SOBRE LAS NOVELAS DE LUZ STELLA o MARÍA CÁRDENAS ROA

 

Por Carlos Orlando Pardo

 

Luz Stella nació en Ibagué el 6 de septiembre de 1899 y murió en su ciudad natal en 1969. Obtuvo su grado de institutora a cuyo oficio dedicó la mayor parte de su vida y publicó cuatro novelas cortas en La novela semanal dirigida por Luis Enrique Osorio. Son ellas Pétalos, el veintiocho de julio de 1923, La llamarada, el diez y ocho de octubre de 1923 y Sin el calor del nido el siete de febrero de 1924. En este año fue ganadora de un concurso nacional de novela con Los celos del río que publicó en el número veintitres de la revista Santa Fe y Bogotá y se llevó a la radio con sonado éxito por su época. Estas publicaciones, noveletas o relatos largos, vienen a señalarla, si enumeramos a los narradores nacionales de origen tolimense, como un antecedente más en este campo concreto, advirtiendo de qué manera ella dirige fundamentalmente su producción hacia la poesía, de la cual quedan tres o cuatro libros con poemas valiosos, hasta las adaptaciones de sus cuentos y otros de carácter universal llevados a la radio. Frente a este trabajo debe señalarse que fueron orientados con preferencia hacia el público estudiantil infantil, centro devoto de su atención, resultado de su marcada vocación por la docencia que ejerció intensa y apostólicamente durante muchos años. Sin embargo, además de su registro en la evolución de nuestras letras, no perdura su obra narrativa y de su poética, en forma desafortunada, por falta de nuevas ediciones y con escasas inclusiones en antologías, puede afirmarse que penetra a marchas forzadas, sobre todo para las nuevas generaciones, en el injusto territorio del olvido.

La llamarada, 1923, muestra el paisaje y el ambiente del llano del Tolima, la llegada del tren descrita en forma maestra y el dilema de Gloria Villaflor entre Eduardo, un pretendiente culto y refinado de la capital y Raúl, un hombre rudo y elemental del campo. Con diálogos distribuidos en seis apartados y el panorama del paseo por el río, logra la autora mostrar en su protagonista las reflexiones de una mujer que no carga ni la sumisión ni la soberbia, pero sí las consideraciones inteligentes de quien obedece a su libertad. Deja ver igualmente un mundo sencillo que se complica con la mirada interior de un personaje femenino que rompe con los estereotipos de la mujer presentada en otras novelas de su momento o en la corriente de como era mirada entonces.

El surgimiento del incendio de un bohío donde corren peligro niños desprotegidos, tiene a un oportuno héroe, Raúl, el campesino de las manos rudas, que logra despertar el amor de Gloria, el cual “florece como una rosa de fuego”.

El relato, que parece la descripción de un paseo para cumplir con las tareas escolares, tiene al fondo la utilización de un lenguaje que muestra la época y la condición social de los personajes sin caer en el pintorequismo exagerado. Así mismo nos deja la sensación de que utiliza lo estrictamente necesario. La metáfora final, a pesar de su ingenuidad, redondea y apura un final que deja la sensación de un texto de ejercicio.

El pensamiento que sobre el amor tiene la protagonista, coloca de relieve reflexiones cuidadosas, sin discursos, que no sólo rompen sino superan etapas prejuiciadas sobre el papel de la mujer, reclamando aquí el derecho a elegir su destino tanto sentimental como socialmente. El sentido de la conciencia feminista y una nueva visión de su condición no rompe con los moldes tradicionales en cuanto a la estructura y la forma de contar su historia.

Sin el calor del nido, publicada en 1924 y dividida en ocho capítulos, muestra el mundo de unas niñas en un colegio elegante de Bogotá regentado por religiosas. Nina Lozano, de ocho años, y su mejor amiga, Anita, de once, comparten un internado lejos de su hogar. La primera tiene a su madre viuda en trance de matrimonio y la segunda, de padre inglés, refleja tanto por su edad como por su experiencia cultural, una mayor madurez.

Bajo ese ambiente de recogimiento, la presencia de extranjeros como el sacerdote que en sus diálogos alterna frases en francés mientras Anita lo hace en inglés, se ofrece el mundo de niñas con padres de suficientes recursos económicos.

Nina, en medio de sus horas de clase o de recreo, evoca permanentemente los días gratos junto a su madre y los amargos cuando aparece el pretendiente que le roba su tiempo y sus caricias, sus besos y sus mimos. Y no sólo eso. Le roba a su progenitora cuando parten en luna de miel hacia Europa.

