo de una pedagogía gastronómica. El gusto por ciertos platos ha sido una herencia que ha perdurado en la sensibilidad de varias generaciones hasta convertirse en costumbre casi atávica. Por eso dice la gente al partir de su tierra que la nostalgia empieza por la comida. De alguna manera, como lo dice Lácides Mosquera, uno no hace sino comer recuerdos.

En muchas de las páginas escritas por los cronistas coloniales, pueden rastrearse las fórmulas que nos refieren épocas y gustos, los cuales sobrevivieron por magia de la tradición. Un recorrido por nuestra cocina, cumple a simple vista un exquisito camino donde el lector encontrará lo tradicional y popular, desde aquellas preparaciones hechas por los indígenas a base de maíz en sus variadas formas que hoy persisten, los platos que se combinan con yuca, plátano y ají, por ejemplo, hasta llegar a lo típico como el viudo con pescado, yuca, plátano, o mazorca, la famosa lechona y los tamales con sus insulsos.

Pero no se olvidan ellas, no podrían olvidarse, de la nutritiva preparación de los pescados. Siempre fueron y han sido los ríos, empezando por el Magdalena, quienes dieron y han dado al tolimense del llano una manera de vivir. Por ello no es extraño que en particular el bagre, el capaz, el nicuro, el bocachico, el pataló, se convirtieran en platos favoritos y en parte símbolos gastronómicos de la región.

El bagre que es un pez conocido en América y abundante en el río de la patria, deja en su cuerpo plateado con listas negras la sensación de un plato apetitoso que como especie migratoria en ciertas épocas se le pesca con chinchorros, con mochilas o cóngolos en el salto de Honda y en otros lugares a lo largo de su recorrido. Qué no decir del capaz, cuyo viudo convierte en atractivos turísticos pueblos como Flandes u Honda o el inconfundible sabor del nicuro o del bocachico que por espinosos deben comerse como para decir mentiras, con mucho cuidado. Un poco menos popular es el pataló, un pescado con carne superior a la del bocachico que prefiere las aguas limpias y frescas de los arroyos y sólo baja al río cuando sus aguas son claras.

Los gustos no se estacionan sólo ahí. Para la gente del campo, el chivo o la lechona fueron siempre significativos para engalanar la fiesta o para determinada celebración en cualquier época del año. De allí que su preparación tenga el símbolo gustoso de que algo habrá de conmemorarse.

De todos modos, el hábito de ciertos platos se volvió una necesidad fuerte y como parte de nuestra naturaleza. Al realizarles un seguimiento, es fácil ver que muchos de los bocados de los cuales hoy gozamos provienen de los indígenas. Podríamos mirar achiras, aguacates, ajiaco, la arepa, el infaltable pan de forma circular hecho de maíz, la arracacha, base de alimentación campesina en las tierras frías que no ha podido aclimatarse en Europa, la ahuyama, originaria de Manzanares, Caldas y que llega a pesar hasta cinco arrobas, el anón, el banano, el cachipay, fruta de palmas al igual que los mameyes, usados por Panches y Colimas. Típico es el arequipe, dulce de leche famoso desde la colonia, el cazabe, torta que se hace de harina de yuca y que algunos cronistas llamaron el pan de los indios, el Colí con el que se hace el sancocho de plátano topocho, el maíz tierno de mazorca conocido como Choclo, el reconocido cachaco, que fuera de significar aquel caballero bogotano refinado, cortés y bien vestido, es igualmente un manjar de las orillas del Magdalena y hasta de gran servicio porque las balsas sólo pueden fabricarse con los vástagos de esta especie de plátano.

Tenemos una multifacética y agradable variedad de frutos como el chontaduro o cachipay, la guanábana, fruta hermosa y grande como un manjar blanco, el que curiosamente los indios la creían como un alimento de los muertos y por eso la ponían en su sepultura, la papaya, la patilla, una sandía de importante consumo, la pitaya, fruta refrescante y exótica, el tomate de árbol, solicitado para conservas, las uchuvas y por supuesto el famoso Guarapo, bebida fermentada compuesta del jugo de la caña de azúcar o del maíz con pulque o miel.

Abunda la papa, las migas de plátano verde o las de arepa, pasados con aguadepanela, que sirvieron siempre como una agradable compañía. El tamal, un pastel de harina de maíz con guiso de carne, presas de pollo, alverjas y arroz, entre otros, los envuelven en las hojas de plátano y varían sus ingredientes de acuerdo al sector donde se hagan.

El sancocho siempre fue una sopa popular de plátano cocida con legumbres, hecho de sal y harina de maíz, pero fue cambiando hasta lo que es hoy. Otro bocado que en particular añoran los cazadores pero no es popular, es el de la Boruga, un curí de monte del tamaño de un conejo de color amarillo rojizo, manchas negras, casi sin cola que vive en cuevas aún en compañía de cascabeles que no la muerden nunca, como cita Ramírez Sendoya y que según lo confiesa el sabio Caldas en uno de sus escritos, es la carne de caza más sabrosa del mundo.

El cacao no pegó con tanto arraigo en tierras del Tolima, a pesar de conocerse que según la leyenda mexicana fueron traídas sus semillas del paraíso donde vivían los primeros hijos del sol. Se consume en los pueblos de montaña con tradición antioqueña y boyacense, y lo que sí se hizo común fueron las expresiones tener cacao o sea tener fuerzas o pedir cacao que es como pedir misericordia. De todos modos, en particular por los pueblos de montaña, tiene su uso frecuente la Chucula.

La historia de la cocina es parte importante de la historia de la cultura. Hasta Alejandro Dumas padre escribió una en donde se narra cómo, por ejemplo, desde Lúculo, el conquistador romano de oriente, de todas sus guerras, solo quedó la introducción del cerezo y el durazno en Italia hasta el uso de los condimentos. Esto que parece tan trivial, como afirmara Eduardo Guzmán Esponda, nos deja la impresión que en materia de culinaria en los diversos países es como si esos platos siempre hubieran existido. Lo mismo puede pasar para nosotros. Un ejemplo de testimonios así lo es Uva Jaramillo, una escritora del Líbano, Tolima, nacida a finales del siglo XIX, influenciada por sor Juana Inés de la Cruz, seguramente, escribió, como experta en comida típica, un manual de cocina en verso con poemas titulados Pétalos, en donde las fórmulas de culinaria hacen su presentación. En otros libros surgen capítulos aislados, pero hasta ahora, sólo con el manual aún inédito de Marta Rodríguez y Jackeline Pachón, se tiene el Tolima a la carta.

Existe en muchas partes del mundo el calendario gastronómico desde el siglo XVIII, lo que no es extraño en la aplicabilidad de la región, cuando se tiene ya la costumbre que el tamal, por ejemplo, es apetecido particularmente los sábados por la noche o los domingos como desayuno o que la lechona tenga su demanda grande en las fiestas del San Juan. Desde luego, parodiando un vallenato, quererlos “no tiene horario ni fecha ni calendario cuando las ganas se juntan”, hasta el punto en que permanentemente es fácil encontrarla en pueblos como Espinal, Purificación, Saldaña, Venadillo e Ibagué, por ejemplo, y en los mismos grandes supermercados o en Centros comerciales, inclusive enlatada. El sancocho o el viudo de pescado se preparan generalmente los domingos porque el tolimense lo asume como algo especial.

No necesariamente los platos hechos en el Tolima son de origen terrígeno, sino que en el correr de boca a oído y del paladar al gusto, se instalaron como costumbre y se quedaron como propios. Toda esa variedad adornó la naturaleza, convirtió en espontánea la preparación y se estacionaron para siempre desde tiempos remotos.

Si se establecen los principales platos de la cocina regional, se encuentra la lechona, los tamales, el sancocho tolimense, porque existe en diversos lugares del país, el viudo tradicional de capaz, bocachico o nicuro, el bagre sudado o en torta, el caldo de aquel o de ministro, el chivo relleno, pollo sudado, carne sudada o sudado, simplemente, carne salada, peto de arroz, migas de plátano verde o de arepas, sopa de arepas oreja de perro

Parte del ritual de la comida de los tolimenses está no sólo en sus platos fuertes sino en sus acompañamientos, horneados, bebidas y dulces. La arepa oreja de perro que es de arroz y no de maíz, se sirve con la lechona, lo mismo que el insulso, al tiempo que los envueltos de plátano maduro como los buñuelos o el hogo, conforman parte de sus costumbres.

