EL BINOMIO INMORTAL

Por Carlos Orlando Pardo Viña

 

Alberto Castilla

Durante las dos primeras décadas del presente siglo, existió en Colombia un generación de intelectuales y artistas que se diferenciaron excepcionalmente del resto de sus contemporáneos. Crisis como la guerra de los Mil días hicieron que gran parte de los que integraron aquella generación tuviera que abandonar su hogar en plena adolescencia para ir a los campos de batalla a luchar por ideales políticos y sociales, entonces pensados con mayor convicción que en el presente. Esta experiencia produjo en los espíritus el choque natural que trastoca no solo valores sino que deja en el carácter huellas profundas. Si a esto agregamos las nuevas fuerzas económicas y sociales que empezaron a cambiar la concepción "filosófica" de la vida y modificaron con ritmo acelerado las costumbres, tendremos una explicación de porqué esa generación, que sin duda fue brillante, tuvo un concepto de la existencia tan escéptico y romántico a la vez, tan profundo y si se quiere tan ligero, y de porqué vivió en permanente contradicción consigo misma y con las normas usuales del ambiente.

Generación idealista, amable, saturada de un fino espíritu burlón, que no fue otra cosa que una defensa ante la vida, y que tuvo una adecuada expresión en aquella literatura mordaz que caracterizó toda una época, tuvo representantes en la poesía, la novela, el periodismo y la música. Tomás Carrasquilla, Julio Flórez, Clímaco Soto Borda, Enrique Álvarez Henao, Julio de Francisco y Eduardo Ortega entre otros, enmarcaron un grupo romántico y bohemio del que uno de sus últimos sobrevivientes fue Alberto Castilla.

Supo de los más intrincados secretos de las matemáticas y la ingeniería, no ignoró las ciencias naturales. Orador elegante, intervino en la política con fortuna, conoció de todas las literaturas y no fue extraño a las trascendencias de la filosofía. Creador del Conservatorio de Música del Tolima y de los Congresos Nacionales de la Música, ingeniero del Ferrocarril del Pacífico, internacionalista, literato, compositor, periodista, políglota y catedrático, Alberto Castilla encarna el espíritu musical de la ciudad que lo acogió y recuerda como uno de sus hijos predilectos: Ibagué.

Nació en Bogotá el 9 de abril de 1878. Su abuelo, chaparraluno, y su padre, antioqueño, perteneció a una raza que vivió y luchó en el Tolima. Su padre, Clodomiro Castilla, periodista, político y poeta, fue magistrado del Tribunal Superior y Diputado a la Asamblea. Un tío suyo, Tadeo Galindo, murió fusilado en Medellín en una muerte que Castilla describe como heroica en el periódico El Pueblo. En dicha carta describe a su abuelo materno, don Joaquín Buenaventura, como un valor absoluto en la ingeniería colombiana - quizá sería éste parte de un plan genético que lo llevaría a desempeñar la misma profesión-.

Bautizado en la parroquia de Santa Bárbara, donde también tuvo lugar su nacimiento, cursó sus primeros estudios en los colegios que en la capital regentaban don Joaquín Liévano y don Vicente Gamba, y el bachillerato en el colegio Araújo de Bogotá.

Inclinado por la música desde su primera infancia e impresionado por la lectura de un libro de Hipolite Taine, viaja a Italia donde se afianzaría de manera definitiva su vocación musical y su sensibilidad artística, que se verían completamente solidificadas cuando ingresa, a su retorno al país, a la Academia Nacional de Música dirigida por el maestro Enrique Price.

Durante las noches que descubre la bohemia, se hace discípulo de Emilio Murillo quién, a su vez, lo había sido de Pedro Morales Pino.

En 1899, al estallar la guerra de los Mil Días, se une a las filas revolucionarias del general José Joaquín Caicedo Rocha, participando en la contienda por dos años, tiempo durante el cual recibe varios ascensos.

Al término de la guerra, en 1902, con la amargura de ver derrotada la causa rebelde del liberalismo, fija su residencia en el Tolima pero visita por temporadas a Bogotá empleándose como administrador del salón de billares El centro de la juventud, de propiedad de Benjamín Martínez Recuero, y como jefe de meseros en el prestigioso Gun Club , sin abandonar su actividad cultural que empezara a consolidarse hacia 1905 cuando impulsa la Sociedad de Embellecimiento de Ibagué, y publica cuentos y artículos en los periódicos de la época, (ver Ibagué al despuntar del siglo)

La personalidad de Castilla, entre burlona y altiva, se puede observar en la denuncia penal que formulara en nombre de la sociedad a los empleados del Banco de Bogotá por no haber "realizado la fiesta de inauguración de las nuevas instalaciones que habían prometido". Esta y otras actuaciones le valdrían el afecto inicial de las damas ibaguereñas.

