CONFLICTOS SOCIALES DEL TOLIMA

 

Por: Darío Ortiz Vidales

 

Es indudable que desde épocas precolombinas, en el territorio que hoy forma parte del Tolima, se presentaron conflictos sociales entre los primitivos habitantes de la región, pues la continua migración de ocupantes de diferentes etnias debió generar confrontación entre ellas, bien fuera en las luchas por el poder de las diferentes parcialidades aborígenes, o también, en los enfrentamientos de carácter racial y cultural, entre las tribus de origen “Karib” y las agrupaciones de lengua “Chibcha”.

 

Las guerras de conquista

Pero sólo la llegada de la historia escrita, portada por los invasores españoles, permite rastrear con alguna certeza, la sucesión de los conflictos sociales en tierra tolimense. Los primeros, sin duda, tienen que ver precisamente con las guerras de conquista.

Desde tiempos prehistóricos sobre la región, se ha venido presentando un fenómeno de migración caribe proveniente, al parecer, de las costas del norte. Buscando tal vez territorios propicios para la cacería, se encaraman sobre la espina dorsal de la cordillera que, mucho después, será denominada La Central. En el proceso que quizás duró siglos, van avanzando por el filo de la sierra, evitando siempre todo contacto con los primitivos pobladores aborígenes, que con mucha anterioridad, han sentado sus reales en las llanuras.

Formando parte de este éxodo caribe, por la vertiente oriental del sistema montañoso, va la tribu Pijao. Esquivos, desconfiados hasta de las otras agrupaciones de su propia raza, conservan total independencia frente a ellas y tan sólo mantienen algún contacto con la tribu de los Putimas, que avanza por la vertiente occidental de la misma cordillera.

De pronto el proceso migratorio se trastorna. Gentes de raza blanca han desembarcado también en Tierra Firme y, rápidamente, comienzan a invadir el territorio de los indios. Cuando tal cosa ocurre, los Pijaos se han enseñoreado de toda la región cordillerana, comprendida entre los ríos Coello por el norte y Atá por el sur.

Las tropas de ocupación española asedian a los aborígenes por todos los costados. Desde el sur, donde hoy quedan los territorios del Huila, el conquistador y fundador de Timaná, don Pedro de Añasco, ordena, en 1.540, quemar vivo al hijo de la Cacica Gaitana, pues el joven aborigen se niega a someterse. La ira de la madre es legendaria. Se dedica a recorrer toda la región de los Yalcones, su tribu de origen, para reclutar hombres que combatan al agresor extranjero. Pero también invita a sus vecinos los Paeces, Apiramas, Guanacas y Pijaos, para que se sumen a la lucha.

Cuenta el cronista Franciscano fray Pedro Simón, testigo presencial de muchos de los hechos que narra, que 3.000 (!) guerreros Pijao, seguidos todos de sus respectivas familias, marcharon sobre Timaná, para ponerse a órdenes del Cacique Pigoanza, quien acaudillaba las mesnadas de la Gaitana. Esta cifra nos parece un poco exagerada, sobre todo si se tiene en cuenta la escasa población que siempre tuvo la nación Pijao.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los Pijao marcharon al sur para participar en la lucha contra el agresor español. En el primer intento por tomarse a Timaná, logran la captura de don Pedro de Añasco y lo ponen a disposición de los instintos vengativos de la Cacica Gaitana y luego, en un segundo intento por tomarse la población, 15.000 (!) guerreros aborígenes, son rechazados por escasos 90 (!) peninsulares. A nosotros se nos ocurre que estas cifras eran magnificadas por los españoles para darle mayor trascendencia a sus hazañas y así, lograr superiores merecimientos con su Monarca de ultramar. Y mientras la leyenda de la Cacica Gaitana se disuelve entre las selvas que por entonces encañonaban el río Atá, tan sólo 30 combatientes Pijao regresan a sus hogares luego de esta expedición. Había comenzado la despoblación de la resistencia aborigen.

En teoría, la era de la Conquista terminó en 1.550 cuando se instaló en Santa Fe un organismo de la legislación española, la Real Audiencia, extraña mezcla de facultades administrativas, políticas y judiciales, y que a partir de entonces se inició la época de la Colonia, pero resulta que en tierras tolimenses las cosas no resultaron así de fáciles. Mientras algunas tribus aborígenes se sometían con relativa facilidad a los dictados del invasor extranjero, otras parcialidades oponían resistencia con diferentes grados de intensidad, como en el caso del Cacique Catufa, quien prefirió morir, antes de rendirse, entregándole su vida a las aguas del actual río Saldaña, hasta culminar con la rebeldía Pijao que se prolongaría casi por 70 años más.

 

La conquista del Tolima terminó apenas en la colonia

Mientras en las llanuras del valle del Alto Magdalena empiezan a desarrollarse los poblados de Mariquita, Honda, Piedras y Guamo y en el piedemonte de la cordillera, Ibagué; en el sur, en las encrespadas selvas del mismo sistema montañoso, acecha el descontento racial.

Pero en todo caso, en los territorios poco a poco colonizados, se iba organizando la vida a la manera española. Los aborígenes americanos que desde la llegada de Colón al Nuevo Mundo eran considerados una raza inferior y sometidos a la esclavitud por parte de los conquistadores, con el paso del tiempo, vieron variar su situación. Los guerreros extranjeros fueron convertidos en “encomenderos”, como pago por los servicios prestados a la Corona. A esta nueva clase social, integrada por militares ávidos de riqueza, se les “encomendaba” una parcialidad indígena para que se encargara de adoctrinarlos en los dogmas y ritos de la fe católica. A cambio de esta gestión espiritual, el agraciado adquiría el derecho a cobrar un tributo en “servicios personales”, a los beneficiados de la nueva doctrina.

Pero muy pronto, estos esquemas de “servicios personales”, nombre eufemístico de la esclavitud, gracias a las airadas protestas de Fray Bartolomé de las Casas, ya por entonces Obispo de la provincia mejicana de Chiapas, y quien en forma perentoria, exigía que el Monarca reaccionara en favor de sus nuevos vasallos, se cambió este sistema por el de los “tributos personales”, para generar una desconocida carga fiscal a los indígenas. Entonces, para suplir el trabajo obligatorio de éstos, se decidió la importación de negros africanos en calidad de esclavos. Y en la tierra tolimense, se dio origen a un nuevo tipo de sociedad.

Claro que la escasa población del territorio no propiciaba sino la existencia de pequeñas comunidades y escasas “encomiendas”. La vida en las zonas colonizadas por los blancos, empezó a tomar un ritmo pausado y molondro que habría de caracterizar a casi todo el período colonial.

En la capital del Nuevo Reino, después que los feroces conquistadores de mediados del siglo XVI, o se han matado entre ellos o enriquecido a costa del trabajo de los indios, languidecen en la decrepitud mientras la vida colonial se ha tornado rutinaria, en medio de los chismorreos de las beatas, papeleos de golillas, infidelidades de mujeres casadas, expoliaciones de encomenderos, procesiones y rosarios.

Pero entonces comienzan a llegar hasta la Real Audiencia comisiones de vecinos quejándose del comportamiento de los aborígenes Pijao, quienes no entienden por qué unos intrusos se empeñan en apoderarse de sus dominios y por eso han resuelto tomar la iniciativa contra-atacando al enemigo. Luego de sellar una precaria alianza con lo indios Paeces que habitan al sur de Gaitania, en el año de 1.591, comienzan a incursionar sobre las poblaciones de Ibagué, Timaná, Cartago, Roldanillo, entre otras, haciendo saltar en pedazos la hasta entonces imperturbable tranquilidad colonial.

Ante la gravedad de las noticias traídas por los habitantes de la región afectada, los enlutados señores Oidores de la Real Audiencia se dan cuenta que no tienen otro remedio que ponerse a trabajar. Comienza entonces un conflicto social y militar que habrá de prolongarse hasta bien entrado el siglo XVII.

No puede ser nuestro propósito relacionar en detalle toda esta prolongada confrontación, en primer término, porque esto supera los alcances del presente estudio y en segundo lugar, porque tal cosa ya ha sido analizada en forma minuciosa, no sólo por cronistas de la época, sino también por varios historiadores contemporáneos, entre los cuales se destaca el completo escrutinio sobre el tema que elaboró el académico tolimense Leovigildo Bernal Andrade.

Luego de muchas expediciones militares frustradas, la Corona Española decide poner el espinoso asunto en manos especializadas y por eso el 2 de octubre de 1.605, toma posesión de la Presidencia del Nuevo Reino de Granada, don Juan de Borja, militar de carrera y hombre de distinguidas ejecutorias, quien tiene en su haber la experiencia lograda en la dominación de los indios Araucanos en la región chilena. Por esos días la jefatura de la nación Pijao, que ha concentrado sus recursos militares en la región de Chaparral, la ejerce ahora, el Cacique Calarcá.

El propio Presidente don Juan de Borja marcha a ponerse al frente de las operaciones militares desde su cuartel general en el fuerte de San Lorenzo. Viene seguido de varios centenares de infantes, miles de indios cargueros y algunos escuadrones de caballería. Los tercios españoles son ahora comandados por los más conspicuos capitanes peninsulares. Es decir, todo lo más representativo de la Colonia tiene que ir hasta Chaparral para terminar la Conquista.

Se inician incursiones sobre la región del río Ambeima y el cañón de las Hermosas que encajona el río Amoyá y donde al parecer se encuentra el lugar sagrado de los aborígenes. Pero ocurre que también los españoles han aprendido métodos de los indígenas. Así como en otras épocas las expediciones punitivas eran obligadas a retirarse, pues los indios, rozando sus propias sementeras privaban a los conquistadores de toda posibilidad de abastecerse con productos de la región; ahora son los invasores quienes emplean estas tácticas para hacer inhabitables las zonas que dominan los nativos.

Y es así como estas primeras comisiones llegan al fuerte de San Lorenzo de Chaparral, contabilizando los siguientes resultados: se han destruido 970 labranzas de maíz, se han incendiado 184 bohíos y tan sólo 50 indígenas han caído prisioneros. La incursión sobre el Valle del Ambeima, arroja un balance similar: únicamente 21 capturados, pero en cambio, la tala de bosques y sembrados ha sido total.

