ARMERO VUELVE Y JUEGA
Por: Carlos Orlando Pardo
La tragedia de Armero comienza a aparecer tan remota como si ya perteneciera a la leyenda. Sin embargo, el dolor que aún despierta por el abandono que ruge sobre los tantos muertos y sobre los sobrevivientes no cesa con el tiempo. Buena parte de quienes lograron salvarse se encuentran diseminados en varios lugares de Colombia bajo el manto de la derrota y el signo del desánimo. En algunos de los barrios de Ibagué es fácil tropezarse con los damnificados cuyas escenas de la hecatombe no han sido borradas de sus vidas. Son variados los esfuerzos por reunificarlos para compartir siquiera los recuerdos y la pobreza porque a nadie parece preocuparles su destino. Pero todo es inútil en un mundo donde las noticias del día tapan como el lodo las de ayer.
Y de ese Armero de ayer quedan deambulando desprotegidos y en forma marginal unos doce mil habitantes y otro tanto que estaba por fuera al momento de la tragedia. Todos aquellos que resultaron con identificación o carné de Resurgir llegaron casi a veinte mil, provenientes de otros lugares del país y del mismo departamento porque vieron allí la posibilidad de levantar un auxilio, un lote, una casa, servicio médico y algunas nuevas esperanzas. Después de toda la tragedia, la profesión de damnificado se levantó como una bandera deshilachada y en Ibagué se asentaron buena parte de los desheredados en barrios como Simón Bolívar, Nuevo Armero, dentro del cual está San Vicente de Paúl, Antonio María, Villa Vicentina, Jardín Santander, Ciudad Blanca y Ciudad Luz.
Armero Guayabal se erigió como cabecera del antiguo municipio y Lérida, que antes era una población deshabitada, casi fantasmal en la parte urbana, se llenó de pequeñas urbanizaciones que sectores de gobiernos extranjeros donaron en medio de la sensibilidad que produjo la hecatombe. En realidad fueron otros los beneficiados. Del aparato creado por el gobierno para ayudar, a las verdaderas víctimas les quedaron tan sólo las migajas y otros se alimentaron del verdadero banquete presupuestal. No es explicable que tanta ayuda humanitaria y tanto esfuerzo del Estado no hubiese dado las respuestas adecuadas para su gente. La capital del Tolima, verdadera beneficiaria por las leyes que le otorgaron gabelas para su crecimiento, tuvo su cuarto de hora en la creación de empresas para importar y ganarse los aranceles, la rebaja de impuestos y otras facilidades, de lo cual quedaron en forma real pocas, hasta contabilizar un 10% del famoso empuje que apareció al frente como un espejismo. De sus entrañas y de sus historias se produjeron varios libros, documentales, películas, estudios que se deshacen en medio del moho en fatigosos escritorios de profesores universitarios y por encima de eso el rutilante olvido, la indiferencia y apenas la evocación distraída cuando cada año se conmemoran doce meses más de la tragedia.
Ahora conmemoramos el cuarto de siglo y de esos veinticinco años queda por lo menos el ejemplo para que tantos damnificados de las nuevas tragedias que han desgarrado nuestro ánimo no sufran el mismo mal de la indiferencia. De manera usual cuando sucede una desdicha, el escándalo, las noticias, los titulares y la movilización tienen su impacto, pero días después alcanzan el olvido de la atención pública. Sin embargo, los afectados continúan ahogándose en los problemas que vienen luego de la ayuda inmediata.
Al reeditar este libro que fue el primero en aparecer en el mundo apenas transcurridos treinta días del hecho funesto y sin que se haya cambiado una sola de sus páginas, debe señalarse que los derechos se han cedido por el autor para cumplir algunas pequeñas tareas entre los perjudicados, aspirando finalmente que continúen tantas almas y organizaciones humanitarias entendiendo que es urgente tender la mano y no creer que se trate de gente extraña sino de la nuestra sometida a la desventura.
El libro Los últimos días de Armero, de Carlos Orlando Pardo y editado por Plaza y Janés fue el junto Al amor en los tiempos del cólera, el libro más vendido del año, según el diario El Tiempo.
Los últimos días de Armero
Vida, pasión y muerte de 30.000 colombianos sepultados vivos
A la memoria de mis muertos de sangre
y a los sobrevivientes.
Atención, señoras y señores, un momento de atención:
Volved un instante la cabeza hacia este lado de la
república. Olvidad por una noche vuestros asuntos
personales, el placer y el dolor pueden aguardar a la
puerta: Una voz se oye desde este lado de la república.
¡Atención, señoras y señores! ¡Un momento de atención!
Nicanor Parra
(En El Peregrino)
Armero inmortal
Armero ya pertenece a la inmortalidad. Desde las once y media de la noche del 13 de noviembre de 1985, su nombre y su memoria ingresaron a la leyenda. Pero a la leyenda del dolor, el martirio y la muerte.
Su nombre jamás se olvidará y aunque funden otra ciudad con su mismo nombre, el verdadero Armero yace allí bajo el lodo, entre el pedregal monstruoso, sobre la explanada solitaria. Es decir, nada podrá remplazar a la ciudad porque si con ella murieron más de 20 mil personas, entonces Armero ya no existe y cualquier otra ciudad nueva no será más que eso, otro pueblo, pero jamás Armero.
Entonces la ciudad real solo podrá seguir existiendo en la imaginación, en el tiempo memorioso que según pasan los años se convierte en la ficción o verdad de la historia. Para los sobrevivientes de aquella noche, Armero apenas será la expresión dramática de uno de los más hermosos versos del poeta colombiano del amor con la condición de la muerte, José Asunción Silva: "Algunos muertos en cuya intimidad yo vivo". En efecto, para ellos, la ciudad será apenas la extinguida morada y ahora la tumba de los suyos, de los que ya no existen. Y la obligación y el deber de gratitud de los que sobrevivieron es precisamente recordar imaginando a sus muertos y de la misma manera recordar imaginando a su ciudad, Armero, borrada de la faz de la tierra por la avalancha que se precipitó por el río Lagunilla, cuando la erupción del cráter Arenas produjo el deshielo total del nevado del Ruiz.
Bajo esta perspectiva, Armero requiere ser contada. Este es el propósito esencial de Carlos Orlando Pardo, al narrar para el futuro memorioso la entraña de Armero. Escritor riguroso, probado en el cuento y la novela, en Los Últimos días de Armero, Pardo aborda a la vez múltiples propósitos. Un frente de trabajo es la narración periodística del suceso, es decir los hechos acaecidos desde el instante en que la avalancha se precipita por la ciudad. Pero no es la simple relación notarial de los muertos, sino una vívida narración, donde el periodismo limita con la crónica de expresión literaria. La experiencia de un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad del Tolima que sobrevivientes escuchan por la radio la noticia de su muerte, alcanza en el libro una coherencia narrativa con clima y tensión, atmósfera y densidad, un nivel de relato periodístico que sólo le es permitido a los escritores que incursionan en este género, como lo demostraron Daniel Defoe, John Reed, Ernest Hemingway, Truman Capote a Norman Mailer. Es decir, en las distintas oportunidades en que Carlos Orlando Pardo acomete el relato periodístico, lo hace siempre con el vigor de la palabra periodística.
Pero hay algo más: Carlos Orlando Pardo nació en las goteras de Armero. Oriundo del Líbano, a media hora de Armero, durante los años de la violencia varios familiares suyos, hermanos de su padre, el gran Pablo, se desplazaron hacia la tierra caliente, a la "ciudad blanca". Por ello buena parte de las memorias de la picaresca infantil del autor provienen de Armero y por ello también más de 30 personas con el apellido Pardo yacen bajo el lodo reseco. Esta realidad hizo que el libro fuera escrito con asombro y pasión, con dolor y miedo. Para quienes consideramos que el periodismo no puede ser "objetivo" y que de todas maneras cada crónica implica que el cronista se juegue con ella muchos de sus criterios y sueños, este libro representa una vehemente y angustiosa aproximación a la catástrofe de Armero.
Ahora bien, además del rigor de la narración periodística, desde diferentes planos y personajes, Carlos Orlando también entrega en su libro una expresión genuinamente literaria de la catástrofe. Se trata fundamentalmente del capítulo titulado "13 historias de un 13". Se diría que es un conjunto de viñetas largas, que constituyen semblanzas desgarradoras de la tragedia. Pero más allá de lo doloroso, en estas viñetas aflora cierta dosis de humor.
Este es un tema interesante y delicado, pero no es menos cierto que allí en Armero el drama se dio como tragedia y como farsa. Es decir, se presentaron escenas que fueron tan dolorosas que parecían superar las fronteras de lo verosímil para arribar a la dimensión de la ficción y lo grotesco, tal vez lo surrealista. La viñeta de aquella dama gris que le pregunta de dónde viene a una mujer que es una estatua de barro, y la respuesta de esta diciéndole "No será de Miami", es un toque de humor negro que no irrespeta el dolor ajeno sino que potencia a una dimensión superior el inmenso drama de Armero. El trabajo literario de estas viñetas, todas transidas por la inmensa pena de la tragedia, es el primer paso para que el drama de Armero se comience a inscribir en la inmortalidad.
De igual manera, además del testimonio periodístico y de la recreación literaria de los hechos, Carlos Orlando Pardo trabajó en este libro otro frente no menos interesante e importante. Es el ensayo analítico. Es básico este aspecto, porque ante Colombia y ante el mundo quedó la inequívoca sensación de que lo de Armero fue "Una tragedia anunciada". Existe un consenso acerca de que si bien no se podía evitar la acción de la naturaleza, si existieron los síntomas de la amenaza y el tiempo suficiente y las voces avizoras como para que el Estado Colombiano, a nivel nacional y departamental, hubiera tomado las medidas necesarias para salvar muchas vidas. Sin duda alguna, muertos se hubieran presentado, pero jamás tantas victimas como esa cifra irreal de "mas de 20 mil muertos". Entonces, además de la relación de hechos y circunstancias del drama, este libro hace acopio para la historia de los principales elementos para la discusión futura. Acusa. Señala. Demuestra.
Sostenido fundamentalmente sobre este trípode -testimonio periodístico, relato literario y ensayo analítico- Los Últimos días de Armero es el primer libro que aparece sobre esta tragedia que conmovió a Colombia y al mundo. Tal vez aparezcan otros escritos con mayor reposo. Pero Carlos Orlando Pardo, hundido familiarmente en el dolor, hijo de estas montañas y esas llanuras tolimenses que confluyen allí en Armero, escribió un libro apasionado, sentido, que abre camino para que la ciudad martirizada y sus hombres sacrificados entren a la leyenda y a la historia colombiana. Es un libro íntimo y desgarrador, porque el autor vivió lo mismo que vivimos quienes estuvimos allí viendo morir y nacer gentes durante aquellos días de la catástrofe de Armero. Es decir, sabe que después de ver y sentir aquello, quedamos marcados y sobre todo señalados por la certidumbre de que aquella experiencia nos hizo más viejos pero más humildes.
Algunas erupciones olvidadas
El trece de noviembre de 1985 la tierra se estremeció por el estallido del volcán: el cráter Arenas del Nevado del Ruiz expulsó por su boca de dragón la lava y ceniza que producirían una gigantesca avalancha haciendo crecer los ríos, sepultando vivos a cerca de treinta mil colombianos quienes a esa hora se encontraban en lo que fuera la próspera ciudad de Armero.
No era la primera vez que el Nevado del Ruiz dejaba a su paso desolación y ruina en el Norte del Tolima, un departamento localizado justamente en el centro de Colombia.
Con su sabiduría, la naturaleza anunció su despertar en elevadas columnas de ceniza y ruidos macabros. Toda una población esperó la orden de desalojo en el repicar de las campanas de la iglesia o en la sirena de la máquina de bomberos pero sólo les llegó el lodo asesino. En pocas horas, los vómitos y eructos del volcán acabaron con muchos años de historia y trabajo de una parte del país.
Pocos fueron los sobrevivientes, o mejor, los resucitados. Quienes lograron sobreponerse al hecho del desastre no han vuelto a sonreír, tampoco a llorar. Sus quejas siguen estáticas en esos ojos ausentes que parecen reclamar la muerte. Lo perdieron todo: hasta los recuerdos. El Nevado del Ruiz, nuevamente entra a la historia de los grandes desastres de la humanidad.
En 1902, la ciudad de Saint Pierre fue destruida cuando el MT. Pelee en la isla Martinica, entró violentamente en erupción matando a sus treinta mil habitantes y quedando a salvo, tan sólo, un preso que estaba en la mazmorra de la ciudad. Pero los días cambiaron de piel gracias a la técnica y a las previsiones que dieron a la postre con un ejemplo maravilloso no conocido por estos lados de Colombia. Era el de la isla Heimaey, en Islandia, donde el Helgafell, entró en explosión cuando corría el año de 1973 sin que se contabilizara ni un solo muerto porque sus habitantes fueron evacuados antes de la erupción.
Todo habÌa ocurrido, pero los profesores de la materia correspondiente no enseñaban ya la existencia del Dios del Fuego, en la mitología, de nombre Vulcano, que en añeja época romana era parte de su cotidianidad y los más pequeños sabían que habitaban en una isla, lejos de Sicilia, y de la cual procedía la palabra volcán.
Arrancado de la leyenda y la imaginación de escritores resulta el nacimiento de un volcán que irrumpe, en 1943, a unos 320 kilómetros al oeste de Ciudad de México, cuando asombrados los vecinos, advierten, una insólita espiral de vapor que surge bruscamente de una hondonada y luego se cuartea la tierra de los alrededores, elevándose, en un acto semejante a los que pudieran imaginar en la creación bíblica. La tierra empezó a levantarse, arrojando un humo de color luto y expulsando toneladas de rocas, cenizas y escorias a los aires, para conformar el nuevo volcán que los mexicanos bautizaron con el nombre de Paricutin.
De otro lado, el mito del diluvio parecía estar destinado a ser un pasaje de aventuras siniestras en las páginas de la Biblia y la leyenda de Noé, un hermoso tema para clases y sermones en los días de la Semana Santa. Nunca imaginó Armero tener uno en su historia porque la otra de sus lejanos tiempos no habría transcurrido para ellos.
En el Nevado del Ruiz, los esquiadores se lanzaban por entre el hielo inclinándose y girando sobre si mismos para controlar su velocidad, haciendo de este deporte no un medio para transportarse, como en el Cono Sur o en el Polo Norte, sino una extendida distracción en invierno. Antes, esta manera de viajar que se hizo famosa en los cuentos de Walt Disney, hasta para los más retirados infantes a los que llegaban las historietas, dejó conocer los bastones como palanca de cambios y reían con los saltos hechos sobre las pendientes inclinadas.
Todo estaba olvidado, hasta cómo la historia de la tierra nos muestra la ocurrencia de grandes cataclismos y transformaciones y se nos llega a hablar del hundimiento de continentes enteros y calculan en varios miles de millones de años la edad del planeta cuando ofrecen el resultado de análisis de rocas en diferentes partes.
Para muchos de ellos, la historia no era más que un inexpresivo y laberíntico paso de fechas que bien pudieran quedar anquilosadas en la memoria de los profesores porque tenían el transitorio perfume de la superficialidad. La historia reciente estaba consignada en placas enormes de mármol con los nombres de funcionarios que inauguraban una obra rompiendo cintas, bebiendo champaña caliente y barata, y expulsando discursos kilométricos con la solidez de un copo de azúcar vendido en las esquinas de la cercanía del circo pobre que los visitaba cada año.
Dentro de las calamidades naturales, Colombia estaba lejos de una enfermedad como la peste negra sobre la que construyeron espléndidos escritores varios de sus libros. Contaba sí, y lo sigue contando, con la ignorada por muchos del hambre y la miseria que pertenece a las estadísticas o a la agenda de los políticos en tiempo de campaña electoral. Se sabía del terremoto a casi 9 grados en la escala de Richter en el área fronteriza entre Colombia y Ecuador en 1906 y algunos informados recordaban que libera la misma cantidad de energía que siete mil bombas atómicas como las que devastaron a Hiroshima y Nagasaki en 1945. Todo esto se sabía pero se había olvidado. Quizá se recordaban con mayor fruición las diez terribles plagas que según el Antiguo Testamento azotaron a Egipto, y eso cuando los grupos ecológicos, advirtiendo sus causas naturales, evocaban la de las moscas como un ejemplo para sus seguidores u oyentes en las conferencias. A veces se ejemplarizaba, pero en clases de aritmética, al famoso huracán Flora que en los Estados Unidos, dejó sin vida a más seis mil personas y sin hogar a las 750 mil que registraron los periódicos. Sólo después del espectáculo de horror que hizo sembrado en el Norte del Tolima, se supo cómo, diez años atrás, 1966, fue calificado como el año de las calamidades. Una década anterior hizo noticia en todas partes del mundo: los terremotos de Turquía con la destrucción de 139 aldeas, el estremecedor de Indonesia con las 20 mil personas que quedaron sin hogar por una erupción volcánica en la isla de Sangihe y sus 500 mil refugiados que huyeron a tierra firme, los tornados en Missisipi y Alabama, el huracán Inez que dejó destrucción en México, Florida y el Caribe, y la inundación del río Arno que colmó la ciudad de Florencia.
En la historia universal de la infamia de la naturaleza, los infantes aprendieron, para olvidarlo, que cerca del 80% de las erupciones volcánicas ocurren en el área del Pacífico, pero nunca fue extraño el nombre del Krakatoa, la mayor explosión conocida en los tiempos modernos en 1833. El profesor, con una cifra de bostezo contaba, recitando su libro, que las cenizas fueron lanzadas hasta 80 kilómetros por los aires y que el ruido de la explosión se oyó a unos 4.830 kilómetros de distancia. Antes, la curiosidad pudo haberlos llevado, a la mayor erupción de que se tenga noticia como la ocurrida en 1815, la del Tambora, en Indonesia, que arrojó alrededor de 150 kilómetros cúbicos de cenizas, más de ocho veces el volumen expulsado por el Krakatoa.
La ciudad que se convirtió en museo en el verano del año 79 después de Jesucristo, siempre significó el mejor monumento de la catástrofe producida por una erupción. Pero en nada conmovía este volcán Vesubio de la eterna Italia porque nada quemaban las cenizas ardientes, las rocas y la escoria "que cayó sobre la ciudad de Pompeya asfixiando a sus 20 mil habitantes con humos ponzoñosos que los perseguían con mayor rapidez de la que huían cargando el desespero por instinto". Los sepultados vivos parecen una memoria y la ceniza volcánica que cayó sobre Armero no evocaba el recuerdo de Pompeya.
Todas estas erupciones olvidadas ahora se recuerdan cuando estalló el volcán del Nevado del Ruiz. Se rememoraban más los terremotos que dejan la infinita inseguridad del hombre en un momento y víctimas que están en el silencio de su historia perdida son cifras en escalas de inventarios terribles en libros sin lectura. En agosto 16 de 1906, cuando Armero se funda por decreto, en Chile había 20 mil víctimas por un terremoto. Y dos años después, el día de los santos Inocentes, Italia colocaba su cuota con 83 mil y para su siguiente principio de otro año, agregaba 30 mil como si le hubiese caído la peste de la muerte.
El oficio de la parca, como diría un poeta, visitó el territorio de los chinos y en la murmuración de la tierra, la sepultura estaba abierta para cien mil personas el 16 de diciembre de 1920. El fallecimiento inesperado de una cifra casi igual dejaba a Tokio, el primero de septiembre de 1923, toda de luto. La innumerable cantidad de hombres y mujeres de la China agregaría a sus amarguras recientes 70 mil perdidos bajo escombros, y en la India, en menos de dos años, las contabilidades de los censos restarían 40 mil personas indefensas.