Alrededor de 1912, dos nuevos y famosos restaurantes-piqueteaderos, se establecieron en Bogotá: Rondinela y La Gata Golosa. Este último, al decir de Jorge Añez, frecuentado especialmente por "mujeres de rompe y rasga de alto bordo, quienes iban allí a pescar o a que las pescaran para lo cual contaban con la socorridísima protección y la mirada zahorí de la dueña de casa", dio nombre al conocido pasillo del compositor Fulgencio García, tolimense que naciera en Purificación en 1880 pero residente en la capital del país desde temprana edad hasta su muerte en 1945. El maestro García compuso obras como Soacha, más tarde llamada La gata golosa, Vino tinto, El vagabundo y Sobre el humo, entre otras, además del pasillo Castilla, en honor a La Vieja, como también era conocido el futuro fundador del Conservatorio.

Estos dos establecimientos fueron testigos de la vida bohemia de toda una generación. Añez continúa su descripción: "En Rondinela sí que se hizo bohemia, y de la buena. Durante algún tiempo allí se revivieron sesiones al estilo de las de La Gran vía de principios de siglo, dada la calidad y cantidad de intelectuales y artistas que concurrían.

Entre los números graciosos que presencié allí, ninguno como el de la ópera, cantada con gracia inimitable por Moisés Contreras, que hacía de soprano, Gabriel Rosas, de tenor, Antonio Zapata, barítono, y Daniel Cáceres, bajo, con una orquesta compuesta por Alberto Castilla al piano, además de director y concenador, Miguel Bocanegra y Belisario Cuervo".

Para el cambio de siglo, varias escuelas musicales iniciaron actividades en Ibagué. La del batallón Bárbula y más adelante la escuela de música de San Simón, dirigida por Temístocles Vargas, fueron las más sobresalientes, disueltas, de manera desafortunada, con la llegada de la guerra civil de 1899. Más adelante El hormiguero de don Pablo, una escuela dirigida por Pablo Domínguez y la Escuela Orquesta, fundada por el propio Castilla darían como resultado la creación de la Academia de Música de Ibagué.

La escuela orquesta, como relatamos en el texto referente a la fundación del Conservatorio, fue creada por Castilla, el médico y propietario de la botica, Pacho Lamus, y por el propio Pablo Domínguez. Se dictaban clases de solfeo, flauta, violín y piano en una casona arrendada y vacía. Lo alumnos empezaron a llegar y con ellos el montaje de un repertorio con el que ofrecían recitales gratuitos en acomodadas residencias de Ibagué exponiendo, al terminar, la urgencia de conseguir mobiliario con destino al nuevo centro musical. La solicitud siempre tuvo buena acogida. Más adelante, el colegio San Simón otorgó violines, violas, cello y contrabajo. Jorge Añez, citado repetidamente en esta investigación, fue el encargado de organizar el pénsum de la academia que crecía día a día gracias a los aportes oficiales que Castilla consiguiera con gobernadores como Antonio Rocha, Heriberto Amador, Andrés Rocha y Rafael Parga Cortés.

El 3 de abril de 1913, Castilla es nombrado secretario de hacienda del Tolima durante el mandato de Leónidas Cárdenas. Sus disposiciones, entre las que se cuentan varias que favorecían ampliamente al Conservatorio, se expresan en la gaceta departamental número 241.

Profesor de álgebra y contabilidad en el colegio de San Simón durante 1914, al mismo tiempo que es considerado como alma del periódico El Cronista, pronuncia el discurso de clausura de estudios del colegio que fundara Francisco de Paula Santander, dejando ver la controversia que surgiera con su amigo Manuel Antonio Bonilla, a quien critica algunas de las acciones desde la rectoría del mismo establecimiento. Sería esta visión crítica de las cosas la que lo hiciera inclinarse por la política.

En 1915 El Cronista lanza como representantes a la cámara a los señores Alberto Castilla, Alfonso López, Mariano Melendro, Deo-gracias Medina y, por último, al doctor Fabio Lozano. Sin embargo, publicaba el diario, "tanto nombre para elegir uno solo, dificulta el acuerdo y suscita emulaciones profundas. Se nos ocurre que los señores Castilla y Melendro no tienen vocación para los sports parlamentarios, que el señor López es nuevo en esas lides y que dos meses de Asamblea no son bastante escuela".

Elegido por varios períodos Representante a la Cámara, Castilla ejercería un liderazgo político entre quienes dirigían el liberalismo en el Tolima. Con posturas radicales y profundas, hacía gala de toda su oralidad para defender sus principios y los de su colectividad. En abril de 1919, por ejemplo, con ocasión de la renovación del personal de la Cámara de Representantes, publicó en El Cronista: "la elección en casi todas las circunscripciones senatoriales de políticos de ocasión, denuncia la profunda descomposición social que desprestigia irremediablemente la teoría de la democracia y tiene toda la elocuencia necesaria para demostrar que es necesario que la juventud estudiosa y los hombres distinguidos de los partidos asuman una actitud firme y se pongan en pie, leal y patrióticamente disciplinados, para librar la batalla inaplazable contra ese elemento oscuro, sectario y violento que amenaza apoderarse de las más altas corporaciones legislativa del país".