Don Juan de Borja se da cuenta entonces que la guerra del hambre contra la nación Pijao va para largo y decide derruir el fuerte de San Lorenzo de Chaparral, cuyas empalizadas de madera por la inclemencia de las lluvias amenazan ruina y ordena construir en el mismo sitio una fortificación más cómoda y resistente. En consecuencia, se levanta una nueva edificación mejor protegida, a la cual el señor Presidente del Nuevo Reino modestamente, bautiza San Juan de Gandia, en honor de su propio nombre y para rendir homenaje a sus ascendientes, los Duques de Gandia.

Transcurren los meses y las tropas peninsulares continúan su guerra, no tanto contra los indígenas que son difíciles de sorprender, sino contra la propia naturaleza; pues su acción exterminadora se dirige principalmente contra la flora y la fauna que pueda proporcionar alimento a una tribu que sólo pueden derrotar por hambre. Por eso, periódicamente, cuando se acerca la época de la recolección de las cosechas, parten destacamentos “pacificadores” a luchar contra los sembrados de maíz y las manadas de animales montaraces, pues su propósito es borrar de la faz de la tierra no sólo a la Nación indomable, sino también a todos los recursos que la favorezcan. Definitivamente ha terminado el sosiego para la raza acorralada.

Asediados sin tregua, los aborígenes se ven obligados a enterrar sus tesoros, abandonar sus bohíos y sus muertos y a deambular por la selva de la Sierra de Calarma perseguidos como fieras y sin poder reposar dos días seguidos en el mismo sitio. Al parecer, las mujeres se esterilizan con yerbas o abortivos, pues comprenden que se aproxima el fin y se niegan a procrear hijos que puedan nacer esclavos. Tan solo los sostiene su indeclinable odio contra el invasor, la indomable decisión de no rendirse y la ardentía de su Cacique Calarcá a quien sus propios enemigos le han reconocido el título de General.

Transcurren así varios años hasta que a las montañas llega una noticia que estremece los despojos de una tribu que, si bien está siendo exterminada, jamás será vencida. El General Calarcá, el arisco Gran Señor de los Pijaos, el que estando solo asaltó una vez una escuadra enemiga y la puso en fuga, el de las escapadas milagrosas, la pesadilla del Imperio colonial, ha encontrado la muerte en manos enemigas.

No es nuestra intención terciar en la polémica sobre la forma como encontró la muerte el legendario guerrero. Lo cierto es que la desaparición del caudillo indígena derribó el último baluarte de la resistencia Pijao. La desmoralización cundió entre sus gentes, muchos cayeron prisioneros y fueron repartidos en distintas y distantes encomiendas. Treinta de sus principales fueron ajusticiados y sus cabezas colocadas en jaulas en los cruces de los caminos o en sitios públicos para que sirvieran de escarmiento.

La nación indomable desapareció para siempre, aunque un autor contemporáneo sostiene que al ser distribuidas por diferentes regiones del país, las aborígenes procrearon hijos que transmitieron la semilla de los inconquistables guerreros en distintos lugares del Nuevo Reino. En todo caso, los Pijao prefirieron extinguirse como nación, antes que rendirse. Por eso a finales del siglo XVII, don Juan de Castellanos, el cronista que escribió la “Elegía de Varones Ilustres de las Indias”, el poema más largo que se ha compuesto en lengua castellana, al describir las características de la raza Pijao y su desaparición, en afortunada síntesis, dice:

Selváticos, caribes, atrevidos,

todos en general y en tanto grado,

que muertos pueden ser, más no rendidos,

a condiciones de servil estado”.

Cumplida su labor de exterminio, Don Juan de Borja, seguido de sus tropas, abandona para siempre la meseta de Chaparral de los Reyes para dirigirse a San Bonifacio de Ibagué y darle gracias a Dios, porque le ha permitido terminar tal masacre, con tan buen suceso.

 

La verdadera colonia

Sólo hasta que la rebeldía aborigen no fue debelada por completo, no puede decirse que se inició en tierra tolimense la época de la Colonia, pues apenas entonces pudo comenzar el lento reacomodo de las distintas etnias que coexistían en un mismo territorio. Comenzaba la mezcla de las razas dando así origen a una nueva temperatura humana.

Sin embargo, la era de la Colonia es la parte menos conocida de la historia nacional. Mientras se estudian las peripecias, las vicisitudes y las proezas de los alucinados que adelantaron la épica gestión de la Conquista y se analizan, se escudriñan, se enaltecen los escasos años que duró la lucha por la Independencia, los dos siglos y medio que prolongaron la época colonial apenas son mencionados como una circunstancia transitoria.

Los colombianos hemos perdido de vista que fue durante aquel tiempo cuando en verdad se fijó en forma paulatina nuestra auténtica realidad nacional. El choque inicial de las razas que se confrontaron para no dejarse dominar la una de la otra y la mezcla étnica posterior, constituyen sin duda la etapa más importante, pero también la más desconocida de nuestro acontecer histórico.

Y en el caso del actual territorio tolimense, esto se hace más patente debido a su escasa población. Tal vez su relativo aislamiento de los grandes centros de producción y consumo de la riqueza, sus escasos medios de distribución de la misma, reducidos tan sólo a las corrientes del río Grande de la Magdalena y a un desastrado camino de herradura que conducía hacia las regiones del sur, el resto de las tierras y pequeñas localidades que empezaban a formarse permanecían incomunicadas entre sí y no ofrecían mayor interés para los nuevos colonizadores y por eso, su proceso de poblamiento, fue mucho más lento que en otras zonas del país.

En el censo de población levantado por Real Orden en el año de 1.778 cuando ya habían transcurrido más de dos siglos de establecida la Colonia, la provincia de Mariquita seguía escasamente habitada, a pesar de que en el padrón definitivo, fueron incluidas varias regiones que hoy pertenecen al Departamento de Cundinamarca.

Para esa época, la población total apenas alcanzaba a los 47.501 habitantes, incluidos los párvulos, como aclaran los resultados finales del empadronamiento oficial, diferenciados por sexos, estados y clases sociales. Y así tenemos que, para el año indicado, aunque nuestros cómputos no coinciden con las estadísticas de los burócratas coloniales, habitaban en la región 78 eclesiásticos, 12.769 blancos, 4.636 indios, 26.215 “libres”, -eufemismo utilizado para calificar a los mestizos y mulatos-, y ocupando el último lugar en esta escala de la sociedad colonial, 4.103 esclavos. Como puede verse, el escaso número de habitantes radicados en la región nos está indicando la baja población en los pequeños conglomerados urbanos y sin duda en los campos.

Esta es, tal vez, una de las razones que explican el por qué en la región no se presentaran disturbios sociales al igual que en otras provincias del Nuevo Reino, cuando la Corona dictó unas disposiciones prohibiendo la esclavitud de los indígenas, como ocurrió en diferentes lugares de América española, siendo el más notable la rebelión de los Pizarro en el Perú que llegó, incluso, a dar muerte al mismo Virrey, como representante del Monarca.

Ni tampoco hay rastros escritos de que en el actual territorio tolimense se hubiesen presentado enfrentamientos entre “encomenderos” e “indigenistas” como en otras zonas del país, los cuales dieron origen a profundas modificaciones en la estructura política, económica y social de la naciente sociedad colonial. Y hasta la región tampoco llegaron los efectos del alzamiento armado del Capitán don Álvaro de Oyón que cubrió algunas zonas del sur del Nuevo Reino, hasta la captura y muerte de un caudillo que enfrentado políticamente a la metrópoli, puso por primera vez en entredicho los esquemas institucionales de la época en un movimiento considerado por algunos como precursor de la independencia americana.

Claro que durante ese largo período colonial se presentaron conflictos en el seno a la naciente comunidad que habitaba el territorio del Tolima. Pero no pasaban de ser discrepancias de menor cuantía. Surgen apenas los litigios que emprendían los indios coyaimas contra antiguos encomenderos que alegaban derechos sobre sus dominios, o contra el cura doctrinero de su resguardo por la misma causa. Y también se rastrean trances como el del cabildo de Ibagué contra las Compañía de Jesús; los indígenas y mestizos de Guayabal por las tierras de su resguardo, y en fin, éstas eran más rencillas curialescas que verdaderas confrontaciones sociales.

Sin embargo, la sociedad colonial en tierras tolimenses fue configurándose de análoga manera a otras regiones del país. La población aborigen fue disminuyendo en forma más o menos acelerada, no sólo por los maltratos padecidos por los indígenas, sino por las epidemias, y sobre todo, por el desarraigo a que eran sometidos, trasladados a unos sitios y climas diferentes a los de sus lugares ancestrales, sino también obligados a trabajar en actividades que no eran las suyas, lo cual ocasionaba deserciones en buena escala, e incluso muertes por melancolía. Esto consiguió que las primitivas “encomiendas”, perdieran su importancia original y quedaran convertidas en inmensos latifundios que nadie trabajaba ni sus propietarios dejaban explotar.

Se hizo entonces necesario generar un tipo de relación laboral como el “concierto”, que consistía en una especie de contrato de trabajo por medio del cual un indio o un mestizo se comprometían a trabajar por un salario un tiempo determinado, que por lo general oscilaba entre seis meses y un año. De otra parte, quedaban grandes extensiones de territorios incultos y totalmente desconectados de los centros de consumo, los cuales, por carecer de dueño conocido, eran tenidos como propiedad del Rey de España y de ahí su nombre: “Tierras Realengas”. Estaban también las propiedades de la Iglesia y algunas poblaciones contaban con ejidos, que eran explotados por el “común”, formado casi en su totalidad por pequeños propietarios. Por último venían los “Resguardos Indígenas”, una institución colonial establecida para proteger a los dispersos grupos de aborígenes que habían sobrevivido a la ferocidad de los conquistadores y a la codicia de los encomenderos. Si bien es cierto que se trataba de unas organizaciones de economía natural que poco o nada aportaban al desarrollo del país, por lo menos permitían a los indios que las explotaban comunitariamente asegurar su subsistencia.

Pero en realidad, los únicos conflictos sociales de alguna magnitud registrados por la historia en esa época, fueron los tres intentos de rebelión promovidos por los esclavos negros de la hacienda de San Bartolomé de Honda.

 

La rebelión de los Comuneros

El año de 1.781 que acaba de iniciarse, comienza a cobrar dimensiones históricas y heroicas. En tierras del Socorro, Charalá, Simacota, San Gil y otras provincias del norte del Reino, las gentes del “común” - como se le decía al Pueblo antes de la Revolución Francesa-, se han sublevado contra unas medidas tributarias adoptadas por el gobierno español y tumultuariamente avanzan airadas sobre la capital del virreinato.