Los tres terremotos que azotaron a Chile, dejaron el suplicio del recuerdo acuchillado por la muerte, de más de 53 mil coterráneos de Pablo Neruda.
El 31 de mayo de 1970, Perú aportó a las grandes tragedias del mundo 67 mil ciudadanos, pero su cifra, horripilante por cierto, quedó como una exequia menor cuando el 28 de julio de 1976, los chinos sorprendieron al mundo con la expiración trágica de 800 mil habitantes.
La explosión de bombas atómicas en el Pacífico llegó a considerarse como una de las posibles causas de la América toda, y gritos enfurecidos se escuchaban contra las experiencias de franceses en el Atolón de Muroroa. Sus prácticas periódicas hace más de quince años y luego de ellas los sucesos con sismos de regular intensidad, no eran casualidades de alertistas. En 1970, poco después de una serie de ensayos atómicos franceses, en el Perú se registró un violento terremoto que dejó un saldo de más de 60 mil personas muertas. A esos ejercicios siguieron muchos otros y siempre coincidencialmente ocurrieron sismos en América. Al igual que el 10 de mayo de 1985 cuando estos europeos detonaron su bomba con 150 Kilotones, 10 veces superior a la que destruyó la ciudad japonesa de Hiroshima. Atrás quedaban las protestas del general Juan Velasco Alvarado. Sin embargo, la destitución del ministro francés de la defensa, obedeció a las opiniones de un movimiento ecologista dedicado a la investigación y a las campañas en pro del equilibrio de la balanza natural. Por orden del ministro, el barco insignia de los estudiosos, llamado el "Guerrero de la Aurora", fue volado por los servicios secretos franceses en su camino al puerto de Sydney, cuando protestaban para evitar acciones de este tipo.
Pero las erupciones de volcanes y el estallido de bombas seguirán y sus consecuencias serán asumidas como otro capitulo de la lucha del hombre sobre la tierra, para ser olvidadas.
La primera brigada de rescate
Un mes antes de la catástrofe, Álvaro Bonilla Paris, esperando a un colega suyo, profesor de la Granja Experimental Agrícola de la Universidad del Tolima, situada a 5 kilómetros de Armero, sin nada más que hacer, observó cómo un número considerable de personas entraban a la iglesia sin que se advirtiera una hora usual para la misa o las coronas anunciando entierro. La casualidad lo llevó allí, donde con una asistencia regular, funcionarios de Ingeominas dictaban una conferencia. En una especie de aviso de la providencia, según lo señalaría días después, Bonilla Paris pudo aprender algunas cosas. Conoció sorprendido el mapa de los riesgos volcánicos, oyó como si fuese de mentira, nombrar los sitios que serian de salvación y soñó algunas noches corriendo hacia la montaña pero sin contárselo a ninguno para evitar caer en el ridículo.
En tiempo de rutina, 100 estudiantes, componen el marco académico de aquellos campos. Casi sin excepción, todos habían contemplado con desdén o curiosidad la fumarola diaria. Algunos habían escuchado por la radio, en un informativo de las once, antes de los programas para insomnes y además con el título de extra, en voces repetidas, que ya se conocía el mapa de riesgos. Los muchachos oyeron el irrumpir metálico de la voz radial que anunciaba: Tienen dos horas para evacuar a Armero, vías de evacuación, mucha atención oyentes, hacia Lérida, Lérida, Lérida, igual a Guayabal y también a Cambao o el camino que lleva hasta San Pedro, un corregimiento ubicado en la montaña. El Cerro de la Cruz, radioescuchas, el Cerro de la Cruz y además el llamado Cerro de Los Pijaos. Mañana más información que nunca escucharon realmente.
Estrenando un aparato de video, el profesor Bonilla Paris se deleitaba proyectando unas películas sobre el fríjol y la caña de azúcar y además un informe sobre insectos que dura hora y media. A las siete de la noche, con el grupo octavo de la Facultad de Agronomía, terminaron el ciclo. El docente, que por costumbre iba hasta Armero a la hora de sus comidas para romper en forma momentánea con el ambiente interno de sus horas, a falta del carro usual en el que viajaba porque se habÌa marchado su colega, no tuvo otro remedio que quedarse cenando en el casino de la Granja. El único profesor de los nueve permanentes sin contar al director, estuvo conversando con buen animo en ese su comienzo que luego iría a ser bautizado de infernal.
La noche del desastre, cuatro profesores se encontraban en prácticas en Ibagué y cuatro más vivían en Armero. El jueves, de acuerdo a los horarios, a las siete de la mañana debían estar los estudiantes en la sede central de la Universidad del Tolima para tomar un bus a Girardot donde realizarían un laboratorio de campo programado.
La mitad de los alumnos decidieron por eso marcharse aproximadamente a las 4 de la tarde sin preocuparse demasiado por la cantidad de ceniza que caía. Se quedaron quienes tenían turno o algunos otros oficios regulares. El grupo 7 de Agronomía se hallaba en Bogotá con el director de la Granja y 3 profesores más por cinco días y todos estaban pendientes del partido de fútbol de la fecha, Millonarios y Cali.
Siendo las siete y media de la noche, sin que a nadie extrañara, empezó la llovizna a golpetearles los techos del lugar donde se hallaban. Mucha ceniza cae, dijo alguien. Los que estaban en la cancha de fútbol, sintiendo los ojos enrojecidos, dejaron de jugar. Nos vamos a morir, dijo uno, colocando a su voz el tono burlesco de la incredulidad. Los que acostumbraban ir al pueblo en la noche, se arrepintieron por motivo de la lluvia aunque dos, menos temerosos de mojarse, se fueron en plan de risas hacia Armero. Uno con la plata prestada para ver a su novia.
La noche cargaba una oscuridad de miedo inadvertido y el frío aumentando hacía que se le hubiese borrado la característica de calidez grata y arrulladora a la ciudad. En la tarde, por contraste, un calor sofocante y fastidioso los cubrió sin remedio. Álvaro Bonilla Paris conversó con sus estudiantes hasta las ocho y media, escucharon a las siete las noticias por la televisión y a las diez llegaron cuatro alumnos que habían ido a cita odontológica. Luego, empiyamándose, se dedicó a terminar de corregir exámenes de sorgo y faltando diez minutos para las once observó con fastidio que se había ido la luz. Prendiendo dos espermas, confió que las velas le iban a durar para calificar las dos pruebas que le quedaban. Pero escuchó un ruido extraño, diferente al de la quebrada cercana cuando crece, en los tiempos de invierno. Tomando una lumbre salió al corredor que observó lleno de arena y ceniza y al fondo oyó el rumor creciendo como algo anormal. Entonces lo iluminó el recuerdo de la conferencia escuchada en la iglesia aquella tarde y colocándose rápido unos bluyines encima de la piyama y unas botas de caucho, salió de nuevo para tropezarse con una primera y pujante oleada de agua, zumbando sin cesar. El ruido semejaba al de las abejas encerradas en alguna bolsita de papel.
Junto al chasquido de palos, el doblar de ramas, el golpe de las piedras, abre la puerta y el agua ahí lo azota fuertemente. Se devuelve a vuelos en busca de la linterna que no encuentra y al intentar salir lo golpea el barro y es imposible ya cerrarla ahora.
Corre a la carretera y saltando el cerco más alto y sin apenas tocarlo, continúa orientándose por una línea de árboles de aguacate, tocándolos uno a uno en ese trastabilleo de sitios que conocía de memoria.
A los pocos metros se tropieza a boca de jarro con un asustado joven de escasos doce años. Desnudo y con un hematoma en el ojo izquierdo que le hizo presentir lo había perdido, le responde temeroso a su pregunta "es que vengo de Armero". Tomándolo de la mano y como si el susto no fuera su irremediable compañía desde el principio del desastre, sigue hacia arriba de la Granja tropezándose con un matrimonio; los celadores de allí, de barro hasta la cintura y portando una linterna. Salieron por la ventana trasera porque las puertas estaban atascadas, según se lo explicaron en el camino hacia las residencias de los estudiantes. Reinaba la confusión. Unos, con maletas en la mano imaginaban que era fácil ir a Armero para tomar un carro, sin advertir ninguno lo que en realidad estaba pasando. Otros, tomados de la mano más en señal de juerga, que de susto avenido gritaban que bien duro para que no fueran a quedar esparcidos los cadáveres. Álvaro Bonilla Paris gritó autoritario: "Armero está barrido, vámonos a la loma".
A las diez y media de la noche, los estudiantes oyeron una algarabía. Caen cenizas, caen cenizas, caen muchas cenizas, decía uno de ellos. Levántese, levántese, advertía.
Al fondo, muchos imaginaron que se trataba de un truco de quienes buscaban perturbar el sueño. Eso es por molestar, decían entre sí, hasta que Daniel Viña decidió sacar una mano por la ventana y la trajo de nuevo llena de arena y ceniza. Enseguida alumbro al fondo donde empieza la piscina, y vio que el fango alcanzaba allí por lo menos diez centímetros de espesor.
Ahí sí decidieron, sin más vueltas, levantarlos a todos. Una ya vieja costumbre de no dejar dormir a quienes podían hacerlo plácidamente en contra de la incomodidad de los insomnes "si yo no puedo hacerlo despierto a los otros", dejó, desde el principio a un severo estudiante de la Veterinaria la costumbre de conservar un palo muy junto de la cama. Con su arma tribal y habiendo amenazado y comprobado que daba paliza a quien lo molestara, lo advirtieron de lejos y él no los escuchó. Prenda la radio, repetía asustado alguien y luego, quitándose la manta al examinar por el tono de las voces que algo pasaba en serio, saltó como una liebre.
Por la que bautizaron nieve de arena, no faltó el grupo que iniciara el coro de navidad, navidad, linda navidad y la voz de Bonilla Paris continuaba entonando angustiado "hacia arriba, hacia arriba, cojan para la loma" y la respuesta en la noche: "Si radio-Armero dijo que no había ningún problema" -no había ningún problema-, cierren las puertas fue lo que le escuchamos siempre a los locutores, y además si algo pasa, ayudó alguna otra voz en su reproche buscando desmentirlo, sonaran las campanas de la iglesia y además la sirena del cuerpo de bomberos. "Metan los documentos en el bolsillo de atrás, para que identifiquen los cadáveres", expresó uno sonriendo pero tomados de la mano, comunicándose energía, dos grupos, uno junto a la cafetería y otro junto a la piscina, sin luz, en gran silencio, nerviosos ya, mancados con linternas, el llanto de las mujeres que comienza a sentirse, el desespero abundando, el qué vamos a hacer con voz resquebrajada, los ruidos a lo lejos, palos que se partían, voces, gritos, y un pensar que se había desbordado la quebrada de Santo Domingo que bordea la Granja de la Universidad. "Muchachos, desapareció Armero, vamos a la montaña", decía ya confundido Álvaro Bonilla Paris como sumando un murmullo mas a las secreciones venidas de la altura. Lo ordenó luego con rigor de teniente, en voz refunfuñona. Y sin aguardar ser reprobado por voz alguna, sin detenerse en la habladurías y olvidándose de la caballerosidad, como velando las armas de su ser responsable obligó rapidez a los pasos de todos.
La celeridad se hizo saliendo hacia el remate de la altura, única salvación según lo había oído en la, para él, casual conferencia de la iglesia. Antes, perentorio dijo: "les doy cinco minutos para que saquen agua" y los timbos de cinco galones, las linternas, las velas, los radios de pilas y las sábanas fueron el primer atavío cargado en el camino de la marranera, el sitio más alto de la Granja. En menos de cinco minutos y como cortando el tiempo, con una lógica rayando en la racionalidad, con una reacción receptiva realizaron la petición del profesor, mientras que a lo lejos reverberaban los rebotes, vislumbraban por dentro el destello de las aguas furiosas, escuchaban el eco de los gritos perdidos y, en el trasluz de las linternas, consideraban que la advertencia era pero muy seria, que no podrían ahora retractarse, que aquella evacuación era correcta.
Los estudiantes vieron en el profesor la seguridad y las mujeres le hacían difícil su caminar pegándosele al cuerpo. Continuaban, tomándose de las manos, despacio ahora, con una total oscuridad, "alumbrando uno solo" de acuerdo a nueva orden. Treinta alumnos de Agronomía, 11 de Veterinaria, Rogelio y su señora Nohelia, los celadores y también Aristóbulo, se fueron caminando. A pesar de lo oscuro de la noche, nadie se tropezaba. La luz ahora, alternada de dos y tres linternas, ayudó en el camino. Ahorren pilas, ahorren pilas. Violentando las puertas donde estaba la droga de veterinaria pasaron a contarse. Eran 48. El profesor organizó de inmediato la comisión de agua, buscando fuera dosificada desde el principio y además, instituyó comisión de comida. Designó un líder por cada 10 personas y, al final, se quedaron quietos oyendo las noticias donde sólo se hablaba de los hechos en Chinchiná. Cuando alguien preguntó la hora advirtieron que era la una en punto de la mañana. Ninguno debía moverse sin su orden. Cinco estudiantes de Agronomía, los más altos, configuraron la comisión de agua, "que traigan los alimentos y la droga".
El niño, con su ojo izquierdo abotagado, comenzó a ser atendido siendo primero bañado con manguera para así espantarle el barro que cubría su cuerpo.
El sonido de voces pidiendo suplicantes auxilio, o sáquenme de aquí, y también preguntando quién anda por estos lados, dibujaban el concierto de desconsuelo en medio de la noche partida por la hora. Sincronizando los relojes, el profesor dejó bajar a dos de los estudiantes advirtiendo, que sólo lo hicieran por diez minutos. Poco bastó para que se tropezaran con el lodo. Y una voz al fondo. ¿Quién es? se atrevió a preguntar el joven Daniel Viña. Soy yo. María, escuchó de inmediato. ¿Dónde está? Entre tanto, otros, rompiendo los vidrios de las vitrinas, señalaron en la marranera dos cuartos que servirían de enfermería y depósito de alimentos.
Carlos Cubillos y Daniel Viña consiguieron dos lazos al momento y regresaron al rescate de María. Amarrándose para evitar un posible hundimiento en la expectativa del peligro olido en el ambiente, se acercaron despacio. Gran pendejos, sáquenme ligero, espetó luego de haberlos identificado como dos estudiantes según lo explicaron secamente. Presentida la proximidad verdadera, ella explicó: estoy desnuda. Viña le tendió un poncho con prontitud suponiendo otro insulto. Salga, María, insinuaba en voz baja cubillos, como si la altura de su voz fuera a causar de pronto una tragedia. Tengo el pelo muy sucio dijo en voz enroscada de pudor asustado. No importa María, alentó Daniel Viña, en un instante. Yo no puedo salir, suplicante advirtió ya sin la rabia de "sáquenme ligero gran pendejos". Aquí hay mujeres, la van a acompañar, dijo Carlos Cubillos en tono que abriera la confianza. Tengo el cuerpo muy feo, aclaró finalmente. Con la actitud de un zombi escupiendo barro, turnados la llevaron en sus brazos y de otros sitios escuchaban gritos desconsolados reclamando un auxilio. ¿Quién es? interrogaba asustado un estudiante. Ramiro, hombre, Ramiro. El que hubo de ser levantado de la cama por la irrupción del lodo, que se vio con la nariz en el techo enredándosela en una telaraña, el mismo que a base de una desesperada presión en las piernas abriera su salida rompiendo las tejas e impulsado por otra avalancha en cuyo viaje pudo acaballarse sobre un palo, era otro rescatado, el segundo en la noche, la noche más oscura de sus vidas.
Los muchachos no pudieron gozar sino un instante la satisfacción que vibra gratamente dentro del que es solidario. Y eso, porque antes, en el sendero que los llevaría hasta Ramiro, habían pisado primero algo blandito. Se trataba de un niño, comprobaron. Estaba su cadáver con los ojos abiertos según los trajo a ellos la luz de la linterna. Al regreso, sus pies repetían la misma sensación en las nuevas pisadas y el miedo les subía por las piernas pero todo quedaba en la garganta sin poderlo gritar. María, con su baño dado por las muchachas estudiantes, pulcramente vestida con la ropa de la primera de ellas, tenía menos ausencia y desconsuelo. La sonrisa hermosa que despedía era en todos borbotones de inmensa gratitud.
Hemos pisado muchos cuerpos muertos, dijeron al grupo. María habló despidiendo un tufo penetrante. Yo celebraba que iba a trabajar el jueves, explicó con un aire de disculpa. Hay mucho grito alrededor, referían con voz de purgatorio. No baja nadie más, dijo Bonilla. Estaremos aquí hasta que amanezca. Pero hay gritos refutó alguien. No quiero héroes, nada de héroes. Aquí se queda quieto todo el mundo. Colchones, agua, droga y comida daban seguridad en el momento. Cuidando los heridos, aplicando dextrosa, benzetazil y xilocaína, medicinas tipo veterinaria, continuaron escuchando la radio. Las noticias seguían refiriendo los hechos tristes de Chinchiná y el profesor en tono de advertencia decía perentorio, háganse ya a la idea de que Armero no existe. Del Instituto Armero, llegaron los celadores con cara muy asustada pero ilesa. Nadie durmió.
Distribuidos en comandos, cada uno sintonizaba una cadena radial diferente buscando traer noticias de realidades para ellos ocultas hasta entonces. Suspendido el funcionamiento de linternas, sin ayuda siquiera de luciérnagas que alumbraran de pronto la penumbra, una esperma se puso un poco afuera y otra para la habitación de los heridos. Sin que los párpados intentaran caer, como conservando el ritmo de la tensión en una para ellos nueva cercanía de la muerte, acordaron abrir los lokers y cada uno aportaba sus especies quedando sobre una sábana impecable barras de chocolate, galletas de sal y dulce, arequipe y quesillos aún frescos. A las tres de la mañana la arena habÌa dejado de caer pero no la ceniza. En una especie de luz que iba cegándolos, el amanecer daba la claridad mínima para ver las matas dobladas, los pastos caídos y un polvo gris cubriendo todo en una capa gruesa. Los canales de agua se examinaron llenos y a las cinco y media en punto el profesor Bonilla Paris envió la primera comisión de inspección del día. Los más altos en una fila india, conservando dos metros de distancia y a un paso lento que afirmaba sobre todo la solidez de la tierra que pisaban, comenzó sorprendida a esculcar el paisaje esa mañana.
Para donde miraran era playa... Los árboles desaparecidos como por encanto o una especie de acto de brujería que parecía hacerlos esfumar, ahondaron su preocupación intensamente. A las seis en punto, dicho por la emisora, las muchachas intentaron bajar sin que lograran aprobación ninguna. Entonces oyeron un avión. La avidez creciente por divisarlo pronto, la búsqueda ansiosa de sus huellas, la atención infinita a su sonido, la mudez migratoria entre sus bocas a todos los cubrió.
Ambicionando, en medio de una que ya sabían desventura, buscaron los penachos del espacio dando oídos apenas hacia el cielo. La ausencia se ensanchaba pero el ruido cundía para cualquier sordera. Al estilo de un pájaro lejano e invisible pretextaron de pronto que eran actos de concupiscencia por salvarse y luego dieron permiso auscultando el origen real que germinaba.