En cuanto a las bebidas, la avena de Venadillo o la Espinaluna, entre las más famosas, la chicha de arracacha o la de piña, las mistelas de mejorana o de mora que ya poco se preparan, el conocidísimo masato tolimense, el agua chorriada,- limonada que en vez de azúcar tiene panela rayada-, la limonada de frutas, entre ellas la de mango, el coctel ciudad de Ibagué y el canelazo que se estila en el ambiente universitario, son, junto al aguardiente, las que conforman la amplia carta de pasantes en nuestro territorio.

Dentro de los platos dulces, una verdadera tentación, está el de cascos de guayaba, el de cáscaras de limón, el de icaco, las panelitas de leche, el mono o moscorrofio, el dulce de papayuela, el esponjado o melado de mango, el arequipe solo, con quesillo o con brevas.

Las provisiones, particularmente para las fiestas, son exageradas. Muchos engordan su marrana desde que arranca el año y la lechona está por todas partes. La auténtica del Tolima que muchas veces venden con el mote pero sin la preparación de la región. Los tamales no faltan e inclusive, por los días del San Juan, existe un día dedicado a ellos. Estos son sólo unos ejemplos típicos que dejan en parte algo del inventario de la comida colombiana como un menú criollo, a lo que se suman las golosinas, dulces y bocados ya descritos y que varían de acuerdo a la región.

El turista en las fiestas puede hacer un exquisito recorrido donde encontrará lo tradicional y popular, desde aquellas preparaciones hechas por los indígenas a base de maíz en sus variadas formas que hoy persisten, los platos que se combinan con yuca, plátano y ají, por ejemplo, hasta llegar a lo típico como el viudo con pescado, yuca, plátano, o mazorca, la ya mencionada famosa lechona y los tamales con sus insulsos. La gente no se olvida por estos lugares de la nutritiva preparación de los pescados. Siempre fueron y han sido los ríos, empezando por el Magdalena, quienes dieron y han dado al tolimense del llano una manera de vivir. Por ello no es extraño que en particular el bagre, el capaz, el nicuro, el bocachico, el pataló, se convirtieran en platos favoritos y en parte símbolos gastronómicos de la región. El bagre que es un pez conocido en América y abundante en el río de la patria, deja en su cuerpo plateado con listas negras la sensación de un plato apetitoso que como especie migratoria en ciertas épocas se le pesca con chinchorros, con mochilas o cóngolos en el salto de Honda y en otros lugares a lo largo de su recorrido. Qué no decir del capaz, cuyo viudo convierte en atractivos turísticos pueblos como Flandes u Honda o el inconfundible sabor del nicuro o del bocachico que por espinosos deben comerse como para decir mentiras, con mucho cuidado. Un poco menos popular es el pataló, un pescado con carne superior a la del bocachico que prefiere las aguas limpias y frescas de los arroyos y sólo baja al río cuando sus aguas son claras. Los gustos no se estacionan sólo ahí. Para la gente del campo, el chivo o la lechona fueron siempre significativos para engalanar la fiesta o para determinada celebración en cualquier época del año. De allí que su preparación tenga el símbolo gustoso de que algo habrá de conmemorarse.

De todos modos, el hábito de ciertos platos se volvió una necesidad fuerte y como parte de nuestra naturaleza. Al realizarles un seguimiento, es fácil ver que muchos de los bocados de los cuales hoy gozamos provienen de los indígenas. Podríamos mirar achiras, aguacates, ajiaco, la arepa, el infaltable pan de forma circular hecho de maíz, la arracacha, base de alimentación campesina en las tierras frías, la ahuyama, originaria de Manzanares, Caldas y que llega a pesar hasta cinco arrobas, el anón, el banano, el cachipay, fruta de palmas al igual que los mameyes, usados por Panches y Colimas. Típico es el arequipe, dulce de leche famoso desde la colonia, el cazabe, torta que se hace de harina de yuca y que algunos cronistas llamaron el pan de los indios, el Colí con el que se hace el sancocho de plátano topocho, el maíz tierno de mazorca conocido como Choclo, el reconocido cachaco, que fuera de significar aquel caballero bogotano refinado, cortés y bien vestido, es igualmente un manjar de las orillas del Magdalena y hasta de gran servicio porque las balsas sólo pueden fabricarse con los vástagos de esta especie de plátano.

Vale señalar cómo, por tener el Tolima grupos étnicos bien diferenciados, en el renglón de las comidas criollas también existen diferencias que se reflejan inclusive en la parte socioeconómica. Las distancias son claras entre los del centro y el sur, por ejemplo, al tener un ancestro opita, de raza calentana apegada a bien añejas tradiciones y los del norte, en especial los de la cordillera, porque su origen es antioqueño, caldense o boyacense. Para éstos la base alimenticia está conformada por carne de cerdo, maíz, papa y fríjoles y en el sector urbano apetecen fríjoles, arepa antioqueña, chorizos, papa y carne de cerdo, sin que se excluya la carne de res. La mazamorra y el agua café, con panela, como sobremesa o pasante, se convierten en condición irremplazable de su mesa. No falta el bizcocho de cuajada, las achiras, y el de manteca o berraquillo.

En el sur, la arepa delgadita u “oreja de perro” tiene preferencia a la antioqueña, especialmente cuando hace de acompañante de huevos en pericos o un pedazo de carne, pero también es “consorte” de la lechona y el insulso. La arepa delgadita se distingue de la antioqueña porque se elabora a base de arroz y en vez de asarse, se cocina o se cuece. El insulso, por su lado, es una especie de natilla, en calidad inferior, envuelto en hoja de bijao, viao o platanillo.

Para las gentes del sur o para los calentanos, los platos básicos son el viudo de pescado, el sancocho de gallina, el viudo de carne salpresa de res, con costilla de cerdo y pequeñas porciones de “reservada”, a la que siguen en su orden el “peto” de maíz y el “guarrús” o peto de arroz, con hojas de naranjo dulce y carne asada. En toda fiesta que se respete, desde luego está la lechona y durante los últimos años el Chivo u ovejo, asado o relleno, pero en esencia, el guiso del mismo.

El ancestro popular del Tolima se advierte aquí en sus alimentos, los que fraguan el placer de la abundancia de sus manjares y son disculpa suculenta para las reuniones de familia o de amigos que buscan restaurar fuerzas y como un camino para llegar al corazón de propios y extraños.

En las fiestas puede gozarse de una multifacética y agradable variedad de frutos como el chontaduro o cachipay, la guanábana, fruta hermosa y grande como un manjar blanco, el que curiosamente los indios la creían como un alimento de los muertos y por eso la ponían en su sepultura, la papaya, la patilla, una sandía de importante consumo, la pitaya, fruta refrescante y exótica, el tomate de árbol, solicitado para conservas, las uchuvas y por supuesto el famoso Guarapo, bebida fermentada compuesta del jugo de la caña de azúcar o del maíz con pulque o miel. Abunda la papa, las migas de plátano verde o las de arepa, pasados con aguadepanela, que sirvieron siempre como una agradable compañía. Sin embargo lo que no falta para el San Juan ni para el San Pedro es el apetitoso tamal, un pastel de harina de maíz con guiso de carne, presas de pollo, alverjas y arroz, entre otros, los que envuelven en las hojas de plátano y varían sus ingredientes de acuerdo al sector donde se hagan. Para el día del guayabo o la resaca, luego de vivir las alegrías, surge el sancocho que siempre fue una sopa popular de plátano cocida con legumbres, hecho de sal y harina de maíz, pero fue cambiando hasta lo que es hoy. En las mañanas, para el desayuno, no falta el chocolate.

Parte del ritual de la comida de los tolimenses que sale toda en las fiestas del San Juan y de San Pedro, está no sólo en sus platos fuertes sino en sus acompañamientos, horneados, bebidas y dulces. La arepa oreja de perro que es de arroz y no de maíz, se sirve con la lechona, lo mismo que el insulso, al tiempo que los envueltos de plátano maduro como los buñuelos o el hogo, conforman parte de sus costumbres. Entre los horneados, la gente acostumbra las almojábanas de Castilla, las más famosas, pero que se preparan en muchas partes, y no es difícil ver personas con bizcochos de achira o de manteca, bizcochuelos o pan de yucas, panderos o pan de mija.

