CARLOS EMILIO CAMPOS (CAMPITOS)

 

Pocos hombres cumplieron con la tarea épica de recorrer uno a uno los pueblos colombianos llamando la atención siempre creciente de un público ávido de crítica y comedia. Durante 20 años, entre 1950 y 1970, Carlos Emilio Campos, más conocido como Campitos, compitió con compañías extranjeras, dejó la imagen de un teatro nacional que protagonizaban en la dramática Antonio Alvarez Lleras y Luis Enrique Osorio y presentó comedias de sátira política o social para marcar toda una época en Colombia. Eran tiempos duros de represión y violencia, carreteras inhóspitas y subdesarrollo hotelero, pero ahí estaba su mística alumbrando temporadas que cubrían la orfandad de televisión, surgía como alternativa frente a lo tradicional del circo y tocaba los puntos que la nación requería como divertimento.

Este protagonista del teatro nació en Chaparral, Tolima, y murió en Ibagué después de una larga residencia en el exterior. A pesar de su fama, sólo María del Pilar Gutiérrez, Mapy, a la sazón directora del Instituto Tolimense de Cultura, se dio a la tarea de rescatarlo para su tierra en los últimos días, le organizó homenajes y le rindió honores y atenciones dignas de su tarea. Campitos, quien figura en los libros de historia del teatro, pasa como buen comediógrafo que logró despertar el entusiasmo por el arte escénico, pero más allá se mostró como un inquieto intelectual, poeta repentista, dinámico y trashumante, bohemio y estudioso, amigo de la democracia, conterturlio de los intelectuales de su tiempo, periodista ocasional y analista de los problemas de su patria.

Sus piezas teatrales, si bien es cierto se circunscribieron al ambiente local colombiano, tuvieron mordacidad sobre los asuntos públicos, particular interés por la crítica político-social más que una intención artística, y dramatizan, como las obras de Luis Enrique Osorio, conflictos entre los partidos tradicionales, muestran el tema de la violencia que azotaba al país, y se constituyen en documentos testimoniales de un período de nuestra historia.

Diez años de exilio voluntario completan su panorama de incansable trashumante. En 1972 viajó a Nueva York en búsqueda de mejores oportunidades, cosechó triunfos en el Teatro Plaza y el Carnegie Hall, con viajes transitorios a Buenos Aires donde realizó programas en el canal 3 y en radio. Su condición de máximo dramaturgo satírico-político, tuvo al final un cerco económico. El cantautor Jesús Rincón, quien se había iniciado en su compañía en 1955, lo rescató viejo y demacrado y con ayuda de Belisario Betancur, decidió repatriarlo. Su esposa Anny, argentina, lo había convencido de que viajaran a Mendoza y allí fue localizado. María Eugenia Rojas de Moreno, entonces directora del Instituto de Crédito Territorial, le ofreció, por diligencias de Rincón, una casa en Calí, a pesar de que su padre, el general Rojas Pínula, había sido satirizado con sus obras Los tres reyes vagos: Malhechor, Melgar y Malgastar, Mi familia presidencial y Don Próspero Vaquero. Carlos Pinzón y el Club de la Televisión organizaron la colecta de pasajes, mientras que Julio Nieto Bernal solucionó el problema de la estadía en Coldeportes a la espera de la anunciada casa.

Soportar la represión, sentirse obligado bajo ley a cambiar los libretos de su obra, como ocurrió en Barran quilla en el teatro Paraíso en 1955, tolerar la tensión nerviosa por amenazas de bombas, ser un artista genial pero un pésimo gerente, conformaron los ingredientes de su vida. Fue un imitador de gestos y voces de personajes políticos, volviéndose afamadas las que hiciera de Laureano Gómez, Alfonso López Pumarejo, Mariano Ospina Pérez, Silvio Villegas, Augusto Ramírez Moreno, Guillermo León Valencia, Carlos y Alberto Lleras, Gustavo Rojas Pínula y Misael Pastrana Borrero. Esta especie de Chaplin nuestro, al final estaba anciano, enfermo y paupérrimo como lo describe el profesor Jaime Peralta en una de sus semblanzas sobre los hombres ilustres e inolvidables de Chaparral.

Su escaso cabello completamente blanco lo mismo que el bigote, su andar vacilante, asumió mayores proporciones de desgano cuando el profesor mentalista Killer, en su ciudad natal, organizó una función para recolectarle fondos con el resultado de que la asistencia fue casi nula. Así lo evoca Jaime Peralta quien lo entrevistara el 12 de julio de 1984, cuando cumplía 78 años, uno antes de su muerte y cuyos datos sirven de marco a esta semblanza del genial teatrero y comediante.