Acrecentando su mensaje sin necesidad de abrir mucho los oídos calificaron rápido, de cierta, la realidad concreta del avión. Como alguna bondad por excelencia sintieron sin decirlo mutuamente el encaje decorativo de la tranquilidad. Sí, es un avión. Demasiado pronto, el carruaje de su esperanza se había despeñado hacia otros sitios castrándolos de un golpe en una imprevisión no comprendida y el silencio se hizo de nuevo. El comité de inspección regresó a la marranera. Todos habían oído la máquina. Las emisoras se sintonizaban, en formas alternadas en medio de un resignado temor y vino una noticia. Siendo las seis y media el piloto decía: Armero fue borrado, les digo, Armero fue borrado, sobrevolé dos veces ese sitio no creyendo estas cosas, o que fueran posibles, sobrevolé dos veces, se los juro, no es que me halle drogado o tenga mucho sueño o sea algún loco, Armero está borrado, sólo se ve allí abajo un inmenso playón. El 80 o el 85% se encuentran destruidos. El piloto Rivera desde su aparato de fumigar, decía la verdad. No faltó la llamada que advirtiera el peligro de los alarmismos, dejar micrófonos serios para decir sandeces y otro que declarara que el día de inocentes aún no había llegado. Armero estaba cubierto por la muerte.
Los estudiantes universitarios se convirtieron en la primera brigada de rescate, conformaron el primer centro de asistencia médica con una cruz roja invisible entre sus manos. Allí se apertrecharon valientes. Los gritos pavorosos de una mujer a lo lejos, comenzaron a ser sintonizados. En la cancha de fútbol se encontraba con los ojos al cielo un niño quieto y muerto según lo comprobaron. En el salón de veterinaria instalaron sin vueltas lo que fue para todos, en adelante, sitio de enfermería. La primera enferma grave, con un color parduzco, una niña con fractura completa de fémur y con herida abierta, fue puesta en la camilla primera que construyeron de improviso. Varios recogieron leña y con trozos de madera h˙meda, gasolina y entusiasmo de avance, prendieron la fogata rústica y necesaria. Los gritos de la mujer a lo lejos seguían escuchándose con más intensidad. Los estudiantes de veterinaria sin haber cogido nunca una vena de humanos, sin haberles aplicado antes una inyección, oyendo a la niña de la fractura que se negaba a tomar suero porque estaba tomando pastillas para engordar dadas por un amigo, sonriéndose entre sí porque escuchaban por vez inicial que los llamaban doctores, trabajaban colocándose serios y cumplían su papel. A las ocho de la mañana las emisoras informaron sobre Armero con más claras noticias. Una de ellas dijo que la Granja estaba destruida, igualmente borrada como Armero, que no se veía nada. Jijueputas, jijueputas, aquí sí estamos vivos, se gritaron dos o tres de los muchachos. Estamos vivos, la Granja está borrada, repitieron.
Construyeron camillas y sacándoles el cabo a las palas y a los barretones, les amarraron costales de fibras. De pronto una mujer con gestos pidiendo silencio señaló el radio. Una voz segura afirma que en la Granja están bien. Pero además agrega que existen allí heridos. Se ven saltos de alegría. Ya nos descubrieron. Nos descubrieron, recitaba un coro abajo. ¿Qué mas hacemos? pregunta uno sensato. Vamos a buscar los que haya heridos, reciben por consigna, los muertos déjenlos allí. Saquen todo lo que se mueva. La voz fue seca y firme. Al rato contabilizaban 16. De la finca el Espejo, llegan varias personas. Por una secreta e incomprensible comunicación entre unos y otros, como si hubiesen existido las señales de humo de los indios, como si con un cuerno de los tiempos de guerra lo dijeran, como en telepatía, de los alrededores arribaba la gente. Aquí sabemos que están prestando auxilio, afirmó un campesino. Termómetros, fonendoscopios, manos tomando pulsos, frecuencias cardíacas, curando a los heridos eran un concierto milagroso sin cansancio ni fin. A las nueve de la mañana, los pacientes fueron conducidos hacia el campo de fútbol. Antes de que cayera la llovizna y las nubes pasaran deteniéndose en otra maldición, un helicóptero les anunció su sobrevuelo con el ruido cucarronesco al que empezaban a acostumbrarse. El aguacero rápido y violento, no se hizo esperar sino que desencadenó un impresionante traqueteo. Culminando cansados en la montaña, luego de un cuarto de hora, subieron de la cancha a los enfermos. Más ceniza y arena caía de los árboles en la mañana oscura y temerosa sin indicio de luz.
Como una aparición fantasiosa, detrás de los corrales, un hombre se levantó formando una caída de barro en el piso, sobre un bulto de sorgo que le habÌa servido como barco, el comerciante de Manizales que en su profesión de agente viajero decidió quedarse esa noche porque estaba cansado y consideraba peligroso arrancar en camino hacia su casa, ya se sabía a salvo y jubiloso. Jaime Escobar, el paisa, como empezaron a llamarlo todos, hubo de ser sacado, luego de que lograron, con muchas prevenciones, hacer pie sobre el suelo traicionero. Semiinconsciente, de pronto abrió los ojos inspeccionándolo todo. ¡Ay vida jijueputa dónde estoy! porque yo estaba durmiendo en Pindalito. Aquel cómodo hotel de las afueras, situado frente al hospital neurosiquiátrico de Armero, quedaba igualmente instalado como un recuerdo grato de tardes soleadas y música coqueta penetrándose al fondo en la piscina y obligando a la danza dentro de ella.
Usted cómo se llama pronunció afirmativo en ademanes de quien quiere mandar. Hágame el favor y me llama a Manizales y le dice a mi gente que me encuentro en buenas condiciones y me pasa la cuenta de inmediato. Intentó rebrujar en los bolsillos quitando apenas lodo encima de su piel. Ileso realmente, con pequeños rasguños no importantes, repetía "me quedé aquí por lo mamado, de puro culipronto, en vez de haber seguido a Manizales. Y el malparido carro se me quedó cubierto. Por fortuna todito el jijueputa tenía su seguro. Nuevecito que estaba, qué bueno el Renault cuatro, allí está apachurrado.
Sí, yo los llamo, respondió el estudiante divertido y un poco con asombro. Cubierto de barro, venia en calzoncillos. Sí, yo los llamo pero deje primero que lo bañe y, colocándole la manguera, el agua comenzó a darle su verdadera imagen de hombre fuerte. Entregándole un piyama le indicaron una camilla para subirlo al monte donde estaban los otros. No, yo sé caminar, le respondió orgulloso. Dos estudiantes sonrientes y graciosas quedaron a su cargo. Al fondo de la llanura la mujer seguía pidiendo auxilio sin que el timbre de la voz se le apagara a pesar de las horas transcurridas.
¡Sálvenme por favor! decía ella, ¡ay no me dejen sola! Seis viajes habían contabilizado las diversas brigadas de rescate, que alternadas, intentaron llegar hasta su sitio. El lodo daba a nivel del pecho y no pocas veces alcanzaron a sentirse sumergidos más peligrosamente en una especie de misión suicida que buscando acallar los gritos intermitentes y mortificantes de la mujer los dejaba al borde de la locura. ¡Sálvenme por favor!
Roto el galpón de las aves, 600 huevos fueron recogidos en grata algarabía y transportados con delicadeza a la cocina humeante ya, por el inmenso fogón, en la parte alta de la ahora bendita marranera. La casi amenaza de huelga que anunciaron días antes los alumnos por los huevos de todos los días al desayuno se olvidó para siempre. Los huevos cocidos les supieron a carne, y el chocolate espeso, aunque no se batiera, se lo tomaron con demasiado gusto.
Los cerdos iniciaron un desacompasado llanto por el hambre y cuando se silenciaban un minuto, allí continuaba oyéndose, con voz aún sonora, la mujer que gritaba solicitando auxilio. El chillido de los puercos debía ser calmado. Un estudiante karateka intentó varias veces derrumbar una puerta donde estaban todos los alimentos de aquellos animales. Habiendo sido imposible violentar el candado, a base de patadas, la puerta se derrumbó cono bisagras y mugre en una despaciosa y crujiente caída. Con 60 kilos en bultos de concentrado para cerdos subieron la cuesta dejando la huella de su tenis en el barro que los de atrás calcaban poco a poco.
Ya no podían más. Surgían nuevos heridos. Y a bajar otra vez, unas nuevas camillas, una idéntica angustia sin que les pareciera que fuera a terminarse. A las dos de la tarde, examinaron, no había ningún herido por los alrededores. Sólo la mujer que gritaba pidiendo con fortaleza que no la abandonaran. Tras el inventario de muertos y el conteo de los heridos que iba en 17, organizaron brigada de pancartas. Con pintura roja sobre tejas de zinc, escribieron "heridos". Intentaron prender una llanta vieja de tractor de la Granja, a pesar de que estaba empapada. Una hora gastaron y mucho A.C.P.M. El fuego les pareció muy bonito. El runruneo de los helicópteros continuaba embargando todo el cielo. Los avisos de S.O.S. sobre las tejas también, con letras rojas, atrajo uno de ellos que rondaba cerca. Máquinas filmadoras registraron sus rostros y todo el panorama y se elevaron.
A las once de la mañana del jueves 14 de noviembre, mientras aguardaban que el aguacero dejara de ser fuerte, en medio de una especie de parálisis transitoria, observaron con preocupación silenciosa, mirándose, las reacciones a través de sus ojos cuando la radio refirió una posibilidad de nuevos desbordamientos porque se había estancado el río Lagunilla. Otra explosión, le escucharon a alguien, una nueva explosión, y cargando los heridos hacia la marranera, una brigada mínima de celadores fue puesta en advertencia y severa vigilancia. La lluvia que había lavado los muertos por encima, permitió contarlos: la cifra llegó a 67. Un estudiante de Agronomía que participó en el rescate levantó un tronco humano y quedó ensimismado por dos días. El encuentro de pronto con una mano abierta o con otra cerrada apretando la angustia de la muerte, unas piernas saliendo solas testimoniando al mundo que hubo allí alguna vida, ya no les despertaba el mismo llanto. Un deseo de vómito imprevisto, una cara dolida en lo profundo. Se hallaban insensibles, pensó uno, pasmados, dijo otro y esa era la palabra. El profesor Bonilla Paris reaccionando rápido vio que si les hubiera permitido quedarse quietos con el silencio, podría venir la histeria o el desfallecimiento. Entonces buscando una y otra cosa que ordenar, distrajo las miradas de las muchachas hipnotizadas por el lodo para que la actividad fuera el común denominador. Una palmada al muchacho, que estaba fuera de lugar, desde el encuentro terrible con el mutilado, dejó despiertos a todos. El día no acababa de pasar.
Con la respiración agitada como succionando tragedia sin remedio, un hijo de Bonilla Paris que estaba en Cali frente al televisor, vio a su padre. Gritando, ese es mi papá, mi papá si está vivo, se lanzó proyectando su alegría por todos los rincones de la casa. En la Granja, con la obstinación que da la vida, el deseo de estar lejos de ese infierno, les impulsaba a resistir.
Destituyendo el desaliento, removiendo el valor que le quedaba, boleando ponchos a los aires, gritando sin ahogo, se guardaban la angustia, las voces y los ojos mirando hacia el espacio para seguir oyendo el runruneo y en medio de su ruido la voz aún de la mujer al fondo gritando con desespero, yo quiero que me salven, ¡ay no me dejen sola!, con voluntad de hierro, replicando su esfuerzo, duplicando la voz entre el rastrojo cubierto por el barro. ¡Por Dios no me abandonen!
Gallinas, huevos, cerdos y vacas si querían, estaban a la vista. Perdida la esperanza del rescate por ahora, Bonilla estableció turnos de tres cada hora.
Ordenó que vaciaran materas donde guardaban tierra estéril para lograr experimentos a las que se les echa algún abono para ver la respuesta de la siembra con unos tratamientos diferentes. En la radio se dijo: helicópteros en misión suicida van a aterrizar, atención a la Granja, helicópteros en misión suicida van a aterrizar. Urgente, extra, noche de rescate. La emoción los empecinaba más en el ansia de salir. Rompiendo colchones, extrayendo las motas de algodón puestas en las materas y regadas con A.C.P.M. fueron la fogata pedida desde las voces alternas de los locutores, señales iluminantes. Pero nada pasó.
Sometidos a la penumbra, con los ojos opacos de cansancio, envueltos en la sombra de la noche y como si un eclipse les cayera únicamente a ellos, sintieron la coacción del miedo gravitando. Sometidos a la propia circunstancia, con una olla grande de café consumida tan sólo por aquellos de turno, las materas cubrieron muchos sitios. Una era indicadora del nivel de las aguas. Ojo a ese faro les dijo el profesor. Completando dos días sin dormir se fue poniendo dócil para el sueño y las tinieblas contribuían a relegarlo de la acción. Ennegrecido por el sueño decidió recostarse algunas horas. Poco antes, la ropa mojada le produjo un calambre multiplicado por la mordedura de varios corrientazos. Y luego se venció. Los estudiantes colocaron dos mantas sobre el profesor.
A uno de ellos lo maltrataban las palabras. Usted nos hace daño, le dijo alguien que estaba en el paseo de la recriminación, pues se habÌa quedado sentado todo el tiempo guardando la llave de su loker lleno de cigarrillos pielroja con filtro, tarros de leche en polvo recientemente importados, frijoles enlatados, galletas y salchichón. Cuando se lo rompieron, alegó como un loco. Nunca antes les pareció haber visto una noche más hermosa y estrellada. Hablaron de muchas cosas nuevamente, buscando distraerse en lo posible. Tintos y cigarrillos, ninguna ofuscación. La mujer que gritaba los hacía sentirse divididos por dentro, bifurcados con ganas de suicidio, metiéndose en el barro para arrancarla de aquella sepultura. Se hizo cama franca.
Amaneció, cada uno recogió libros y cuadernos y los guardaron en un sitio de la biblioteca. Puestas algunas cosas junto a los heridos en la cancha de fútbol, el sol les dio sabor de alegría. Una olla humeaba con 30 gallinas y más de 150 personas esperaban el momento gozoso de que hirviera. La mujer continuaba sus lamentos y se veía al fondo levantando las manos. La maquinaria de Obras Públicas estaba despejando la vía entre Guayabal y el camino a la Granja. La Defensa Civil de la Dorada, llegó la noche antes, tendió un cable de 200 metros. Seguían con la intención de sacar a la infortunada mujer. Rescataron los animales con el lodo hasta el cuello. Alguien sacó un pescado de entre el barro. Dos caballos que fueron desenterrados daban coses. El primer helicóptero aterrizó a las 10 de la mañana. Los avisos de S.O.S. quedaron despedazados por su viento. ¿Hay heridos graves? preguntaron. El paisa, lanzándose de inmediato a una camilla, untándose de barro y torciendo los ojos y la boca, con gritos despavoridos, semejando a la señora del fondo, fue el primero en salir. Periodistas extranjeros con cinco cámaras fotográficas colgadas dispararon sobre sus rostros. Uno de ellos, en un acto acrobático, pendulando de la barra del helicóptero que estaba dirigido a la eterna señora de los gritos, hizo una sucesión de tomas. Al izarla, su expresión de agradecimiento, se les grabó como algo de verdad inolvidable. En 14 viajes sobre una carreta terminó la evacuación.
De último salía el profesor. La lista de todos fue repetida por la radio. Como saliendo de un hoyo bien oscuro, el joven Daniel Viña, gritó: ¡Estamos vivos!
Primeros datos antes de la tragedia
El 11 de noviembre, Colombia escuchaba a las candidatas al reinado nacional de la belleza dando sus impresiones sobre aquellos sucesos lamentables de la muerte de tantos magistrados y el anuncio de la llegada de Gro Harlem, presidente de la Comisión Mundial del Medio Ambiente de Ginebra a un Congreso Internacional sobre planificación. Los bibliófilos se emocionaban con la primera biografía sobre Jean Paul Sartre y las muchachas organizaban el viaje para ver a Joan Manuel Serrat cantando como nunca, se decía. Con decretos de Estado de Sitio reorganizaban la Corte Suprema de Justicia, un columnista comentaba la anatomÌa de una masacre y alguien recordaba la muerte del Papa León I quien se había enfrentado nada menos que al duro de Atila. El 11 las iglesias estaban llenas de abogados rindiendo homenaje póstumo a los muertos del Palacio de Justicia y se registraban quince guerrilleros caídos en los combates en el Cauca. La trigésima reina de la belleza sería coronada aquella noche en transmisión a 118 millones de telespectadores y la esposa y los dos hijos del combatiente Andrés Almarales, sepultaban sus restos. La telenovela de Fernando Soto Aparicio, "Camino cerrado" y filmada al norte del Tolima, sitios de la tragedia que esperaban muy pocos, empezaba a la una de la tarde con música bambuquera de Pedro J. Ramos, enseguida, la película "Camino a la victoria" era vista en las casas mientras algunos se preocupaban por el juicio a 400 miembros de la mafia en Italia. En cifra considerada horrorosa, quince cadáveres estaban sin identificar de los 115 referenciados en la toma del Palacio de Justicia.
Las primeras páginas publicaron, el 12 de noviembre, un mensaje de Reagan a Belisario Betancur Presidente de Colombia, expresando dolor, y las previsiones meteorológicas en acto de rutina anunciaban lluvia y bruma en Manizales e Ibagué. "Camino cerrado" seguía su desarrollo y comenzaba el juicio a los militares argentinos. Grandes titulares daban la expectativa del encuentro de "Super gladiadores políticos" y el sitio del desastre sólo fue mencionado cuando en Cartagena, realizando inventario de otros días, dijeron cómo, en 1965, Edna Margarita Ruth Lucena, nacida en Armero, la llamada Ciudad Blanca de Colombia, había alcanzado la corona por primera y última vez para el Tolima. Algunos armeritas acordaban homenaje a Agustín Lara a quien siempre relacionaron con María Félix, en conmemoración de los 15 años de su fallecimiento y en México muchos llevarían flores al poeta cuyas canciones le habían dado la vuelta al mundo. Un aviso de un cuarto de página rezaba: "Yo perdí todo" y debajo agregaba, en 23 días sin inyecciones, sin ejercicios, sin pastillas y sin hambre", y luego daban el nombre de algún centro de estética. Ese doce, faltando 49 días para acabar el año, expertos es Hitler evocaban que en 1938, él había dictado la ley de eliminación a los judíos y que en 1942, ocurría el devastador bombardeo nazi a Stalingrado. Una monja leyó con interés que un 12 de noviembre, en 1621, había nacido Sor Juana Inés de la Cruz. Y el 13, el ingeniero Nelsón Ospina, amigo irreductible de la escuela cabalística, pregonaba por los cafetines de Ibagué, al estilo del personaje de García Márquez en "Presagio", que algo malo iba a ocurrir en este pueblo. Estamos ante la resurreción mágica del 13, decía preocupado. La cifra la resultaba de sumar el 6 y el 7, fecha del mes de los muertos, noviembre, cuando se había masacrado a los magistrados de la República en los hechos luctuosos de la toma del Palacio de Justicia. La cifra resultaba sumando el 8 y el 5 del año 85 que corría. Y como si jugara dijo serio: "Polvo somos y en polvo nos habremos de convertir. Estamos en el 13 de noviembre" que nadie calculaba plenamente fuera a ser otro miércoles de ceniza. En la misma fecha se supo del hundimiento de una nave colombiana portando marihuana a manos de un guardacostas norteamericano. Mencionaban los diarios un gran éxodo indígena por los combates guerrilleros en el Cauca.