Secretario de gobierno y de hacienda en varias oportunidades, intentó suprimir éste último ente en 1919, por considerarla una entidad innecesaria. "En la forma como está hoy establecida esa sección del gobierno -decía Castilla- el secretario carece en absoluto de funciones y siendo así debe suprimirse el puesto y economizar al fisco $1.800 anuales". El proyecto fue negado por la asamblea.

Cuando el liberalismo ve la oportunidad de llegar al poder con Enrique Olaya Herrera en 1930, Castilla hace parte de la dirección del debate en el Tolima junto a Darío Echandía, Alberto y Daniel Camacho Angarita, Arturo Camacho Ramírez y Rafael Parga Cortés.

A la llegada del poeta Guillermo Valencia a la ciudad, quien se dirigía en diciembre de este año hacia Santa Marta, donde debía pronunciar un discurso con ocasión del centenario de la muerte del libertador, más de dos mil personas se congregaron frente al hotel en que se hospedaba mientras Castilla reseñaba el acontecimiento en el periódico El Pueblo. Luego del almuerzo que la sociedad ibaguereña ofreció al visitante, Castilla improvisó un discurso sobre la obra literaria de Valencia que le valieron elogios como el del poeta Eduardo López, que formaba parte de la comitiva. "Castilla habló con tan acertadas observaciones, que todos nos quedamos un tanto desconcertados, pues aún cuando ya conocíamos la personalidad de Castilla, no teníamos una idea cabal de su erudición y de sus capacidades oratorias", y el del mismo Valencia, "De los elogios que se me han hecho, el del maestro Castilla es el que más me enorgullece y el que más me ha impresionado en el curso de mi vida".

Otra de las múltiples facetas del maestro Castilla fue la de articulista, historiador y acertado analista de nuestros procesos sociales. Como muestra de ello, un artículo suyo aparecido en el diario El Tiempo en noviembre de 1921: ".. .la guerra civil es la resultante del desequilibrio social producido por la desigualdad política. Los pueblos como el Tolima tienen el instinto de la libertad y la comprensión del derecho. Viven con el oído atento al sonido del clarín militar. Cuando en 1899 se desató la guerra en Santander, el Tolima se puso en pié, buscó a sus jefes y entró en la lucha, lleno de coraje y bravura. Son incontables los sufrimientos que soportó el soldado tolimense en los tres años de fatigas y batallas y no hubo un lugar del país adonde no concurriera en busca de la gloria o de la muerte. El país conoce las hazañas guerreras del Tolima, cuyo relato produce escalofrío unas veces, e indignación otras. El heroísmo, la audacia, la abnegación, la hidalguía, la crueldad, todos los atributos de la guerra alcanzaron en el Tolima su más alta expresión... Una mañana de junio de 1901, hallábase Tulio Varón acampado cerca de Piedras, cuando fue impuesto de que las fuerzas del gobierno habían establecido, en su busca, una cerca de hierro alrededor de Doima, su campo estratégico... Con sólo 280 hombres partió hacia Doima y sitió el cerco que seis mil hombres había puesto en aquella población... el plan de Tulio consistía en entrar sigilosamente dentro de la terrible corraleja, asaltar la división que dormía tranquila, como que estaba rodeada por un ejército amigo de cuatro mil hombres... Tulio dispuso que sus soldados se quitaran la camisa para que la desnudez sirviera de signo de reconocimiento en la oscuridad de la noche... Ya dentro del campamento, dividió Tulio a sus hombres y una hora más tarde todo ser humano que por desgracia llevaba camisa sobre el cuerpo era partido en dos de un solo tajo por el machete de los asaltantes. ..A las cinco de la mañana mil doscientos cadáveres fueron iluminados por el sol en el campo de La Rusia". Este artículo sería reimpreso trece años después en el interdiario La Opinión.