En cuanto a las bebidas, fuera del aguardiente si se le quiere dar entusiasmo a la supervivencia en medio del jolgorio, también puede gozarse de la avena de Venadillo o la Espinaluna, entre las más famosas, la chicha de arracacha o la de piña, las mistelas de mejorana o de mora que ya poco se preparan, el conocidísimo masato tolimense, el agua chorriada,- limonada que en vez de azúcar tiene panela rayada-, la limonada de frutas, entre ellas la de mango, el coctel ciudad de Ibagué y el canelazo que se estila en el ambiente universitario. Bajo esta amplia carta de pasantes en nuestro territorio, nadie podría decir que tiene sed. Dentro de los platos dulces,- una verdadera tentación-, está el de cascos de guayaba, el de cáscaras de limón, el de icaco, las panelitas de leche, el mono o moscorrofio, el dulce de papayuela, el esponjado o melado de mango, el arequipe solo, con quesillo o con brevas. Y a comer y a cantar y a bailar por si el mundo se va a acabar.

 

Nuestros instrumentos musicales

Por los pueblos se oye rasgar el tiple sin el cual el bambuco nunca se concibe. E inclusive el requinto, un tiple más pequeño con el cual se puntean las canciones. La flauta y la tambora completan el conjunto. La tambora se saca casi sólo en las fiestas. Los campesinos la limpian, la retocan y la sacan al sol. Pero para que retumbe con más fuerza le riegan un trago de aguardiente. La flauta es hecha de caña de carrizo y abren 6 agujeros, de donde vibran por el aire los sonidos agudos y los dulces. Nunca falta el tocador de hojita que es sacada siempre de la naranja agria y con la habilidad de estos hombres mayores, a veces adolescentes que aprenden a tocarla, puede verse primero que la doblan, la presionan contra los labios, expulsan el aire y comienza a escucharse fino el sonido de un violín. Y hasta se ven los chuchos, un instrumento de procedencia indígena que se elabora con un trozo de guadua bien pulida y por uno de sus extremos depositan semillas secas como granos de maíz, pequeñas y finas piedras de variado tamaño y arranca en estilo suave la percusión perfecta de una fiesta. La pulsación y el ritmo lo completan si suena la carrasca, hecha de unos 50 centímetros de largo de un trozo de palma de chontaduro. Los dientes angostos transversales que frotan con un hueso de costilla de res, producen ese ruido suavecito que sirve de compañía a un conjunto.

Para estas fechas de fiesta el clima de trópico siempre surge con todo su esplendor. Por todas las razones, quien no haya vivido siquiera alguna vez de estas alegrías, se ha perdido de un trozo de la gloria, del sano regocijo y de muchas maneras le ha quitado a la vida el júbilo de sentirse en esta patria. En medio de los naturales avatares del desarrollo de la sociedad, las fiestas del San Juan y de San Pedro, continúan sobreviviendo como la mejor manera de una expresión popular tradicional que se niega a morir. De allí que, entre el mundo de la tecnología y la postmodernidad, los ritmos metálicos y la globalización, aún sobresalga, para las fiestas, de manera muy grata, el grito colectivo de ¡Iiiii San Juan!

En el Tolima, si en particular para el amplio y caluroso llano, nunca pasan inadvertidas, existe un caso bien particular. Por ser el norte del departamento una región de poblaciones producto de la inmigración antioqueña, cruzan ignoradas las fiestas del San Juan y de San Pedro por entre las calles de sus pequeñas urbes. No por ello dejan de existir sus festividades. La nostalgia cubre las del retorno en Santa Isabel, el Fresno o el Líbano, sin que ello signifique que no suenen los voladores, estén ausentes los juegos permitidos, las verbenas o las cabalgatas. Porque las fiestas parecen una disculpa amable para reconstruir tradiciones y para volver a colocar la temperatura del sabor regional, no faltan la banda de músicos, las corridas de toros, las cabalgatas y las danzas que, como las de los matachines, llenan de color el aire y el paisaje.

Nuestras fiestas populares, como ya está dicho, son el resultado de una sumatoria de influencias transformadas a lo largo del tiempo, dejando a expresiones como la danza y la música, sobre todo, un espacio para la manifestación artística donde la participación comunitaria es la clave de su éxito. Es lo que puede advertirse en el Festival Folclórico que se realiza en Ibagué, cuyas primeras versiones aún resuenan en el recuerdo de quienes las vivieron y que cada vez pretenden regresar a sus buenos tiempos, no siempre con éxito, por cuanto sólo algunos puntos logran su cometido, tal el caso de los desfiles.

 

El festival folclórico

Ya casi medio siglo ha transcurrido desde aquel 14 de febrero de 1959 cuando a lo largo de 150 días, Adriano Tribín Piedrahita y otros entusiastas tolimenses organizaron el Primer Festival Folclórico. Todas aquellas alegrías que empezaron el 23 de junio y terminaron el 29, tuvieron el infortunio de que al amanecer de ese San Pedro, el río Combeima no benefició en su recorrido la inspiración para los compositores y poetas, sino que sirvió a los cronistas para registrar cómo, a lo largo del cañón desbordado, se vivió una catástrofe que arrasó con vidas y viviendas. De todos modos, con 20 candidatas, ganó en ese entonces la del Valle, la ciudad estuvo invadida de turistas. Desde aquel momento no sólo se declaró a nuestro Bunde como Himno Oficial, compuesto 45 años antes por el maestro Alberto Castilla, sino que Ibagué ingresó a la formación de una tradición importante. Se empezaba a dar la imagen de una ciudad musical y folclórica. A pesar de haberse suspendido las celebraciones oficiales durante 14 años entre 1969 y 1982, la gente no perdió la costumbre y regresó a ver los desfiles y sentir los festejos que obligó al gobierno de la época a declararlas, en 1992, Festival Nacional del Folclor con la primera muestra internacional en este género.

Mucha agua ha corrido bajo los puentes para encontrarnos hoy, sin lugar a la duda, con una tradición sólida tras enormes esfuerzos de muchos de sus directores ejecutivos, alcaldes y gobernadores, sector privado, medios de comunicación, artistas y gente del pueblo. En el fondo han venido difundiéndose no sólo fiel a sus comienzos como un grito de paz en la mitad de la violencia, sino porque en su marco se conservan las tradiciones y se ofrece un clima particular. Allí, aunque no todas las veces, puede gozarse de las presentaciones de nuestros grupos folclóricos y musicales que en ocasiones han estado en los grandes escenarios del país. La promoción comienza con las ruedas de prensa y los cocteles que sirven de acicate para mover la economía, contribuir a bajar el desempleo así sea de manera transitoria y a generar movimiento en la ciudad, tan necesitada de oficio, inclusive el de la perdida costumbre de la alegría. Gracias a su actividad por aquellos días, se desarrolla una tarea grande en relación al adelanto formativo de la región para convertirla, con fortuna, en un polo de desarrollo cultural y turístico. Como afirma el historiador Pedro Bernardino Sosa Rubio6, “fue en el sur de nuestro departamento donde hubo abundantes manifestaciones en contra de la doctrina cristiana. En Natagaima los indios presentaron una dura oposición a la fiesta de San Juan Bautista que es el 24 de Junio. Metieron dentro de la imagen del santo un ídolo que representaba un dios tutelar, simularon que tenían una gran devoción al Precursor de Cristo, pero lo que estaban venerando era al ídolo. Descubierta la trama por las autoridades religiosas ordenaron destruirlo y fueron castigados sus adoradores”.

En el sur tolimense nacieron las fiestas sanjuaneras, especialmente en Natagaima. En este sitio de misterio y de leyenda, los indios rendían culto al dios Sol y celebraban una ceremonia a la iniciación del solsticio de verano que comienza el 21 de Junio y agradecían a sus dioses el advenimiento de las cosechas. La iglesia para borrar todo culto de idolatría, propició el 24 de junio la fiesta típica del San Juan que se celebraba en las tierras europeas. Las tradiciones, el folclor y la alegría popular se mezclan con la conmemoración religiosa del precursor de Cristo. Dos parroquias fueron creadas para venerar a este santo, San Juan Bautista de Chaparral el 3 de junio de 1773 y la del Valle de San Juan en 1756. Más tarde surgieron las fiestas del apóstol San Pedro en el Espinal que también son famosas en el país.

En el Festival Folclórico que se realiza en Ibagué, la gente asume una conducta bien exclusiva que rompe con lo cotidiano. Sus primeras versiones aún resuenan en el recuerdo de quienes las vivieron y cada vez pretenden regresar a sus buenos tiempos. Frente a los preparativos, es curioso que no tengan en cuenta a los artistas del Tolima que siempre quedan en el cuarto de san Alejo para dar paso a otros representantes que se llevan la oportunidad, el dinero y los aplausos. No se trata de negar la ocasión a quienes valen dentro del escenario del país, sino resaltar que en los últimos años no se ofrece equidad a nuestros valores que son muchos, incluyendo el de los contratos dignos y no porque sean de aquí les valen menos. Por lo demás, que siga el festival folclórico y dentro de él que vivan las fiestas del San Juan como espacio de goce, reencuentro y expresión de tradiciones.