Sin agua se mantenía Tunja desde tres dÌas atrás en el 80% de la población, Caldas invitaba a las reinas a la feria de Manizales y el aviso de una editorial decÌa: "Voluntad no necesita presentación pero sus nuevos lanzamientos sí". El horóscopo, por otra parte, hablaba que los nacidos en la fecha son versátiles y pueden tener éxito en casi todo lo que se propongan. A los escorpión les salía que "un problema lo puede afectar temporalmente perturbándolo a nivel mental" y a los Virgos que "una compañía inesperada aparecerá esta noche".
Serrat actuaba en el teatro Colón con temas del escritor Mario Benedetti, el superclásico entre los equipos de fútbol Millos y Cali en la 3a. fecha del octogonal se jugaba en la noche y la única noticia sobre el Tolima, aparecida entre avisos limitados con la corresponsalía de Arnulfo Sánchez López, era la desaparición de un poeta de Ibagué.
Trece historias de un trece
El tren
-¿Qué es ese ruido extraño? pregunta el hombre con inquietud.
-Es el tren, responde ella y se va a la cocina en búsqueda de un pocillo para servirse un tinto.
-¿El tren? pregunta de nuevo el hombre.
-Sí, el tren, dice ella.
-¡Pero si por aquí no cruza!
Alarmado pensó que sus oídos le jugaban una mala pasada. Y vino la avalancha.
La sobreviviente
En el hospital improvisado de la Universidad, una dama gris se acerca compungida a una enferma cubierta por el barro, todav ía.
-¿Y tú de dónde vienes?
-No será de Miami, le responde.
Un regalo
Al gobernador, 22 mil tarjetas postales con el volc án de fondo y una playa hacia abajo le llegaron como un presente hermoso en esa navidad.
Una larga amistad
Los compradores de carne bajaban siempre el mi ércoles a Armero. Pasados los negocios tomaban sus cervezas en el mismo café de tantos años. Rigoberto se fue por largo rato a ver si concertaba una compra mejor para sus días futuros. Los amigos de siempre lo aguardaron. Dos de ellos, asustados, prendieron el camión y se subieron nerviosos para el Líbano. Los otros seis pedían más cerveza. Todos se quedaron esperando a Rigoberto.
Una cita cumplida
Cuando Baudelino Aros, comerciante de papa y residente en Murillo, muy cerca del Nevado, desde el caf é de la plaza examinó que caía más ceniza de la acostumbrada tuvo un presentimiento nada bueno.
-Aliste la maleta y arregle los muchachos que nos vamos de aquí, ordenó ya nervioso.
En una venta de pollos ubicada en el parque de El Líbano la ceniza continuaba cayendo sin dejar estaciones al descanso.
-Aquí también la joda está difícil, vamonos para Armero, le dijo a su mujer.
Alejado de la vecindad de El Ruiz una capa de tranquilidad lo cobijó. Y cerca al río Lagunilla, donde algunos amigos se quedó aquella noche. Allí no queda nada.
El vuelo de Omaira
La cabeza de Omaira surgía de la tierra como una flor puesta bajo el sol fulgurante de las tres de la tarde. Sus ojos tenían la expresión de la ternura de todos los niños del mundo. Permanecía aprisionada entre el lodo, el agua y los escombros. Abajo, sus pies que sentían al principio los músculos blandos de su familiar más cercano, fueron perdiendo sensibilidad. Entonces supo que iba a convertirse en pájaro. No lloró con las lágrimas de quienes, inútilmente, trataron de arrancarla de la superficie húmeda, al contrario, les habló de la resignación sin confesarles que sus muslos también desaparecían como las raíces de una planta que entrega vida. Sí, Omaira amaba los pájaros y quería surcar algún día los aires en uno de esos aviones que observaba desde su casa de Armero. Ahora, mientras todo su cuerpo era invadido por el sueño y su rostro empezó a surcar los horizontes del mundo, nadie pudo detener su vuelo ni su canto. Desde la inmensidad observó el Nevado del Ruiz y no tuvo miedo. Siguió volando hacia un paisaje donde encontraría a los otros niños-pájaros que jugaban con ella en la escuela.
La historia se repite
El r ío se tragó al pueblo, decía la señora. Yo estaba con mi hija y en medio de los ruidos de la noche pues le perdí la huella. Cuando pude mirar para los lados, ya entrada la mañana, todos eran iguales a muñecos de barro. Estuve ahí muy junta de una que es jubilosa de una casa de citas. Y parece ilustrada porque dijo: La historia se repite y estamos condenados por no haberla aprendido. Yo no sé nada de eso ni me importa. El río se tragó al pueblo y ojalá yo me encuentre, cuando pueda, otra vez a mi hija.
Miguelito
¿Usted no es Miguelito? con la pregunta repetida, el hombre atravesaba angustiado a lo largo y ancho por donde le era posible el movimiento. ¿Usted no es Miguelito? Los niños enlodados respondían a veces si podían y en lo que a él le era un disparate al que no le quedaba tiempo para pensarlo, pecando de inoportuno con gente agonizante, la mayor fuerza obligaba sus minutos. Pero sacaba en su paso indispensable a todas las criaturas que veía. Con el luto por dentro y ennegrecido en barro, tiznado en absoluto al fin mucha fatiga lo venció. Treinta niños salieron gracias a sus esfuerzos. ¿Usted no es Miguelito? aún pregunta.
Un papá solitario
El hombre duró aferrado a la niña como el único tesoro que por fortuna le había quedado en la vida. Tomándola de entre el lodazal, antes de que esa especie de arena movediza se la tragara para siempre, la calentó entre sus brazos raspados y llenos de barro durante cada minuto de la eterna noche, antes del rescate. Con la mirada incierta y un temor palpitante que le evitaba momentos para llorar sus seres y su pueblo, permaneció en una mudez pavorosa emitiendo el ruido seco y sordo de su respiración difícil. Frágil y embotado sin percibir el hambre que abundaba, sin advertir sus roturas ni el desmoronamiento real de toda la tragedia, oyó repetidamente en la mañana el zumbido cucarronesco de los helicópteros con una frialdad que convirtió en tibieza gracias a la niña. El panorama gris que ayudaba al entumecimiento y la remoción del recuerdo de la última hora aumentaban su expresión de asombro en el lenguaje de sus ojos vidriosos. Se hallaba vivo y triste pero tenía su estrella entre los brazos con un brillo celeste que le obligaba a luchar por sostenerse. En la estrechez del techo donde permanecía aguardó con esperanza el momento de ser visto. El vacío entre él y el cielo le pareció un hueco de órbita ilimitada pero con paciencia, ya que estaba la niña, la tardanza de su rescate le produjo sosiego y acechó avisorando la intención cascabeleante de la máquina en su proximidad. Como la aparición de un fantasma benéfico sintió cerca la sombra de un hombre realizando piruetas por el vacío reverberando su perdido entusiasmo que apresaba de nuevo una quimera. Con la delicadeza que puede cargarse el vidrio o la cerámica diminuta sintió salvada a su hija en la intimidad del instante y de entre los escombros al ser elevados por la cuerda hacia el cielo, abajo terminó por caerse el residuo de casa donde estaban y el retrato de la escoria se derrumbó pareciendo el ripio final del desecho salvador. No había tiempo para pensar en lo escabroso de los hechos, en la poquedad de la vida, en el apuro de la muerte, en la exigüidad del destino si existía. Tampoco en los difuntos ni en el espectáculo de los cadáveres al lado cuando hubo el descenso con su niña en los brazos que nadie le arrancaba un solo instante. El duelo se observaba en todas partes envolviendo la atmósfera insepulta y el agua que enlazaba la limpieza desenredó su barro poco a poco. Al hombre le pareció que era mentira, que era una falsedad lo que miraba, que un engaño le daban ya que sus ojos, que fingía la cara de su hija, que era una argucia imbécil de su mente, que se estaba estafando cuando supo, que ella no era su hija y con una gigantesca carcajada se fue por el camino de la noche que caía para no regresar.
El celador del Serpentario
En el Serpentario había desaparecido muchos años antes el aviso que advertía cómo la gerencia no se hacía responsable si al visitante lo mordía algún ofidio. Y por el costo que el antiguo celador recordaba hubo de tener la monumental; pancarta, decidió triste contar el balance de sus impuestos pagados al gobierno en el curso de su vida y gastados por esa decisión en menos de un segundo. De todos modos daba igual cualquier cosa porque cuando la codificaron en la carrera automatista del Ministerio, con una complicada pero demasiada útil computadora, él, según ella, había desaparecido entre los amenazadores de una enorme culebra como una ironía más de su destino. De allí que, cuando lo rescataron, él sentía que la vida le estaba realizando un sobregiro, y que al fin y al cabo sus problemas parecían respondidos con la misma facilidad que hallaba las respuestas a los interrogantes de su hijo en la parte final de los libros programados como los crucigramas de algunas revistas preferidas. Si en forma directa no le era posible decidir cómo morir ni cuándo, por lo menos aspiraba a firmar la hoja de los damnificados para ayudar a decidir cómo vivir, ahora. Lejos quedaban sus antiguos pasajes en la Ciudad Blanca y si bien era cierto que su madre le había reclamado que en su casa necesitaban con más urgencia otras cosas distintas al último nuevo hijo, todo se le confundía en un mismo cruzar de recuerdos y reconstruirlos, en su precaria memoria, dibujando rostros porque ni fotos quedaban fue el oficio con el que se embebió en antiguas imágenes que le acompañarían el resto de su vida.
Un cometa para sobrevivientes
La llegada del cometa Halley con el anuncio de que se le pod ía mirar a simple vista despertó la curiosidad de los damnificados. Conferencias informativas les llevaron las instrucciones advirtiéndoles cómo era posible en el campo abierto de sus hacinamientos a partir de las siete de la noche colocando los ojos en dirección al norte que les señalaron. Ensayaron a un grupo de niños quienes levantaban la mirada en línea casi completamente vertical a lo que los científicos llaman con su lenguaje el cenit, cuyo significado se leyó de un pequeño diccionario Larousse Ilustrado. Se les dijo que debían primero acostumbrar sus ojos a la noche y en forma particular adaptarlos en la búsqueda de estrellas en el firmamento; se les dijo que localizaran cuatro estrellas que forman un pequeño cuadrado perfecto y que aprendieran de memoria su nombre bautizado desde tiempos lejanos como el Cuadrado de Pegaso que se flota en el cielo con frecuencia; se les dijo que si se concentraban una luz que iba a salir como fuera de lugar era el principio de su búsqueda; se les dijo que de estarse estáticos largo rato, como cuando permanecieron en el árbol que a muchos salvó observarían el movimiento de una luminosidad que era en cuerpo y alma, es decir en persona al mismísimo cometa Halley. Tres horas pasarían antes de que se alejara del cuadrado y desaparecer de su vista y serían los testigos bajo el cielo despejado de uno de los acontecimientos de la humanidad. El vagabundo de las galaxias que nos visitaba cada 75 años iba a ser un recuerdo hermoso que pocas personas tendrían la oportunidad de ver dos veces en la vida, y gratis, como unos asistentes invitados de honor a la función de premier del Halley.
Los buitres
Grupos de hombres y mujeres para quienes la palabra escr úpulos jamás había pasado por los límites de su territorio interior, vieron en la tragedia colectiva la deslumbrante posibilidad de enriquecerse como si de pronto, gracias a la naturaleza por su acción milagrosa, estuviesen personificando un nuevo sueño del famoso Dorado. Sin dejar que pasaran muchas horas, grupos de aventureros partieron a la conquista de las ruinas y con la bandera de su ambición y de su audacia, soportando privaciones y cometiendo hazañas, conviviendo con el hambre y con la muerte, se movían impulsados por la certidumbre de la riqueza. Sin agua suficiente en improvisadas cantimploras sólo querían calmar la sed con el dinero buscando ubicar dentro de sus recuerdos inmediatos los sitios posibles de los hombres adinerados. Nada les importó la exhalación de la podredumbre, la posiblidad de los contagios y al igual que antiguos conquistadores, sumidos en la malaria, los mosquitos y el veneno paralizante de las flechas indias soportaron todo, hasta la misma pena de muerte que las balas del ejército comenzarón a regar segando la vida de los buitres humanos. Las calles borradas, la fatiga escondida, el anhelo del dinero, les compensaban los riesgos cuando hallaran riquezas en la destruida Ciudad Blanca de Colombia. No creían estar persiguiendo una quimera o un sueño insustancial y en su arrojo estúpido y costoso muchos pagaron con la vida su búsqueda irracional entre la muerte. Los fríos financistas de pequeñeces porque se lanzaban al fango tras un televisor a colores o un poderoso y comprimido equipo de sonido, daban a los aventureros la imagen de los que apuñaleaban el antiguo lecho de una población visitada por la tragedia natural y causada por las imprevisiones del gobierno de turno.
Don Camilo León
Cuando Camilo Le ón pensó que estaba pisando los estadios de la tranquilidad porque había logrado algunos éxitos tras una larga pelea de toda la vida, se vio de nuevo ante la realidad de la miseria. Ahora, con las manos sosteniendo su rostro, con los ojos perdidos en un remoto pasado que nada le recordara lo inmediato, volvió a los caminos de la finca Las Palmas, en Armero, donde había nacido y donde sólo pudo estar hasta los nueve años. Y esto porque su padre, sintiendo una avalancha sobre el cuerpo lo vio gritar de pronto un ¡viva el partido liberal! que le costó su viaje de la casa. El fuete le dejó laceraciones que no pudo curar su madre por la orden del hombre apasionado por lo azul y a las cinco de la mañana, examinando a lo lejos los nevados, descendió rápido por el camino a Armero con el deseo grande de tomar el tren a la Dorada gracias a la moneda de cincuenta centavos que pudo sustraerle de manera furtiva. Como viviendo una magia, encantado por el ruido del aparato formidable, imaginó figuras con el humo y buscaba explicarse su desaparición pronta en el sendero hacia lo alto sin remedio. Durante tres noches durmió en la estación del ferrocarril y caminando como un perdido pidió alimentos y ya a la orilla del río, se maravilló con un enorme barco estacionado en el Magdalena con su pequeño ritmo imperceptible y una bandera en lo alto contoneada. Sin que lo acompañara la timidez se dirigió a un uniformado para pedir trabajo, quien al saber la historia frente a los interrogantes que le hizo, lo llevó de la mano hasta su casa dándole ropa, haciéndolo bañar primero y lo designó como mensajero que le llevaba cigarrillos, le llevaba razones y hasta el mismo café caliente en las horas de su reposo frente a libros antiguos y extraños titulares. Tres años habría de pasar en el barco que un día recibió la orden de ir a los Estados Unidos pero la palabra mencionando el país terminó por asustarlo y a pesar de las invitaciones del capitán también fue capaz de dejarlo atrás como un recuerdo, como una estación y un poco además como un olvido. Luego arrió terneros en una haciendo por tres años más y al sentirse herido de un pie decidió regresar a su casa donde se respiraba tranquilidad hasta cuando sin advertirlo plenamente volvió a conversar sobre política y el castigo no esperó.
Destinado seguramente por señales de un horóscopo cuyo signo según afirmaban profetas de pretéritos era el mismo bajo cuya influencia había estado el Judío Errante, Camilo León partió de nuevo pero no en el maravilloso tren a la Dorada ni a la busqueda de un trabajo en otro barco como en sus años anteriores. Se fue camino de la montaña donde la tía Rosalbina, en el Líbano, quien al principio le propició remedios adobados con cariño para curar su pie herido y durante cinco años gozó de las delicias de un clima fresco proveniente de la altura y los vientos que del páramo llegaban comparado como una bendición del Nevado del Ruiz que siempre veían en las montañas con una mirada de asombro tierno ante tanta belleza acumulada. Allí, en la tranquilidad de antigua villa de antioqueños, Camilo León limpió latas en una panadería, al comienzo, controló los hornos del producto, aprendió a modelar pasteles y tostadas y hacer "lo que saliera". Hasta que una carta le cambió de nuevo el rumbo de su ritmo, venida de la finca de Armero, firmada por su padre donde le puntualizaba "no tengo quien vea por mí y además me siento muy enfermo" que lo impulsó a regresar. Y se quedó a su lado, trabajando, hasta el mismo momento en que él daba su último aliento. Tres años más laborando la tierra interrumpidos por la violencia que le obligó a huir hacia Bogotá porque la avalancha de muertos, la avalancha de miedo, la avalancha de temores verdaderos caían hora tras hora sobre la espalda de sus vidas, ya nunca iguales ante el desoncierto de la fusilería.
El alud de la violencia no dejaba pensamiento distinto al abandono y terminar en Bogotá, refugiado donde su familia, le hacía experimentar que había perdido todo, todo, parte de su familia, pertenencias y tierra que conocía en sus recodos más íntimos. Una sensación de desamparo, una falta de abrigo real y un experimentar que estaba desvalido, que no debía haber desertado sino morir allí de donde era, un aislamiento que nadie lograba quitarle de encima por más que se esforzaran en las pequeñas atenciones posibles, una orfandad lo cubría inmensamente, profundamente, tristemente. Como encarnando la desgracia, como vistiéndose de ausencia, Camilo León comprendió a los seis meses que no era posible adaptarse al nuevo ambiente, que le pertenecía a la tierra, que aborrecía la ciudad y sus carros imprudentes, la vestimenta gris que rechazaba también por extraña y regresó a Maracaibo, su sector rural donde cultivó yuca y maíz, en cuya primera cosecha levantó dinero y le hizo regresar a la seguridad que él le producía.
Allí no era un impotente ni se sentía indefenso ni perdido o nadando de torpe a la intemperie. Allí las hambres eran ayunos gratos en tiempos prolongados de cuaresma y todos los episodios anteriores accidentes ajenos o acechos vigilantes de un pasado plantado en buena parte en terrenos de olvido. La tierra de Maracaibo, el predio que arrendó para arrancar maíz bien florecido, era afable refugio y redención, defensa, asilo, comensal invitado por sí mismo, acogedor recibo de otros sueños.
Sin embargo, el tiempo de sequía con intenso verano le convirtió demasiado pronto sus enlaces de esperanza en un campo poblado por el polvo y el espectáculo triste de la cosecha perdida en una tumba sin nombre preciso para las maldiciones adecuadas. Con "Tirisia", la enfermedad que obligaba un color amarillo en los ojos, un sudor amarillo, una aflicción crecida y un desconsuelo grande, otra vez, decidió partir hacia Armero donde arrendó una pieza y se encerró a morirse masticando la congoja de su ruina total, otra vez, sin un centavo que aplacara su agonía, otra vez, ahogándose en la amargura, nadando en las tribulaciones, consternado por las noches y los días tormentosos de un náufrago al que la saliva amarilla le parecía de luto y el que no tenía remedio distinto a postrarse en la depresión y en la nostalgia cuyo remedio sería la podredumbre y un dolor sin pésames, un desagrado de sí mismo, una queja con llanto, un fastidio padecido en las que reflejaba con lágrimas de sangre, amarilla, como si nunca hubiera estado para fiestas, como si la molestia de su apuro la calmara tan sólo con la muerte. La dueña de la casa, estremecida por la fatiga que le produjo llamar inútilmente a su puerta hallando tan sólo el desasosiego respondón de su silencio, decidió trasladar su bullicio al revoloteo de sus palabras enviadas con un mensajero especial a su familia, advirtiendo un escalofrío por el futuro muerto, por el muerto presente, en razones que dejaban translucir su temblor, las pulsasiones ardientes de la compasión, el padecimiento de su intimidad ante el hombre que quería morirse convirtiendo su alcoba en el pasar las penas del purgatorio doblegado sin refunfuñar.