Igual que un reguero de lava ardiente, las mesnadas “comuneras” se van extendiendo sobre campos, villas y aldeas, arrasando con todo lo que encuentran a su paso. Como brotados de la propia tierra, centenares, millares de campesinos y arrieros, peones y mayordomos, comerciantes y vivanderas, armados de palos, picas, machetes, piedras y azadones, confluyen de todos los puntos sobre el Camino Real que de las tierras del norte conducen a Santa Fe.

Los vientos de la rebelión han soplado en todas las direcciones. Las gentes del “común” del pueblo de San Bonifacio del Valle de las Lanzas de Ibagué, rompiendo en forma intempestiva el letargo que los tiene sumergidos secularmente en la mansedumbre colonial, se amotinan contra las autoridades virreinales. Las campanas de la iglesia parroquial son echadas al vuelo convocando a todo el vecindario para que se sume a la sublevación. Adueñados de la situación, los insurgentes exigen la abolición total de todos los impuestos y contribuciones, pues de lo contrario prenderán candela al caserío. En términos modernos, los rebeldes ibaguereños toman como rehenes a sus propios míseros ranchos para forzar una negociación, o de lo contrario les prenderán fuego. Como en otras localidades, son las gestiones oficiosas de los frailes las que logran adormecer temporalmente el motín.

El mismo día en que estalla el alzamiento en la apartada aldea de Ibagué, al pueblo de Nemocón llega procedente de Tausa el capitán volante de los comuneros del Socorro, José Antonio Galán. Viene seguido de 24 hombres y al punto es comisionado por Juan Francisco Berbeo para que al frente de cien rebeldes parta de inmediato en dirección a Honda, capture al regente fugitivo, ocupe la ciudad, interrumpa la comunicación con Cartagena donde se encuentra el Virrey y se apodere de los 200 fusiles que su Excelencia envía desde allí para reforzar la defensa de Santa Fe.

Al frente de esas tropas colecticias parte Galán a cumplir su cita con la historia. Luego de forzar varias veces los obstáculos que pretenden oponerles las milicias del Rey, debidamente reforzados con nuevos hombres que le envía Berbeo, ciento cincuenta jinetes del “Común”, cabalgan en dirección a las tierras del Tolima. Cruzan el río Grande de la Magdalena y ocupan la población de Ambalema. Intervienen allí las Rentas del Rey y luego de otorgar recibo, reparten entre las gentes del pueblo los bienes incautados y José Antonio Galán, que de las provincias del Socorro ha salido apenas como un revoltoso más, en suelo tolimense y en medio de gentes tolimenses, decanta su vocación, y poco a poco, se va convirtiendo en un auténtico revolucionario.

Basta la presencia de un puñado de rebeldes socorranos para que el incendio se extienda por toda la región. El 18 de junio de 1.781 se decreta la libertad de los esclavos de propiedad de don Vicente Estanislao Diago que laboran en la mina de “Malpaso” en la provincia de Mariquita. Esta es la primera vez que en el territorio nacional se toma una medida de tal naturaleza. El movimiento comunero va dejando de ser una revuelta y amenaza convertirse en una revolución.

En la Villa de San Bartolomé de Honda se espera ansiosamente la llegada de Galán. El Regente Visitador General ha emprendido la fuga por el Magdalena sobrecogido de un pavor que lo lleva a imaginar - al decir de un cronista de la época -, que: “Hasta los caimanes del río se habían vuelto socorranos”. El descontento finalmente se desborda y en la noche del 23 de junio, las gentes de los barrios del Retiro y el Rosario se sublevan y en medio de tremenda algarabía, descienden por la calle de la Broma y como ha sucedido en otras partes: asaltan la cárcel, liberan los presos, atacan la administración de las Reales Rentas y luego orientan su furor contra las casas de los peninsulares adinerados. Estos se han hecho fuertes en la Casa del Palomar y desde allí, suficientemente pertrechados, rechazan con nutridas descargas de fusilería los intentos que hacen los rebeldes, quienes atacan armados únicamente con palos y con piedras.

La calle del combate comienza a cubrirse con cadáveres de gente pobre. Sin embargo, líderes anónimos ordenan que sus compañeros muertos sean arrojados a la corriente del río Gualí, en un dramático y enternecedor esfuerzo para evitar que la vista de tanta mortandad acobarde a los atacantes que vienen a la retaguardia. Las gestiones de los curas franciscanos, al día siguiente congelan la rebelión.

Entre tanto Galán ha enviado emisarios de insurgencia a todas las poblaciones del Valle del Alto Magdalena. De nuevo se producen alzamientos en San Bonifacio de Ibagué. Igualmente, se amotinan las gentes del Llano Grande de Espinal, de Coello, de Coyaima, de Nuestra Señora de la Purificación, y también los vientos rebeldes alcanzan a llegar a la apartada meseta de Chaparral de los Reyes. Allí ocurre un fenómeno curioso: Mientras en todas partes se suman al movimiento “comunero” las personas directamente afectadas por los peajes, guías, tornaguías y otras tasas, en la antigua región de los Pijao, son nuevamente los indígenas, - que en manera alguna son afectados por medidas tributarias -, quienes otra vez enarbolan la bandera de la rebelión.

Al frente de ellos aparece ahora Simón Bernate. Como ocurre en el caso del Cacique Calarcá, de este caudillo aborigen es muy poco, o casi nada, lo que se conoce de su vida y de su muerte. Se dice de él, que al frente de mil, que entre paréntesis apenas debieron ser cien hombres, marchó a engrosar las tropas de Galán que se aprestaban a ocupar la villa de Honda. Se afirma, igualmente, que meses después de dominada la insurgencia comunera y presos y ajusticiados sus caudillos más conspicuos, el indio Simón Bernate aún permanecía en pie de guerra vigilando con su gente la meseta de Chaparral y esperando órdenes de “Mi General Galán”.

Pero pronto llega a la región del Valle del Magdalena la noticia de las “Capitulaciones” que los capitanes “comuneros” han firmado en Zipaquirá con las autoridades virreinales. Y mientras la revuelta se disuelve en medio de “Te Deum” y perjurios de Arzobispo, José Antonio Galán licencia sus tropas y emprende el viaje de regreso a su tierra, donde le saldrá al encuentro su destino final como revolucionario. Cuando tiempo después, pretenda insistir en su conato, no encontrará en las provincias del norte del Reino el mismo eco rebelde y levantisco que lo acompañó resueltamente en tierras tolimenses.

Violadas las “capitulaciones”, los gobernantes coloniales empiezan a tomar represalias contra los elementos más representativos del “Común”. Galán y tres de sus compañeros son ahorcados, partidos en cuartos y sus miembros distribuidos por diferentes regiones del Nuevo Reino.

Al parecer, el indígena Simón Bernate también es puesto prisionero, pues un historiador afirma que el Fiscal del Crimen de la Real Audiencia pide: “Para Bernate, pena ordinaria de ejecución y que su cabeza se envíe a Chaparral, y allí en un palo elevado, se exponga al público para que se la vea en leguas a la redonda”.

No aparecen pruebas sobre el efectivo cumplimiento de la condena pedida por el señor Fiscal, pero es evidente que la insurgencia de Bernate y sus aborígenes de Chaparral fue un nuevo intento de la raza indígena de enfrentarse con las armas en la mano contra quienes, siglos atrás, la habían despojado de sus dominios.

 

La cuestión social en la independencia

Ya está demostrado, históricamente, que una complicada urdimbre de factores sociales fueron los desencadenantes definitivos para propiciar el conflicto de la liberación de España. No se trató únicamente de los deseos de mayor poder burocrático de los “criollos” santafereños o cartageneros los que dieron origen al problema. En el fondo de la sociedad colonial, subyacían contradicciones sociales de raza, de estirpe, y hasta de religión, circunstancias que Bolívar supo descifrar en su momento para escalar hasta la guerra total.

Pero ocurría que en tierras tolimenses, quizás por la ya mencionada escasez de población, tales confrontaciones no se manifestaban de manera ostensible, y por eso, en la región, el desarrollo del proceso de emancipación revistió modalidades atípicas. Los mismos dirigentes locales que gobernaban en la época del Rey, fueron aparentes partidarios de la Independencia, aclamaron las tropas “reconquistadoras” de don Pablo Morillo, y años después, formaban parte del gobierno republicano. Tal es el caso del ibaguereño don José María Varón, considerado como un patricio en la localidad. Este hombre, en 1.810, cuando ya agonizaba la Colonia, ostentaba el rango de Alférez Real y cuatro años después, en plena efervescencia revolucionaria, fungía como Regidor de la ciudad. Pero no sólo eso porque en 1.816, de nuevo como Alférez Real, era el encargado de recibir con todos los honores, a las tropas que venían a instaurar el “Régimen del Terror”, y tiempo después, consolidada la Independencia, era escogido como Alcalde de la localidad.

Este ejemplo se repitió en muchas poblaciones tolimenses. Los del sector social de los “criollos”, integrado por gran parte de “blancos”, quienes, por razón de nacimiento se consideraban “chapetones” y de muchos “libres”, como decían entonces, éstos últimos empeñados en trepar por la escala social, se limitaban a cambiar de camiseta según las conveniencias, pero siempre lograban permanecer en el poder. La lucha revolucionaria corría por cuenta de los adolescentes de todos los estamentos, quienes no vacilaron en lanzarse a los campos de la guerra por el tiempo que les alcanzó la vida, que para unos fue muy corta, aunque para otros, como en el caso del General José María Melo, le costó 40 años más de brega, hasta que fue ejecutado en tierra mexicana, luego de haber combatido en medio continente latinoamericano.

En otro estudio para esta misma obra, relacionamos algunos detalles sobre el transcurso de la llamada Guerra de Independencia en tierra tolimense. Aunque ya está dicho, recordemos, que al parecer, solo dos conflictos sociales afloraron en la región durante ese período. Los esclavos negros de Chaparral, quienes en 1.811, se enfrentaron a las autoridades locales y a sus amos, pues consideraban que la Junta Suprema de Gobierno instaurada en forma tumultuaria en Santa Fe, el 20 de julio de 1.810, también les había declarado la libertad a ellos. Y por último, las tentativas de alzamiento contra los “reconquistadores” españoles, por cuenta de los indígenas de Prado, Natagaima y Purificación, que dejó como saldo un buen número de ejecuciones, sobre todo entre las mujeres.