Para completar el plano de los jolgorios, el mapa nos conduce fácilmente a Saldaña y Purificación donde se cumplen en diciembre el reinado del arroz y el reinado del sur, respectivamente. En Prado, Dolores y Alpujarra cuentan con su feria comercial a la que le adicionan regocijos populares. Pero no sólo ellos. En puertos como Honda vibran en el Festival del Río, antiguamente llamado el de La Subienda o en Alvarado se reúnen alrededor de la fiesta de La Cordialidad.

Frente a lo anterior, observamos sin dificultad que las manifestaciones populares han tenido un verdadero arraigo. Pero conservan casi las mismas características sin las cuales se perdería su sentido. El aire de la libertad pareciera el primero porque las personas de todos los estratos se sienten cómodas bailando o bebiendo en las calles. Aquí, todos permiten que la música y la alegría cumplan su camino, que las carrozas con sus cortejos callejeros avancen lentamente en medio de risas y aplausos, que las bandas pueblerinas o los grupos folclóricos rindan su cuota festiva, que las tamboras resuenen mejor entre el ánimo que produce el aguardiente. Pero no sólo está la tambora sino las cucharas de palo, la caña travesera o la guacharaca, la bandola y el tiple, instrumentos que sobreviven en mitad del sonido de las papayeras. Lo mismo que la representación de nuestros mitos y leyendas. Por ahí pasan con las comparsas el Mohan y la candileja o el muerto cargando al vivo, la patasola o la madremonte. No faltan el aguardiente, el tamal o la lechona, las cabalgatas y las corridas de toros, y durante las últimas décadas hasta las ferias agropecuarias. Frente al panorama, es fácil observar que una parte de la población luce los trajes típicos, por lo menos el poncho, el raboegallo y el sombrero.

La concentración de las celebraciones populares en las ciudades le ha venido restando el encanto mágico con que los campesinos cubrían parte de los festejos. Se ha perdido el empuje de la tradición oral donde el lenguaje campesino en el que participaban personas de todas las edades, reflejaba creencias y agüeros, iluminaba remedios, comidas o bebidas, anécdotas e historias, conservadas después con más gracia por parte de los copleros y repentistas. Ya se han perdido las vísperas para ir a los baños rituales donde rememoraban el bautismo y donde la tradición decía que San Juan se bañaba y bendecía todas las aguas del mundo. Pero no sólo eso. Se necesitarían largos episodios para expresar cuánto se ha perdido. Ahora, la aldea global parece tragarse cada día la aldea local. Por eso, las expresiones tradicionales quedan para los desfiles del 24 de junio o para algunos concursos que son pálido reflejo frente a grandes orquestas o artistas nacionales con cartel que atraen más a la juventud.

Pero en fin, en medio de los naturales avatares del desarrollo de la sociedad, las fiestas del San Juan y de San Pedro continúan sobreviviendo como la mejor manera de una expresión popular tradicional que se niega a morir. De allí que, entre el mundo de la tecnología y la postmodernidad, los ritmos metálicos y la globalización, aún sobresalga, para las fiestas, de manera muy grata, el grito colectivo de ¡Iiiii San Juan!

 

Las danzas

La variedad de danzas, por lo menos veinte, buena parte de las cuales proceden de la cultura indígena y de la mestiza, son parte de la riqueza cultural del Tolima. Ahí permanecen la caña brava, la danza del cordón, la de los carramplanes, la de los chulos, los monos, los leones y la caña, la de los matachines, la de los pijaos y la manta jilada, junto a la danza de la trenza, la de los chinitos y las cucambas, además del fandanguillo. Desde luego otros bailes tradicionales se ofrecen en el bambuco y el sanjuanero, la guabina y el rajaleña, y hasta la de los moros y cristianos. Algunas de ellas se bailaban en centros indígenas de Coyaima, Natagaima y Purificación, otras en Chaparral, Saldaña, Guamo y El Espinal.

Es Blanca Álvarez quien mejor resume las características de cada una de ellas en su Enciclopedia folclórica del Tolimense que reúne bajo el título de Raíces de mi terruño y a cuya fuente acudimos para transcribirla por la forma didáctica en que las describe7. Plantea cómo, La caña brava, por ejemplo, “es la representación completa del laboreo de la caña brava, una planta de tallo frágil y fibroso y aunque no tiene la consistencia de la guadua, es usada para techar y encalar las paredes de los ranchos campesinos. Después le ponen una capa de barro muy bien batido y pisado para engrosar las paredes por dentro y por fuera. Los bailarines llevan “pizca” y ejecutan varias figuras como la caña trabada, el círculo, los giros de la faena, el corte y la barbacoa, todo lo cual se baila en ritmo indígena con la tambora, el chucho y la flauta”. La danza del cordón, dice Blanca Álvarez, “es bien antigua y es la misma de las cintas, donde se requiere un integrante para sostener el mástil, en cuyo extremo superior lleva un pabellón o florete con adornos vistosos, de donde se agarran cintas de diferentes colores. Cada bailarín toma el extremo de una cinta y al comenzar el baile de guabina empiezan a trabarlas, formando así un tejido que imita el de los sombreros de palmicha y cuya elaboración era especialmente ejecutada por las jóvenes de Chaparral, Natagaima, Purificación, Saldaña, Guamo y Espinal. Para terminar la danza se destraban o destejen las cintas hasta su forma inicial”.

La danza de los carramplanes, afirma la autora citada, proviene de “una palabra cuyo significado no ha sido definido, y que tiene ascendencia indígena, necesita para su interpretación, tambora, tiple y el coro canta: “Estos son los carramplanes, estos son los carramplanes” y esto es todo. La gracia y belleza de la danza consiste en las figuras que se hacen con los aros, adornados con listas de colores fuertes. El aro se confecciona en bejucos de adorote, el cual se limpia, se alisa y se asolea. Se une como una cotona y se le envuelve papel, de un color distinto a cada aro y con distancias como de 4 centímetros. La planimetría es extensa, porque son como 16 participantes. Las figuras principales son los círculos en alto, a la cintura y a los hombros que se hacen uniendo los aros, luego colocándoselos por encima de la cabeza, metiéndose cada bailarín en medio, etc. Esta era una de las danzas preferidas por nuestros antepasados. Cada niña llevaba un turbante de plumas de distintos colores y las falditas sobrepuestas para imitar una pollera de fique esponjada, de colores encendidos, tal vez, como las de las tribus calentanas”.

Los monos, define Blanca Álvarez, “es una danza mestiza de raíz indígena con ropajes españoles. Se trata de una representación de las piruetas y graciosas monerías de los antropoides. Van cogidos de las manos y aunque su música es monótona, no deja de tener su alegría por los gestos y algarabías celebrando el romance del mico y la mona. Las figuras se llaman: lucha, círculo, rueda, voltereta, marcha por parejas, puente, etc. Las coplas que se lanzan son todas alusivas a los graciosos animalitos”. La caña, escribe en su enciclopedia la escritora costumbrista, “es otra danza mestiza muy antigua. Nació en los trapiches con olor de guarapo y bagazos de caña pisoteada. Es muy alegre y movida. Representa toda la faena de la molienda, desde sembrarla, cultivarla, cortarla y ajetreo del trapiche, su movimiento, el mayal y las bestias y las cañas para ser trituradas. La danza de los chulos es otra danza de procedencia indígena y representación carnavalesca. Prácticamente se trata de un festín acostumbrado por los gallinazos y su corte. Los personajes son: el burro viejo, tirado, hecho un “mortango”. Un perro que llega y olfatea el estado del mortecino, baila alrededor. Cae el “rey gallinazo” en medio del baile y coplas, danza majestuosamente y se apodera del área para principiar el ritual, como soberano, una vez probado el suculento manjar, el séquito de “chulos” rodean al “rey gallinazo”, bailan, cantan coplas, y repiten el sonido característico de los rapaces: ¡Guss…! Guss…! Las coplas son picarescas y los instrumentos son los mismos de la anterior”.