A las tres de la tarde, la tía Laura sacudía la puerta con su mano derecha y se mecía de descontento ante el silencio de Camilo. Con un nudo atravesado en la garganta y una voz cascada ante quien parecía haber pisado una mala hierba con un color de viernes, instauró la fórmula de la cortesía lanzándole lisonjas, profiriéndole cumplidos sobre su fortaleza, aplaudiendo sus luchas anteriores, enalteciendo el honor de la familia y subiéndolo hasta los cuernos de la luna. Camilo León empezó a sentir que un alfiler le despertaba de sus intenciones y que afuera se le tendía una especie de alfombra mágica que hecha de la piel invisible del cariño le espantaba de golpe su bocado anterior de mal hartazgo. Cuando la puerta se abrió, todos sintieron que se confortaban en un descanso mutuo y las voces dilatadas en el consuelo fueron quitapesares transitorios pero que aliviaron media vida. Camino de Bogotá se alumbró de nuevo la evocación de viajes anteriores sumido con el vestido de todo lo perdí.
En la alborada fresca de aquella mañana de niebla que Camilo contempló desde la ventana sin que su amanecer escuchara el cantar del gallo, comprendió que sus ampollas habían curado demasiado pronto para su fortuna y que estaba amenazado por dentro sino regresaba a su tierra de Armero que para él significaba algo así como un amuleto, como una reliquia que así no le protegiera siempre la quería sin ambiguedades como a un viejo amigo con el que comiera en el mismo plato. Su trayecto conduciría igual al mismo sitio y en ese puerto donde se aferraba comenzaría de nuevo su pelea ya sin sentirse un andrajo, sin ser una gualdrapa entristecida, sin apagar su ánimo, sin separarse "jamás, jamás, lo juro", de su sitio. Aliviado como si echar agua al vino le hubiese devuelto el sano juicio buscó soporte en don Adolfo Linares quien le dijo que si él aprendía, que si él se amaestraba, que si él dejaba de pronto de ser un novato, que si él repasaba la lección que si él siendo inexperto se quemaba las cejas, se volvía un graduado en las maderas, podía considerarse con su aplauso, le daría el visto bueno, un voto de confianza, toda la aprobación con cálculo prudente. Cargó los palos, demostró habilidad e inteligencia, hizo consignaciones con buen tino, tuvo buena madera con toda la madera y siendo calificado competente, digno de su amistad, "le tiendo mi confianza", Camilo León se ganaba su propia apuesta y trabajó sin asco, sin repugnancia a nada, sin fastidio a la vida, sin náuseas por las horas alargadas más de lo encomendado y aborrecía al contrario el empalago y se ligó al trabajo sin horarios posibles.
Adolfo Linares se enorgullecía de la astucia de Camilo para comprar productos, le halagaba su sagacidad en los negocios de su venta, le colocaba broches de aplauso a su cautela grande y hasta su misma picardía cuando su sutileza en el ver, el mirar, el escuchar, el acechar, el cuidar lo estaba aprestigiando él que no sabía leer y escribir y él que sabía el secreto de Camilo León que había tenido tan sólo tres meses de escuela, que en el barco había aprendido gracias a los hijos del Capitán y que ya tenía una atmósfera gallarda en el clima caliente de su pueblo.
Atrás habían quedado los capítulos de su infancia cuando apenas su oficio consistía en comprar en el pueblo café, chicotes y muchos cigarrillos que le gustaban tanto a su antiguo patrón. Atrás su asombro cuando ve por primera vez el juego del billar y en un aprendizaje divertido le sorprende la noche. Atrás sus largas horas escampando debajo de un árbol a la orilla oscura del camino con su recuerdo de un bulto extraño que le hacía señas llamándolo como un espanto misterioso atento a devorarlo, atrás su sonrisa en la mañana cuando ve que no es más que un hermoso arrayán bien florecido, atrás el borde del río cuando conoce una caimana a quien supuso persiguiéndolo por minutos eternos y ella se había asustado con su susto.
Con el temor de hacer su propia base, con el temor de estar por cuenta propia, Camilo León veía cómo conocía de veras el negocio y que era ya prudente por el tiempo pasado empezar a construir su independencia. Sin bienes de fortuna pero con la confianza de quienes le conocían su trabajo, un préstamo de sus cuñadas le permitió arrendar un lote y empezar a surtir su depósito.
Ahora recuerda que a nadie, le ha quitado un peso, que tenía su casa en la calle 15 No. 18-32, que ahí estaba su depósito de maderas el Cóndor y que más de 30 años habría de costarle ser allí en aquel pueblo mirado como una persona de respeto, como uno al que le decían don Camilo, al que conocían gerentes de banco, y ¿ahora?, se pregunta. ¿Quién puede conocerme? He perdido mis hijos. Lo he perdido todo. Con las cejas pobladas abundantemente, con unos ojos rasgados al estilo oriental y una mirada profunda de desconsuelo contando sus historias como en una confesión, concluye recordando: Mis abuelos se quebraron en la guerra civil, yo lo perdí alguna vez todo en la violencia y ahora con el volcán, pues ni se diga. Yo podría levantarme como siempre pero es que ya he cumplido 70 años.
Patricia
El d ía lleno de nobleza que cumplió Colombia como calificó un diario esta grandiosa cruzada de solidaridad, cubría con creces el vómito que un poeta llamó proveniente del cíclope, símbolo de horribles tragedias con su ojo único en la mitad de la frente, similar al ojo único del monstruo en el cráter.
Pero la solidaridad continuaba sin medida y cancelaron la Teletón pro-minusválidos, el Reinado del Coco en San Andrés, la Feria de Manizales, y el Concurso Polifónico Internacional en la Ciudad de la Música. Hasta se suspendió el cobro del peaje en las casetas del Tolima y Caldas que algunos conductores calificaron como el milagro de sus muertos. Lo que no se acalló fue la crueldad en variados casos. Como el de la niña Patricia Moreno quien había podido sobrevivir a la catástrofe. Una noticia decía que fue recogida por una familia de ocho hijos y mantenida en un corral con los cerdos. Sin embargo, el Instituto de Bienestar Familiar debió recurrir a la fuerza pública para recuperar a la niña por cuanto los captores la querían como sirvienta y no le daban de comer. Ahora Patricia Moreno espera que de alguna parte aparezcan sus familiares y la reclamen.
Colombia es una tierra de leones: dormidos
El departamento del Tolima y la municipalidad de Armero, en particular, jamás imaginaron que un día, por razones de una tragedia de tan grandes proporciones, fueran a estar en boca del Papa, mirados con preocupación por mandatarios de todo el mundo y objeto de la solidaridad de celebridades de la música del planeta. Y todo por Colombia, que conforma el cuarto país por extensión de América del Sur, y el único de Suramérica que posee costas en los dos océanos. Muestra en su relieve continental, la estructura básica de una morfología del suelo montañosa y llana, distribuida en tres cordilleras, teniendo asentada la mayor parte de la población en sus zonas elevadas, con alturas como los volcanes de Cumbal de 4.890 metros y el Azufral de 4.070, en la Occidental. En la Central, la más encumbrada de las tres, están los Nevados del Huila, Quindío, Tolima, Ruiz, y Santa Isabel.
Colombia, en virtud de sus condiciones topográficas favorece la agricultura como la primera actividad económica con su café, el producto mayor y más calificado. La caña de azúcar el algodón y el tabaco, por ejemplo, en las llanuras de Armero y norte del Tolima, hacen un concierto de productos con el maíz, trigo, cebada, papa, legumbres y leguminosas.
En las montañas del norte, como el llano, hay una gran capacidad de cría de ganado vacuno que en un alto porcentaje va dirigido a la producción de carne, exportada en alguna cantidad con éxito, y de leche suficiente para surtir sectores de Bogotá, capital de la República. Igualmente abundan aves de corral, asnos, cerdos y peces que proliferan en sus diversos ríos.
De todos los territorios del Tolima, es el norte, precisamente, donde se hallaba Armero, el de mejores medios de transporte y comunicación. Allí se vencieron las montañas desde los tiempos duros de la colonización antioqueña y los obstáculos naturales presentados por selvas, coronándolas con éxito y fundando muchos pueblos. Soportaron sequías en veranos intensos, aludes continuos por invierno en las carreteras que conducen a las poblaciones montañosas y sólo les faltaban huracanes y terremotos porque algunos temblores con su viento de pánico sólo eran un recuerdo. Todos estos riesgos naturales estaban contabilizados y la polución escasa pertenecía al no envidiable paisaje de las ciudades grandes e industrializadas que veían en los programas de televisión. Lo que si causaba alarma entre los agricultores, era el vertido de desechos tóxicos sobre la tierra, regando muerte a las plagas pero contaminando el ambiente, y hasta causando impotencia sexual y nacimientos de infantes con defectos físicos numerosos. A pesar de las inundaciones que no afectaban a gran número de habitantes sino a pequeñas zonas de terrenos agrícolas, no se advertía, un "acontecimiento" de tal magnitud, como la erupción de un volcán.
Se sabía del riesgo, pero nadie lo asumía como personal. Era al fin y al cabo de todos, como si así se diluyeran las responsabilidades o se pronunciara de manera fácil "yo no tengo la culpa", esperando siempre "órdenes de arriba" que no iban a llegar. Nunca se había tenido una relación tan directa con el peligro. La ignorancia general a cerca del entorno y del lugar que ocupaban en él, no dejaban ver, ni siquiera cuando las calles se llenaron de ceniza en forma abrupta, la realidad de barro y agua bajando a toda máquina hacia Armero.
Andrés Hurtado recordaba con el poeta Darío que Colombia es una tierra de leones, dormidos y despiertos, y que las cúpulas de los volcanes formaban parte muy hermosa del paisaje, así fuera doloroso decirlo.
El Ruiz, que pasó a ser un personaje central en todo el mundo, con su citada altura de 5.270 metros, es calificado como una inmensa mole chata en cuya cumbre cabrían muchas canchas de fútbol y podrían aterrizar avionetas en óptimas condiciones. Pero también se advierte otro cráter apagado del Ruiz, el Pirañas, ubicado hacia el norte del Nevado.
Lo que hasta el cansancio han denominado los medios de comunicación como la "Crónica de una muerte anunciada", no es más que la advertencia no advertida y la muestra, contante y sonante de una fabulosa capacidad para la incapacidad en un mar candente de subdesarrollo. Durante los últimos decenios, se sabe que la diferencia con los países avanzados, está en gran parte por la falta de ciencia y tecnología como factor de atraso.
En los "apuntes para una historia de las investigaciones geológicas en Colombia" que escribe Gerardo Botero Arango, se observa cómo, una buena parte de los estudios, están diseminados en publicaciones extranjeras y en empolvados textos que son materia de la curiosidad de estudiosos de los últimos tiempos. Sin embargo, ahí están las descripciones y el camino de las advertencias desde los documentos de los cronistas coloniales, los del siglo pasado y los que van en lo corrido del presente. Para nada, porque no se aprendió de los griegos el avance de sorprendentes ideas referentes a la explicación de algunos fenómenos naturales, ni a nadie han llamado la atención los fósiles encontrados en algunas rocas que podrían explicar los "caprichos" de la naturaleza. Más puede entenderse que este sendero corresponde a hombres de ciencia, y en términos concretos, lo acontecido en el mundo últimamente con graves y publicitadas tragedias percibidas tan lejanas.
No faltan las informaciones "interesantes" relacionadas con fenómenos geológicos acaecidos en la época del Virreynato de La Nueva Granada. Y que llegaron a tomar vigencia con el surgimiento de la ceniza volcánica y las fumarolas observadas entre 1984 y 1985. Los escritos de los cronistas, salpicados de datos del Nuevo Mundo dirigidos a los gobernantes asentados en España, volvieron a citarse y el religioso franciscano, Fray Pedro Simón, resucitaba milagrosamente hasta ser mencionado por grandes cadenas radiales y programas televisivos pasados en horas aptas para gente que sufriera de insomnio. Allí, en sus "Noticias Historiales", comenta en dos ocasiones un hecho destacado para la vulcanología colombiana y fue la última erupción del Ruiz, el 12 de marzo de 1595, anotándose de paso que Humboldt la atribuyó al Tolima, en que Fray Pedro habla de un volcán en las vecindades de Cartago. Sin embargo, según el mismo cronista, los ríos Lagunilla y Gualí que nacen en la vertiente oriental del Ruiz, fueron los transportadores de las grandes avenidas de material volcánico producto de la erupción. De todas maneras, "uno de los puntos interesantes sobre esta erupción, es el corto tiempo transcurrido desde entonces, a la escala de la actividad volcánica terrestre, lo que hace suponer que nada excluye la repetición de un hecho de éstos en el futuro, con las consecuencias imaginables para las ricas pobladas regiones que hoy rodean el Ruiz". Algo así como un aviso en letras rojas que indican "Peligro" estaba puesto, y más cuando se sabe de sobra que un volcán, con todos sus encantos, no es nada menos que una "bomba de tiempo" con su tic tac de lava y muerte inesperada.
Todo aquel material escrito era considerado como inútil y a nadie importaba el detalle de los 104 cajones remitidos por el Pacificador Morillo a España, donde se hallaban 15 de minerales y fósiles recogidos, estos últimos, en el Cerrito del Gigante cerca a Mariquita, sitio de predilecto recuerdo cuando se cita a la mayor empresa científica del Virreynato de Nueva Granada como lo fue la Expedición Botánica. También son apenas motivos de curiosidad las actividades realizadas por el Barón de Humboldt que en la primera mitad del siglo XIX llega a América, quien en investigaciones muy fructíferas referencia pasajes de la Geología. Y mencionando al norte del departamento por su viaje usual a través del río de la Magdalena por el puerto de Honda y luego su paso por Ibagué en la ruta que le llevaba al Quindío, Popayán y Pasto. Sus capítulos dedicados a los terremotos no movían la curiosidad de nadie y el viajero ilustre era invocado por los suplementos dominicales para hablar de su vida privada como la única manera nueva de atractivo. De don Francisco José de Caldas, patriarca de los naturalistas colombianos, citaban de pronto su trabajo de "El influjo de los climas sobre los seres organizados", donde indicaba diversos descubrimientos de fósiles de vertebrados en varias partes del mundo, incluyendo el célebre "Campo de los Gigantes" en las cercanías de Soacha, visitado por Humboldt en 1801, donde relacionaba a estos animales fósiles y el clima de su época". Pero ¿a quién podrían interesar aburridas descripciones de territorios de gigantes en vez de acudir a otras lecturas?
El joven científico francés, Juan Bautista Boussingault, que llegara de Europa con otros estudiosos a instancias de las motivaciones de Francisco Antonio Zea, trabajó temas que en el fondo son análisis físicos y químicos de minerales y se interesó por el sulfato de alúmina del río Saldaña y de aguas minerales que originaban el bocio, afectando hasta hace apenas una década regiones y municipios enteros del Tolima. AsÌ mismo, Alcides Dorbigny recogió, estudiando sistemáticamente, invertebrados en los alrededores de Ibagué y consiguió un documento con comentarios pertinentes y curiosos. Alfonso Stuebel, vulcanólogo alemán que estuvo en Colombia entre 1867-68, publicó tres volúmenes bajo el titulo de "Viaje a Suramérica", donde hace referencia a los volcanes.
Por su importancia minera y geológica el gobierno colombiano amplió en el Tolima el número de sus acciones en la Comisión Científica Nacional creada en 1906, y en 1953 hizo un laboratorio de fomento minero en Ibagué, hoy Ingeominas. Desde entonces sus estudios durmieron en las gavetas de otros escritorios oficiales.
Ya Thackeray había concebido la teoría de que Hércules niño lucho contra montañas de papeles y no contra serpientes, y Shakespeare había lanzado sus dardos contra la "insolencia de la burocracia".
Voltaire, por su parte denominó a los burócratas como los "caballeros de la ignorancia, los paladines del papelerío y los campeones de la confusión".
El volcán dormido representaría tarde o temprano el origen de la catástrofe natural que ofreció el terrible espectáculo vivido en la región del norte del Tolima.
La persistente lluvia de ceniza que arropaba la población desde las tres de la tarde, no era el simple material rocoso pulverizado, sino una advertencia preocupante. Ni el instinto de conservación ni la famosa malicia indígena lograron obrar su cometido como si la gente estuviese hipnotizada, o mejor, engañada por los medios de comunicación locales y por los calificados hombres de ciencia que no de mala fe, pero sin medir consecuencias adormecían a un pueblo con palabras que hacían el papel de sedantes preparando a las víctimas para su sacrificio colectivo.
Los simples consultores de enciclopedias saben de sobra que la percepción del riesgo del ambiente amenaza día tras día, del 5 al 15% de la población de un país, pero en una proporción de escasas dimensiones; lo que no se supone, como la muerte, es que vaya a disparar en forma tan directa y de manera supuesta inesperada. Se leía en la prensa que países como Tanzania o Etiopía rebasaban por grandes amenazas del 90% la sequía pero eso estaba tan lejos que parecía una noticia más en la lectura del periódico.
Solo con la tragedia de Armero, el país advirtió, y de qué manera, cómo estábamos sumidos bajo el peso de las circunstancias y procesos nocivos por ignorar el medio.
Con el grupo ecológico
Gonzalo Palomino, un profesor universitario con pinta de bucanero de los tiempos de fiesta en Cartagena, con un diploma otorgado por el Alma Mater del Tolima al completar ah í los 15 años a partir de un despejado enero de 1969, lo había previsto todo. El 1 de octubre, en una espléndida organización de su Grupo Ecológico, el Sena e Ingeominas, ofreció un insólito seminario bajo el tÌtulo de "Aproximación a los desastres naturales". Asistieron funcionarios del más alto nivel institucional y además los alcaldes del Tolima, entre los que se encontraba atento y preguntón, preocupado y solícito, Ramón Antonio Rodríguez Robayo al que periodistas engominados le decían burgomaestre de la Ciudad Blanca.
Cuando después de una agotadora, intensa e interesante ofrecen a sus directivos que lo van a dictar en varias partes y en especial al norte del Tolima, Moncho, como familiarmente llamaban sus amigos a este intelectual conocido en muchas partes de Colombia, fue el primero que lo solicitó. Ahí están las imágenes y el testimonio mismo de un video que registra el seminario, estampando en el celuloide las previsiones posibles y viables que nunca se escucharon. Y todo lo que allí se dijo fue olvidado con la igual rapidez de algún segundo en la mitad del sueño.
Aquel primero de octubre, el profesor Lugari, invitado para que les creyesen anticipándose a los acontecimientos, mencionó el desastre mental como uno de los más conocidos y de qué manera, la actitud frente al desastre mismo era más que importante, cómo debíamos comenzar por acostumbrarnos a ellos, a tratarlos, y en esencia a prevenirlos. La insinuación de un Comité permanente de evaluación de posibles desastres cuando a diario se examinaban los represamientos de ríos, las erosiones y los mismos desastres sicológicos debía ser prioritario lo dijo con voz clara y en un tono bien alto. Institucionalizar grupos de personas y entidades que adviertan, evaluando permanentemente con una actitud dinámica y creativa fue dicho con severa realidad. Algunos tomaban apuntes y quedaba la inquietud de una organización continua de la comunidad no de manera frágil o de un momento a otro en una actitud que fuera normal y no apresando la gente con sorpresas. Lugari señalaba que los ciudadanos debían ser los protagonistas de su futuro y no los simples espectadores de él, y en medio de algunas miradas de un alto funcionario que reía, creyéndolo un chistoso, lo escuchó refiriendo la necesidad de simulacros ya que lo no ejercitado no se aprende y sin que parecieran escenas de películas llenas de un aire de espectacularidad, daban por resultado el que no bastaban las informaciones.
