SANGRE

 

Vengo desde las ribas románticas de un río

en cuyas vegas úberas demora mi bohío

besado santamente por las aguas serenas

que pasan, taciturnas, como rumiando penas...

Mi bohío es el alma de la selva discreta

Y dialoga en silencio como un anacoreta,

con los árboles viejos... Un sueño es mi bohío

bordado con espumas de las olas del río.

El río, ese poeta que me enseñó en sus cantos

a velar con sonrisas esotéricos llantos;

ese padre bohemio cuyas ondas polífonas

fingen en su carrera aluviones de antífonas...

Para la dulce choza da el astro sus canciones

monorrítmicas, suaves... Entre las armazones

de los cámbulos recios y de los gualandayes,

flota un trémulo sordo de prolongados ayes

que se distiende luego por el feroz ribazo

prendiendo en cada espiga la prenda de un abrazo.

Allí el guadual erige la pompa de sus arcos

flexibles y triunfales sobre los verdes marcos

de los maizales húmedos y de las plataneras

de próvidos racimos y rotas cabelleras;

allí, en el surco fértil revienta el rubio grano

que con heróico gesto depositó la mano

del labrador bendito, y ensánchanse las bayas

bajo del limo negro donde fueran las playas;

allí el membrudo toro muge sonoramente

llevando ramas frescas sobre la hirsuta frente,

como trofeos de lucha para la fiel vacada

que pace, melancólica, al pie de la majada;

y los bizarros potros, de enmarañadas crines

que abate el viento, enarcan el cuello, y los clarines

de sus gargantas suenan reclamando las púberes

potrancas que dormitan sobre los llanos úberes;

en explosión de luces bajo las horas cálidas

sobre la grava tibia florecen las crisálidas

verdes, azules, blancas, amarillas o rojas,

y con inciertos vuelos se van a las panojas

de las fecundas eras, y aprestigian sus galas

dejando en cada fruto el bronce de las alas;

en el azogue terso de las ondas hialinas

y mientras cruzan, rápidas,las ágiles canoas

entonan en los árboles las pardas chilacoas

el himno de los bosques, que sube hasta los cerros

mezclándose al metálico sonar de los cencerros…

¡Bendita sea mi Arcadia! Loado mi bohío

que duerme un casto sueño cerca a su padre, el río!

Oh, viejo río lejano que me diste canciones

y me enseñaste el ritmo secreto de tus dones!

Que antes de que yo muera logre otra vez mirarte!

Que antes de que yo caiga pueda otra vez gozarte

bebiendo de tus linfas musicantes y claras

y soñando en tus márgenes cosas tristes y raras…

Fueron allí los años de la dulce fragancia,

años en que mi vida fue de blanca ignorancia

que nunca ha de volver, que no he de recordar

porque me dan deseos de ponerme a llorar...

Fuí cazador entonces; y al golpe de mis flechas

rodaron por el polvo muchas aves deshechas;

sobre la arcilla húmeda de la selva bravía

se estampaban los rastros de la feroz jauría

que guiaba diestramente por escarpado monte

con gritos que rasgaban la paz del horizonte;

y me embriagué con sangre de alígeros venados

que mi carcaj detuvo al pie de los sembrados;

acaricié las arpas tajantes y felinas,

y me adorné con plumas de grandes alas finas;

entre las hendiduras de las musgosas lascas

y bajo las alfombras de secas hojarascas

hallé serpientes hórridas; el cuenco de mi mano

trajo a mis labios agua del manantial hermano;

y ensordecí en las selvas al formidable grito

del torrente, que al irse tras roca de granito

tremante, pavoroso, coronado de brumas,

les bate a los abismos su confalón de espumas.

Fuí pescador de caña, y las ninfas del río

me vieron inclinado sobre el fondo sombrío

que colmaba de rosas el providente cielo

en noches de verano; y de mi fuerte anzuelo

prendieron muchos peces de lucientes escamas

que al fulgor de la luna se diluían en llamas.

Fuí labrador. Al filo cortante de mi hacha

se doblaron los robles que no rindió la racha

furibunda del Bóreas. Mi masculina mano

plantó sobre los surcos la cepa del banano

y encalleció blandiendo la azada reluciente

que destrozaba el huerto preñado de simiente.

Y fuí pastor... Los prados enflorecidos, plenos

de sol y mariposas y perfumes serenos,

me dieron lechos suaves e improvisé cojines

de hojas para tenderme con mis bravos mastines.

A la sombra benéfica de frescos arrayanes

y de altos tamarindos despedacé los panes

que iban en mi bizaza, y los comí con quesos

y mieles rubias, mientras que cariñosos besos

ponía en los hocicos de mis dos perros fieles

de grandes ojos dulces y de leonadas pieles.

Entoné sobre el césped sencillas pastorelas

al son de tamboriles y eglógicas vihuelas;

y al pasional conjuro de mi panida flauta

pasó por mis senderos una pastora incauta

de senos estallantes y de brazos muy duros

diciéndome palabras y pensamientos puros.

Y la besé en los ojos y en la enervante boca;

y la pobre zagala como inconsciente o loca

se me fué con la tarde llevando en las melenas

el sol, y entre los labios la sangre de mis venas.