Los matachines, escribe la autora de Purificación, “es una auténtica danza de procedencia indígena. Es una representación carnavalesca de distintos animales: el toro, la vaca, el caballo, el oso, el zorro, el conejo, el chivito, el asno, etc. El vestido es una especie de overol tapizado de chiritos de diferentes colores, cuyos matices alegran el disfraz y las sacudidas del jirón al bailar. Las máscaras son confeccionadas por los mismos bailarines, representando lo ya dicho. Hay un “jefe” o “capitán”, y un diablo, cuyo disfraz es idéntico al que usan en las festividades del Corpus Christi. La danza tiene muchas figuras como el peina, la culebra, trenza, caracol, etc., y varios ritmos de caña, torbellino, rajaleña, que marcan notoriamente la figura. La tradición cuenta que era el triunfo de Cristo sobre el demonio. Para terminar la danza hacen la figura de la cruz para ahuyentar al mandingas y queman una barbacoa con los palos que portan, en el cual se sube “el capitán” o “rey matachín”, entre el alborozo de los bailarines. Hay regiones en que varía la forma de la barbacoa. Algunos traban las varas formando una cumbrera. Cada matachín porta una vara fuerte de guayacán, y una vejiga de res inflada, con la cual asustan al diablo y a las personas curiosas. Cuando los muchachos siguen al grupo desde lejos, les gritan: ¡Matachín, chin, chin, debajo’e la cama te tengo un botín…!”. Como era la danza ritual entre los primitivos, quien hacía de jefe era el “hechicero” de la tribu y quien realizaba la ceremonia llena de superstición”.

También se encuentra la danza de los leones, “otra danza carnavalesca de procedencia indígena con matices de mestizaje. Representa toda la ceremonia del Corpus Cristhi. Los participantes llevan un vestido amarillo oro, estilo overol, y la máscara de leones, el rey y el “cachorro”. Es muy larga pero bastante divertida por el baile y las coplas. Pueden ser unos diez o doce integrantes. En las manos y los pies llevan guantes con uñas afiladoras que producen los sonidos al bailar. Cada leoncito dice una copla y lleva un trocito de madera fina para armar la custodia. El primero porta la peana en la cual se van insertando las diferentes partes hasta formar los rayos de la custodia. Se alterna con giros, círculos y pasamanos. Es otra danza bastante divertida. El color amarillo alegra mucho y las gracias y movimientos del “cachorrito” con sus coplas son muy celebradas”.

Auténticamente indígena es igualmente la danza de los pijaos. “Llevan el cuerpo teñido de carbón o betún. El vestido es de hojas de palmicha, amarradas en la cintura. Del cuello pende un pectoral de oro, (en este caso de papel dorado o latón barnizado) y en la cabeza el turbante de plumas. Portan un trozo de palo con la lanza. Los instrumentos musicales no son sino la tambora y la carrasca”.

En la manta jilada, llamada también “la manta hilada”, se representa la operación de hilar en el huso y llevar el copo de lana, luego envolver y formar la madeja. Todo esto se desarrolla en medio del baile torbellino, formando círculos, vueltas, giros, etc. El hombre deja caer el copo de lana, adrede, para tener pretexto de cogerle el ruedo de la falda a su pareja. Se acostumbra con una sola pareja. Es una danza suave, lenta, armoniosa y delicada. Nuestros abuelos la escogían de preferencia para los salones por ser suave y romántica. El vestuario es de los campesinos cundinamarqueses y boyacenses y esa es su procedencia, desde las gratas leyendas y de Bochica.

La danza de la trenza a la que también le dicen “la guabina trenzada”, se baila al ritmo de guabina, de ahí su distintivo. Se necesitan seis bailarines y tres lazos. Las mujeres se colocan a un lado y los hombres al otro. Se principia la danza bailando y luego los hombres lanzan cada lazo a su compañera, sigue tejiendo la trenza y luego destejiendo. Es muy sencilla pero armoniosa.

La danza de los chinitos es una danza de ascendencia indígena pero la música es monorrítmica. Los vestidos también de palmicha, van haciendo juego porque llevan el tórax pintado con achote, en la cabeza el turbante y portan el caraj y las flechas.

Las cucambas es una danza de procedencia indígena y sus instrumentos son de percusión. Se utiliza un vestuario con faldas llenas de plumas y un turbante con plumas más altas. Llevan pulseras en las manos y los pies, de calabacitos, cuyo atractivo es el ruido que arman unos con otros, tanto en los saltos, como en el baile. Algunos forman los turbantes de cartón y los adornan con papel de seda picado finamente y de diversos colores. Llama mucho la atención esta danza por la alegría de los colores, el disfraz y el ruido de los calabacines.

El fandanguillo es la representación de un romance campesino. Puede haber celos, ruptura, despecho, bravuconadas, etc., todo lo cual se dice en las coplas. Se baila en aire de “rajaleña”. Se suspende a ratos, siempre que alguno de los parejos recite la copla. Si la muchacha baila con otro que no es su prometido y éste llega, suspende el baile, saca peinilla y amenaza. Existe en todo este proceso, un desafío de coplas, matizadas con los vivas, las risas y los aplausos. Entran en juego una sola mujer y varios hombres que se disputan la pareja. Dice Misael Devia que el origen del fandanguillo fue en una vereda en donde había una linda muchacha casada y el patrón o el dueño del hato la codiciaba. Para poder atraerla, el terrateniente ofreció una fiesta a la cual fueron invitados los arrendatarios y como figura principal la atractiva joven. El esposo, algo indeciso de la fidelidad de su esposa no quiso concurrir, pero le dijo a su compañera que ella sí fuera para no desairar al patrón. Que lo disculpara porque él tenía un negocio urgente que le impedía asistir. Ella se fue en compañía de las vecinas. Cuando la fiesta estaba en el apogeo, sacó el rico a la muchacha pidiendo un “fandanguillo” y lanzando coplas de amor tratando de conquistar a su pareja. Ella altiva y resuelta le contestaba otras de desprecio. Los presentes celebraban todo para evitar un desenlace desagradable. El marido oculto observaba atónito lo que veía. Cuando la pieza terminó, voló a su casa a esperar a su mujer que había dado pruebas inequívocas de su fidelidad. La muchacha se fue de la fiesta y encontró a su esposo feliz.

El bambuco, por ejemplo, en el folclor musical y en el tema especializado de este Manual referente a la música ya está explicado ampliamente como ritmo. En cuanto al coreográfico, no se trata en esta obra de ningún estudio académico, por lo que no se harán divisiones y subdivisiones que en los folletos y cartillas aparecen con las firmas de algunos de los coreógrafos, con ocho figuras. Aquí se trata de narrar y explicar en forma empírica lo que se conoce y se practica en la realidad. Y como en los capos tolimenses no hay academias, el bambuco se ha bailado en forma espontánea, porque es la representación de un galanteo. El bambuco tolimense es ingenuo, inocente y espontáneo. En el Tolima es único. Se pone en juego todo el cuerpo y el espíritu. Aquí entra en movimiento la cabeza, el tronco, las extremidades, las arandelas, las alpargatas, los galones, Los rizos, los brazos, las manos, los pies, la ruana, el pañuelo raboegallo, etc. Hay gracia, hay encanto, candor. Aunque sea para una sola pareja, el bambuco tolimense requiere amplia estereometría. Desde la “invitación” que hace el hombre, con su pañuelo blanco doblado en la mano, y la inclinación al sacar a la dama de sus preferencias, hay un juego de coqueteos, giros, vueltas, sonrisas, alcances, fugas y encuentros, algo semejante al juego del…”! A que te cojo ratón…! A que no gato ladrón…!” Es un juego alegre, picaresco, cándido y encaprichador. El bambuco tolimense no tiene nada triste. En el bambuco nuestro, el caballero utiliza su mente para presentar con ardentía varias escenas, hasta llegar a arrodillarse ante su dama y hacerla girar alrededor, unidos solamente por su pañuelo, como la de tirar el sombrero a los pies de ella para que baile sobre el alero y lo toque con los pies. Al terminar, regresa con ella a su puesto, bailando y sonriente. Aquí no hay besos, ni amagos, ni abrazos. Tampoco actos como el de levantarle el ruedo a la falda o taparse con el sombrero para esconder las caricias. En el Tolima es muy popular la palabra “bambuquearse” que significa oscilar, moverse de un lado para otro “bambolearse”. Una figura muy acostumbrada en nuestro bambuco es el “destobillado”, en el cual ambas parejas mueven los pies como cepillando el sueño. Se requiere equilibrio y habilidad. Los campesinos dicen “estubillar”. Aquí no se usa “escobillar”.

Encontramos también el sanjuanero, que es un bambuco rápido, alegre y juguetón. Es un “rajaleña” sin coplas. Es el bambuco destinado para la celebración de las tradicionales fiestas de San Juan, San Pedro y San Pablo. Es tan alegre y vibrante que los corazones se regocijan cuando lo ejecutan las Bandas pueblerinas. Nació en el Huila, pero como la tradición es del Tolima Grande, todos los tolimenses vibran de emoción. Este bambuco fiestero, en donde juega especial papel la tambora, porque de ella depende la acentuación marcada para apellidarlo Sanjuanero. Los primeros sanjuaneros del Tolima fueron los de Cantalicio Rojas. La coreografía y la planimetría son las mismas del bambuco, lo mismo que el vestuario. Las figuras quedan a libertad del coreógrafo.