Ingeniero, durante muchas correrías por el Tolima trazó carreteras, dirigió la construcción de puentes y edificios y diseñó el primer plano de Ibagué. Jorge Añez relata que "Como Alberto tuviera que soportar las malas cabalgaduras que el gobierno del Tolima le proporcionaba cuando estaba de ingeniero en una carretera, Juan Gavina Echeverri, a la sazón rematador de las rentas de licores de ese departamento, quiso regalarle un caballo. Algún tiempo después aquel (Castilla) fue elegido Diputado a la Asamblea, en donde se atacó a Gaviria Echeverri. Castilla lo defendió, actitud que fue calificada de soborno por un periodista, a cuyos oídos había llegado la noticia del ofrecimiento que Gaviria le había hecho. Castilla respondió con un soneto:

 

Ya incorporé en mis bienes el cuatrípedo

de fina piel y arábiga cabeza,

obsequiado de tu clásica largueza

para sacarme de mi estado bípedo

 

Por su corte y el ángulo trasípedo

pruébase de su estirpe la nobleza,

y por sus movimientos y destreza

tal parece enrazado en velocípedo

 

Mas al cambiar de propietario el bruto

quedó incorporado en la política,

y un periodista vil en torpe crítica

pregona que de un dolo ha sido el fruto;

por lo cual, y en honor a quien me infama

lo bauticé Soborno, así se llama.

 

Como compositor, Castilla le cantó a su pueblo en el idioma que el pueblo entiende: con sencillez y sentimiento; en sus poemas y en sus improvisaciones dejó lo que es propio de los buenos poetas y de los buenos improvisadores: ingenio aquí, inspiración allá; en sus discursos hay lo esencial de un orador, como dijera Eduardo López: erudición y elocuencia; y a sus amistades brindó siempre el corazón.

La obra musical de Castilla es, sin duda, valiosa. La más importante, por lo menos para los tolimenses, es El Bunde, declarado himno del Tolima en 1959 por la Asamblea del departamento, y compuesto en 1908 según doña Amina Melendro de Pulecio y no en 1914 como generalmente se afirma. Los versos son obra de Cesáreo Rocha Castilla en una versión y de Nicanor Velázquez Ortíz en otra.

La guabina , estrenada en el Salón Olimpia de Bogotá el 28 de febrero de 1915 por la orquesta del maestro Federico Corrales y con letra de Federico Rivas; el tempo de habanera El Cacareo; los pasillos Róñamela -dedicado a Luis Garay y grabado por la estudiantina Añez en discos Víctor, tiene la peculiaridad de que las tres partes están escritas en la misma tonalidad-, Romanía y Romanza No 9, las romanzas El Rizo -catalogada como una de las más bellas canciones colombianas, con texto de Manuel Gutiérrez Nájera- y Chípalo; la danza Beatriz , los valses Agua del cielo, Fuentecilla, Vaivén y María Amalia, éste último rotulado como vals brillante, la marcha Giana, la canción de cuna Arrullo , también conocida como Arrurrú, basado en una melodía folclórica colombiana:

 

"Arrurrú mi niño

que tengo que hacer

lavar los pañales y

hacer de comer",

 

Las obras religiosas Trisagio al corazón de Jesús, Agnus Deo y una misa de réquiem escrita en colaboración con su amigo Mario Alberto Rueda, la polka Mistelita, Villancicos, Picaleña y Talura. Lamentablemente gran parte de su producción se perdió por descuido del propio Castilla quien vendía sus producciones a bajo precio por urgencias de su vida bohemia o para favorecer a cualquier necesitado ya que su generosidad era proverbial.

Académicamente, Castilla tenía de la música un concepto claro. "Nosotros - comentaba en un artículo - nunca hemos creído en la existencia de la música nacional. Y nos atreveríamos a aventurar el concepto de que ningún pueblo del mundo, como no sea el chino o el hindú, si es que música puede llamarse lo que esos pueblos expresan con sonidos. Este concepto se funda en que para nosotros la música es la música en todas partes, y como tal no tiene raza ni nacionalidad". Quizá por ello buscaba la explosión de la misma, la búsqueda de mil lenguajes de acordes que lo llevaran a rodar por todo el mundo sin tener que salir del centro que fundara cuando el siglo apenas despuntara.

Como periodista, además de ser un duro analista y continuo articulista en los diferentes medios de la capital tolimense, fue encargado de la dirección del legendario El Cronista, en febrero de 1920, ante el retiro de Enrique Vélez, propietario, quien había sido llamado por el Senado de la República para servir en la secretaría de la alta cámara.

Como fruto de su actividad docente, Castilla publicó en 1932 unas Lecciones de Armonía, trabajo que dedicó "Al ciudadano Antonio Rocha, espíritu de selección, quien desde su bufete de gobernante del Tolima, ha tenido el buen sentido y la elegancia de impulsar el Conservatorio Departamental con una decisión y patriotismo insuperables" y cuyos derechos literarios fueron cedidos al Conservatorio.