Pidió Lugari, en ese seminario de aproximación a los desastres naturales, la existencia de un fondo permanente local, por municipios, y uno más abierto a todo el territorio del Tolima. ¿En qué presupuesto existe ese capítulo? Se requiere chequera sobre la cual girar en forma momentánea, afirmó y con las manos empuñadas incitaba al extraño desafío. El alto funcionario lo seguía mirando de reojo con la misma sonrisa socarrona. Necesitamos de la dotación mínima permanente así haya elementos que se dañen por exceso de uso o de ninguno. Tener una bodega. Los alcaldes seguían escribiendo. Y además, continuaba Paolo Lugari, se hace indispensable un inventario. ¡Cómo pone tareas!, dijo uno. Y el inventario debe ser actualizado. Inventario, señores, de vecinos, inventario de equipos y oígase bien, nada práctico resulta de la ignorancia. ¿Tienen el inventario de las instituciones? ¿De otras donde se combinen en forma totalizadora? Una sensación de quiebra infinita se sintió allí en la sala de conferencias de la biblioteca del Banco de la República. El desastre fue de alguna manera la gran oportunidad del Cauca cuando el terremoto, porque las crisis hay que convertirlas en oportunidades. Y citó al traductor de MacArthur, Yosida, cuando colocando la malicia y la cultura japonesa hablaba cómo el Japón, después de su desastre de aquella bomba atómica, tuvo la ventaja de innovarse tecnológicamente.
Realizar una identificación urgente, suministros de agua, dado su valor estratégico, un estudio logístico de prioridad en relación a alternativas, dijo en el seminario el profesor Lugari. Kardex actualizado de proveedores de emergencia y tener a la mano una oficina, no en traje de fatiga sino la parte pensante del desastre con manuales de crédito nacional e internacional, es muy urgente. Y una comunidad que esté alerta vigilando su futuro, con información cierta y real para conducir sus destinos.
El primero y dos de octubre, 44 días antes de la erupción del Ruiz, todo estaba previsto en las palabras. El Sena e Ingeominas junto al grupo ecológico adelante dieron su información y sus consignas. Con las libretas acomodadas debajo del brazo, en el bolsillo trasero o en sus maletines de viaje, los alcaldes retornaron a sus sitios. Los altos mandatarios departamentales no hicieron absolutamente nada y por el contrario, continuaron en sus clubes predilectos jugando bolos y tomando whisky.
Urgencia en urgencias
En los once años que llevaba trabajando en el hospital Federico Lleras Acosta de Ibagué, el joven médico Héctor Morales estaba acostumbrado a la rutina de accidentados en el tránsito o a heridos con armas cortopunzantes pero jamás a un desastre de tales proporciones que le hiciera ver, en unas largas y angustiosas noches, los mil quince heridos que cayeron como si fueran lluvias infernales, desde aquel amanecer del día 14 de noviembre después de la avalancha.
Podría esforzarse en recordar algunos episodios al estilo de lo ocurrido con el derrumbamiento de la cachucha del estadio cuando mueren 22 personas o los de otro luctuoso noviembre, mes de los muertos, cuando se incendia el hotel Ambalá y se derrumba parte del almacén Ley, en pleno centro, todo en Ibagué.
Mientras el país comenzaba a conmoverse al conocer la dimensión del desastre, las salas, camas, y corredores del hospital estaban atiborrados de pacientes teniendo al borde del colapso a los médicos mismos. 760 heridos fueron atendidos en dos días y se hallaban otros en los 23 centros periféricos improvisados en la ciudad.
Sí, efectivamente, mil quince seres humanos sufrían una apocalíptica derrota. Fuera del hospital, se vieron en los Coliseos Cubiertos de la Unidad Deportiva y de la Universidad, en el Sena, en las escuelas, en el Sindicato de Maestros, en el hospital de San Francisco y en el habilitado en la granja de Chapetón por la Federación de Cafeteros, dando el espectáculo triste de un congoja enorme.
Nunca antes, ningún funcionario del Estado hizo convocatoria, al equipo de salud, siquiera de advertencia, de la proximidad de una hecatombe.
Por el aparatoso derrumbamiento de la cachucha del estadio en la tribuna de preferencia, Héctor Morales sugirió un plan de desastres, suponiendo urgencias de diverso tipo, y nadie lo escuchó. Por el contrario, se sintió mirado con el mismo desprecio con el cual se recuerda al profeta de malas anunciaciones o al portador de mil noticias negras.
La verdad fue que todos acordaron que dicho plan era necesario, alguien le felicitó porque nunca antes se había tenido en cuenta y no faltó quien le endilgara que se dejara de tantas tonterías que allí se conversaba de cosas más importantes.
El día de la emergencia, Héctor Morales se enteró de ella por la radio cuando las declaraciones de un piloto manifestaban, en una especie de pronunciamiento de la mentira más grande del año, que Armero había sido borrado del mapa. En alguno de los noticieros que sintonizaba con frecuencia, escuchó cómo se hablaba de la caída de ceniza que con el color contrario de la nieve cubría tejados y calles, carros y cabezas.
A las tres de la mañana del jueves 14 de noviembre llegó el primer herido. No muy grave, dijo para un cronista. Casi de manejo ambulatorio, concluyó. A las siete y no por su teléfono que se hallaba dañado, lo citaron a una reunión con jefes de departamentos y director del hospital, "a ver cómo enfrentaban el asunto".
Pensaron que lo mejor era el desplazamiento de traumatólogos y cirujanos al sitio de los hechos de los hechos buscando clasificar heridos y de inmediato localizaron a los médicos, personal de enfermeras y reforzándose, distribuyeron turnos de emergencia. A partir de las 10 de la mañana arribó la primera remesa de pacientes en un tropel de tiempos de guerra cuya contabilidad alcanzó el número de 270 en ese primer día. El grueso de los galenos de diversas especialidades, gente del aseo, la cocina y administración, estuvieron atentos pero nadando entre aguas desorganizadas porque no sabían realmente qué hacer en esos casos. Otros, en un acto de desgreño humano, hacían sus labores de rutina en sus flamantes y costosas clínicas y laboratorios particulares. Rindiendo dos veces menos de lo que hubiese sido posible, sin coordinación apropiada y sin conocimiento real de la tragedia en toda su dimensión.
Trabajaron entre 24, 48 ó 72 horas continuas, olvidándose del pago de las horas extras y hasta de sí mismos, sin dar tregua ni pedirla en la mitad del maremágnum torrencial. A las once de la noche de aquel jueves de noviembre, llegaron de la Universidad Nacional 6 traumatólogos, 6 cirujanos, 6 anestesiólogos, 50 estudiantes de último año, internos, enfermeras a punto de graduarse, licenciadas, todos al mando concreto de sus jefes de grupo y establecieron turnos de trabajo.
También, en tiempo récord, de la facultad de Ingeniería de la misma Nacional, arribaron camillas para el transporte de heridos hechas con maderas y costal. Además se apearon por docenas geológos y expertos dispuestos a ayudar. Las salas de cirugía tenían su cupo trabajando en jornada continua, realizando los desbridamientos de heridas contaminadas por el lodo que se adhería a ellas fuertemente.
Suspendidas las labores de rescate a las ocho de la noche que dieron una mínima tregua a lo intenso de un acto de trabajo de verdad angustioso, trataron de organizarse y esto se hizo más fácil con la gente de apoyo llegada con tanta exactitud. Al día siguiente, el calendario marcó la fecha crítica: viernes 15. Con un intenso ritmo, vieron 435 pacientes casi momificados por el barro; diligenciaron sus historias clínicas y habilitaron los corredores atestados de gente aterrorizada.
Por fin, más sangre y más antibióticos de los necesitados en el momento se hallaban en su sitio, pero no suficiente material de curación. De pronto, por la tarde, una orden llegó: "Hay que evacuar a los pacientes". Para la capital de la República salieron 27. El sábado en la mañana se repitió la orden. Los médicos se opusieron alegando tener el personal competente y suficiente. 330 cirugías, en 4 días, que bien pudieran ser el promedio de lo que allí realizan en un mes, quedaron así estancadas en ese número. "Aquí están para cumplir las órdenes", se les dijo, y en forma improvisada, volquetas, camiones, automóviles públicos y privados, colmaban sus cupos y luego el camino veloz al aeropuerto, los aviones se elevaban con destino a Cali, Medellín, Bogotá y muchas otras ciudades de Colombia.
Al hospital llegaron 835 sobrevivientes. 45 fueron amputados, de ellos 27 murieron por gangrena, el total de decesos se elevó a 60.
Morales, quien había asistido a un seminario realizado en Cartagena, en 1975, sobre "el rol del hospital en situaciones de catástrofe", donde se analizaron para entonces los recientes terremotos de Guatemala y Nicaragua, tenía ya informaciones de este asunto. Pero al año siguiente, estaba en el "Primer Encuentro Internacional sobre Urgencias" sentado en las cómodas instalaciones del hotel Hilton de la capital de la República. Guardaba desde días atrás, cierta sensación de nefastos presagios. Por algo, desde el anuncio de aquel interesante seminario en que varios países contestaron presente, el gobierno creó, por decreto, el "Consejo Nacional de Urgencias". Morales continuaba asistiendo, en forma religiosa, a todos los congresos y cursos que se hicieron alrededor del tema, pero gracias a su propia iniciativa o sea por su cuenta y con su plata.
¿Qué contaban los médicos de toda aquella gente? Que no se quejaba. Narraban su tragedia y evitando el llanto, mencionaban sus desaparecidos. Eran como robots, sumidos entre el delirio y la pesadilla. A algunos, que vieran días más tarde, les notaban temple agresivo como enrostrando al aire la impotencia de todo lo que habían dejado atrás: sus familias, sus pertenencias, los logros cuajados a través del tiempo y en un deambular triste se les veía desadaptados sintiendo que la sociedad y el gobierno no les respondían.
Lesionados en los oídos con ruptura bilateral de membrana de tímpano, ojos rojos como ardidos por un ácido, zonas diversas de su piel llenas de quemaduras y el recuerdo en algunos de que la lava, el lodo, era caliente, y tal vez por lo inesperado de la tragedia, no sentían el dolor. Afuera, una desesperada multitud hacía forzado recorrido de centro en centro, de hospital en hospital buscando a su gente querida. Muchos indagaron hasta en 10 pueblos, en numerosos centros de atención y todavía preguntan dónde están o quién la ha visto.
Un mes antes de producirse la cita con el 13 de noviembre, la asistente del secretario de gobierno, a solicitud del médico Morales y en un servicio de tipo personal, le sacó en forma impecable, en máquina eléctrica, su ya ajado borrador de aquel plan de emergencia, dos puntos, en caso de desastre. Un par de días antes de los hechos que estremecerían al país, ella empacó, en un sobre de manila, el trabajo que vino a aparecer en su escritorio y que el joven especialista tomó para llevar al carro y dejarlo seguro en la guantera. Y allí permaneció hasta cuando el director del hospital, pasados 20 días de los hechos, citó a una reunión. Un asesor de la O.M.S. les dijo sin más vueltas qué debería hacerse en casos de emergencia, cómo se constituyen los equipos y en un quehacer dictado de su texto, recitando las normas, sin dejar un análisis realista, se fue sin despedirse. A todos se les quedaron los principios. Pero también la sensación de que sin recursos antes, sin recursos ahora, sin recursos después cuando se continúa en emergencia potencial, seguían en las mismas. No se tenía estudiado plan alguno.
Nadie quería saber de simulacros, y la participación multidisciplinaria donde cada uno de los organismos del Estado o del sector privado jugaran su papel, seguía en la maleta abandonada de los croquis ajados sin destino distinto al del olvido.
Con una rabia guardada por mucho tiempo, miraban a la Unidad de Mando que era inoperante. Manejadas las circunstancias por un radioteléfono, los de la base, como suelen decirles, también tenían conciencia de que su director y otros coordinadores, no conocían de veras el funcionamiento del hospital y alcanzaban un manejo sólo administrativo más no de tipo científico.
El viernes en la tarde, frente al impactante número de heridos y a la desorganizada situación, los ojos de los médicos se abrillantaron en un acto íntimo de soberbia. Pacientes jóvenes con destrozos irreparables, gente bañada en barro. "Es como cuando lo coge a uno alguna ola y lo deja botado en una playa", declaró una mujer de ojos hermosamente tristes.
La noche del alumbrado, 7 de diciembre del año 85, después de la avalancha, el hospital se hallaba en un desbordar de consultas y demandas de hospitalización. Atrás parecía quedar la experiencia demasiado difícil. En le fondo, a nadie, se le había cruzado por la mente que una población estuviera borrada del mapa, con la misma facilidad con que se borra en un papel. Entre tanto, en otros hospitales del país, los tolimenses que ya habían sido curados salían a deambular por la calle ejercitando un oficio para ellos nuevo y vergonzoso: mendigar.
El jefe de Urgencias recorrió los centros periféricos y halló varias sorpresas agradables. Por ejemplo, una Junta de Acción Comunal, en la escuela Margarita Pardo de Ibagué, con 14 pacientes, que habían sido acomodados en cama prestada por los vecinos, con ropa suficiente, curaciones oportunas aunque rudimentarias, turnos con improvisados vigilantes comandados por un auxiliar de enfermería, y cada herido con su historia clínica.
En la Casa del Maestro, en una improvisada clínica, que bautizaron Hospital de la Paz, médicos de Cafam trabajaron intensamente.
En Coldeportes, el médico del onceno del Tolima, también el kinesiólogo, y además los deportistas, hacían turnos rigurosos en la noche cuidando los pacientes.
Los trabajadores de la fábrica de Coca-cola entregaban botellones de agua manantial, inclusive hasta las dos o tres de la mañana. Médicos de buena voluntad aguardaban varias horas pacientemente hasta que se les llamaba a su turno. Pasaban muchos hechos que nadie conocía porque la orden perentoria del director fue "nada de periodistas, nada de televisión, prohibido, prohibido". Noticias de que estaba siendo evacuado el hospital por una poderosa epidemia de gangrena, causó la huida inmediata de pobladores de algunas casas vecinas temiendo la infección y la muerte, mientras otros, menos temerosos, entraban a saquear las casas.
En una visión apocalíptica que hizo parecer al Federico Lleras como un hospital de campaña en una guerra, se sucedía desastre tras desastre. La sede de la Cruz Roja se convirtió en depósito de donativos y en centro de comunicaciones. Pero simultáneamente cosas insólitas ocurrían: alguien impartió órdenes para que cinco ambulancias permanecieran en "cuarentena" y fueron quemados los colchones, "porque están infectados con gangrena".
La tragedia aumentó luego de que los damnificados heridos fueron dispersados por todo el país en un acto tan grave como la misma erupción del volcán. Mientras esto ocurría los médicos advirtieron 150 camas vacías. El equipo de la Universidad Nacional se iba poco a poco, al igual que técnicos japoneses y de otros países como España que al arribar el lunes no sabían cuál era el problema ya que no se encontraban pacientes para confirmarlo. A falta de ellos comenzaron a recolectarlos en los otros centros periféricos de la ciudad. Delegaciones del exterior llegaban a inventariar la certidumbre de sus ayudas hallando que no había realmente un gran problema, que allí no había desastre y se marchaban.
Ahora el Federico Lleras se encontraba con menos elementos de los que tenía días antes y las docenas de equipos que se entregaron sin saber a quién, dentro del caos administrativo del momento y sin la huella de una relación, terminaron perdidos para siempre.
Noticias historiales
Cuando los españoles comenzaron a pasearse altivos por el territorio conquistado que ocupaban los indios -donde hoy está localizado lo que queda de Armero- las tribus terminaron por organizar una rebelión y hasta dieron bebedizos a sus mujeres para hacerlas estériles, llegando a reducirse, de treinta a cuarenta mil indígenas que se calcula que existían, a un simple millar por los días finales del siglo XVI. Pero ya todas esas lejanas horas de la historia alcanzan a parecer una leyenda, y apenas los lectores de libros sacros, al decir del poeta Jorge Zalamea, recordaron, en las viejas veladas a la orilla de los andenes, muchas de las escenas del viejo combatiente indígena que llevaba como trofeo de guerra el cráneo de su enemigo.
Todo el antiguo esplendor de los indomables Panches que comprendían varias tribus y realizaron la primera rebelión en 1550, hubo de quedar como una emocionada enseñanza para los niños de escuela primaria que supieron cómo respondían sus antepasados a la hostilización, al acto de ser humillados y ofendidos, al exceso de tributos y trabajos y a la esclavitud.
La fundación:
Entre los ríos Sabandija y Lagunilla en cuyas llanuras se entrevistaron los conquistadores Sebastián de Belalcázar y Hernán Pérez de Quesada, se observaron unos ricos aluviones de oro que fueron explotados con el permiso de la Real Audiencia de Santa Fe. Entonces estructuraron el "Plan de Pacificación" y el comienzo de una colonia que Elías Cano bautizó con el nombre de San Lorenzo y que tuvo, el 19 de febrero de 1845, la inundación para ellos más grande de la cual se tuviera noticia desde los días del diluvio universal.
Ya empezaba una nueva era cuando los Panches, viviendo de la agricultura, la pesca y la caza, también sobrevivían con las plantaciones de coca que masticaban antes de iniciar sus correrías y hazañas guerreras. Algunos años después, en los territorios del distrito de Guayabal, iniciaron la formación del caserío doña Dominga Cano de Rada, Raimundo Melo, Aurelio Bejarano, Sinforoso Chacón y Marcos Laín, entre otros, para determinar, en 1906, la donación de cinco hectáreas, distribuyendo 50 metros para la iglesia, cien para la plaza principal y tres y media manzanas con sus bocacalles para formar el pueblo de Armero.
Situación geográfica:
Desde la orilla del río de la Magdalena hasta la zona de la tierra templada, en las faldas de la Cordillera Central, se hallaba extendido el municipio de Armero, con territorios planos y quebrados abarcando una extensión de 380 kilómetros cuadrados. El censo de 1938 había registrado un poco más de 14 mil habitantes pero en su cabecera residían 6.401 con una no muy notable diferencia entre mujeres y hombres, contabilizando aún los niños. Su mapa, con inclusión de ríos y de límites, era enseñado como tarea obligatoria en las escuelas y traduciendo las convenciones explicativas de sus carreteras y ferrocarriles, caminos de herradura y la ubicación de los corregimientos e inspecciones departamentales, al igual que algunos caseríos y sitios de importancia. Para entonces, 56 hectáreas de solares y ejidos, eran terrenos por los cuales no se cobraba arrendamiento alguno en la antigua cabecera ubicada en Guayabal.