 

El conflictivo siglo XIX

Nos atrevemos a calificar así al siglo antepasado, pues sin lugar a dudas, en la historia escrita de Colombia, no conocemos una centuria más controversial. Desde 1.810, cuando empezó la llamada “Guerra de Independencia”, hasta los albores del siglo siguiente, fue tan sólo una sucesión de enfrentamientos entre los habitantes de un mismo territorio. Es verdad que el período posterior también estuvo convulsionado por agitaciones sociales y políticas aisladas, como lo veremos más adelante, pero en realidad, fue hasta después de pasados los primeros cincuenta años cuando se inició la gestación de esa “anarquía generalizada”, como dicen los “violentólogos” contemporáneos, y que aún padecemos hoy.

Pues bien, fue en ese siglo XIX, luego de transcurrir los 14 años de lucha armada contra el imperialismo español, cuando se sucedieron desde 1.830, año en que murió Bolívar, hasta 1.903, “nueve guerras civiles generales; catorce guerras civiles locales; dos guerras internacionales, ambas con Ecuador; tres golpes de cuartel, incluyendo el de Panamá, y una conspiración fracasada”. Y lo tremendo es que el Tolima participó en la totalidad de éstas “nueve guerras civiles generales”. Y lo más asombroso de todo, es que aún los investigadores actuales no han podido establecer por qué los tolimenses no sólo se sumaban a todas las insurgencias del Liberalismo, sino que en la guerra de 1.875 encabezaron la sublevación Conservadora contra el régimen “Radical”.

Puede ser la herencia atávica de los genes Pijao que no soportaban el sometimiento, pero también debe haber otras causas. En toda confrontación armada, a lo largo de la “Historia del Arte de la Guerra”, como escribiera el Mariscal Montgomery, se entremezclan factores, económicos, políticos, y a veces, hasta raciales y religiosos. Pero en las guerras civiles colombianas, sobre todo en el Tolima del siglo XIX, varios de estos elementos, que sin duda existían, no afloraban a la superficie.

Las aparentes causas del conflicto se originaban, según sus avisados promotores, en las supuestas discrepancias entre el Partido Liberal y el Conservador, en las diferencias existentes entre la vocación “federal” de los primeros y la convicción “centralista” de los otros, o peleaban por el complejo asunto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero la verdad es que, si los Generales que emergían de esas guerras, ni siquiera ellos entendían estas entelequias, mucho menos iban a motivar las “montoneras” que los seguían. Tampoco es válida la afirmación de que los “conservadores”, representantes de una “aristocracia” agraria, en contubernio con el clero, se enfrentaban en un duelo a “pistola mordida”, con los comerciantes y abogados “liberales”, y de ahí, el origen de todas las guerra civiles del siglo antepasado. Esto, por lo menos en el Tolima no es cierto, pues si bien que por esa época aquí existía el latifundismo, la verdad es que estos grandes propietarios rurales se aislaban en su patrimonios agrarios para cuidar sus inmensos intereses y poco tenían que ver con las modestas aspiraciones de los “comerciantes y abogados”, que a duras penas sobrevivían en los centros urbanos, poblados en forma precaria por esa época en la región. ¿Por qué, entonces, los tolimenses participaban en todas las confrontaciones armadas que ocurrían durante el siglo XIX? Este será un tema que debe abordar un estudio con más espacio que el presente.

Iniciar una guerra civil no era nada del otro mundo. Bastaba que un caudillo con cualquier pretexto decidiera “pronunciarse”, y así se le hacía saber, no siempre discretamente, a los amigos que tenía en las distintas provincias y si algunos de sus conmilitones estaban de acuerdo, esperaban que llegara el domingo siguiente. Ese día, la plaza principal del poblado, convertida en mercado, hervía de actividad. Estaban como siempre los vendedores de miel, de panela, de cacao, las ventas aparecían como de costumbre concurridas por indios, arrieros, y vivanderas que consumían a sorbos grandes totumadas de chicha o escanciaban aguardiente. Se encontraban en su lugar habitual los puestos donde se traficaba con añil, con especias, con rejos de enlazar, con telas y como siempre las recuas de mulas impregnaban el ambiente con olores y humores característicos. De pronto el “gamonal” de la región hacía su sorpresiva entrada en la plaza montado en costoso caballo, mientras los peones de su hacienda, armados de machete, palos o viejos fusiles, taponaban los accesos al mercado. Había comenzado una leva colectiva.

El poder persuasivo de los garrotes iba conduciendo a los campesinos de todas las edades que se encontraban en el pueblo, hasta un caserón convertido esa mañana en cuartel militar, mientras partidas de áulicos del jefe político, se dispersaban para esperar en los cruces de los caminos o en las fondas rurales, a los que no habían bajado al mercado ese día, para enrolarlos en este reclutamiento forzoso de una nueva insurrección. Amontonados como reses y vigilados por el gamonal que había decidido sublevarse, el cual, después de inventariar a sus nuevos soldados, luego de tomar la determinación de ascenderse él mismo al grado de Coronel, enviaba un estafeta al caudillo de sus simpatías, para notificarle que determinada provincia, se había pronunciado a su favor. Después, quedaría tiempo para averiguar cuales objetivos perseguía esta nueva guerra civil, mientras los reclutas, animados por bambucos o estimulados con aguardiente, eran empujados a los campos de batalla, donde debían morir, si antes no alcanzaban a desertar, sin haber comprendido jamás, por qué estaban peleando.

Claro es, que en el fondo de cada contienda civil, subyacían problemas agrarios, se debatían intereses económicos encontrados, trataban de insurgir conflictos sociales, pero estas cosas no eran objeto de programas por parte de los partidos políticos, ni los caudillos guerreros tenían la menor intención de promover soluciones colectivas. A ellos les bastaba que cada guerra les permitiera incrementar su patrimonio económico o saciar su apetito de poder político. Por eso, las masas tenían que ser reclutadas por la fuerza y los campesinos arriados como bestias, tenían que hacerse matar por cosas que no les interesaban.

Pues bien, así transcurrieron casi setenta años de historia social del Tolima, a todo lo largo del siglo XIX. Las gentes de la tierra, empuñaron las armas por causas que no estaban entendidas a cabalidad, y por culpa de esas razones nebulosas, fueron ajusticiados en Medellín en 1.840, en la “Guerra de los Supremos”, sobrevivientes de Ayacucho, como los Coroneles ibaguereños, José María Vezga y su primo, Tadeo Galindo, y años después, en 1.851, cuando la sublevación de los partidarios de mantener la esclavitud de los negros importados de África, resuelven empuñar de nuevo las armas, son precisamente dos mariquiteños, Diego y Mateo Viana, quienes encabezan la revuelta. Y dos veces en la llanura de “Garrapata”, en Mariquita, se decide la suerte de sendas guerras civiles.

Y más tarde, en la “Guerra de los Mil Días”, fueron muchos los “Generales”, acaudillados por Tulio Varón, por el minero antioqueño Ramón Marín, por Aristóbulo Ibáñez, y por los Coroneles Segundo Santofimio, Enrique Caicedo, y tantos más, quienes al terminar el siglo XIX, mantuvieron encendida la antorcha “guerrerista”. Pero lo grave de todo este cuento, es que a lo largo de un siglo de confrontaciones bélicas, no quedó para el Tolima, ni un sólo ajuste agrario, ni algún avance social, ni siquiera la posibilidad de buscar una mejor calidad de vida. Por el contrario, sólo desolación y muerte.

 

Al comenzar el siglo XX

Cuando en el mes de noviembre de 1.902, los comandantes liberales capitularon en los tratados de “Neerlandia” y el “Winconsin”, oficialmente se dio por concluida la contienda civil que por su duración, recibió el nombre de “Guerra de los Mil Días”. Esto no implicó sin embargo, que la totalidad de los combatientes depusieran las armas de inmediato.

Grupos guerrilleros dispersos, se tiroteaban entre sí. Muchos de los vencidos se negaron a deponer las armas, y de otra parte, bandas de antiguos beligerantes, que habían hecho de la guerra una ocupación lucrativa, continuaron merodeando por los campos, dedicados al robo de ganado, o convertidos en salteadores de caminos. Sin embargo, esta situación apenas se prolongó por algunos meses, pues aquellos que persistieron, al no contar con derroteros concretos, ni tener causas específicas para defender, poco a poco se fueron disolviendo, mientras muchos de ellos iban cayendo paulatinamente asesinados, como consecuencia de venganzas retardadas.

El siglo XX comenzó entonces a transcurrir en el país, y por ende en el Tolima, en medio de una aparente paz social, pues ya la paz política había sido impuesta por la fuerza al partido derrotado. En las ciudades, al paralizarse el desarrollo de la incipiente industria nacional debido a la última guerra civil, la clase obrera prácticamente no existía como tal. Por su parte los artesanos se limitaban a insistir ante el gobierno sobre la modificación de los aranceles aduaneros, tal como lo hicieran 60 años atrás, cuando presionaron el golpe militar del General José María Melo.

Sin embargo en los campos, la situación principiaba a tomar un cariz bien diferente. La estructura agraria de Colombia, distaba mucho de ser homogénea. Al lado de la explotación típicamente capitalista de la tierra, que se adelantaba en menor proporción por empresarios extranjeros, sobre todo en la Costa Atlántica, y del pequeño parcelero independiente, coexistían además relaciones de producción precapitalistas, tales como la del arrendatario que debía pagar en servicios personales, o la decisión creadora de colonos que deseaban convertirse algún día en propietarios de la tierra que trabajaban y casi al margen de la economía nacional, subsistían las comunidades indígenas que desde la época de la Colonia, cultivaban en forma colectiva la tierra y trataban de defenderla de la rapacidad de los terratenientes.

 

No existe política social

Entre tanto los partidos políticos, desentendidos de estas situaciones, se limitaban a continuar con sus componendas palaciegas, sus fraudes electorales y sus conspiraciones de opereta. Al repasar los titulares de la prensa de esa época, se puede apreciar cómo, mientras los problemas que aquejaban a los obreros o a los campesinos, no merecían la menor atención de los periódicos y por ende de la opinión pública, en cambio sí, se describían con todo detalle, las persistentes actividades “políticas” de los diferentes grupos de oposición.

Y mientras los gobiernos se suceden unos a otros y los partidos políticos se dedican tan solo a sus triquiñuelas electorales, las clases populares abandonadas a su suerte, tratan por su cuenta, de forzar soluciones para sus problemas. En los centros urbanos, empiezan a fundarse pequeñas y medianas factorías, que van absorbiendo la mano de obra excedente de los campos. Sin embargo, el incipiente proletariado industrial no tiene noción exacta de su verdadera condición. La duración de la jornada laboral es arbitraria y las mujeres son preferidas a los hombres, porque cobran apenas la mitad del salario.