Dos años antes de su muerte, se inauguraría el imponente salón de conciertos del Conservatorio que él mismo llamara Sala Beethoven pero que la sociedad impuso, por la fuerza, como Sala Castilla (ver Itinerario y sus protagonistas - Primeras décadas). Homenajeado de todas las maneras posibles por los gobiernos departamentales y por la sociedad ibaguereña en cabeza de Amina Melendro de Pulecio, uno de los más sentidos actos en su nombre fue realizado el día de la inauguración. Amelia Melendro acompañó al piano la orquesta que ejecutó las piezas María Amalia y El cacareo . Teresa de Meló acompañó El Bunde, y el entonces niño Osear Buenaventura ejecutaría al piano la romanza Chípalo -años más tarde se convertiría en uno de los más grandes compositores y pianistas no solo de Colombia sino de toda la América-. Cantó Leonor Buenaventura, recitó un poema compuesto para la ocasión Luz Stella y pronunciaron elogiosos discursos el exministro Alberto Camacho Angarita y Juan Lozano y Lozano.

En enero de 1936 organiza el Primer Congreso Nacional de la Música, llamada también Semana de la Música. La idea que había surgido gracias a noticias que le llegaran de un congreso similar en Argentina, tuvo un éxito sin precedentes. Grupos sinfónicos, de cámara, bandas, conjuntos corales, compositores, solistas y teóricos de la música, se reunieron en Ibagué durante cuatro días, tiempo durante el cual se ofrecieron recitales, retretas, un pequeño festival de música religiosa en los más importantes templos de la ciudad, análisis de los nuevos sistemas de enseñanza y de los caminos que debe seguir la música en el país, además de conferencias acerca de la estética y la historia del arte y exposiciones de pintura, escultura. El evento comenzó a darle a la ciudad un prestigio nacional. El propósito del maestro, convertir Ibagué en la ciudad musical de Colombia, se estaba cumpliendo. Diría Castilla del centro que él mismo fundara: "im centro cultural, pedagógico, educativo, amplio y democrático, abierto a todas las urgencias espirituales, cualquiera que sea la mente en que residan y lugar cuyo ambiente artístico sea tan grato y sutil que nadie puede dejar de respirarlo. Porque es mi anhelo que el Conservatorio llegue a ser -y en esa aspiración se me asocia el gobierno del Tolima y la ciudad de Ibagué- una pequeña gran república del arte".

Sus artículos periodísticos abarcan temas tan diversos como la demarcación de límites fronterizos con algunos países que publicó en el periódico El Derecho; la vida del empresario de ópera Adolfo Bracale, la vida y la obra del compositor bogotano Carlos Alberto Rueda, apuntes sobre la pureza del lenguaje y muchos más que divulgaron obras y autores poco conocidos en el medio. Fundador de la revista Arte, de gran trascendencia en el exterior, hasta el punto de conceptuar y escribir sobre ella plumas continentales al estilo de Miguel de Unamuno y Porfirio Barba Jacob, Castilla fue, sin dudarlo, la figura cultural del Tolima en su primera mitad del siglo.

En los primeros meses de 1937, las páginas sociales de los periódicos de la ciudad comenzaban a anunciar el delicado estado de salud del maestro Castilla y pedían por su recuperación. Sin embargo, algunos sabían que de tiempo atrás el autor de El Bunde padecía una fuerte afección hepática que, de acuerdo con las apreciaciones de un médico amigo suyo, pudo haberle causado la muerte por un fuerte derrame de sangre de la vesícula biliar. Otros refieren un ataque fulminante al corazón.

Murió el 10 de junio de 1937 en Ibagué, a los 59 años de edad. Cuando Castilla llegara al departamento, los censos arrojaron una población de 221.325 habitantes, a su muerte, el territorio tiene ya 650.000. El diario El Espectador, del viernes 11 de junio, bajo la corresponsalía de Alfonso Torres Barreto, anunciaba el entierro de Castilla para el sábado siguiente y narraba los pormenores de su fallecimiento. El cadáver fue velado en cámara ardiente en el salón de conciertos del Conservatorio.

La sala que lleva su nombre, inaugurada dos años antes bajo su sonrisa satisfecha, guardaba ahora su cadáver en medio del duelo general. El diario El Tiempo, en su edición del 10 de junio, destacaba en su titular "El sepelio del maestro Castilla constituirá gran apoteosis" y a renglón seguido precisaba "ha sido unánime el sentimiento popular por la muerte del gran artista. Tres días de duelo decretó la alcaldía. Asistirá una delegación de la presidencia. La asamblea levantó sesión".

Montañas de flores cubrieron el cuerpo del maestro. Centenares de mensajes procedentes de todo el país llegaban a cada instante al igual que distintas delegaciones de toda la república. Los carteles fúnebres empapelaban totalmente las esquinas: más de cuarenta instituciones artísticas, políticas y oficiales habían invitado al sepelio. La sala Castilla presentaba un suntuoso y severo aspecto: sobre el busto de Beethoven se encontraba la bandera colombiana enlutada; en un atril se hallaba la batuta del maestro y, en medio de dos pianos de cola, el ataúd. El alcalde de la ciudad dictó una resolución de honores y decretó tres días de luto. La idea generalmente aceptada de que el maestro fuera enterrado en el patio principal del Conservatorio fue acogida por el gobierno.