La guabina bailada, también tiene su explicación en lo referente al folclor musical. Aquí en el Tolima, la guabina es diferente. Los coreógrafos acostumbran representarla llevando las mujeres unas canastas con frutas o con flores. No hay necesidad. También es la representación de un romance o galanteo, donde hay coqueteos, juegos de pañuelos, sonrisas, giros, vueltas, huidas, etc.

La rajaleña, tiene las mismas indicaciones que el bambuco. No es danza, es un baile. Como es un bambuco campesino, y ya se dijo que entran en juego las coplas; el coreógrafo puede crear las que estime convenientes para el caso. Se acentúa en el “estubillao”, y los coqueteos con más cortedad y candidez. El estilo de la mano al extender la amplia falda modestamente, procurando que no se descubra más arriba de la pantorrilla. La joven puede llevar sombrero, lo mismo que su parejo. Pueden entrar varias parejas, pero se requiere mayor amplitud. El “raspacanillas”, paso muy usado por los campesinos y que como su nombre lo indica, es la acción de colocar un pie sobre el otro como si lo estuvieran raspando. Esta danza es, como el Sanjuanero y el Bambuco, la expresión de alegría de fiesta, de júbilo de todos los tolimenses. En ella está el sentir, el pensar, el gozar de un pueblo alegre y sano. Con unos tragos de anisado demuestra su ardentía, sus trabajos, sus anhelos y ambiciones. Algunos directores de danzas escogen una pieza musical de nuestros grandes compositores y hacen su coreografía utilizando el bambuco, el sanjuanero y representando escenas de nuestro folclor demosófico, como la escenificación de un mercado u ofertas de la variada artesanía regional.

Finalmente se refiere Blanca Álvarez a Los moros y cristianos, una danza de procedencia española estrenada y acostumbrada en Ambalema. Se estrenó por primera vez cuando inauguraron la cárcel municipal. Representa la lucha entre mahometanos y cristianos. Empieza con el canto de los españoles, sigue la Coronación del rey Pelayo (comedia), continúa con la Relación del Rey. (Sigue la comedia), pasa al Canto de los moros, se estaciona cuando El sacerdote conquista al Alcamar (sigue la comedia), alcanza su momento casi final en el llamado Baile del cordón y finaliza con la Danza de “Los Lanceros”. Prácticamente, la verdadera danza es esta de los Lanceros que comprende quince figuras, así: a) venia de alas sencillas; b) venia de alas dobles; c) venia sin alas; d)baile de señoritas: e) vals; f) cortinas a la cabeza; g) cortinas dobles; h) corona de moros ; i) cortinas dobles; h) corona de moros; j) peines; k) garlopa; l) pabellón; ll) escuadras; m) pasamanos y n) confianza. Puede advertirse que es una danza doble en la cual aparecen cinco españoles, cinco moros, un sacerdote, el rey Pelayo, el conde Erminzo, el Alcamar, Mahoma y los lanceros. Comprende cantos, comedias y danzas. El vestuario de capas, cadenas, borlas, blusas de seda, medallones y crucifijos.

 

MITO Y LEYENDA EN EL TOLIMA

Un réquiem por el Mohán

La cultura tradicional popular, con acciones en pueblos del Tolima, puede rastrearse en actitudes que forman parte de su ser cotidiano. Y desde allí se palpa fácilmente, el Mito y la leyenda. Arrancados de una parentela con la magia, continúan su ruta de boca a oído, sufriendo transformaciones diversas de acuerdo a la región y a las mismas personas que los narran. Entonces pueden observarse versiones distintas alrededor del mito verdadero que muchos expurgan, retocan y actualizan. Sin embargo, es en el seno de grupos campesinos o pequeños poblados a orillas de los ríos donde tienen vigencia por tradición oral, aunque el camino más corto para llegar a ellos se encuentra en la lectura. En los libros de folcloristas recolectores y de investigadores, propiamente, se demuestra cómo los Mitos y leyendas no son bienes exclusivos de una comunidad como la nuestra, sino que circulan, se adaptan y se mezclan con otros relatos y se constituyen, al decir de Roger Pinón, en los grandes viajeros proteiformes reconocidos bajo miles de trajes. Salvo las transcripciones más o menos adaptadas, no han rayado, toda regla tiene su excepción, en el relato puramente estético. Por eso, el asunto apunta siempre a la explicación de tradiciones cosmológicas y sobrenaturales de un pueblo, naturalmente con formas menos rígidas que los cuentos vistos de forma literaria. Han llegado con su característica de especie de gérmenes reproductivos y a manera de herencia de los antepasados, por vía de difusión o vía de préstamo, convirtiéndose en una hermosa llave de los sueños antiguos y representando, de alguna manera, la supervivencia de las sociedades primitivas. En la actualidad, por ejemplo, parecen arrancados de un mundo no actual como si fueran caídos en desuso y las creencias y ritos antiguos despiertan la sonrisa por lo ingenuo, al menos en lo que tienen de apariencia.

Estas antiguas revelaciones hechas por los hombres, tienen, a pesar de los grandes progresos de la civilización, una supervivencia tenaz gracias a que son historias que viajan sin cansarse a pesar de los años que se cargan encima. Sufren transformaciones, ya se ha dicho, y si bien es cierto que la sociedad pintada en los cuentos clásicos no tiene nada de primitiva, aquí, para nosotros, sí porta el maquillaje bucólico en esencia. La imaginería popular termina ofreciéndonos, finalmente, su colección de Mitos y Leyendas. Sin embargo, con una influencia casi extremadamente débil, forman mejor una pertenencia al subconsciente colectivo e individual y demuestran la función de lo irreal a que hacen referencia los arquetipos de la psicología freudiana. La supervivencia del mito, el existir de leyendas intermediarias, no porta elementos para que se identifiquen con la mentalidad de lo contado, más que como folclor en la mayor parte de los casos.

Para los tiempos que corren, los informantes a quienes se interroga sobre el asunto tienen la edad mayor, han nacido en pequeños poblados en los que se advierte el subdesarrollo de todo orden, no han salido casi de su lugar de origen y salvo algunos casos, están lejos de ser gente con talento y entusiasmo para relatarlos. Aprendieron su repertorio por tradición y los jóvenes, por las enseñanzas escolares, lo conocen en forma por demás superficial. Es por lo que su mayor vigencia se encuentra en medios tradicionales rurales y semirurales y no están exentos algunos sectores urbanos que dedican momentos en la tertulia de la acera a contarse historias de este tipo.

Los libros, resultado de transcripciones o producto de retención en la memoria para reproducirlos o volverlos resumen, ofrecen, por supuesto, un valor diferente en cada caso. En lo usual, puede afirmarse que son versiones de segunda mano con procedencia oral y libresca viviendo así una permanente mutación en amplios casos o confundiéndolos con alguna frecuencia por mala información y otras limitaciones personales.

Llegando al caso concreto del Tolima, existen Mitos y Leyendas a los que se ha extendido carta de ciudadanía tolimense sin que se hayan realizado de verdad estudios serios que determinen la originalidad regional de un mito o de una leyenda. En las versiones escuchadas ahora, se olvidan detalles importantes, se adaptan rasgos y se modernizan algunos por ese maquillaje pasado de moda, según algunos.

En la secuencia histórica, son nuestros cronistas quienes comienzan a referirlos y se detienen en pasajes sobre el Mohan y sus leyendas. Y a pesar de haber transcurrido varios siglos alrededor de aquellas evidencias, siguen ahí viviendo como una muestra que no se ha borrado del todo, lo que estudiosos llamarían parte de la memoria nacional. Ensayos como el de Antonio Cifuentes8 nos recuerdan cómo, el Mohan, por ejemplo, protagonista de variadas versiones y caretas, por ser polivalente y de referencia muldimensional, está ubicado geográficamente en las riveras del río Magdalena y se le considera como “Mito del agua”, confirmando su parentesco, su desprendimiento con algunas versiones de orden universal. Nos pasea documentalmente el autor referido a los años en que el Mohan estaba ligado a la magia y a la religión, apareciendo como un sacerdote indígena y en el primer tiempo histórico de la conquista española surgiendo como guerrero y conductor, terminando en la actualidad como símbolo de folclor, no dañino, objeto y sujeto de carnaval y como la otra parte de una realidad, sin perder en muchos casos su relación con los influjos de lo maléfico. Examina cómo todas las culturas tienen un Mohan por dentro, en la China o la India, México o el Brasil y nosotros acá también en el Tolima.