 

La inconformidad indígena

Mientras tanto en los campos, empezaban a manifestarse los primeros síntomas de los conflictos sociales y económicos, que iban a alterar la paz en el país del siglo XX. Y fueron los aborígenes de la región del Cauca, quienes iniciaron la lucha.

De espíritu exageradamente legalista, Manuel Quintín Lame, indígena puro, convertido en caudillo de su comunidad de origen, decidió viajar a Quito, para estudiar en los archivos nacionales del Ecuador, los documentos coloniales que trataban sobre los Resguardos. También consiguió del Ministro de Relaciones Exteriores en Bogotá, que le permitieran estudiar las “Cédulas Reales de los resguardos del Cauca”. Y armado con este expediente, en el año de 1.914, al frente de doscientos aborígenes, pacíficamente ocupó la población de Paniquitá, al norte de Popayán y luego la de Inzá

Como era de esperarse, cuando se conoció en los medios oficiales las tomas armadas hechas por los aborígenes, vino una gran movilización de tropas de línea y gendarmería sobre la región, Quintín Lame se replegó con su gente, pero el operativo militar logró coparlo y el caudillo indígena y muchos de sus seguidores fueron capturados. El prisionero “fue ultrajado a culata y martirizado salvajemente por la policía y luego, colgado de la cola de una bestia, entró a Popayán”

Comenzaba para Manuel Quintín Lame un calvario en su larga y accidentada trayectoria. Con el tiempo sería encarcelado 108 veces, según su propia afirmación. Sin embargo, su bandera para reivindicar las tierras de los indios, se fue extendiendo a otras regiones del país. En mayo de 1.917, en un resumen sobre noticias provenientes del Tolima, decía la prensa de Popayán: “En los distritos de Ortega, Chaparral, Natagaima y Coyaima, especialmente a orillas de los ríos Cucuana, Tetuán y Saldaña, es numerosísimo el elemento indígena. Ellos se nombran periódicamente un gobernador, cuyo nombre no recordamos, es un indio joven, inteligente y de algunos conocimientos; pero el verdadero jefe de esos indígenas es Pantaleón Chaguala Izquierdo, uno de los de Yaguara”.

Desde hace algún tiempo se habla entre estos indígenas de un levantamiento general para rescatar las tierras y prender fuego a la notaría de Chaparral, donde están protocolizados los títulos de propiedad de los blancos sobre las tierras disputadas por el elemento indígena. En enero del presente año recibieron comunicación del indio Lame y celebraron algunas juntas muy numerosas en el campo, parece que con el fin de acordarse para secundar al caudillo indio del Cauca en sus proyectos de restauración indígena”.

Acosado en su natal Cauca por la represión oficial, a los pocos años Quintín Lame decidió trasladar su campo de operaciones a tierra tolimense, sobre todo en las regiones de Ortega, Coyaima, Natagaima, Ataco y Chaparral y empezó a organizar a su gente equipada con“pocas armas de fuego, pero que disponen de bastantes machetes y otros elementos de trabajo”, informaba la prensa de la época. Teniendo como segundo al indígena José Gonzalo Sánchez, y según informaba el diario “El Tiempo” de Bogotá: “Las autoridades de Ortega comunican que los indios han asumido actitud hostil, pues atacan a los transeúntes habiendo herido ya a algunos e interrumpiendo el libre tráfico, pues Lame declaró a Ortega en “Estado de Sitio”. Los jefes Lame y Sánchez dictaban conferencias subversivas, en las que el primero volvía a declararse jefe supremo de todos los indios de Colombia”

En agosto de 1.923, Quintín Lame se trasladó a Bogotá con el propósito de entrevistarse con el Presidente de la República, el General Pedro Nel Ospina, quien debía gestionar la devolución de las tierras, que según su opinión, habían sido arrebatadas a los aborígenes. A su regreso al Tolima fue puesto preso por las autoridades del Guamo, sindicándolo de diferentes delitos y con el propósito de minar el respeto que por él sentían sus seguidores, dispusieron que se le cortara la abundantes y larga cabellera que le cubría la nuca y que era característica del cacique de Tierradentro y el Tolima.

 

Las luchas urbanas en los años 20

Pero también en los centros urbanos la situación social era confusa. Los trabajadores de un proletariado en formación, intentaban darle una estructura más coherente a su lucha por las reivindicaciones sociales.

La reacción de la clase dominante ante estos intentos de organización en 1.919, y la consiguiente creación de un Partido Socialista en Colombia, no se hizo esperar. Tirado Mejía, al respecto escribe: “La respuesta de los gobiernos conservadores fue la misma: represión, negación de derechos e incluso apelación a las armas para debelar las huelgas que en casos como el de Barrancabermeja, eran jurídicamente catalogadas como sediciosas”. .El Tolima no podía ser ajeno a esta situación. Relata Medófilo Medina: “El 21 de febrero de 1.920 - mes cumbre de la elevación de la rebeldía de las masas - una manifestación popular de la ciudad de Ibagué, se dirigió al Concejo Municipal en momentos en que dicha corporación se hallaba reunida, con el fin de protestar, contra los altos impuestos que contribuían al encarecimiento de los medios de subsistencia. Las voces de los fusiles contestaron a las voces de protesta y del hecho se reconoció oficialmente la cifra de cuatro muertos, dieciséis heridos y numerosos contusos y encarcelados”.

La actividad sindical que por unos meses había decrecido, cobró nuevos ímpetus. Era la coyuntura histórica del dirigente tolimense Raúl Eduardo Mahecha. Había nacido en la población del Guamo el 13 de octubre de 1.884, durante la “Guerra de los Mil Días” militó en las filas del ejército conservador, hasta alcanzar el grado de Capitán y estuvo dispuesto a viajar a Panamá para luchar contra los partidarios de la segregación del istmo. Retirado del Conservatismo empezó a desarrollar su vocación anarco-sindicalista deambulando por todo el país en busca de cada conflicto laboral que se presentara o con la intención de fomentarlo. Se ingenió una imprenta portátil que acomodada en un barco, viajaba por el río Magdalena desde Girardot hasta Barranquilla con itinerario de regreso, editando y distribuyendo en forma gratuita periódicos que repartía a los braceros, estibadores, jornaleros del café, obreros del petróleo y trabajadores del banano.

Aunque su actividad proselitista nunca se concentró en el Tolima, sino apenas en las localidades ribereñas, es indudable la influencia que ejercieron sus prédicas no sólo en su tierra natal, sino también en diferentes regiones del país.

 

La confederación obrera nacional

A pesar de las represiones padecidas, el 20 de julio de 1.925, se instaló en Bogotá el Segundo Congreso Obrero presidido por Ignacio Torres Giraldo y con vicepresidencia del caudillo indígena Manuel Quintín Lame. Fue una de las asambleas proletarias más fecundas. Se creó la Confederación Obrera Nacional, C. O. N., la primera central que pretendía recoger la totalidad del incipiente sindicalismo colombiano y que controlada por sectores socialistas o pro-comunistas, pronto se afilió a la Internacional Sindical Roja. Se planteó que la lucha organizada no debía limitarse tan sólo a las ciudades, sino también extender su atención a los problemas agrarios e indígenas, e inició una acción encaminada a lograr la liberación de los presos políticos del régimen.

Fue igualmente por aquellas jornadas cuando empezó a destacarse en el concierto nacional la figura protestataria de María Cano, elocuente luchadora de la causa popular, hasta el inicio de la década de los años 30. Como es natural, con la activa presencia de la C. O. N., el movimiento huelguístico cobró un ritmo ascendente y sus peticiones se tornaron más concretas: Jornada laboral de ocho horas, descanso dominical remunerado y construcción de escuelas para los obreros.

 

El tercer congreso obrero nacional

En noviembre del año siguiente y luego de una exitosa gira de María Cano por el centro del país, donde una de las más “sonadas” fue la de Ibagué, se reunió el Tercer Congreso Obrero bajo la presidencia de Torres Giraldo, con las vicepresidencias de María Cano y Raúl Eduardo Mahecha y la secretaría para Tomás Uribe Márquez. El indígena Quintín Lame no pudo asistir, pues por aquellas calendas, como de costumbre, se encontraba prisionero.

Desde antes de la instalación de este Congreso, ya estaba en la mente de casi todos sus organizadores, la idea de crear un partido político autónomo que le diera un respaldo de masas a las luchas obreras para permitirles superar el anarco-sindicalismo que hasta entonces las inspiraban. Y en efecto, del seno de esa asamblea proletaria surgió la determinación de fundar el Partido Socialista Revolucionario, como colectividad que se encargara de agrupar a todos los trabajadores colombianos.

Se intensifica la lucha

Esta agrupación política, desde los primeros días de su fundación dio demostraciones de una gran combatividad. A diferencia de los intentos de organización obrera que antes habían señalado el camino, el Partido Socialista Revolucionario se distinguió por su radicalismo en los planteamientos y en la acción.

El bautizo de fuego que recibió esta organización recién fundada, ocurrió apenas a los dos meses de su constitución como nuevo partido y fue la huelga en las petroleras de Barrancabermeja, dirigida por el conductor socialista Raúl Eduardo Mahecha. El estado de alarma que se originó a raíz de estos hechos entre la burguesía nacional que consideraba inminente la insurrección proletaria, llevó al gobierno a expedir el Decreto 707 de abril de 1.927, llamado de “Alta Policía” y a promover en las Cámaras Legislativas la aprobación de la “Ley Heroica”, una especie de “Estatuto de Seguridad” de aquella época.

 

Síntomas de conspiración

Pero la represión casi siempre violenta que se ejercía contra toda manifestación de inconformidad de las clases trabajadoras, convenció a muchos líderes del joven Partido Socialista Revolucionario, de que la única salida posible ante esta situación, era la de conspirar en la preparación de la insurgencia armada.

Por aquellos días, un sector “guerrerista” del Partido Liberal, integrado por muchos veteranos de la contienda civil de los “Mil Días”, coincidía en esta apreciación y consideraba que la única fórmula posible de lucha política, era la de la “acción intrépida”. Y empezó a producirse entonces una curiosa simbiosis. Los liberales partidarios de la vía armada, acaudillados por el General Leandro Cuberos Niño, miembro del triunvirato que dirigía la colectividad, entraron en entendimientos con aquellos militantes del Partido Socialista Revolucionario, quienes apenas un año antes, fundaban esta nueva organización, pues no querían saber nada de las dos colectividades tradicionales. Ahora sin embargo, ambas venían a reencontrarse en el terreno menos esperado.