Juan Lozano y Lozano escribía: "Cuando en 1937 murió Alberto Castilla, los tolimenses y los amigos del arte en el país, tuvimos la sensación de que con él se extinguía uno de los mayores esfuerzos que en Colombia se hayan hecho por la música. El Conservatorio de Ibagué, por él creado y por treinta años dirigido y animado, iba a quedar sin ánima; acaso se sostendría languidecientemente por un tiempo y después, un día cualquiera, falto de recursos y perspectivas, cerraría sus puertas, sin que nadie los advirtiera. Castilla el grande, amado y recordado maestro, había puesto al servicio del arte y de sus coterráneos, algo que en los medios sociales representa la fuerza vital de las empresas, y que va más allá de la competencia, de la asiduidad, del entusiasmo mismo: él había puesto allí, en aquellos destartalados metros de vieja construcción una chifladura, la chifladura de su vida.

Castilla fue uno de esos seres excepcionales que finca el objeto de la vida en dar y no recibir, y que por ello obtienen la más grande recompensa de la vida que es el amor de su pueblo. El era un espíritu puro, un bohemio integral; bohemio de su corazón más que bohemio practicante, que también lo fue con consagración y valentía. Había sido naturalmente dotado de las más variadas facultades y en grado superlativo. Tenía una cabeza organizada para las matemáticas y resolvía in promptu, sin papel ni lápiz, cualquier intrincado problema que se le presentara, como lo hacen las modernas calculadoras electrónicas, posteriores a su fallecimiento. Era orador excelente, por lo diserto y fino, por las modulaciones de la voz y por la presencia tribunicia. Había, lector infatigable, acumulado vasta y varia cultura y como poseyera impresionante memoria, podía disertar al azar sobre derecho internacional, sobre literatura francesa, sobre historia colombiana, sobre teorías del estado y sobre muchas otras disciplinas del intelecto. Era un conversador lleno de ingenio y encanto, un impecable caballero, un varón valeroso, fino y elegante; un convencido de la patria y la libertad, que a los quince años de su vida se había echado un fusil al hombro y se había lanzado por las llanuras y serranías del Tolima a luchar por la causa de sus grandes amores.

Un hombre así equipado para la vida y que además descendía de viejas estirpes de acentuada influencia social, habría encontrado facilidades excepcionales para escalar altas posiciones de la nación; y en efecto, fue ingeniero y director de ferrocarriles, parlamentario, hombre público, gran figura de la sociedad. Pero ello de manera ocasional y saltuaria y, en la madurez, voluntariamente clausurada. El era, antes que todo, un hombre musical, no solo en la música sino en la vida; amaba al pueblo y a las gentes de Ibagué con ternura indecible; y, como tolimense de ancestro que era, tenía en no declamado ni ascético menosprecio, las pompas y vanidades del mundo. Así que, consciente y receptivo de la disposición histórica y general de las gentes de su pueblo para la música y el canto, se creyó en el deber de estimular, disciplinar, afinar aquella racial vocación nativa, y creó el famoso Conservatorio de Ibagué, que hoy caracteriza en el país a la ciudad y al entero conglomerado tolimense, y se consagró a él con toda el alma, hasta el momento de su muerte".

Hoy las cenizas de Alberto Castilla reposan en el patio de las dos camias, árboles que él personalmente sembró sin sospechar que un día darían sombra a sus despojos.

 

Amina Melendro de Pulecio

"Decía al principio de estas líneas -expresaba Juan Lozano y Lozano refiriéndose a su crónica de Alberto Castilla-, que la obra iluminada y apostólica del maestro Castilla, pareció a muchos que probablemente terminaría en una u otra suerte de burocratización, al extinguirse la llama del maestro. Pero no fue así, sino todo lo contrario. Conservatorio y Coros han conservado tal vitalidad, tal iniciativa, tal entusiasmo, tal capacidad de expansión y progreso, que Castilla tiene que sentirse no solo recompensado sino lisonjeado y aún más enaltecido, desde el lugar que habitan las almas superiores. Castilla no pudo imaginarse que sus Coros viajarían en triunfo por las grandes metrópolis del arte ni que sus propios acordes estremecerían a multitudes connaturalizadas con la magna música y con el bello canto. Sus discípulas Luz Calcedo, Leonor Buenaventura, Amelia Melendro, y tantas otras, encabezadas por Amina Melendro, hicieron el voto tácito de seguir adelante. Y el Conservatorio del Tolima es cada día más el centro, la caracterización, el problema, el orgullo del Tolima, y sus Coros son una de las auténticas e inequívocas realizaciones nacionales".

