SOBRE LAS NOVELAS DE JULIA MERCEDES CASTILLA

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Aventuras de un niño de la calle, de Julia Mercedes Castilla, Ibagué, 1954, relata, como bien lo advierten sus editores de Norma, “el drama y las peripecias del diario vivir de un gamín abandonado por sus padres, que se ve obligado a buscar cómo ganarse la vida en una gran ciudad”.

La historia de dos niños, Joaquín y Armando, revela cómo ambos provienen de la misma infeliz circunstancia por el maltrato y la explotación de sus padres para que les consigan dinero, sin preocuparse nunca por su seguridad ni por su salud. Su cotidianidad se va entre los parques, el lavado de carros, ir a ciertos restaurantes identificados porque allí encuentran alimentos, sobrevivir entre las rivalidades de sus congéneres de oficio o seleccionar el lugar para dormir. Está aquí el ciclo del rebusque como la única tabla de salvación.

Si desde tiempos tempranos deben conseguirse la vida, estarán enfrentados igualmente a ser discriminados por otros gamines, por la empleada del servicio, por el mesero donde piden que les dejen comer las sobras, o recibirán el viento fresco de la conmiseración al ser queridos por una niña que los protege con alimentos.

El péndulo de sus existencias los conducirá a separarse por un accidente de tránsito que lleva a Armando como víctima en una ambulancia. Es a partir de aquí cuando se ofrece el protagonismo de Joaquín, animado apenas por la voz de su conciencia representada en un amigo invisible, Pingo, que lo alienta y lo acompaña desde los terrenos de su imaginación en medio de una miserable soledad.

Aurelio, un ladrón que huye perseguido y es finalmente alcanzado por un disparo, recibe el auxilio de Joaquín, quien por gratitud y oportunismo, lo recluta para su banda. Mientras mantiene viva su preocupación por la suerte del amigo, debe acompañar a sus “jefes” en dos robos a apartamentos para terminar participando en uno al introducirse por una ventana aprovechando su pequeña estatura.

Huir de ese mundo, ir al hospital en búsqueda infructuosa para ver a su amigo, soportar rechazo por su vestimenta, aguantar hambre por varios días, robar pan, correr, terminar en una estación de policía, sufrir el robo de sus zapatos, convivir allí con hampones, recibir la amenaza de la correccional y regresar al parque, conforman parte de su periplo hasta estacionarse en el parque de diversiones que le produce nostalgia por no poder acceder al carro de paletas, a la ciudad de hierro o al algodón de azúcar.

Después de estos vacíos reaparece Armando en el parque no tanto en medio de la alegría por su regreso del hospital sino del sueño, y es esta realidad la que los hace sentirse acompañados y no solitarios, como antes. Tras contarse sus aventuras desde la separación, son recogidos por una señora amable que tiene un lugar donde se protegen niños como ellos y se alcanzan con delicadeza los elementos de la convivencia y la tranquilidad. Sin embargo, apenas transcurridas tres semanas, el viento de la calle les hace su llamado y no dudan en escapar a su medio natural en donde continuarán ganándose la vida y dispuestos “a enfrentarse con lo que se presentara, sin pensar en el futuro lejano. Sólo el presente les interesaba y la libertad a la que estaban acostumbrados”.

La reproducción fiel del lenguaje de los gamines como fotografiando una manera de expresión a título de la autenticidad, la linealidad del relato y el uso de un lenguaje sin arandelas, directo, no por ello exento de frases iluminadoras, dejan un testimonio que sensibiliza un mundo que de manera usual miramos, si no con desprecio, por lo menos con indiferencia.
Niños desprotegidos y explotados han sido a lo largo de la historia de la literatura un tema que llama la atención de escritores y lectores. De manera usual, por tratarse de personajes que muestran en esencia su condición de inferioridad, explotación y capacidad de aventura, terminan siendo calificados como de literatura infantil o juvenil o por lo menos con preferencia dedicado a este público.

No escapa a la escritura de relatos tan atractivo argumento en los autores colombianos y existen en varias épocas quienes representan el género aludido. Dentro de los tolimenses están los casos de Luz Stella, cuyo centro de atención particular estuvo en la niñez y en forma más reciente los relatos novelados de Horacio Barrios, Camilo Pérez Salamanca y Jerónimo Gerlein. Pudieran añadirse, inclusive, Las señales de Anteo y El pastor y las estrellas de Eduardo Santa.

El gamín, término utilizado para señalar a los niños de la calle en ciudades grandes como la capital del país, ha tenido en el cine, el teatro, la televisión, la crónica, el reportaje, el cuento, el relato y la novela, medios eficaces que difunden su precaria condición. De manera contemporánea, por ejemplo, La calle ajena, de Flor Romero, describe las aventuras de una pareja de gamines bogotanos sometidos a la vejación.