Y fue entonces cuando los elementos radicales del Liberalismo y del Partido Socialista Revolucionario, de común acuerdo empezaron a tender por todo el país, los hilos invisibles de la conjura insurreccional. Se integró desde la clandestinidad un etéreo Consejo Central Conspirativo, el famoso C. C. C. a cuyo cargo correría la dirección operativa del alzamiento. El General Cuberos Niño y otros miembros de la izquierda liberal, hacían causa común con Tomás Uribe Márquez, Ignacio Torres Giraldo, Raúl Eduardo Mahecha, quienes encabezaban a los socialistas en la preparación del estallido insurgente.

Se inició la fabricación secreta de bombas al estilo de las utilizadas en la guerra del 14 en Europa, sobre todo en el taller del conspirador Ernesto Rico en Bogotá y desde allí se remitían en cajones a diferentes lugares del país. El maestro Luis Vidales, en inolvidables tertulias bohemias recordaba con humor aquellas andanzas juveniles. Los ingenuos conjurados, contaba el poeta, se comunicaban candorosamente entre sí por medio de los hilos telegráficos que controlaba el Gobierno y utilizaban claves infantiles. Una de esas comunicaciones “secretas” dirigida desde la población tolimense del Líbano al C. C. C. en Bogotá, por ejemplo, decía: “Nos llegaron las papas. Punto. Se les olvidaron las mechas. Punto”.

 

La matanza de las bananeras

En el mes de noviembre de aquel mismo año 28, dirigida por Raúl Eduardo Mahecha, quien actuaba en forma descoordinada con las instrucciones recibidas del C. C. C., se precipitó la huelga general en la Zona Bananera de la región del Magdalena, contra las arbitrariedades que se cometía contra sus trabajadores, la empresa norteamericana United Fruit Company.

El régimen conservador se había puesto a órdenes de los intereses imperialistas. La Zona Bananera fue militarizada y la Jefatura Civil y Militar recayó sobre el General Carlos Cortés Vargas. El 5 de diciembre, todos los huelguistas fueron convocados a la ciudad de Ciénaga, pues, según se les dijo, el Gobernador del Magdalena llegaba para darle solución justa al conflicto.

Pero en la madrugada el día 6, el General Cortés Vargas en avanzado estado de embriaguez, ordenó leer del Decreto Número 4 firmado por él mismo, y “y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala”. La multitud entredormida, quizá no entendió nada de lo que estaba ocurriendo, pero algunos alcanzaron a lanzar “vivas” a Colombia y al Ejército, cuando el General Cortés Vargas ordenó a los nidos de ametralladoras instalados previamente, que entraran en actividad. Fue una madrugada de espanto. Lo que ocurrió en aquel trágico amanecer ha sido descrito en forma magistral por Gabriel García Márquez, en “Cien años de Soledad”.

Esta masacre alucinante, sacudió la sensibilidad nacional. Se arreciaron los ataques al Gobierno responsable y en acalorados debates en el Congreso, Jorge Eliécer Gaitán en violentas requisitorias, asumió la acusación de los homicidas. El régimen Conservador, quedó herido de muerte.

 

Fracasos insurreccionales

A todas estas, la represión contra los conspiradores del Partido Socialista Revolucionario se arreció, muchos de los complotados del C. C. C. con Tomás Uribe Márquez a la cabeza, cayeron prisioneros y el plan de insurrección quedó desarticulado. Sin embargo, mandos inferiores pretendieron perseverar en su empeño y desesperados, fijaron el 28 de julio de 1.929, como la fecha en la cual debía iniciarse el alzamiento nacional.

Todo estaba coordinado con un pronunciamiento que debía precipitarse aquel mismo día en Venezuela encabezado por el General Arévalo Cedeño, pero éste se vio obligado a aplazar sus planes y entonces el C. C. C. dio a sus conjurados una orden similar. Sin embargo, ésta no alcanzó a llegar a todos los comprometidos y en algunos lugares del Tolima, Santander, Cundinamarca, Boyacá y el Valle, se produjeron insurrecciones aisladas. Las más importantes se presentaron en la población santandereana de La Gómez y en la región tolimense de El Líbano, donde contingentes “bolcheviques” encabezados por Pedro Narváez, Segundo Piraquive e Higinio Forero, se hicieron al control de la situación por algunos días. Pero asediados por la fuerza pública y, desconectados unos de otros, los brotes insurgentes se fueron apagando y solo algunos sobrevivientes se organizaron en guerrillas para defender la vida

El Partido Socialista Revolucionario había fracasado con sus tácticas insurreccionales. Decapitado, pues la mayoría de sus dirigentes se encontraban en las cárceles o debían emprender el camino del exilio, pretendió sin embargo, dar una última manifestación de vida y en las elecciones de 1.930, lanzó una candidatura presidencial, con resultados deplorables. El triunfo favoreció al candidato liberal Enrique Olaya Herrera y así se dieron por terminados 45 años de hegemonía conservadora.

 

Las ligas campesinas

Sin embargo, a todas éstas, en los campos de Chaparral, Líbano y Villarrica, ya no se vive una paz idílica. Pues ocurre que, en forma casi imperceptible, se ha venido suscitando en las zonas rurales, una soterrada lucha de clases entre los diferentes sectores económicos.

Los latifundistas cuyos títulos de propiedad, entre otras cosas, no aparecen muy claros, se empeñan en impedir la explotación de pequeños minifundios en sus zonas de influencia. El sistema es el siguiente: Se permite que unos campesinos sin tierras, en calidad de “agregados”, cultiven cafetales en parcelas de propiedad del terrateniente. En principio se acepta que el agricultor trabaje el terreno como si fuera propio, pero cuando ya los cafetos han prendido y entran en plena producción, el dueño de la hacienda suelta ganados en los predios recién laborados, destruyendo casi todas las sementeras y platanales que han sido sembrados, permaneciendo en pie tan solo el cafetal, que es lo único que le interesa al propietario. En otras palabras, al dueño de la tierra, la siembra de los palos de café, le sale gratis.

El campesino que se ve en peligro de perder todo el producto de su trabajo, queda enfrentado a una seria disyuntiva: o abandona para siempre la parcela, perdiendo así, años de esfuerzos, o puede permanecer allí, pero en calidad de arrendatario, con la obligación de laborar buena parte del año exclusivamente para la hacienda, con unos salarios inferiores a los trabajadores independientes y con el compromiso de no trabajar para otro propietario.

De otra parte, está la dramática situación de los campesinos sin tierra, quienes deben emplearse como peones asalariados. Tienen la obligación ineludible de trabajar con los tres meses anuales de la cosecha en determinada propiedad, y si llegan a retirarse por esa época, las autoridades, dóciles instrumentos de los terratenientes, se encargan de llevarlos por la fuerza a su lugar de trabajo.

A pesar del atraso en este tipo de relación laboral, la producción cafetera de la zona, se incrementa en forma considerable, llegando las cosechas de “Icarco” y “Providencia”, en el sur del Tolima, a sacar al mercado un promedio anual de 4.000 cargas de café cada una y 2.500 cargas en la hacienda de “Calibio”. En “Providencia”, “Icarco” y “el Triunfo”, llega a circular moneda propia.

Pero el malestar social en los campesinos, no se reduce únicamente a los trabajadores vinculados al cultivo del café. La parcialidad indígena de los llanos de Yaguara, que desde 1.654, viene explotando comunitariamente el resguardo establecido por la Corona Española, por la época se ve asediada por la rapacidad de algunos latifundistas que pretenden acrecentar sus dominios a costa de las tierras de los indios. Estos reorganizan su Cabildo y al frente de la causa aborigen aparece el líder Pantaleón Chaguala. Tiempo después, estos comuneros indígenas de Yaguara, entraran a engrosar el movimiento que acaudilla Manuel Quintín Lame.

También los trabajadores del café paulatinamente se van organizando. En los años de la década del 20, van apareciendo las primeras agrupaciones campesinas, que funcionan al margen de la ley. Pero en el año de 1.930, llega al poder el Partido Liberal y entonces los problemas sociales van recibiendo un tratamiento diferente. La ley 83, expedida al año siguiente, concede a los campesinos el derecho de agremiarse legalmente. Por esa misma época, se constituye el Partido Comunista Colombiano, que de inmediato se ocupa del agudo problema agrario del Tolima.

Bajo la inspiración de esta nueva organización política, los pequeños propietarios de tierra empiezan a formar las “Ligas Campesinas”, mientras los jornaleros se agremian en los “Sindicatos Agrarios”. El Comunismo, rápidamente va dando a la problemática del campo, un claro contenido político y pronto el conflicto adquiere las dimensiones, de un gran movimiento de masas.

En la hacienda “Providencia”, fundada por la familia Rocha, en Chaparral, se paga el valor de la recolección del grano, según la capacidad de unos cajones, que se supone, tienen una medida exacta de cuatro arrobas. Un buen día, uno de los dirigentes agrarios, exige que en presencia de todos sus compañeros, se pese el contenido de uno de esos cajones. La romana demuestra que lo que se presume apenas de cuatro arrobas, en realidad pesa seis arrobas y quince libras. A la vista del engaño que han sufrido durante largo tiempo, estalla una huelga de los recogedores de café en esa hacienda. Pronto el movimiento se va extendiendo a otros predios y 18.000 trabajadores, se suman al cese de actividades.

El Ejército Nacional es llamado por los propietarios para que promueva una solución de fuerza. Sin embargo, los huelguistas reciben con “vivas” a los militares y pronto, estos entran a fraternizar con los campesinos y la huelga no termina hasta que no se aprueba un acuerdo de tres puntos: Se acaba con el trabajo obligatorio en las haciendas, se cambian las medidas en cajones por la romana legal y se aumenta el precio de la arroba del café.

A pesar de esto, las autoridades al servicio de los terratenientes, persiguen y encarcelan a los dirigentes de las “Ligas Campesinas” y de los “Sindicatos Agrarios”. La situación social en los campos de Chaparral va tornándose más crítica, sobre todo, cuando a raíz de la huelga, se ha demostrado que muchas de las haciendas carecen de títulos suficientes sobre la propiedad y entonces, 1.800 colonos, invaden al cañón del río Ambeima y a despecho de sus pretendidos dueños, van “descuajando” montaña, como se decía en la época, y fundando sus propias parcelas.