Doña Amina ha cumplido una jornada de casi 60 años liderando los procesos del incomparable Conservatorio del Tolima, su casa desde niña, que ha visto la forma en que ella levanta el monumento al espíritu con tenacidad envidiable, logrando impartir educación gratuita durante muchos años y levantando el Instituto Bolivariano que le da carácter de universidad, además de organizar los cursos de postgrado e institucionalizar concursos internacionales de interpretación y composición.

Pero todo esto es sólo parte de la labor amplia de doña Amina a la que puede agregarse la creación del Centro de Documentación de Tradiciones Populares del Tolima, los centros regionales de Extensión cultural, a más de sus programas Nuestra Música en el Campo, Ibagué Canta, y los Niños y Las Artes, entre muchos otros, que le han valido al Conservatorio penetrar hasta la base misma del pueblo tolimense.

Ibagué conserva, gracias a su tarea, el título de Ciudad Musical, mientras que, con el rostro del deber cumplido, se comunica con todos los discípulos con su gracia de conversadora inagotable, la misma que aplica a sus siete nietos y cinco biznietos.

Hizo famosas sus tertulias a las que asistían Eduardo Santos, Alfonso López Pumarejo, Darío Echandía y Antonio Rocha, entre otros. Todos con ánimo sencillo alejado de la etiqueta para gozar a sus anchas con el chocolate que ella preparaba al estilo de sus abuelos, acompañado de pavo relleno y bizcochitos especiales servidos en bandeja de barro sobrepuesta a una de plata.

Embajadores, ministros y diversas personalidades cruzaron por allí donde, además, se servían los platos típicos de la región y variedad de mistelas, pero ninguna visita era vana porque algo importante quedaba siempre para el Conservatorio.

Juan Lozano y Lozano escribía "Su estilo de vida difiere del de su maestro, porque, en primer lugar, ella no es bohemia, sino que su profesión es la de gran dama. Pero el amor a la música, la veneración por el recuerdo del maestro, el ibaguereñismo entrañable, la predestinaba para algo más que colaboradora en la obra golpeada por la muerte del fundador".

La música, para ella, suaviza el espíritu. Ha visto de qué manera niños rebeldes, de la época de la violencia y el horror, aprendieron a sonreír y a socializar. Aquel vínculo genético que unía cada generación del país, y en especial del Tolima, con la violencia, parece romperse con su mirada, una mirada que no oculta su energía indomable, su fervor apasionado y su sorprendente capacidad de acción.

Proveniente de una familia en verdad ilustre, sus antepasados, encabezados por Juan Manuel Melendro, llegaron provenientes de Valencia, España, y al ser testigos de las injusticias contra los indígenas y los patriotas, acogieron su causa como propia. Por eso su bisabuelo, Eugenio Martín Melendro, refrenda en 1809 el famoso Memorial de Agravios, obra de Camilo Torres, y en 1810 es uno de los firmantes del acta de independencia, para más tarde llegar a ser secretario del cabildo y de la Junta Suprema de Gobierno, a más de simpatizante de Antonio Nariño, su compañero en la campaña del sur.

Su abuelo, José Mariano, fue rector del colegio San Simón y gobernador de las provincias de Mariquita y de Tunja. Al trasladarse con su esposa a Bogotá, para educar los hijos, fueron robados totalmente, quedándoles sólo las joyas que ella quiso vender al presidente de entonces, José María Melo, tolimense amigo suyo. Melo no las recibió pero le entregó el dinero que pedía y le ofreció nombrar a su marido en el cargo que él quisiera. La respuesta del abuelo fue contundente: "Lo único que necesito con urgencia es un salvocunducto para poder salir a pelear contra usted". Y lo hizo.

Su padre había nacido en Bogotá pero se consideraba tolimense, particularmente de Doima, sitio que sería famoso durante la guerra de los mil días por la batalla de La Rusia.

Radicado en Ibagué, conoce en Honda a encarnación Serna Vidales, y con ella se casa en Ambalema en 1888. De esa unión nacen 10 hijos en Ibagué, entre ellos Amina. Todos cumplieron, y de qué manera, un meritorio trabajo en pro del desarrollo de la región.

Su hermano Mariano, ingeniero civil, fue gobernador del Tolima en 1938 y uno de los fundadores de la Flota Mercante Gran Colombiana en el gobierno de Alberto Lleras. Recibió como reconocimiento a sus muchas obras la cruz de Boyacá. Yesid, por su parte, fue gobernador en 1946, representante a la cámara, senador, cónsul de Colombia en Chile y Brasil, gerente general de la Caja Agraria, presidente de la Junta Directiva "de la Federación nacional de Cafeteros y miembro de su comité Nacional; Amelia fue la música de la familia, en voz propia de doña Amina, trasladaba del acetato a la partitura una melodía con solo oiría, recuerda. "Todos fueron vitales en la solidificación del Conservatorio. Ellos fueron mi soporte durante muchos años"

Amina Melendro estudió la primaria en su casa de Cataima por decisión de su padre y calificados profesores fueron a enseñarle las materias básicas. Sus hermanos deben ir a cursar el bachillerato en Bogotá ya que en San Simón no les dieron cupo por ser liberales. En 1921, cuando tenía diez años, se abre el Conservatorio e ingresa a él matriculada por su hermano Yesid y allí gana un primer premio. En 1922 cierran el Conservatorio por falta de dinero y el maestro Quevedo, su director, parte para Bogotá porque su mujer se ha enloquecido.