Bajo las alboradas cubiertas de opalinos

pabellones de seda que, dijéranse chinos,

y bajo tardes diáfanas tintadas de campeche,

me improvisé bigotes con espumas de leche

que extraje de las ubres redondas y repletas

estrujando hábilmente las sonrosadas tetas.

En estrelladas noches, cerca de los corrales,

me narraron extrañas historias orientales

los pastores hermanos (aún en mi memoria

conservo intacta una dulce y fácil historia),

y me dieron el nombre de las constelaciones

que fulgen en los cielos cual pleclaros blasones

del palacio intangible donde reside Dios

rigiendo el viejo cosmos con su paterna voz.

En el aprisco tuve una visión suntuosa,

una visión de alburas, una visión de rosa:

Erame yo un trovero doliente y taciturno

de nutridas melenas; y atreví mi coturno

hacia puertas hostiles en busca de una amada

que floreció en mi ruta; y en una madrugada

radiante y luminosa, cuando había muchos lirios

en la tierra y en lo alto se quemaban mil cirios,

la dulce Bien Amada se mostró en las almenas

al pie de cuyos muros le narré yo mis penas

en ágiles crescendos que dio mi caramillo;

y para que bajara mi novia del castillo

le tendí hacia las torres las trémulas escalas

de mis cantos; y llena de deslumbrantes galas

vino hasta mí la virgen... Con emoción suprema

glorifiqué el prestigio de una pálida gema

en las blancuras mórbidas de su dedo anular,

un dedo que era un pétalo de jazmín malabar!

Y muy juntos nos fuimos por la gloriosa vía

como dos muchachitos, haciéndonos la pía

ofrenda de mil besos divinos y nupciales;

y a nuestros pasos iban los mágicos rosales

deshojando la noble castidad de sus flores

para mullir la senda triunfal de mis amores.

Los árboles frondosos en una amena charla

se doblaban sobre ella como para abrazarla;

y las fuentes tejieron en su reír sonoro

una alegre sonata de cascabeles de oro.

Y reía mi novia, y yo también reía;

y tan intensa era nuestra santa alegría

que olvidamos las penas, el dolor de vivir,

y no hicimos más cosas que cantar y reír!

En el cielo no hubo más que el espacio y Dios

y en la tierra nosotros, solamente los dos!

Nuestras almas gemelas, enormes y paganas,

venidas de Bizancios incógnitas, lejanas!

Y clamaron los céfiros: “Bendecido sea el lazo

que ata dos seres buenos en un eterno abrazo!

Bendecido el tesoro de tus gracias, discreta

mujer! Y bendecidos tus cantos, oh poeta!

Y bendecidos ambos, princesa y trovador!

Loados sean tus triunfos, Amor! Amor! Amor!”

Y seguí con mi amada por el blanco sendero

decorando sus sienes con flor de limonero.

Y prendí a su corpiño de pasamanerías

el pulcro ramillete de mis galanterías.

La conduje a la Casa del Cordero Divino

a fin de que nos diese de su pan y su vino

y de que bendijera nuestra felicidad

para todos los tiempos, para la eternidad.

Y fue así. Las manos venturosas del preste

emergieron expertas del áurea sobreveste

y juntaron mi mano con la mano fraterna

de la dulce elegida... A la eficacia tierna

de las sacras liturgias y de las bendiciones,

se fundieron en uno nuestros dos corazones.

Aquella novia eximia divinamente casta,

gloriosamente pura, bajo la nave vasta

del templo del Señor, fingió una flor de nieve

caída desde el seno piadoso, blanco, breve

de la Virgen María. A las luces arcáicas

de los grandes flameros sus pupilas hebráicas

dilatáronse en una conventual mansedumbre;

y nunca en otros ojos puede verse la lumbre

que copiaron los suyos de las luces bermejas

bajo los arcos suaves y finos de las cejas.

Cobraron sus mejillas coloración unciosa

y sobre la opulencia nevada y majestuosa

de su seno vibrátil, vi dos cisnes en celo

que aleteaban por irse tras el azul del cielo.

Y regresamos locos por la gloriosa vía

como dos muchachitos, haciéndonos la pía

ofrenda de mil besos íntimos y nupciales;

y a nuestros pasos iban los mágicos rosales

deshojando la noble castidad de sus flores

para mullir la senda triunfal de mis amores.

Los árboles frondosos en una amena charla

se doblaban sobre ella como para abrazarla;

y las fuentes tejieron con su reír sonoro

una alegre sonata de cascabeles de oro;

y mientras caminábamos a la mansión señera

que con ónix y mármol ubicó mi quimera,

la mañana galante, perfumada y radiosa

volcó sobre nosotros sus ánforas de rosa!

Sueño maravilloso como tallado en nieve!

Sueño tan blando como el aura fresca y leve

que se enreda en las copas de los sagrados pinos

para llorar la fuga de tristes peregrinos...

Tiempos después la suerte me arrancó del bohío!

Dije adiós al rebaño, a las selvas, al río...

Y puesta ya en mis labios la sombra del bigote

me dí a las aventuras y me sentí Quijote!