Situada sobre una planicie, con una altura sobre el nivel del mar de apenas 321 metros, Armero, con una temperatura media de 27º centígrados, había comenzado a formarse por los años de 1895, creciendo con el nombre de San Lorenzo. Por los días en que el ferrocarril se prolongaba desde la Dorada hasta Ambalema, convertido en importante puerto de aquella maravilla del transporte, cobró un milagroso crecimiento gracias también a la llegada incansable de productos venidos de la rica comarca del Líbano, asentamiento extraordinario fundado por los que hicieron de la migración antioqueña la epopeya del hacha y de las mulas. Ocho años tenía de estatura el siglo que agoniza cuando se volvió de verdad por un decreto cabecera municipal, y en la celebración pomposa, evocando oficialmente un 20 de julio, de 1930, cambió su primitivo nombre del santo por el de un prócer de nombre José León Armero, fusilado por causa de la Independencia. Y aunque sus 830 casas aún estaban construidas en bahareque y la tradicional teja metálica que resplandecía con el sol, sus calles rectas y arborizadas, sus 4 escuelas y una iglesia levantándose en virtud a la ayuda de pequeñas festividades, comenzaban a conformar orgullosas el verdadero rostro de la comunidad. El hospital de aquellos años se daba el lujo de tener 50 camas disponibles y un centro de higiene con servicios de gota de leche y salacuna. Un comercio pujante que le daba en ocasiones la imagen de un mercado persa para algunos, hervía gratamente y las trilladoras de arroz, maíz, café, una desmotadora de algodón y además una fábrica de aceites y grasas vegetales formaban su concierto cotidiano. A corta distancia de la capital, nombre que gustaban decir los campesinos no sin un cierto orgullo cuando emprendían el viaje de compra de productos o su venta, se hallaba la granja agrícola experimental y el espectáculo de los fines de semana, un portentoso serpentario donde se producían sueros contra las mordeduras de ofidios venenosos. En los comienzos del año y a mediados, por junio, la feria semestral de ganados le imprimía un ambiente de fiesta en jornada continua, al igual que los sábados y domingos cuando gentes de casi todas las casas se desplazaban al encuentro con "la galería" en la búsqueda de su mercado semanal.
Producción:
No imaginando jamás que el censo de 1985 iba a ser el último de sus vidas, los pobladores de Armero dieron datos a empadronadores que arrojaron unas cinco mil viviendas en la cabecera y una población aproximada a los 38 mil habitantes, repartidos a lo largo y ancho de 432 kilómetros cuadrados para entonces. Allí figuraron sus corregimientos de San Pedro y Méndez, la inspección departamental de policía de Guayabal y nueve fértiles veredas. Armero contaba con una fulgurante producción agrícola de 4.500 hectáreas sembradas en arroz y era conocida no sólo en el plano de las estadísticas como despensa importante del Tolima, sino que el algodón le ofreció la característica a través de 3.300 hectáreas regadas al lado de las carreteras que reflejaban, a cualquier mirada, unas llanuras cubiertas de blanco bajo su clima cálido, como si se tratara, paradójicamente, de alguna pequeña ciudad de Europa por los días de diciembre. El sorgo, distribuido en 4.500 hectáreas y el maní en 7.500, cerraban, junto a una menor producción de maíz y ajonjolí, para no contar cerca al centenar poblado de café, la gran riqueza, la bella variabilidad de un municipio agrícola cuya mayor parte de extensión al estar ocupada por cultivos aprovechables para la ganadería, convertía al antiguo San Lorenzo en una de las regiones, también, de mayor producción ganadera del Tolima.
El turismo:
Si bien es cierto Armero podía considerarse con una mayor extensión de tierra plana, también ello hubo de permitirle, por sus numerosas corrientes repartidas en ríos y quebradas, una buena parte de su atracción turística donde los balnearios, levantados en sus riberas, eran parte de su ambiente agradable para dejar transcurrir un poco de manera grata la existencia. Pero si se trata de discurrir sobre los sitios recreativos, podría también pensarse en el Club Los Pijaos, el Campestre o el Social y hasta distraerse con la emisora Radio Armero que en transistores de mano sintonizaban programas de boleros antiguos, rancheras y vallenatos lanzados en emisiones de complacencia. Los oían no sólo asiduamente desde las casas o a la orilla de los andenes donde sentados en taburetes se reunía la familia para recibir el fresco de la noche, sino caminando por los cuatro parques que iban desde el Infantil, Los Fundadores, El Santander y el 20 de julio. Y además, deseando cambiar los estáticos programas de televisión, recibían el sereno corriendo un abanico por el rostro en el teatro Bolívar o el Colombia con acciones al fondo de los viejos pistoleros o los corridos de José Alfredo Jiménez.
Dinámica Cultural:
Dos polos generadores de cultura regional y nacional eran las Danzas Folclóricas y el Museo Arqueológico de Armero. Más de un cuarto de siglo y con la fundación de Inés Rojas, Alipio Cuenca, Miray Marín y los hermanos Devia, las Danzas Folclóricas de Armero, consideradas como las mejores del Tolima por la crítica nacional, seguían agregando más galardones a la inmensa cantidad de los entregados en medio de ovaciones retumbantes a través de sus giras permanentes por todos los rincones de Colombia. La infatigable directora, Inesita de Rojas, conseguía la renovación de uniformes presentándose en los actos culturales que con frecuencia se programaban en su capital y con la escasa ayuda real, además de los discursos oficiales estaba abandonada por la mano del gobierno de su departamento como si la pareja escogida para el baile fuera el abandono sin posibilidades para la investigación y la cultura más amplia insinuada por escritores como Manuel Zapata Olivella que alcanzó, impresionado por su autenticidad, a dejar un casette en video de casi hora y media retratando el testimonio de la danza y el esfuerzo.
Quince años llevaba de fundado otro núcleo cultural impulsado por el espíritu inquieto, como lo diría un viejo académico, de un antiguo profesor de secundaria a quien no pocos desde entonces le endilgaron el calificativo de enajenado, digno de ser un huésped permanente del hospital mental y que fundara el Club de Investigaciones Carlos Roberto Darwin, de cuya laboriosa tarea quedaba un tesoro importante de nuestro pasado instrumental precolombino y hasta un conjunto diverso de las armas utilizadas en la legendaria guerra conocida como la de los Mil Días. Edgar Efrén Torres, fundador y director del "Museo Arqueológico y de Ciencias Naturales", realizó búsquedas sistematizadas en el campo de la biología y la arqueología y contaba ya con la nada despreciable cantidad de 2.836 piezas en medio de un portentoso olvido oficial. Pero si se tratara de continuar con la mirada sobre la ciudad, ostentando orgullosa el título de Blanca, a pesar de que los algodoneros estuvieran lindando con la quiebra y de que el sembrado no fuera abundante, hacia las afueras, camino a Mariquita, luego de atravesar algunos balnearios, el sitio de habitación de las serpientes y las mismas haciendas ganaderas, los cultivos o el paso de los burros en cuyo conteo los turistas apostaban a ver cuál veía más, también se hallaba la Granja experimental Agrícola, donde estudiantes de la Universidad del Tolima realizaban prácticas de agricultura, ganadería y porcicultura y hasta consultas médicas gratuitas. Sin embargo, ir hasta el serpentario, sitio de leyenda (donde además se investigaba la fórmula para combatir la lepra), era un atractivo a unos cuantos kilómetros de Armero donde el Ministerio de Salud contaba con su centro de experimentación alcanzando considerables proporciones en la cría de ofidios. Allí, las cascabeles en gran número, las tallas, los mitaos y las verrugosas, se alimentaban de ratones blancos, arrastrándose lentas luego de llenarse.
Armero, con una población estudiantil total de 7.672 alumnos entre primaria y secundaria, se debatía en medio de su riqueza y de toda su aparente blancura y la placidez que puede brindar un café en la mitad de la plaza rodeado de palmeras, con una buena serie de necesidades cabalgando en la misma mirada de sus gentes que de pronto, en arranques de desbordamiento querían ir a dormir al serpentario o conversar sobre la vida de otros mundos con los habitantes de la noche larga en el hospital mental, aunque con un poco de esperanza, a pesar de que en sus últimos días comenzaran a caer demasiadas cenizas que con la palabra de "Dios proveerá", anunciaban el principio del fin.
Los niños de Armero
Zonas de evacuación, muy cerca del desastre, habían sido pobladas de niños rescatados en acciones heroicas de muchos. Y bajo la custodia permanente del inmediatamente preparado Bienestar Familiar. A partir de las dos de la tarde, del jueves 14 de noviembre, infantes sanos, -pero eso fue al comienzo-, fueron una avalancha que flotaba cubriendo el edificio. Embotados y poco desenvueltos vieron delicadeza en las palabras y pasados por agua su limpieza buscando rescatarles el rostro y espantar un poco su temor. Constreñidos por las imágenes no borradas de su última noche, con dificultad dibujaban una pequeña sonrisa ante los halagos de las trabajadoras y la risa agradable de los médicos. Y empezaron a llegar heridos, menores que tan sólo requerían de tratamiento médico de rutina o de laceraciones sin profunda importancia. Pero tan sólo 30 se instalaron por dos semanas largas de trabajo de los 194 que listas en computador registraron con estricto rigor. El mismo que ha impuesto a lo largo de todos los actos de su vida, Yesid Arciniegas, un patólogo especializado en la Universidad de Texas y que conoce al Tolima todo desde hace cinco años en el comando del Bienestar Familiar, luego de dos años como Secretario del Servicio de Salud del departamento. Y supieron historias de los niños cuando podían hablar.
Uno, con lesión en la rodilla, inmóvil, quejándose, luego de un gran silencio como si se tragara las palabras, dijo que él iba rápido al ritmo de aquel lodo, que él iba de la mano con su padre y en un momento dado la avalancha los hizo separar. Juan Carlos, de apenas doce años, el hijo que habia soñado Teresita, el nombre de su madre, delgado, temeroso, anclado allí en el piso de la iglesia de Lérida estaba con los otros refugiados cuando llegó Arciniegas con su equipo. Alguna voluntaria le explica que ese niño, bien parece, no tiene familiares, que muchos se han detenido ante su rostro y no es reconocido. Levantando la toalla que lo cubre, el médico Arciniegas averigua que se encuentra desnudo. Al fondo, en medio de confusiones de la gente y el ruido de helicópteros zumbando se encuentra una montaña de ropa muy diversa. Por su herida en la rodilla de la parte derecha y también raspaduras en varios sitios no le habían colocado alguna ropa, dice una voluntaria. El miedo al dolor y como una manera sabia del olvido lo tiene quieto sin vibrar en nada. Pasan varios minutos y él les cuenta su nombre. Acepta protección como un pellizco que lo saca del riesgo del momento. Con gran dificultad, en maniobra penosa, lo visten lentamente y con cuidado. Camino de Ibagué, junto a muchos pequeños que allí vienen guardados en el carro, vuelve a contar su historia. "Y entonces cuando vino la avalancha mi padre y yo nos agarramos duro de las manos. Era la oscuridad de casi media noche. Y entonces juntos rodamos por el lodo no sé por cuánto tiempo". Luego siente que el padre se le suelta lanzando un alarido infatigable y no lo vuelve a ver. Sobre el barro revuelto navega mucho rato. Al final, ya cansado, sin fuerzas y con susto, estira las dos piernas. Y para su sorpresa respiraba con un soplo de aliento, ve que se encuentra ahora pisando tierra seca y el barro le llega apenas al pie de las rodillas. Ya se hallaba desnudo. Llovía con insistencia. Y allí, en la oscuridad no supo imaginarse en dónde estaba. Permaneció inactivo en medio de una lánguida impotencia, lloraba su desgracia con un quebranto débil y a punto de entumecerse por la inercia sin saber para dónde dirigirse entre tanta penumbra como si hubiera muerto o la luz no existiera. Un letargo profundo comenzó a atormentarlo pero desde por dentro se decía que de quedar dormido en un momento sería su suicidio. Detenido en su sitio, se queda muy estático y pasivo hasta que poco a poco llega el amanecer. La fijeza del niño que parecía algún árbol sin viento, su anquilosada posición en medio de toda su atonía, le hizo olvidar el daño de su pierna, el mal de la avalancha, la molestia terrible del estrago, su impedimento grande por la vida, ese gran deterioro por el miedo, su parálisis lista en forma de defensa y un sosiego lejano, una calma ignorada, un pensar malogrado que el día no existía y con la sensación del abandono suponer en la noche estar bordeando un precipicio, oler un gran peligro de moverse, extraviado ya al fin en la desgracia. Con la luz se da cuenta que sólo a 4 metros termina el mar de lodo. Camina fácilmente y al otro lado se une luego de que ha pisado la distancia, de que siente el camino sin orilla y en esa travesía más larga de su vida, más triste, más nerviosa, siente que ya ha logrado por fin la libertad.
En los tiempos normales, Lérida y Guayabal que presentan calles desérticas, cálidas y polvorientas, se habían transformado en un hormiguero humano, entre la cual se hallaban, además de refugiados y heridos, una mezcla ya extraña. Muchos con los atuendos identificables de los organismos de socorro y salvamento. Otros, con gorros multicolores de insignias y distintivos de los diversos medios de comunicación. Algunos, recurriendo al ardid de disfrazarse de socorristas, buscaban penetrar a los sitios adyacentes a la tragedia en angustiosa búsqueda de familiares o amigos, la mayoría quizá, otros buscando sólo satisfacer esa insaciable curiosidad humana de enterarse, sobre las desgracias del prójimo por sí mismos. Todo estaba lleno de una abigarrada multitud ajena y extraña a los poblados, conformando a interesados responsables, a familiares tristes, a amigos compungidos, funcionarios públicos en plan de figuración, damas voluntarias con uniforme de todos los colores, socorristas con atuendo seudomilitar y a no dudarlo, multitud de curiosos que burlando el cerco establecido por el ejército, lograban llegar a la zona.
El ulular de sirenas, los pitos de los carros, la cantidad de radios y altoparlantes, daban a todo el ambiente un completo marco de tragedia agrandada. Cada cadena tenía su propia campaña humanitaria. Los unos buscando familiares de las personas encontradas, lo otros llevando el grito de los familiares buscando desaparecidos. También, muchos, con voces ensordecedoras, transmitían las necesidades de listados de drogas que de acuerdo con algún voluntario acusioso se pedían en uno u otro albergue. Periódicamente, se intercalaban las quejas por un número impresionante para ellos de menores vagando por las calles. Todo ello contrastaba con el orden, la disciplina, la esperanza y la resignación impuesta por los grupos de salvamento. En los albergues, los rostros llorosos, las expresiones mostrando mucha angustia, la rabia de unos cuantos, el aturdimiento por lo acontecido, la depresión de la impotencia y los ocasionales quejidos de los sobrevivientes, daban la sensación de una tragedia inconmensurable.
Fue allí, en aquel ambiente, que un dispuesto equipo de funcionarios del Bienestar Familiar comenzó, durante varias horas, a observar los niños solos, a ver a aquellos chiquillos que nadie reclamaba, a sentir solidarios su dolor frente a heridas o el terrible espectáculo de murmuraciones tristes por infantes mutilados. El recorrido daba inmensa cantidad de niños pálidos, asustados o indiferentes, tristes o lacerados, todo allí a la vista. En sus rostros leían una tragedia enorme. Muchos, en helicópteros, se verían en una fría ciudad, distante y extraña. Con sus cinco millones de habitantes, cantidad de personas esperaban no siempre algunos con deseo de buena ayuda sino aspirando a sacar provecho de la situación de lo cual ya se sabe de desaparecidos. A pesar de la vigilancia y de la diligencia mostrada por el Bienestar Familiar, la Defensa Civil, también la policía, nunca se sabrá a ciencia cierta cuántos menores indefensos, con reseña de N.N. por razones de edades con unos pocos meses y atraídos por dádivas, algunos, ofertas de algún tipo, las mismas transacciones entre adultos se quedaron perdidos. Un mes después del desastre, continúa la lucha de este organismo gubernamental detectando presencia de menores acogidos en casas sin haberse cumplido con las normas y muchos matrimonios sin hijos llenando el vacío de cariño que soñaron tener. Otros, menos afortunados, no se sabe por cuánto tiempo, serán víctimas de la inescrupulosa explotación de las hienas que siempre merodean alrededor de las tragedias humanas. En los improvisados helipuertos, mezclados con socorristas y voluntarios de académica preparación, estaban otros que por ignorancia y falta de entrenamiento cumplieron su misión a medias, produciendo resultados a medias. Y eso tuvo como consecuencia, la entrega de muchos menores a personas que se quedaban con ellos sin el debido trámite y sin que hubiese mediado el censo correspondiente. Frente a los avisos del retorno, muchos niños ya regresaron a su medio familiar o fueron entregados a las autoridades para recibir la protección del Estado.
Un hombre de rostro cobrizo, de aspecto campesino, llega al final de la noche porque en la radio han dicho un nombre que es igual al de su hijo. Con la timidez de quienes cargan el sombrero en la mano para evitar desaires pero con la vehemencia de la angustia, pregunta en las puertas del bienestar por él. En efecto, comprueba un funcionario, ese nombre es el mismo, la edad y el niño, y ven que sí se halla. Está ahí, en uno de los salones yacente en un colchón. Arropado con una manta de colorines, dejando ver apenas su cara indiferente, flaca y mestiza después del borde de la gruesa cobija, lo miran un momento. El hombre con la sonrisa puesta en grande lo ha reconocido. Es uno de los niños quien, en la avalancha, ha perdido una pierna. Sin reatos ha dicho que es su hijo, nuevamente. Entonces el director del instituto lo abraza en su alegría. Y luego se le frena bruscamente cuando oye despacio justo al pie de la oreja. Gracias a Dios aunque haya perdido la pierna. Es todo lo que tengo y lo que me queda. Mi mujer y otros hijos quedaron en el lodo. El director coloca su mano sobre el hombro.
Bienestar familiar prestó un servicio de información 24 horas diarias durante las primeras tres semanas.
La curación de heridas, el reacomodamiento de los niños, el sueño y el cansancio acosando era compensado por los reencuentros. Como el de un hombre que lindaba la tercera edad y que con una ansiedad grande, una angustia infinita y una gran vehemencia logra ver a su hijo de tres meses. Dedicándose a cuidarlo con un afecto paternal agrandado se observa que ahí tiene la única esperanza y la razón de vivir. Las pruebas de genética y los testimonios posteriores indicando que ese no era su hijo, destruyeron para siempre su última quimera. El menor, confundido con los de la avalancha de Armero, había llegado de San Juan de la China, cerca de Ibagué tres días antes y entregado por su madre, una campesina, habiéndosele diagnosticado desnutrición y gastroenteritis. Cuando ella llegó por su criatura no estaba en ningún sitio según inspeccionaron con cuidado allí en el hospital.
De casi 200 menores inicialmente abandonados, 140 fueron entregados a sus familiares, 22 estaban aún en recuperación en los hospitales de Ibagué. Muchos de los que no encontraron a sus padres sino a tíos o abuelos, tienen el riesgo de saber si la aceptabilidad y la ternura demostrada al comienzo de la tragedia será perdurable en sus nuevos hogares o terminarán siendo una carga, serán maltratados, explotados, hijos de segunda clase. Y han pasado los días pero la niña rescatada, la más bella y dulce, la admiración de todos cuando ven los videos y las colecciones de fotografías en búsqueda de los niños perdidos, un mes y medio después, sigue siendo N.N., morena de dos años y medio.