Lo que universalizara Charles Dickens y Mark Twain en otros escenarios y otras épocas -trátese del Londres de los bajos fondos en un caso o el ingenio de pelafustanes por un río en Norteamérica, en el otro-, tiende a focalizarse con el paso del tiempo entre una sociedad actual que refleja siempre la injusticia.

Si bien es cierto que ya no son los años de Alicia en el país de las maravillas sumida en el espejo de sus sueños o los de Pulgarcito que simboliza la supuesta insignificancia de los infantes, sí lo es que la sempiterna condición que discrimina a los indefensos sigue vigente y palpitante para cualquier época, tal como ocurre con personajes inolvidables al estilo de La cenicienta o toda la multifacética mirada alrededor de los niños que se descubre con agrado en los relatos de los hermanos Grimm, Anderson, Perrault o Harthowe, al igual que en los inolvidables relatos de la picaresca española como El lazarillo de Tormes, El Guzmán de Alfarache, El buscón y el mismo Rinconete y Cortadillo de Cervantes.

Lo curioso es que los escritores que asumen una actitud de “serios” evaden incursionar en este tipo de historias porque les parecen menores, así el nicho de potenciales lectores esté concentrado en este público. Un ejemplo tipificador de los comienzos del siglo XXI es el éxito de Harry Potter, un fenómeno editorial en el mundo hasta el punto de decirse que se vende más que La Biblia.

La historia de este muchacho huérfano que apenas mueren sus padres debe soportar a unos abuelos bastante antipáticos y que con el tiempo descubre que ha heredado de sus padres poderes mágicos -termina estudiando en una escuela de magia en Inglaterra donde, finalmente, se suceden los hechos-, revela cómo esas aventuras fantásticas siguen considerándose un verdadero atractivo.

El libro de J.K. Rowling que narra en sus cuatro tomos el crecimiento y aventuras del personaje desde los siete a los once años, parecía una mentira a la autora que no sólo tenía desconfianza sino que esperaba el rechazo de las editoriales porque, supuestamente, los niños ya no leían esas cosas, pero terminó siendo todo lo contrario porque se convirtió en el más grande best seller mundial.

Para el caso de Colombia su literatura juvenil no podría pintar pajaritos de oro, sino dejar un testimonio que sensibilizara la mirada hacia quienes tienen no sólo el rechazo de la suerte sino el de su sociedad. Un destacado ejemplo que puede inventariarse en Colombia, además de las fábulas de Pombo, es el de las obras de teatro infantil de Sofía de Moreno que combina sabiamente, por ejemplo en José Dolorcitos, la historia de un niño campesino del país de los años sesenta en época de violencia partidista y que en medio del abandono acude a la fantasía para salvarse y llegan en su auxilio todos los héroes mundiales de la literatura infantil. Desde luego en los últimos tiempos no faltan autores como Andrés Elías Flórez en La vendedora de claveles o Luis Darío Bernal Pinilla en El tiempo de hace unas semanas.

Por la misma editorial Norma aparece en 1997 su nueva novela titulada Emilio, donde en 162 páginas narra la historia de este muchacho y su familia con las injustas peripecias que deben atravesar para instalarse en la ciudad procedentes del campo. Bien resume la nota de contracarátula al advertir que Emilio enfrenta todos los retos de entrar a un colegio desconocido, con niños que él siente diferentes, con el recuerdo de su padre muerto y con unas ganas inmensas de volver a su tierra. Adaptarse a las nuevas condiciones de vida y entender que si algo se propone con voluntad y empeño se consigue, es parte de la moraleja de la obra tras el gran temor de enfrentarse cada mañana a sus nuevas maneras de vivir. Jaime, el hermano mayor, Victoria, su hermana pequeña con la que se queda donde los abuelos mientras su madre consigue trabajo, forman el cuadro de quienes salen de sus poblados en busca de mejores oportunidades. Emilio tiene doce años y se acuerda siempre de las palabras de su padre que le inculcaba cómo debía ser un hombre fuerte un poco antes de morir. Es Clara -de su misma edad, la niña dulce que le ofrece confianza y, que como él, viene de un pueblo-, quien le abre el camino de hacer menos dura la vida frente a la burla de sus compañeros de clase, frente a su obsesión por regresar y hasta de huir de Herminia Ordúz, su madre, amiga de discursos y consejas. Las rivalidades, el irse adaptando, el mostrar su superación y su solidaridad, le gana finalmente la tregua y hasta la admiración de los que antes están empeñados en amargarle sus días. Un final feliz con la celebración del grado cierra el ciclo de pequeños capítulos para una obra recomendada a los jóvenes.

La obra de Julia Mercedes Castilla, que se iniciara con Murmullos de pueblo, un volumen de cuentos publicado por Pijao Editores, tiene una vigente validez y mucho más cuando su lenguaje y la estructura de su historia no es la simple reproducción de una fábula sino la elaboración estética de ella para alcanzar la sencillez, asunto por demás muy complicada.