Carlos Emilio Campos, Campitos, nació en la población de Chaparral el 12 de junio de 1906, siendo sus padres Emilio Campos, chaparraluno, y Carlina Torres, girardoteña. Cursó allí el kinder en el colegio de Zoila Rosa Perdomo, hermana del cura párroco y la primaria en Girardot baj o la férula de don Eufrasio Páramo, pedagogo conocido de esta tierra. En el Colegio Ramírez, de Bogotá, hizo el bachillerato, pasando al Instituto Técnico Central donde cursó medio año de ingeniería, debiendo retirarse definitivamente por la fractura de una pierna. El regreso a su solar nativo para trabajar en una trilladora de propiedad de don Andrés Rocha, exgobernador y extesorero general de la nación, hacia 1925, le dejó espacio para explotar su inquietud literaria y fue así cómo, con su gran amigo y maestro Ricardo Rocha, una especie de Voltaire del pueblo, escribió sonetos que publicó en la imprenta donde se editaba el periódico La Mañana.

Inició su carrera en el teatro político cuando empezó el gobierno de Alfonso López Pumarejo, al lado de Salvador Mesa Nichols, trabajando con Pepe Montoya y el poeta Camacho Ramírez. Actuó por vez primera en el teatro Colón en la obra Luna de Arena, de Camacho, y luego en sus obras Romeo y Julieta o Campitos Presidente. Este soñador que nunca se preocupó por las cosas económicas, declara que su vida se le fue en divertir al público, saborear el néctar de la fama lograda y el resto se redujo a ropa y cositas que empeñar.

Las obras que dejó Campitos, todas en manos de su hijo Carlos que las guarda celosamente como herencia, fueron entre otras, además de las mencionadas: Cristóbal Colón en la Facultad de Medicina, Marcelino Vino y Pum, El Masato Claro, El Barbero de Sevilla, Valle, libros de sonetos sobre sus amigos y diversas revistas musicales.

Al final ninguna promesa, ni oficial ni privada, se cumplió. Nombrado asistente de teatro en el Instituto Tolimense de Cultura gracias al interés de María del Pilar Gutiérrez, su directora, debió retirarse por la campaña de saboteo desatada por los legalistas, lo cual le ocasionó nuevas amarguras. En Ibagué, su esposa murió de repente mientras Campitos, postrado en una clínica de la ciudad, seguía padeciendo por las nulas medidas del gobierno. Una semana después falleció el maestro del humor satírico-poli tico. Las primeras páginas de los diarios registraron su muerte. "La miseria y el amor lo mataron", tituló Eí Espacio, recalcando la forma miserable en que esta gloria del arte nacional partió sumida en la indiferencia y el abandono a los 78 años de edad.

«Fue una muerte por pena moral, por sentirse abandonado, por tristeza al ver la abulia de los poderes gubernamentales para hacer algo por quienes dieron gloria al país en el campo artístico», declaró su amigo Jesús Rincón a varios periodistas al saber de su muerte. Muchas veces se había arrepentido de haberlo repatriado. Ni las promesas del presidente Betancur, ni los esfuerzos de escasos empleados públicos, cumplieron la tarea de asegurarle una vida digna al mejor representante de la sátira política del país.

El 17 de diciembre de 1983, los periódicos nacionales registraron la muerte del dramaturgo. Largas, honrosas y sentimentales columnas, algunas de ellas en primeras páginas, que contaban su vida, intentaban describir lo que algún periódico capitalino llamó El triste fin de Campitos.

Carlos Emilio Campos como humorista era un hombre muy serio. En el escenario provocaba risa, pero en las tertulias particulares comentaba la política como un gran conocedor y aquel fenómeno de desdoblamiento que le acompañaba siempre que se refería a algún personaje de ella, aparecía continuamente mientras este mago de la risa hacía de cualquier pose o gesto, una excelente razón para ver sus obras.

Atrás quedaron sus dotes de histriónico innato, su categoría de observador perspicaz, su estilo agudo y mordaz, sus ridiculizaciones a las dictaduras del continente y sus hitos en la vida del país, como afirma el profesor Peralta. El diario El Espectador lo registró como la figura del día y en la crónica publicada se refiere cómo Jesús Rincón, su antiguo contertulio y compañero, organizó el traslado de sus restos mortales a una funeraria de Bogotá, en donde se le enterró en los Jardines de Paz porque, en el Tolima, el gobierno no tenía disposición de plata o de cariño. En realidad, desconocía del todo su grandeza. Su regreso esperanzado a la patria terminó convertido en un nuevo calvario para el hombre que hizo reír a millones de colombianos por más de dos décadas mientras se olvidaba de sí mismo.