El Mohan, como Dios del Magdalena y su Mito mayor, parece que en medio de sus arrogancias encarnara temores o “complejos” que le impiden llegar a la ciudad, instalándose en algunos parajes de nuestro territorio.

En la década de los años sesenta del siglo XX, parroquianos del plan del Tolima donde tienen su base pueblos de pescadores, sus habitantes lo vieron de nuevo reflejado en el vestuario y actos de los hippies, aquellos criollos que venían andando con su pelo a lo beatle y sus mochilas, la señal de autostop y no un tabaco pero siempre fumando. Diez años antes, por los años cincuenta, en tiempos de violencia cuando huían despavoridos hacia los montes buscando sobrevivir a tanto crimen, el campesino rompió muchos temores y en su vida de tránsito entre los montes y los cafetales, los ríos silenciosos y en medio de guaridas, vigilantes y siempre en su estado de alerta, vieron que no existía el que los asustaba o que al igual que ellos portaba sus temores a los malos. Había cambiado mucho la realidad de esa dura pelea que les rompió en parte el mito y su comportamiento en el futuro, a pesar de seguir en condiciones de alto marginamiento. Esa simbología de otros tiempos, tomaba otras caretas. Darío Ortiz Vidales, por ejemplo, en su novela “No todos llegaron aquel viernes”9 que desarrolla historias en un período de 30 años antes del grito de independencia del 20 de julio de 1810, pinta el papel de los mitos y leyendas en algunos pasajes importantes, mostrándolos cómo el reducto de indios y guerreros que perseguidos en los más alejados e insólitos lugares se refugiaron en cuevas a orillas de los ríos y salían tan sólo de noche a fumarse su tabaco, ver la noche, sentir sobre sus hombros las estrellas y conseguir muchachas lavanderas para no desligarse de los bríos que tiene la pasión.

En la década de los ochenta, lo asimilan algunos con los duros del rock ya traducido y continúan reflejándolo ciertos sectores con el rostro de muchos guerrilleros, en particular el del famoso Ché Guevara con su habano en la boca y su cabello largo, amelenado, la mirada perdida y sus palabras algo sacerdotales. Parecía retornar con todos ellos el Mito del Mohan representando el papel de justiciero que iba condenando y castigando las malas acciones de los hombres, salidos en esencia de los montes con su figura extraña, la conclusión de fábula moralizante, el carácter de magia, o llegados del cielo y de algún cosmos. La primigenia representación cristiana con visos de este orden ahora estaba cambiada y tenía bien al fondo el mensaje primero.

De alguna manera, el Mohan constituyó un elemento de bastante influencia antes de la invasión del futuro ofrecido por los modernos y sofisticados medios de comunicación, a más de la asimilación de tecnología y cultura de otra parte, los que desterraron su reino de estas tierras, quedando reducido a pequeños sectores de la comunidad donde influía. Si bien es cierto, por tradición que se respeta, antes que se comparte, entre la gente que busca posibilidades de descanso en paseos a la orilla del río, muchos evitan pescar en días santos porque conservan el temor de que el Mohan aparezca en sus acciones para evitar sus hábitos, lo que lo deja marginado de su esencia y función fundamentales.

El destierro del Mohan, ya como Mito, ya como simbolismo de violencia, digamos sicológica, se advierte plenamente en estos tiempos. Queda ahí, como ejemplo de un tiempo ya pasado, reducido al folclor, a su caricatura, perdida ya su esencia del principio. En las fiestas que se hacen por los pueblos, reaparece de nuevo despertando sonrisas casi ingenuas por estar convertido en matachín, un payaso de todas las provincias. La repulsión que alborotaba en días lejanos cambió ya de lugar y hoy sólo queda su risa, su chicote, su vestido de corte estrafalario, su mirada de hippie trasnochado, un mito reducido a ser un chiste. Aunque como se dijo, las clases escolares lo retomen y cuenten sus escenas, el rico anecdotario que posee, todo sigue quedando en el vacío de lo que va a marchando inevitable en su no entendimiento cabal y legendario y en fin, hacia el destierro. Al igual que Bolívar en sus últimos días, solitario y cuidado sólo apenas por pocos y leales servidores luego de su grandeza.

El hechicero que robaba mujeres, castigaba a los hombres, encarnaba al antiguo sacerdote o era el brujo mayor que sí orientaba de veras las peleas, se pierde ahora en la bruma de los años. Han tomado bandera y hoy se imponen, nuevos y vigorosos líderes o guías de las comunidades. Ninguna mala acción parece castigada por los Mohanes, aunque para algunas mujeres apasionadas despierte la inquietud de ser robadas, encantadas en sexo por sus brazos peludos y su cabello negro, casi como caminando de la mano del embrujo amoroso, pero son excepciones que se toman siquiatras como tema de estudio.

Entre el símbolo del justiciero que tomaba venganza y el arco de la ley por cuenta propia, un paramilitar idealizado para presionar la conciencia de los hombres y el otro, juguetón y divertido, un juglar que encantaba, un poeta montés, un duende malicioso, el último quedó. El Mito, ahí, se fue por los caminos de otra parte y quedó la leyenda solamente. Así se ha ido perdiendo parte de la esencia de la cultura latinoamericana y entramos en la era de los mitos trasnacionales impuestos por los medios de comunicación y con nuestra a veces inadvertida complicidad. El Mohan se nos perdió frente al hombre o la mujer nuclear, Rambo, y aún el trasnochado Batman y su carnal muchacho Robin.

El hombre ya ha cambiado y vivimos constantes y nuevos desafíos. Estamos frente a nuevas voces y otros ámbitos. Nosotros los de entonces ya no somos los mismos, al decir del poeta. Y también, con el ritmo de los tiempos, tenemos trajes y costumbres varias, apenas el recuerdo de los mitos, la presencia eso sí dentro de ellos, de que hubo una vez, hace ya muchos años, un ser al que llamábamos el Mohan.

Pero detrás de todo ello continúa apareciendo transfigurado y el Mohan es nuestra conciencia y todos somos mohanes que dependen de aquello que ahora hagamos, si asustamos por ejemplo a alguien en la mitad de un grupo humanizado. Reencarnamos el mito, simplemente.

El oráculo, el revelador de sueños, el traductor del lenguaje del sol y sus encantos, el jefe respetable y venerado, el de palabra sabia que respetan, quien meditaba ayer y así libraban la guerra duramente contra los españoles, se ha quedado en la historia, en lo que llaman otros mito-historia. El sacerdote y guerrero indígena, el antiguo chamán, el curandero, el mago de esos años, el genio protector de aquellos montes, las lagunas y ríos o las minas, el que sabía airarse frente al explotador o el mal vecino, según José Rufino, el guía, el rito, la fiesta y un gran canto, lo que había aquí de cosmos y de naturaleza, un ecólogo antiguo, un hechicero, curandero además, mago hijo del agua, cuidador y agorero, saltamontes y sueños, conciencia y faro antaño de las almas primeras, tiene ahora su réquiem y laboramos sin camino distinto que seguir adelante.

 

