LA CUADRA

 

Llegó a la cuadra en camino para alguna parte, entrando a la escena en la que sólo el artista, en un estallido de su imaginación logra estampar en el lienzo. Eran las tres de la tarde de un día común y corriente en una calle del centro de la ciudad en la que moraban gentes que el destino abandonó a lo largo y ancho de ella.

Entró a formar parte de su contenido, como un miembro más de un enjambre de personas que viven, trabajan y caminan por la cuadra a la que arribó como espectadora y participante de un fascinante grupo de humanos a los que nunca imaginó llegar a ver en un mismo lugar.

Sin percatarse de lo que sucedía a su alrededor, viviendo el momento de su niñez dentro del mundo que crea la fantasía, el niño aceleraba su triciclo de esquina a esquina conversando con personajes que su imaginación convertía en compañeros de juego, en reemplazo de niños hermosos y juguetones con los que soñaba, dándoles vida propia. Los pequeños que asomaban a la cuadra eran gamines sucios, de los que se alejaba aterrorizado. Sumido en su mundo, se cruzaba con hombres y mujeres que apresurados se dirigían hacia algún lugar, pasando por las calles en el momento preciso, quedando estampados en el lienzo de las tres de la tarde de un día cualquiera en la vida de los habitantes de una cuadra en el corazón de una ciudad de contrastes impredecibles.

Estaba embelesada con la escena que tal vez nunca se le volviera a presentar en la forma, colorido, variedad y contraste que en despliegue de vida se mostraba ante sus ojos. Cada una de las personas era un mundo tejido en el pasado o tejiéndose para el futuro, usándolo a su manera, dentro del tamaño y textura para la que fue diseñado.

Estaban paradas a pocos pasos la una de la otra. Se sorprendió por el insólito encuentro a una hora impropia en el trabajo que desempeñaban. Las observaba entre la incredulidad y la curiosidad. A lo largo de sus años por entre las calles de ciudades y pueblos, las calles de la niñez, la juventud, la maternidad, la madurez, había visto más de una dama de la noche que como ráfaga pasaba por su lado dejándole la sensación de haber visto la fruta prohibida en el camino del hombre, a la que la mujer decente no se atreve a mirar.

Los colores fuertes acentuaban el tono aceituna de la piel. La joven recostada contra la puerta de madera desteñida, jugaba con algo que pasaba por entre sus dedos de uñas encarnadas que hacían juego con la falda corta ciñendo sus carnes apretadas. La blusa descotada en verde esmeralda brillaba al sol que calentaba sus senos expectantes. Los aretes dorados bajaban a lo largo de su cuello. La pierna derecha levantada sobre el peldaño que subía hacia la puerta desteñida, lista a dar el paso en el momento que fuera necesario. Se le acercó su vecina y colega de trabajo, una mujer entrada en años y en carnes que parecían querer estallar, liberándose de las telas que las aprisionaban. Hablaban animadamente, moviendo sus cuerpos en rítmico vaivén, parte integral de su trabajo. Cinco mujeres le tomaban ventaja a sus colegas de la noche esperando ganar unas horas extras para sus bolsillos. Sus zapatos de tacón alto daban vueltas dentro de los dos o tres metros cuadrados que les correspondían.

Al otro lado de la calle el pequeño continuaba pedaleando calle arriba y calle abajo embebido en la fantasía que lo ponía a salvo de sí mismo, aprovechándose de los personajes entre los que vivía y manejaba a su antojo.

En la tienda que vendía los alimentos del diario vivir, una señora de otra época cubierta con un abrigo de antaño, zapatos de amarrar y una pañoleta atada a su cabeza, compraba el pan y los comestibles que debía ingerir durante el día. Una colegiala acompañada de una empleada doméstica volteó la esquina entrando a la escena para darle el toque suave, romántico, inocente de una dulce niña al borde de la infancia, en camino a la pubertad.

La siguió con la mirada. ¿Sería posible que esa preciosa chiquilla de grandes ojos que se espera encontrar en un barrio de casas bordeadas de jardines, caminara por entre la rudeza, el peligro, las pasiones, todo lo que se le esconde a la niñez en la ingenuidad y delicadeza de su edad?