 

La violencia partidista

A la una y cuarto de la tarde del 9 de abril de 1.948, cae arteramente asesinado en el centro de Bogotá, el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. La noticia de su muerte desata las iras populares, que si bien en principio, tratan de encausarse buscando el derrocamiento del régimen, pronto se desbordan y dan paso al vandalismo en la capital y en otras ciudades del país.

En varias localidades del Tolima, el hecho produce efectos similares. En el Líbano se integra una junta revolucionaria en la cual participan de manera notable algunos de los sobrevivientes de la fallida insurrección “Bolchevique” de 1.929 También en Chaparral se intenta la organización de un gobierno revolucionario, encabezado por Sergio Alvira y Armando Siachoque, y en Ibagué hasta el Gobernador del Departamento se compromete con la revuelta. Pero bien pronto, desarmados los espíritus por las promesas y las consignas de paz, que permanentemente lanzan por radio los jefes del Gobierno y los líderes de la oposición, se depone la animosidad popular, y la tranquilidad retorna, al menos aparentemente.

Llega el año de 1.949. Hasta ese momento no se han producido fricciones violentas entre los partidos políticos en diferentes regiones del Tolima. Sin embargo, poco a poco, empiezan a ser relevadas las fuerzas de policía que son conocidas por todos y gozan del aprecio de la comunidad. En su reemplazo llegan unos agentes forasteros, que por sus características raciales y la manera peculiar de llevar el corte de cabello, son popularmente conocidos como “caricuadrados”. Más tarde por su lugar de origen, se les colocará el apelativo de “chulavitas”. Las incursiones armadas de la Policía se repiten en otras regiones. Los agricultores ante el peligro inminente que corren sus vidas, resuelven permanecer escondidos en el monte. Va surgiendo la necesidad de organizar la auto-defensa.

Se produce entonces una interesante simbiosis. Las “Ligas Campesinas” de los pequeños propietarios, se ponen de acuerdo con los “Sindicatos Agrarios” de los trabajadores a jornal y organizados todos por el Partido Comunista que es especialmente fuerte en la región, empiezan a organizar los primeros Comandos de Auto-Defensa Campesina.

“Manuel Marulanda Vélez” cuenta en sus “Cuadernos de Campaña”, que los veteranos liberales de la guerra de los “Mil Días”, van sacando las armas que permanecen enterradas desde la última contienda civil, y es así como estos Comandos, se proveen inicialmente de las primeras escopetas y “grasses”, casi todas inservibles.

Comandos de Auto-Defensas se constituyen en las zonas de “Chicalá”, “Horizonte”, “Irco” y “La Marina”, en el sur del Tolima. Los campesinos empiezan a adoptar nombres de combate, para ocultar su verdadera identidad y evitar que vengan represalias contra las familias que permanecen al alcance de la autoridad. Surgen así, el Comandante “Olimpo”, para proteger el verdadero nombre de Jorge Hernández, quien años después será conocido por el mundo literario como “Eutiquio Leal”. Pedro Antonio Marín, adopta el nombre “Tirofijo”, y más tarde será conocido como “Manuel Marulanda Vélez”. Eliseo Manjarrés, se oculta bajo el apodo de “Teniente Melco”.

La Policía decide cercar al Comando de Auto-Defensa que se ha constituido en la fracción de “Horizonte”. Los campesinos armados apenas con machetes atados a un palo a manera de lanzas y viejas escopetas de fisto, emboscados entre los cafetales, esperan la acometida oficial. Los comanda el “Teniente Melco” y a pesar de no contar sino con una sola arma moderna, logran repeler el ataque y salen en dirección a “Chicalá”, donde opera otro Comando de Auto-Defensa.

Allí tiene comienzo la primera organización guerrillera. Inicialmente tan sólo 17 hombres integran una pequeña fuerza que, luego de requisarle varias armas de dotación oficial al enemigo, conforman la llamada “Columna Guerrillera”. Su misión es ganar las alturas de la cordillera central, “atraer la atención del enemigo para descargarle presión a los lugares de origen del “Movimiento” y evitar así las represalias contra la población civil”, escribe “Marulanda Vélez”.

Sin embargo, este propósito táctico no llega a cumplirse, pues las gentes ajenas a la lucha, deciden seguir en su marcha a la “Columna”, buscando protección contra las agresiones de la Policía. En estas condiciones, la guerrilla, seguida por las gentes campesinas que huyen despavoridas, debe buscar contactos con los comandos que en la zona de Rioblanco han organizado Gerardo Loaiza y sus hijos. En el sitio llamado “La Gallera”, se encuentran los integrantes de la “Columna Guerrillera” y los campesinos liberales que comandan los Loaiza.

Después de un primer intento de fijar asentamiento en la zona llamada “El Filo de la Culebra”, deciden establecerse en el sitio denominado “El Davis”, en la cumbre de una montaña que se empina partiendo de la hoya hidrográfica de la quebrada “La Lindosa”. Allí los liberales y los comunistas acuerdan adelantar conjuntamente la resistencia y conforman el Estado Mayor Unificado. Se organiza la población civil que ha seguido tras los combatientes. Se adelanta el cultivo comunitario de la tierra para garantizar el sustento de todos los refugiados. Se editan periódicos revolucionarios. Se da capacitación política y militar a los campesinos para prepararlos para la lucha.

Entre tanto la violencia se ha extendido a otras regiones del Tolima. Los hombres de Efraín Valencia “Arboleda”, combaten en la región de las Hermosas; Hermógenes Vargas, “Vencedor”, en La Profunda; Leopoldo García, “Peligro” en Herrera; Aristóbulo Gómez, “Santander”, en Rioblanco y Jesús María Oviedo, “Mariachi”, y su gente, sostienen la resistencia en Ataco y Planadas. “Pedro Brincos” combate en el norte del Tolima y Juan de la Cruz Varela, en el oriente.

El movimiento de resistencia armada se ha enseñoreado de todo el sur del Tolima. Además del Comando “Davis” en Rioblanco, se constituye el “Davis II o Seúl”, sobre la región del río Amoyá. El cañón de las Hermosas, como en los tiempos de las guerras de los Pijao contra los conquistadores, se convierte otra vez en el Paso de las Termópilas y de nuevo se torna infranqueable. Se intentan los bombardeos aéreos, pero los aviones son derribados a tiro de fusil. La Policía impotente para dominar la situación, es reemplazada por el Ejército, que tampoco obtiene mayor éxito.

Las guerrillas dominando vastas regiones, sin otro enemigo a la vista, resuelven enfrentarse unas con otras. El movimiento de resistencia armada se divide. Los combatientes liberales o “Limpios”, le declaran la guerra a muerte a los guerrilleros comunistas o “Comunes” y empiezan a exterminarse mutuamente.

En Bogotá el gobierno de Laureano Gómez, ha caído mediante un golpe militar que lleva al poder al General Gustavo Rojas Pinilla. Ante la amnistía para los delitos políticos concedida por el nuevo gobernante, varios movimientos guerrilleros en diferentes regiones del país deponen su actitud beligerante. Pero en el Tolima, las cosas en lugar de mejorar, empeoran.

Pero todo este período de barbarie, ha planteado un tremendo conflicto social. Los incendios de los ranchos, los robos de las cosechas y de los semovientes, el arrebato de las tierras y la destrucción de los cultivos, obligan a las familias campesinas a migrar hacia otras regiones o a refugiarse en los centros urbanos. Se presenta entonces un confuso reordenamiento de población en el Tolima.

 

La paz y la subversión

Después de un breve receso en 1.953, cuatro años más tarde, el péndulo de la violencia política está regresando a un punto crítico. En el suroeste del Tolima, más de 10.000 hombres se han alzado en armas. El número de muertos no podrá nunca precisarse. No menos de 32.000 casas campesinas han sido incendiadas. Varios centenares de miles de personas, deben abandonar sus lugares de trabajo.

Ante esta situación, los partidos políticos al fin logran ponerse de acuerdo y resuelven presentar un frente común contra la dictadura del General Rojas Pinilla. Llega el 10 de mayo de 1957 y el gobernante es depuesto por una Junta Militar, integrada por cinco comandantes de las Fuerzas Armadas, dos de ellos tolimenses: Gabriel París y Deogracias Fonseca. Principian los diálogos para restaurar la tranquilidad ciudadana. Acordada un precaria paz en esta “guerra civil no declarada”, principia un proceso que han dado en calificar de “Pacificación”. Poco a poco los jefes combatientes van deponiendo las armas. Los ejércitos irregulares se disuelven y los guerrilleros vuelven a convertirse en campesinos. Unos pocos, como ha ocurrido en todo los países, luego de superar períodos de desorden social, se tornan salteadores comunes y continúan recorriendo los campos cometiendo toda clase de latrocinios.

Restablecida, al menos en apariencia, la tranquilidad, se hace necesario rehabilitar económicamente la región asolada. El Presidente Alberto Lleras Camargo, designa a Darío Echandía, como Gobernador del Tolima y da comienzo a un ambicioso “Plan de Rehabilitación”, para reparar las inmensas pérdidas materiales que ha causado “La Violencia”.

Se inicia entonces en el Tolima la construcción de carreteras que unan las zonas del conflicto con otros centros de distribución y de consumo. Muchas de estas obras se adelantan con el único propósito de conseguir la recuperación económica de la región, pero el Ejército Nacional, ayuda también con recursos y con técnicos, pues estas vías de penetración hacia la antigua zona guerrillera, tienen además un claro valor estratégico, porque facilitan el traslado de la tropa. Igualmente, se fomenta la resiembra de algunos cafetales. Sin embargo, la mayor parte de ellos, ha sobrevivido a los años de abandono, cuando los agricultores deben convertirse en combatientes. La fortaleza del cafeto “Arábigo”, que se encuentra en producción hace 100 años, ha superado airosamente todas las vicisitudes de las guerras civiles y de la violencia política. Por eso el campesino lo mira con una confianza que no siente frente a la debilidad del café “Caturra” y los cuidados que este requiere para prosperar. Quizá por esta razón, cuando los técnicos terminan de explicar las bondades de la nueva variedad, el viejo caficultor siempre pregunta: “Si ese “Caturra” resistirá otra violencia”. Además, para permitir que los antiguos guerrilleros queden en condiciones de incorporarse nuevamente al trabajo de la tierra, se establecen ágiles líneas de crédito, por intermedio de la Caja Agraria y se otorgan títulos de propiedad sobre algunos terrenos baldíos. Se intensifica además, la repoblación pecuaria.