Por fortuna se reabre en 1924 bajo la dirección del maestro Uribe, quien ejerció el cargo por dos años. Amina regresa entonces a la alegría del piano, a la satisfacción de ver cómo supera a sus condiscípulos en muchas materias pero especialmente en la habilidad de los dedos sobre el teclado. Con su hermana Amelia, que tocaba la viola, formaron un dinámico conjunto en torno al cual se congregó una tertulia musical que continuó aún después de casada, al regalarle su marido un piano que reemplazó al obsequiado por su hermano Yesid. Alfonso Pulecio Ley va, su esposo, un famoso arquitecto de la región que construyó la casa en que ella aún vive, murió a la edad de 58 años, víctima del cáncer.

Vinculada al Conservatorio como profesora en 1934, recuerda paso a paso cómo aprobó con éxito los exámenes de posición del cuerpo, la mano y los dedos, adquiriendo desde entonces, sin advertirlo, todos aquellos pequeños detalles que irían a servirle en sus tiempos de profesora. Los colegas la designaron representante ante el Consejo Directivo y el maestro Castilla le enseñó a manejar las tres columnas de contabilidad presupuestal. Fue la primer mujer que llegó a la secretaría del Conservatorio, justamente por los años en que se realizó la Semana Musical y el I Congreso Nacional de la Música.Una década más adelante era una líder consumada de los famosos Coros del Tolima. Su labor allí le permitió a los coros financiar las cien correrías que han realizado en los últimos treinta y cinco años.

En 1959 el secretario de educación y el síndico del Conservatorio le ofrecen la dirección del claustro con la condición de que si no acepta, éste será cerrado. Lo duda, más al comprobar que el decreto de clausura es un hecho real acepta la rectoría pero sin cobrar sueldo. Conseguir instrumentos con la Federación de Cafeteros, greca con el Club de Leones, pan y leche con otras instituciones, no cobrar nada a los alumnos, prestarles los instrumentos, es parte de la tarea inicial.

Agustín Nieto Caballero, rector del Liceo Moderno a quien ella acude para mostrarle su programa del bachillerato musical -y por varios días vivió temerosa del resultado por no ser pedagoga- se sorprende al leerlo y pregunta dónde había hecho Amina su especialización. Ante su aseveración de que no había salido de Ibagué, recuerda que un verdadero pedagogo nace y lo aprueba totalmente.

Luego irá donde Fabio Lozano, rector de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, y solicita para los egresados del Conservatorio el ingreso a una carrera profesional, en una propuesta que es aceptada. La institución del bachillerato musical, estudiada por especialistas y músicos de América Latina le dará una de las mayores satisfacciones de su vida, comparable sólo a la visita que hiciera al Papa Pío XII.

Los triunfos de los coros del Tolima, la brillantez de sus egresados que sobresalen en muchas partes del país y del exterior, el sueño de ir siempre más allá construyendo nuevos espacios para la universidad de hoy y del futuro, dejan en Amina Melendro la satisfacción sin soberbia de un deber cumplido y la seguridad de un sueño realizado durante toda su productiva y eficaz existencia al servicio de la sociedad y la música sin pensar en sus luchas en contra de los obstáculos burocráticos que jamás faltaron.

Sin su persistencia, su tenaz e irreductible temperamento para sortear problemas en épocas difíciles surgidas por la incomprensión de algunos frente a una obra ambiciosa, no tendríamos en Colombia algo parecido. Ella y Alberto Castilla son las dos columnas portentosas que han sostenido este templo al servicio del arte y las figuras excepcionales que pueden ostentar el título de haber logrado realizar un trabajo en realidad descomunal.

En sus últimos años, aún se le ve corriendo de ministerio en ministerio, de periódico en periódico, de despacho en despacho, buscando fórmulas para concretar sus proyectos. Con la gracia que le es natural, decía que le conceden las cosas que pide para su instituto para no verla más en las oficinas.

Murió el tres de abril de 2009 dejando una obra monumental, una ciudad de luto y un conservatorio huérfano.

Sin embargo, su tarea continúa viva, al igual que el alma de Alberto Castilla. Todo a su alrededor fluye, canta y por sobre todas las cosas, sueña, como ella, un sueño llamado Tolima.

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