Caminaba sonriendo tal vez soñando con esas pequeñeces sin sentido, que se convierten en deseos incontrolables, lo más importante del momento.

Seguramente pensaba en un joven que como ella llegaba a la esquina que abandona la infancia, en el cruce con el adulto que se asoma con timidez, intercambiando miradas que llegan al fondo de la feminidad en evolución. Su mente alberga a las amigas del colegio, la fiesta, la llamada por teléfono, la felicidad, la tristeza, la vida de una niña que camina hacia la mujer. La pequeña miraba sin ver a los seres ya familiares que la esperaban en la calle, adornos del paisaje por el que se movía hasta llegar a su casa, tan distintos unos de los otros. Nunca se preguntó quienes eran o qué hacían. Las muchachas que se paraban al otro lado de la calle, vistosas, extrañas le sonreían saludándola a su paso. Eran parte de su vida diaria, sin que se preguntara por qué se paraban vestidas y pintadas en relieve, a lo largo de la calle, en espera de un galán que se las llevaba de rato en rato. Seguramente así debía ser. Su mamá le había prohibido hablar con ellas o con cualquier otro ser viviente que se atravesara en su camino. No se le había ocurrido preguntar por qué se le prohibía hablar con la gente de la cuadra. Todavía no se rebelaba, obedecía sin preguntar, mientras soñaba...

La señora salió de la tienda, saludó a la niña que le contestó distraídamente. La dama se quedó observando a las muchachas que se movían en suave contoneo, con desaprobadora mirada, lo que hacía día tras día desde que las vio por primera vez irrumpir en la calle en la que había vivido desde que se casó y a la que no había podido dejar a pesar de su promesa diaria de hacerlo al día siguiente. Había enterrado a su marido el año anterior, había casado a sus hijos y ahora vivía sola en la casa de alcobas grandes y techos inalcanzables, a los que se había acostumbrado al punto de sentirse tan arraigada a ella como la puerta que cerraba su interior alejándola del bullicio de imágenes perturbadoras, de la suciedad, de rostros que veía desde siempre, mezclados con otros que se adueñaban de la cuadra que en otra época albergó a lo mejor de la sociedad. Dos familias de las de entonces se habían quedado, sus raíces arraigadas a las elegantes casonas de salas coloniales y patios interiores. Despacio, demorando la llegada al inmenso mausoleo que la esperaba observaba, guardando las imágenes que más tarde tejería en largas y dramáticas historias que amenizaban la soledad de su existencia.

Media hora de atenta vigilancia, la llevó al interior de cada una de las personas que se movían dentro del cuadro que contemplaba. Entraba con ellos a sus casas o lugares de trabajo, adivinaba sus quehaceres, sus gustos, sus personalidades. Los rostros delineados con el pincel de la experiencia dibujada en cada centímetro cuadrado de sus cuerpos de diversas formas y tamaños, eran como libros en los que se leía la historia de sus vidas; complejas y perturbadoras, románticas, rutinarias y tediosas.

El dueño de la tienda se asomó a la puerta a curiosear el espectáculo diario que siempre lo divertía, amenizando su trabajo. Había heredado el negocio de sus padres. El oficio era fascinante y no viviría en otro sitio del mundo. ¿En qué otro lugar de la tierra podría convivir con el rico y el pobre, el bueno y el malo, la astucia y la timidez, el pecado y la inocencia, con la vida misma en todas sus faces? Su mujer le ayudaba cuando había cuatro muchachitos a los que no dejaban salir del patio donde correteaban.

Las gentes que se movían por la cuadra vivían el momento, ajenos los unos a los otros, conviviendo en tácita tolerancia, ignorándose entre sí, caminando hacia el mañana en la única forma que creían poder hacerlo.

Se dirigió hacia el otro extremo de la calle, despacio, moviéndose por entre unos y otros hasta llegar al final, saliendo de la escena sin perturbarla, llevándose el contenido de un día cualquiera, en una cuadra cualquiera, albergue de personas cualquieras que se juntaron en un momento de sus vidas.