Sin embargo, no todos los veteranos combatientes, están de acuerdo con el retorno de las cosas al mismo estado anterior a la “Violencia”, como si absolutamente nada hubiera ocurrido. Madurados políticamente en los campamentos de la resistencia, deciden organizarse de nuevo, ya no para salvar la vida, sino para combatir un sistema político, económico y social, que ellos consideran anticuado “a todo lo largo, a todo lo ancho y a todo lo profundo de su estructura anacrónica”, al decir de García Márquez.

Desde la breve tregua de 1.953, se han dado los primeros pasos. Muchos de los campesinos que entran al combate a nombre del Partido Liberal, son ganados por la organización y la prédica del Partido Comunista y entonces para ellos, la lucha cobra una dimensión diferente. Cuando se decreta la primera amnistía en el año mencionado y muchas de las guerrillas liberales, van deponiendo las armas, los comunistas deciden cambiar de estrategia. “Manuel Marulanda Vélez”, escribe: “El epicentro se traslada entonces más hacia el norte, al municipio de Chaparral, a los lugares originarios del movimiento unos años atrás”.

Al cerro de Calarma llega José A. Castañeda llamado “Richard”, con la misión de organizar un Comando Descentralizado. Allí encuentra contingentes de aborígenes que se han refugiado en los pliegues de la cordillera, luego de los despojos que han sufrido años atrás, de las propiedades comunitarias que tenía el resguardo Indígena del Llano de Yaguara. Ciro Trujillo, el “Mayor Ciro”, es enviado con sus hombres en dirección al Cauca, donde funda el movimiento Agrario de Riochiquito. Para la región de Marquetalia en el límite con el Huila parte Jacobo Prías Alape, el “Charro Negro”, e Isauro Yosa, “Comandante Lister”, sale en comisión para el oriente del Departamento, mientras Andrés Bermúdez, “Llanero”, es encargado de proteger el desalojo del “Davis”. La guerrilla comunista al dividirse, da la impresión al Gobierno que se ha diluido.

Luego de la segunda amnistía de 1.958 las cosas parecen regresar a la normalidad. Sin embargo, como si se tratara de una sangrienta consigna, los Jefes guerrilleros de mayor prestigio entre sus compañeros de armas, van cayendo asesinados. En el corregimiento de “El Limón”, en Chaparral, Hermógenes Vargas, el “General Vencedor” se encuentra cortejando una muchacha. Abruptamente irrumpe en la habitación un teniente del ejército de apellido Mateo y sin mediar discusión le dispara. El ex-guerrillero reacciona. Ambos pierden la vida. En la población de Rioblanco, en diferentes circunstancias, son acribillados el “Generalísimo” Gerardo Loaiza y casi todos sus hijos. Silvestre Bermúdez, llamado “Media Vida”, cae asesinado en el pueblo de Prado.

El 11 de enero de 1.960, Jacobo Prías Alape, el “Charro Negro”, se encuentra en el caserío de Gaitania en el extremo sur del Tolima, con algunos de sus hombres y en compañía de sus camaradas “Manuel Marulanda Vélez”, “Tirofijo”, e Isauro Yosa, “Lister”. Llega una columna guerrillera que desde Planadas envía Jesús María Oviedo, el “General Mariachi”, para averiguar por un ganado robado. A un descuido de Jacobo Prías, lo acribillan por la espalda. Se traba un combate entre los recién llegados y los hombres de “Charro Negro”, que ahora son comandados por “Tirofijo” y “Lister”. La inferioridad numérica de estos últimos, los obliga a dejar la población y días después, con la llegada del ejército, deben prolongar su retirada hasta la región de Marquetalia.

Todos estos hechos acrecientan la desconfianza de los antiguos combatientes, en relación con las verdaderas intenciones del Gobierno. Principian nuevamente a reagruparse las guerrillas. Un convoy militar es emboscado cerca a la quebrada de “Mendarco” en la vía que de Chaparral conduce a Rioblanco y el Ejército recibe numerosas bajas. Igual cosa ocurre en los combates de “Icarcó” y “Tuluní”. Surgen otra vez focos guerrilleros en la sierra de Calarma.

El Gobierno decide entonces lanzar en 1.964, una operación militar en gran escala contra la zona de Marquetalia, para someter la “República Independiente”, que allí se ha establecido. Cerca de 16.000 soldados, toman parte en la ofensiva contra la región. En helicópteros llegan tropas aerotransportadas. Los bombarderos de la F.A.C. descargan sus mensajes de muerte sobre el área.

A pesar de todo, “Tirofijo” y sus hombres logran burlar el cerco y dos años más tarde, “en algún lugar de las montañas de Colombia”, se reúne la Segunda Conferencia Guerrillera del Bloque Sur y allí, tomando como núcleo principal a muchos de los rebeldes que iniciaron la resistencia armada, en la época de la “Violencia” en los campos de Chaparral, Rioblanco y Planadas, se constituyen las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que con la sigla de las FARC, se han extendido por diferentes regiones del país.

Aunque el epicentro de la lucha revolucionaria, se va alejando del sur del Tolima, la experiencia guerrillera de sus gentes y el conocimiento de la topografía del terreno que tienen varios de los “Comandantes” de las agrupaciones armadas, hacen de la comarca un lugar de frecuente tránsito para las nuevas organizaciones subversivas. En el sitio denominado Pataló, a orillas del río Tetuán, en Chaparral, una “Cumbre Guerrillera”, debe desintegrarse precipitadamente, cuando llega el Ejército.

Un buen día una columna de las FARC, que pasa cerca a Chaparral, es hostilizada por tropas del batallón “Caicedo” y debe retirarse sobre la región de San Antonio. Asediados nuevamente, los guerrilleros no encuentran alternativa diferente a la de cruzar el pueblo, pasando por el cementerio. Entre ellos va, en calidad de Comisario Político, Jaime Bateman Cayón, quien años después fundará y comandará la organización revolucionaria M-19. Allí militarán con rangos de alta jerarquía, Afranio Parra Guzmán, oriundo de Líbano y Helmer Marín Marín, de Rioblanco.

 

La presencia social del Tolima

Como hemos visto en el anterior resumen, a lo largo de toda su historia, el Tolima ha sido afectado por confrontaciones sociales que lo han sacudido en su interior, pero también, la tierra ha sido próspera en extender las convulsiones a otras regiones del país.

Ya vimos el caso de Raúl Eduardo Mahecha, agitador del Guamo que prolongó sus querellas sociales hacia diferentes lugares de la República, creando conciencia sindical a todo lo largo del río Magdalena, en el área petrolera y también en la Zona Bananera. Y además otro luchador de las causas populares, que fue el tolimense, Adalberto Carvajal Salcedo.

Nacido el 20 de marzo de 1.936 en la población de Roncesvalles, cursa sus primeros estudios en su tierra natal, inicia el bachillerato en el colegio San Simón de Ibagué y por último, se gradúa como maestro en la Escuela Normal del Guamo. Dentro de su inquieto trasegar, se enrola en las tropas colombianas que marchan a combatir en la guerra de Corea, pero también vive la experiencia guerrillera, vinculándose a uno de los grupos de auto-defensa, que se forman en el sur del Tolima, a raíz de la violencia partidista de los años 50.

Ingresa luego al magisterio y pronto se suma a las luchas sindicales del gremio. Participa en 139 huelgas de docentes, casi todas ilegales, como corresponde a la concepción que por la época se tiene del concepto de “servicio público”. Aparece también como uno de los fundadores de la Federación Colombiana de Educadores, FECODE, organización de la cual, llega a ser presidente. En estas luchas lo acompaña el maestro, también tolimense Abel Rodríguez, natural de Piedras.

Pero sin duda, su mayor logro como conductor sindical, fue la llamada “Marcha del Hambre”, que encabezó, en 1.966. Adalberto Carvajal lidera, durante 33 días, la avanzada de los maestros en una legendaria caminata desde Santa Marta a Bogotá para hacerse oír en el palacio de San Carlos. Todo comienza cuando los maestros del Magdalena completan seis meses sin recibir sueldo y no son escuchados ni por el Gobernador. Desde la iglesia de San Pedro, Adalberto Carvajal da el primer paso y con 76 maestros más, la mayoría mujeres, emprenden su travesía hacia el palacio de San Carlos. Al lado del presidente de Fecode, una anciana de 65 años, la maestra Carmen Leyva, lo acompaña hasta el final. Al llegar al despacho de Carlos Lleras Restrepo, ninguno de los caminantes se quita el sombrero para saludar, ni durante las 14 horas que duró la negociación. Se adopta la doble jornada escolar dentro de un plan de emergencia educativa y se crean los Fondos Educativos Regionales. Carvajal se ha convertido en una leyenda dentro del magisterio colombiano. Luego, se retira de la dirigencia sindical y se dedica al ejercicio de la profesión de abogado, que ha estudiado mientras ejerce como docente. En forma esporádica en varias oportunidades intenta el ejercicio activo de la política, siempre en movimientos de avanzada.

 

Conclusiones

Considero que los hechos posteriores a los relatados, no deben figurar todavía, en un estudio histórico. Pues si bien es cierto que varios de los conflictos sociales y políticos, a todo lo largo de la historia de Colombia, se iniciaron en el Tolima, o al menos, encontraron aquí amplia acogida, sin embargo, de lo que está sucediendo ahora, nadie puede echarnos la culpa. Pues lo que ha ocurrido luego, todavía lo estamos padeciendo. Los incesantes asaltos guerrilleros a los poblados, las masacres, los secuestros, los atentados terroristas, se suceden casi a diario. Y además, nuevos ingredientes perturbadores como el narcotráfico, el paramilitarismo, la justicia privada, han entrado a enturbiar el proceso. Pero consideramos que estos nuevos conflictos, ya no son de exclusiva competencia de los tolimenses, sino que, como siempre, deben ser responsabilidad de todos los colombianos.

Por eso, es prematuro intentar una explicación de un fenómeno que todo el mundo sabe cómo principió, pero que nadie ha sabido prever su desarrollo, ni tampoco ha podido plantear una solución, ni mucho menos, analizar qué consecuencias ha tenido o pueda tener en el futuro. En otras palabras, la espantosa realidad que estamos soportando, como decían los antiguos narradores orientales: “Esto será motivo de otra historia”.

 

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