EL RIO
Era el Río una gran finca situada en la tierra fría
con montañas, con potreros y aguas puras y abundantes
con criadero de marranos, ovejas y lechería
y cultivo de frutales, chocoleras y guisantes.
Los monos en las montañas del Lagunilla berriaban
y de sus colas peludas colgaban muchos bejucos
y las ardillas inquietas unas tras otras saltaban,
escuchándose a lo lejos el grito de los currucos.
Encendidas campanillas de cortapico adornado
el verdor de aquel milagro de la gran naturaleza
y abrazados a los troncos inmóviles van soñando
varios pericos ligeros vencidos por la pereza.
La madrina Doloritas y el padrino Don Ramón
eran dueños y señores de aquel predio tan bendito,
que apadrinaban gustosos los niños de la región
regalando a cada uno un precioso ternerito.
Los domingos no faltaban en casa de los padrinos
visita de una comadre llevándoles su presente;
luciendo su mejor traje, pañolón y guayos finos,
huevos de primer postura y una panocha caliente.
Por la tarde se presentaba después de tomar el algo
de dulce de calabaza con brevas y requesón;
y Doloritas le dice: espéreme que ya salgo
a llevarla comadrita hasta el alto de Ño Lión.
Una rechoncha sirvienta muy activa y comedida
prepara la mazamorra y los fríjoles con coles
y para dejar completo el menú de la comida
les da vuelta a las arepas y frita los chicharrones.
La madre Lucrecia llega fumando su cosechero
caminando lentamente del brazo de don Ramón
se sienta cómodamente en el taburete de cuero
y los puchos va poniendo en las tulpas del fogón.
La sirvienta se dispone a colocar los cubiertos
en el mesón de comino que sirve de comedor;
van entrando los peones muy fatigados y hambrientos
y bendicen la comida dando gracias al Creador.
La familia se reunía en el aposento mayor
donde la madre Lucrecia el rosario encabezaba
y todos lo contestaban con un piadoso fervor
mientras que la cocinera la cena les preparaba.
Con deleite se tomaba la apetitosa merienda
de chucuya con arepa y un buen trozo de cuajada;
se dan el hasta mañana como en noche de leyenda
y cada cual se doblaba debajo de su frazada.
A las seis de la mañana va llegando la peonada;
se toman el desayuno y se van a trabajar;
muy alegres y entusiastas dan comienzo a la jornada:
unos a la chocolera, aquel rajando la leña y otros a desmontar.
Pedrito el ordeñador arrea las vacas lecheras,
las encierra en el corral y una a una va ordeñando
sacando siempre al final las espumosas postreras
que para el gasto de casa la sirvienta va guardando.
Así se vivió en el Río por muchos y largos años
al calor de aquellos viejos correctos y vulnerables
que manejaban sus gentes con respeto y sin engaños
y enseñaban a sus hijos a ser justos y honorables.
Pero pasaron los años y el tiempo se fue llevando
todas aquellas costumbres; los hijos se dispersaron,
el personal de la finca de vicios se fue llenando
y los patrones cansados de batallar se enfermaron.
en las hoyadas del río los monos ya no se oían
porque escopetas traidoras los habían exterminado;
la montaña estaba sola con su maraña sombría;
ni cusumbos, ni tigrillos se veían por ningún lado.
Así como en esta historia, todo llega y todo pasa
quedando sólo un recuerdo que también se desvanece
porque ingratitud y olvido son propios de nuestra raza
y el que nace, vive y crece tiene su día en que perece.