Apuntes para una historia del teatro en el Tolima

A lo largo de la historia del Teatro en Colombia se han publicado diversos estudios por parte de confiables investigadores, ensayistas y comentaristas. Al recorrerlos, encontramos entre los verdaderos pilares de este género la infaltable presencia del Tolima o de los tolimenses en los momentos más cruciales o definitivos de su acaecer. Es así cómo, si nos remontamos hasta lo que fue el teatro de nuestro país antes de 1800, la actividad tiene, al decir de Carlos José Reyes, "un abocarnos en la tarea de armar un rompecabezas sin orden ni continuidad, lleno de ausencias, frente a lo cual resulta difícil establecer un cotejo lineal y mecánico entre la producción teatral y las circunstancias del acontecimiento histórico". Lo concreto es que allí están los precursores a nivel nacional que eran tolimenses. Pero el tema es por demás interesante si tenemos en cuenta que "el teatro jugó un papel en la vida religiosa, cultural y social de la Hispanoamérica no menos importante del que tuvo en España”. Se dice, entonces, que para nuestro caso, Colombia no estaba ausente del fenómeno y surgen las cuatro obras denominadas “precursoras" sin que por ello sean escuela sino antecedentes. Y es cuando aparece la famosa "Comedia de la Guerra de los Pijaos" como una de las obras perdidas pero presumiblemente escritas entre 1610 y 1620 por don Hernando de Ospina. Y al siglo siguiente, "si bien encontramos alusiones esporádicas de autores teatrales y representaciones de las obras a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII; la obra procedente de Colombia que se conserva, data de 1752, casi un siglo después de los trabajos de Cueto Mena y del ya básico mencionado de don Hernando de Ospina, el nativo de la ciudad de Mariquita. "La pieza, una loa breve y sin título, fue escrita por Jacinto de Buenaventura y presentada en Ibagué el 8 de septiembre de 1752 en honor de la " jura " de Fernando VI de España". Consta, dice la referencia, de 311 líneas y se halla en verso. El elenco está compuesto por seis personas con papeles activos: El Rey, cuatro damas, cada una personificando una parte del mundo (Europa, Asia, África y América) y un embajador que representa a las cuatro mujeres. Además aparecen cuatro moros que no hablan y un personaje que representa la "Música". La obra, dividida en dos partes, honra al Rey Fernando y en la segunda se honra a la ciudad de Ibagué por su nobleza y por su contribución al Rey. Cada parte consta de un estribillo que es cantado por "Música". En la segunda parte de la loa, las cuatro mujeres y el embajador ponderan a la ilustre ciudad de Ibagué, dando especial reconocimiento a Fernando José de Caicedo, su noble Alférez Real. La loa de Buenaventura, dice Harvey Johnson, "es de un mayor valor histórico que literario", de sencillo lenguaje y poco artificio. Y agrega luego que "Existe un vacío de casi 40 años entre la producción de la Loa de Buenaventura y la subsiguiente referencia al movimiento teatral en Colombia", aunque se presume hubo alguna actividad durante ese lapso.

Finalmente, aclara el profesor norteamericano, esta composición literario-musical y el poema, nos ayuda a formar una impresión de la vida local y de las diversiones de esa sociedad, desparecida hace ya casi dos siglos, cuando solemnizaron un acontecimiento histórico, la jura de un monarca y el festejo de un Alférez Real, con representaciones teatrales hechas mucho más atractivas con bailes y ornamentos musicales. Frente a la Comedia de la Guerra de los Pijaos, de don Hernando de Ospina, nos refieren que fue un hombre de letras, y tenía renombre de poeta satírico, aunque de él y de sus obras no quedó más que un fugaz recuerdo.

En el siglo siguiente, luego de que el "Coliseo Ramírez" dio origen a lo que hoy es el teatro Colón de Bogotá, nos cuenta don Vicente Pérez Silva que al lado de los éxitos de Luís Vargas Tejada con obras como Las Convulsiones, se ofrecen, al decir también de don José Maria Córdovez Moure, presentaciones definitivas de autores dramáticos colombianos como el caso concreto de don José María Samper, con Un Alcalde a la Antigua y dos Primos a la Moderna, Dios Corrige, no Mata y los Aguinaldos.

José Maria Samper, nativo de la ciudad de Honda, cubre toda una época del teatro en Colombia y ya lo refieren estudios como los Harold Hinds y Charles Tatum cuando revisan el tema en América Latina. Corre el año de 1856. Don José María Samper (1828-1888) vivió una viva insólitamente productiva, siendo uno de los hombres de letras más prolíficos del país. Samper, por ejemplo, editó los principales periódicos liberales de la década de 1850 y escribió para diarios de Santiago, Lima, Madrid, Bruselas, París y Londres.

Además de sus obras dramáticas escribió numerosos panfletos políticos, diversas obras sociológicas y filosóficas, tres volúmenes de poesía romántica y nueve novelas costumbristas. Entre sus muchos trabajos, varios se han convertido en clásicos colombianos y fueron reimpresos en el siglo XX. Pero nos referimos sólo a sus piezas dramáticas como Conspiración de Septiembre, El Hijo del Pueblo, Dios Corrige, no mata; Amor y Abnegación, Los Aguinaldos, Percances de un Empleo, Un Alcalde a la Antigua y dos primos a la moderna, que fueron producciones muy populares entre 1855-1857 y se presentaron en la capital como en la provinciana ciudad de Honda, su tierra natal.

Ponce de León, por ejemplo, convirtió la del alcalde en una zarzuela y alcanzó a presentarse en Madrid. Luego viene un largo silencio, un demostrado vacío hasta la aparición de don Luís Enrique Osorio, tras la importante obra de don Antonio Álvarez Lleras, y por aquellos días irrumpe nuestro maestro chaparraluno Carlos Emilio Campos "Campitos", entre los años 1940 y 1960, según lo refiere el poeta Gerardo Valencia.

Son los tiempos en que Bernardo Romero Lozano realiza sus primeras armas en el radioteatro de la Radio Nacional y se forman nuestras primeras estrellas como Carmen de Lugo, Sofía de Moreno, Esther Sarmiento y Numa Camargo, por ejemplo. Y también del esplendoroso éxito de la obra Luna de Arena del poeta ibaguereño Arturo Camacho Ramírez. En medio de las comedias, cómico-musicales de Campitos, salen ya los del llamado teatro de vanguardia con Enrique Buenaventura a la cabeza y dentro de los jóvenes se destacan Jorge Alí Triana, que junto a Héctor Sánchez, Carlos Duplat, Jaime Santos, y Cristóbal Ospina de la Roche, Tío Pedro y Chamizo, por ejemplo, conforman la vanguardia para el departamento.

Campitos, por ejemplo, y sobre cuyas obras y trayectoria se realizan algunos estudios, logra crear una época con sus obras satíricas o cómico-musicales la picaresca a la colombiana en representaciones como la de Don Juan Tenorio Jaramillo, Marcelino Vino y Pum, Don Próspero Vaquero, La Familia Presidencial, Campitos Presidente, Los Tres Reyes Vagos, Qué Hubo de la Transformación mi Señora Anunciación y La Feria de los Candidatos, entre otras.

Para la década de los años 70 del siglo XX, vale anotar que escritores tolimenses de narrativa ensayaron obras como el caso de Eutiquio Leal con Julio Rincón Compañero; Roberto Ruiz, quien tradujo del francés Las Preciosas Ridículas de Moliere y realizó otras como Leovigildo II, de carácter agitacional, al tiempo que Héctor Sánchez participó en montajes y su dirección, escribiendo obras como Esta es mi Calle y El Planeta Halley.

Al partir de Ibagué, todas aquellas figuras que luego brillaron con luz propia en el panorama nacional como el caso del ya laureado director de cine, teatro y televisión Jorge Alí Triana, queda en la capital del Tolima la acción permanente de Antonio Camacho Rugeles recorriendo pueblos con obras de Enrique Buenaventura, Jairo Aníbal Niño, Peter Weiss o Beltolch Brech.

El intento de grupos de teatro universitario que agitó el ambiente en forma posterior, generó un movimiento que tuvo hasta concursos departamentales organizados desde el municipio del Líbano, donde precisamente existieron montajes codirigidos por Germán Santamaría basados en una obra de Fernando Soto Aparicio. Y hasta allí llegaron los hermanos Pardo con una obra escrita y dirigida por Carlos Orlando titulada El general palo de Arco.

Con la desaparición de Antonio Camacho ya dedicado a la política, la llegada de Tomás Latino a Ibagué hacia 1978, generó el estilo del teatro callejero, la incentivación a festivales de mimos y la puesta en escena de obras costumbristas y folclóricas que rescataban el patrimonio cultural de la región y traían obras de Luz Stella que dirigió durante muchos años el radioteatro en la Voz del Tolima.


Bibliografía General

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1 Triana Gloria, Nueva Historia de Colombia, Vol. VI- pg 305.

2 Ibidem, Op cit.

3 Ibidem, ob.cit., pg 307

4 Álvarez, Blanca, Raíces de mi terruño, la enciclopedia folclórica del Tolimense, III edición, Imprenta departamental, 1991

5 .-Carlos Orlando Pardo, Colombia de fiesta, las tradiciones folclóricas regionales, Círculo de lectores, Fundación BAT Colombia, 2006, páginas 135 a 157.

6 Sosa Rubio, Pedro Bernardino, La religión en el Tolima, Manual de Historia del Tolima, Tomo III, Pijao Editores, 2007

7 Blanca Álvarez, Raíces de mi terruño, Enciclopedia folclórica del Tolimense, IV edición, Imprenta Departamental, Ibagué, 1991, páginas 355 a 359

8 Cifuentes, Antonio, El mito como leyenda y realidad, ensayo inédito, archivo personal Carlos Orlando Pardo

9 Ortiz Vidales, Darío, No todos llegaron aquel viernes, novela, Pijao Editores, 2002

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