La reconstrucción de su espacio en una finca calentana del Tolima poblada de flores y rodeada del rumor del río Magdalena, deja en su interior el aire de un pequeño paraiso que termina convirtiéndose en infierno con la llegada del forastero amable que conquista el corazón de la madre. Sólo le queda a la niña, en medio del vacío, el consuelo de su mascota, el perro Kiss, única fiel compañía para su soledad y su abandono.

Antes de que partan a Europa y frente a la sensación de tristeza que queda en el ambiente, los nuevos esposos resuelven traerle a Nina su mascota que enferma y muere de frío por el cambio de clima y la desazón de desamparo.

Por encima de las amabilidades y la actitud solidaria de Anita, la preocupación sincera de Sor Consuelo y el cuidado de los médicos, Nina ingresa al territorio de la fiebre, la amargura y el desasosiego y se incrusta en el delirio al recordar sus días felices, para concluir, en medio del fuego que la consume, sumida en un frío de muerte, que todo obedece que se sabe de verdad “sin el calor del nido”.

Entre la inconciencia y el pesar, Nina escucha las palabras de su madre que le envía una carta donde le dice de su amor, de cómo es Venecia y de qué manera desea, cuando esté grande, llevarla por aquellos lugares que le parecen como de cuentos de hadas y donde ella será la encarnación de una princesa.

Un telegrama le dirá de su muerte, tras haber escuchado la voz de su hija despidiéndose, voz que escucha también el marido quien atribuye el hecho a un producto de la insolación de su mujer.

Es elemental la metáfora que utiliza la autora y que está insinuada primero con varias líricas comparaciones alrededor de un pajarito sin nido, pero sabe crear la atmósfera para preparar al lector hacia el triste desenlace. Ese mundo infantil que domina Luz Stella no está exento de cargazón retórica, pero se le abona que, al estilo de los modernistas, plantee procedimientos narrativos que incluyen nuevas voces sin temor a parecer extranjerizante y que sabe equilibrar con la descripción de paisajes terrígenas.

Dentro de esa misma escuela aparece el “voluntarismo pesimista” a que se refiriera Schopenhauer y que expresa la angustia del ser en los personajes principales, así la burla de fondo en las condiscípulas tenga la contrapropuesta de la ironía y la falta de consideración frente a las calamidades de los demás.

La voluntad de estilo preside su trabajo y por ello ofrece una revitalización a una obra que por sus medios expresivos rompe con una línea tradicional. Si bien es cierto tal estilo puede considerarse como un culto al preciosismo y un manejo en apariencia exótico para su momento, no tanto por el tema como por la forma de expresión de sus personajes, aquel supuesto refinamiento no está fuera de tono porque pertenece a la categoría de sus protagonistas, a su origen y a su cultura y deben sonar necesariamente naturales.

La preocupación por problemas que pudieran considerarse metafísicos, por el destino del ser y de la muerte que tanto encarnan los modernistas, tiene aquí su ejemplo, combinado con palabras y formas que buscan su refinamiento en la expresión literaria.

Su reacción contra el prosaísmo, los elementos decorativos que rodean sus ambientes tanto rurales como urbanos en Sin el calor del nido, juegan a dar cierto ritmo poético como si pretendiera a todo momento alejarse de la rudeza pero sin lograr escapar a muchos lugares comunes.

El juego de la fantasía, por otra parte, y la representación onírica de las despedidas y el surgimiento de la cara de la muerte que describe, complementa de nuevo su deleite sensorial así sea para terminar en tragedia.

Los celos del río, publicada en 1926, cuenta la amistad de Roberto Alvar, poeta entusiasmado por Aurelia, una joven campesina cuidadora de ovejas de la hacienda. Al fondo está José, un admirador de la muchacha que le regala baratijas y pájaros y Mariela, hermana del poeta, como parte de una trama que se queda en descripciones abundantes de paisaje con un lenguaje preciosista que termina empalagando. Si bien la joven Aurelia a través de su lenguaje a medias tintas que reproduce el hablar campesino representa la ingenuidad al máximo, también lo logra en José quien tiene la timidez de los hombres buenos y recatados y que desea casarse. Tras pequeñas aventuras que relatan el rescate en el río por parte de Aurelia de una ovejita que le ha regalado su patrón, un pudoroso baño en sus aguas y el haber oído declamar versos y manejar metáforas y referencias cultistas por parte de Roberto, vendrá la esperada boda que parece metaforizarse con castillos y arandelas y ofrecer desde tal óptica, para no olvidar el título, los celos del río donde ella lava y sueña.

Poco afortunada la historia y nada intensa, no sólo porque carece de dramatismo pese a los evidentes esfuerzos de la autora para crear una tensión allí donde no es posible, porque el lenguaje no alcanza a cubrir, con la debida eficacia, el papel narrativo de la anécdota.