En la Ciudad Blanca
En Armero, La Ciudad Blanca, los ni ños de varias generaciones habían aprendido muchas biografías, pero jamás nadie tuvo la locura de enseñarles la biografía del volcán. Primero estaban las listas de los presidentes haciéndolos recitar con fechas precisas períodos de su mandato y otras navegables informaciones de inmediata utilidad para un examen al final del mes. La misma palabra astronomía era dejada a gentes extrañas que persistían en la más antigua de las ciencias de la naturaleza, con preocupaciones de locos sin oficio interesados en lo inútil de los ciclos del sol o de la luna y el juego absurdo de ubicar la posición de las estrellas. Quienes aún conservaran en esos tiempos modernos, poblados de aparatos precisos, la inclinación por las cosas del saber, estuvieron señalados con la desdeñosa calificación de retardados cuando el progreso gigantesco de la existencia de hoy no daba lugar para tamañas tonterías.
Es como tener un reloj de arena en los días del automatismo, sentenciaba despectivo Flavio Emperador quien conformó con notables de la Ciudad Blanca una tertulia para conversar en las noches sobre las últimas noticias aparecidas en los periódicos de la mañana. Sólo los Reyes Magos tienen justificado haberse orientado por las estrellas, advertía, y al fin y al cabo tantas especulaciones tuvieron su sentido cuando se creía que la tierra era plana, conceptuaba suficiente burlándose de quienes cargaban la ingenuidad de leer el horóscopo como si fuesen seguidores de la tierna Lolita Golondrinas.
Libros como los de Copérnico hablando "De los giros del orbe celeste", eran campo inútilmente ocupado en la biblioteca del colegio y las aventuras de Magallanes y Elcano podrían ser buenas como divertimentos de exploración para niños de primaria aspirantes a convertirse en Boys Scouts. Para Flavio Emperador, lejos parecían con justicia aquellos años en que el hombre medía el tiempo de acuerdo al número de tabacos fumados a lo largo de un trayecto o cuando orientaba sus viajes según las previsiones de los meteoros. Si alguien se atrevía, era calificado de anticuado no sin cierta sonrisa de pesadumbre y hasta se lanzaban tachando de brujo a quien lo hiciera, en una clara manifestación de la vigente edad media cabalgando sobre los estertores de este siglo. Al fin y al cabo, el esfuerzo del habitante por modernizarse y caminar al ritmo del progreso técnico estaba reflejado en las pantallas de los televisores que en ocasiones mostraban instrumentos de observación y manipulación de datos con exactitud abrumadora y perfección casi increíble. Así lo entendían todos incluyendo a Flavio Emperador y por eso en la Ciudad Blanca, entre algunos motivos, los niños de varias generaciones habían aprendido muchas biografías pero jamás nadie tuvo la locura de enseñarles la biografía del volcán.
Un profesor de ciencias naturales de la escuela Carlota Armero era dueño inclusive de un telescopio que diez años atrás fue la sensación que causara romería y largas filas esperando impacientes el instante de mirar las estrellas y después él mismo lo guardaría en una esquina de su habitación, donde se llenaría de telarañas, cansado hasta de observar la casa de su novia que se marchó una tarde de verano sin regresar al pueblo sino en las vacaciones cuando se volvió universitaria. Para nadie, allí, era un secreto que el sol y la luna marcaban el paso de los días. Resultaba gracioso recordar a los indios cuando medían tantas lunas en el proceso de sus plazos y curioso observar aún a ancianos fundadores calculando el paso de las horas de acuerdo al recorrido de la sombra de un árbol en la plaza.
La profesión del geólogo se miraba igualmente con desdén como si fuera carrera para ricos sin oficio y como un lujo que ninguno de los hijos del pueblo podría darse por lo poco productiva y extraña. Sin embargo, conocer las características de los suelos, arenosos o de arcilla, por ejemplo, no era tan difícil como para irse a una universidad a perder el tiempo con esas pequeñeces.
Los mapamundis que adornaron las reducidas mesas de los profesores en la escuela, eran desinflados y recogidos en una pequeña maleta que se llevaban a su casa por los días de vacaciones Para todos, entonces, la tierra semejaba un globo inflable que hacia olvidar la materia interior sometida a presiones y temperaturas increíbles, ignorando las masas ígneas que podrían abrirse paso hacia el exteior a través de la boca de un volcán. Nadie se preguntaba, por lo inútil, el espesor variable de la corteza terrestre alcanzando entre 25 y 50 kilómetros y mucho menos advertir que bajo ella se condensaba una capa de materia a gran temperatua, sometida a inmensas presiones en el denominado manto que los estudiosos calcuraron en 1.600 kilómetros de grosor, debajo de la cual se halla el núcleo. Tampoco eran días para suponer los puntos débiles cuando el manto se expande y brota por la fisura hasta la superficie convertida en una materia de temperatura demasiado elevada. O que al encender la presión se hace pastosa o líquida, emergiendo la pavorosa lava, masa de rocas fundidas a más de 1.000 grados centígrados y que sólo en las películas adquirirían su bramido de tragedia y terror caminando como hermana de la muerte a velocidades poco meditadas. El volcán, con su chimenea amenazante que al final forma el cráter, se examinaba como un atuendo turístico sin advertir que, la lava, iba subiendo desplazándose al estilo de una serpiente emplumada que pudiera provocar los efectos tan graves que sólo un espectáculo de desolación y muerte anunciaría como ejemplo perentorio, ya que los niños de varias generaciones habían aprendido muchas biografías pero jamás nadie tuvo la locura de enseñarles la biografía del volcán.
Todo el mundo sabe que cuando supermán toma un trozo de carbón, y lo aprisiona con su mano poderosa, lo convierte en diamante, pero no que los asesinos dientes de un volcán alcanzaban a convertir las piedras en lava. Grandes nubes de cenizas ardientes portaban la fama y la tristemente célebre gloria de haber sepultado a ciudades como Pompeya, Herculano y Stabies, pero sus momentos finales sólo significaban escenas emocionantes de películas antiguas protagonizadas por Víctor Mature.
Ramón Rodríguez, el alcalde de Armero, tenía guardado en sus saberes cómo los volcanes han representado siempre un peligro para el hombre, y que la zona del Tolima conocida como el parque de los nevados era un regalo hermoso y seductor de la naturaleza y uno de los más portentosos adornos con que éste sector había sido prodigado. Las tierras se cotizaban por la enorme fertilidad probada en la producción de las cosechas, no advirtiendo que antiguas erupciones le daban los materiales aparentemente mágicos para el encantador crecimiento de plantas que obligaban con razones a que los agricultores se aferraran cautivos al predio y la heredad.
Los millares y millares de cráteres apagados que se encuentran en terrenos antiguos son prueba de la intensa actividad de los primeros tiempos geológicos perdidos ya en la memoria inasible de los sueños. Todo estaba lejano sin que se tuviese conciencia real de la Gran Cordillera Americana, desde Alaska a la Patagonia en la Tierra del Fuego, como uno de los focos críticos del vulcanismo. Viajes, fotografías, películas, conversaciones, daban tan sólo la idea de montañas altivas desafiadas por alpinistas gloriosos y avezados y alcanzar agudos picos era símbolo altanero de triunfo largamente soñado por jóvenes con ganas de grandeza.
El alcalde también, había leído que cuando corría el año de 1933 y la lava en Hawai hizo su camino amenazando al puerto marítimo de Hilo, tras una erupción en el cráter Mokuaweoweo, unas bombas lanzadas desde un avión lograron cambiar la dirección del río de lava, así se supiera desde siempre que el hombre no podría jamás detener la erupción de los volcanes. De allí que cuando propuso fueran dinamitadas las piedras de la represa para evitar la inmensa congestión de la catástrofe, lo señalaron con desdén tildándolo de imaginero por la amistad que él mantuvo con una buena parte de escritores colombianos.
Moncho Rodríguez, el valeroso alcalde de Armero, se dio a la tarea de regresar a los viejos baúles donde conservaba antiguos documentos para señalar el peligro que acechaba y sus citas recibieron bautizo con superlativos degradantes, endilgándole que era apenas un funcionario que añoraba el honor de los linotipos. También dijeron que mantenía condimentando su anonimato con noticias de libros mamotréticos que a nadie interesaban y que sólo buscaba beneficios electorales contra las mayorías del gobierno en forma desleal. La picaresca de sus oyentes sordos, la misma que habría de tener el seminario sobre desastres naturales y toda su verdadera trascendencia, hizo carrera en las tertulias de la siesta colonial del Palacio de la Gobernación del Tolima, digno de la Patria Boba, y con una chismografía de costurero, se burlaban de sus predicciones hasta verlo forzado a mantener calientes las orejas. El Secretario de Gobierno, entre mamador de gallo y solemne le decía: "Tengo la fórmula cartesiana de la duda".
Pocos eran los que desentrañaban el significado íntimo de los aconteceres últimos pero fueron calificados con el pecado de la temeridad. Ahí estaba en el seminario del grupo ecológico, el Sena e Ingeominas, 44 días antes de la tragedia descansando un poco porque otros sí veían lo que él, sin causas políticas no explicadas en forma conveniente que miraban sus anuncios como un prejuicio y si le oían era para advertir que conservaba un tono fetichista de informes muertos y que su pretensión estaba en llamar atenciones y por ello, los verdaderos encargados del asunto le dejaron sumido en la desolación y la impotencia. Pero allí, en el seminario, entendió, que sus razones no eran un cuento largo y tedioso para encerrar en la memoria y que lo dicho en él, le quitaba de un lapo la continua expresión ingenua de un terrorista agazapado bajo el título de alcalde como se lo dijeron. Ahí está, en el video, diciéndole a sus superiores "y sin embargo se mueve". Y también el recuerdo de su hermana Lorenza, que contó cómo se quedaba en su casa de habitación en Ibagué, por lo menos dos noches por semana pero no huyéndole a salvar su propia historia como dicen algunos detractores, sino en las madrugadas bien temprano esperando impaciente llegar a ser escuchado por el altivo y gozoso señor gobernador. Varias veces despertó sudoroso, en medio de gritos mencionando la avalancha. Con sed, examinando su entorno con detenimiento como para comprobar que se trataba de una pesadilla, tenía de inmediato el acto compulsivo de llamar a la policía y los bomberos averiguando por la situación. Jamás imaginaba que días después, cumpliendo con la transmisión en su calidad de alcalde, de radioaficionado con licencia y periodista profesional, las palabras de "se nos vino el agua, se nos vino el agua", serían las últimas antes de perecer sepultado por el peso del fango y de las rocas. Dino, el perro de Moncho, después de aquellos hechos sentía y recordaba. El hueso plástico que él le trajo de uno de sus viajes a los Estados Unidos, permanecía en el mismo sitio como muestra del disgusto a su ausencia. Todos sus amigos o algunos de sus antiguos y lejanos amores, veían al paso por su casa a un animal acongojado y relacionando unas escenas con otras daban una sucesión abundante y variada de muchos agradables o muy tristes recuerdos.
Como profesor que fue de literatura para no mencionar aquí su exitoso paso por la dirección de la Extensión Cultural de la capital del Tolima, el popular Moncho no imaginó que un día la voz retumbante de Jesús Fernández, eterno rector del Externado Popular, fuera a invocarlo emocionado en la sesión de clausura de sus bachilleres con el recuerdo de su paso vigoroso por la institución, llevando una cátedra que estaba lejos de ser el tradicional encierro entre cuatro paredes ya que conducía a sus alumnos hasta las mismas máquinas del desaparecido diario El Cronista para que observaran su funcionamiento y hacía publicar las crónicas y artículos destacados del mes escritos por sus estudiantes.
Jefe de cirujanos
Fabio Morales, el más prestigioso cirujano de toda esta comarca, como bien califican sus servicios, coloca a cada una de sus intervenciones quirúrgicas el mismo arte que tiene para sus acuarelas. Es el jefe de cirujanos.
La noche de la tragedia, estaba en cumplimiento de su turno en urgencias en una que califica de horas bien tranquilas y hasta frescas.
A las once de la mañana llegó el primer herido. El hombre dijo ser del Líbano y estaba más asustado que herido, más triste que sangrado, más nervioso que embarrado. Raspones en el cuerpo de orden superficial, impresión de abandono y su mirada traduciendo el terror de sus momentos. Y contó su tragedia. De cómo su mujer se le fue entre su carro como montando un barco de papel y cómo la vio perderse sumiéndose en el lodo y muchas piedras. En una consulta más humana que médica, más de estar así llorando juntos que poder ayudar. El segundo no estuvo en la distancia de minutos después. También contó que paseaba en el techo de su casa flotante y que de pronto, haciendo un remolino lo entró sobre el último piso, plancha del hospital pero distante metros. Dijo que él se agarró no sabe cómo de una gruesa columna y subió a la azotea donde halló otras personas, que de allí había salido en helicóptero y que toda su familia ya no estaba. En el Federico Lleras que tres meses antes estuvo a punto de ser cerrado por falta de recursos y nadando en el barro de la quiebra, que no tenía dinero para sueldos, estuvo dedicado a prepararse sin tener casi nada. Revisaron provisiones normales y había con que atender una emergencia sin tener una idea bien concreta de lo que iba a llegar. Lo primero que pensaron evitar vino a ser la avalancha de curiosos acordándose de la experiencia del estadio cuando entraron tantos extraños incluyendo fotógrafos, socorristas, damas grises, impidiendo a los mismo médicos acercarse a los pacientes y dejándose entre unos y otros la distancia de unas 20 personas.
Cuadras, antes de la llegada al hospital, estaban evacuadas dejando el paso para las ambulancias. Y así pasaron quietas muchas horas. De pronto por la tarde ya vino la locura, más de 200 heridos ingresaban a urgencias y en ese ingreso en masa tampoco era posible caminar con soltura en tanta congestión. Morales dio la orden al portero de entrar grupos de a 4 en un principio pero al asomar su cabeza a la ventana el espectaculo de dolor y angustia era infinito. Cientos de personas llenas de barro, tiradas en el suelo, bajadas de camiones en fragmentos de tiempo, salidas de ambulancias o volquetas quedaban a la espera de su turno. El barro que traían era pegajoso, no caía fácilmente y con la existencia de una sola pileta allí en urgencias para poder bañarlos, poderlos ver, saber quién era y ubicar qué tenían, se hizo más angustiosa. Grupos de médicos, ortopedistas y cirujanos, incluso aquellos que no trabajaban en el hospital pero atendiendo muchos de los sobrevivientes estaban en la brega. A veces se miraban y todos tenían los ojos encharcados de lágrimas, prefiriendo su acción muy agachados. Se reconocían amigos, antiguos pacientes y seguían llorando los galenos y seguían atendiendo a aquella gente. Parece que ninguno se hubiera dado por enterado a que horas pasó el día pero al advertirlo, por la noche, en el quirófano se habían operado 52 pacientes y en urgencias se habían realizado decenas de procedimientos de limpieza y de descubrimiento de las heridas, reducción de fracturas, inmovilización de fracturas abiertas, y ante todo, el manejo del choque por pérdida de líquidos y sangre aunque el barro sirviera de tapón a las heridas.
Con los médicos de la Nacional, siete salas de cirugía fueron habilitadas en el quirófano y una sala en urgencias, otros permancecían evaluando y diagnosticando las lesiones y enviaban los pacientes al quirófano o en defecto a los pisos para ser observados. Un tercer grupo pasaba revista por todo el hospital. Y esto salvó a muchos. Descubrieron el avance de una gangrena, problemas vasculares serios en los miembros, insuficiencias renales y dándole prelación a tratamientos laboraban hasta que ya el bombillo aparecía fundido. Las instrumentadoras, quienes no tuvieron un reemplazo siguieron sin dormir, tan solo un poco, de viernes a domingo. Igual las aseadoras, diligentes mujeres que sacaban una tonelada de barro y la movilizaban dos metros y volteaban a mirar hacia atrás y ya les aguardaban otras en una especie de montaña. La operación de 300 pacientes en sólo 4 días, al final de los cuales empezaron a llegar los suministros, era toda una hazaña donde el hospital, como sacando conejos de un sombrero, estaba respondiendo. En el quirófano, hasta 50 pacientes esperaban en una fila enorme, sentados o acostados de a dos en sólo una camilla dando la sensación atormentada de lo que puede ser de pronto imaginado como el juicio final. Terminado el segundo día los médicos lloraban con franqueza, ya no se hacían los duros, ya no permanecían agachando la cabeza y lo hacían de frente delante de quien fuera.
El viernes, el hospital tenía la más impresionante capacidad humana jamás vista. El personal de enfermería, negándose a partir hacia sus casas, continuaba en jornada sin horario y en días con sus noches que nunca pareciera iban a terminarse. Y llegó Marisol que sólo quería vivir porque apenas llegaba a 14 años. Fabio Morales, pasando revista, la encontró en el pabellón de siquiatría, habilitado igual en el momento. Una isquemia severa en una pierna lo obligó a enviarla con urgencia derecho al quirófano, 4 veces seguidas la operaron buscando la salvación de su desplazamiento. Pero no lo lograron. Cuando Manuel Antonio Bonilla se acercó a anestesiarla le dijo Marisol que si no le traían una taza de caldo se olvidara de ella y se negaba a dejarse operar, Él mismo se la trajo y esperó que se acabara poco a poco. Con la evacuación de emergencia no supieron el resto de su vida. Sólo que a Fabio Morales le pidió con vehemencia le rescatara algunas joyas dejadas a la entrada. Una cadena de oro que me dio la abuelita es lo que tengo. También unos anillos, y un reloj muy bonito que marca muchas cosas. A su regreso con aquellas prendas, vio la cama vacía. Los avisadores que partían indistintamente hacia tantos y tantos sitios de Colombia la llevaron no se sabe nunca adonde. Pero él sigue buscándola quizá de una manera por demás hasta inútil y aspira entristecido por ahora entregarlas un día. El sábado, cuando los médicos, al igual que los boxeadores habían entrado en ritmo y ya habían aprendido a soportar los golpes y mejores manejos al problema, vino la evacuación.
Porteros, camilleros, socorristas, policías, taxistas y enfermeras sacaban los pacientes por la orden "venida desde arriba". Y con cada paciente se llevaban un poco de hospital: camillas, fonendoscopios, elementos variados que nunca volverían a ver. El desorden de la evacuación hecha por personas no acostumbradas a llevar este asunto, destruyeron y claro, sin quererlo, las poquitas camillas que quedaban. Por la radio escucharon entusiasmados y llenándose de esperanza el envío de equipos. Al preguntársele a los pacientes para dónde querían irse, clasificaron a algunos para Bogotá. Y el avión se marcho para Cali. Pero aquellos heridos realizaron la huelga más extraña y obligaron su rumbo con ira desbordada. Largas y tristes horas aguardaron allí en el aeropuerto muchos otros heridos y a otros los devolvieron. Una madre se fue hasta Medellín y su hijo a Cali, y parientes cercanos con noticias de que estaban en uno u otro sitio tomaban angustiados buses a Medellín según les habían dicho y era para otro sitio. El domingo no hicieron nada realmente. El hospital regresó a lo que era pero esta vez más pobre. Droga pasada, adulterada, inservible, quedada en un rincón. A veces tenían la idea de que mucha gente hubo de aprovechar la circunstancia para desencartarse de un poco de basura. Suministros, incluyendo comida estaba pisoteada en varios sitios y regados con barro. Los corredores limpios y brillantes repasados con detergentes especiales le hizo pronunciar a un visitante de la grata España que si ellos eran ricos que esa marca costaba demasiado.
Con la avalancha de pacientes contaminados por la erupción, se corrió la voz en la ciudad de que el hospital era un mar de pus y de gangrena. Pero no la gangrena ahí enclavada dentro de algún paciente. Es la gaseosa dijo uno.
El lunes comenzaron a llegar los expertos extranjeros. Realmente demasiado tarde, opinaron algunos. Estos profesionales que sabían mucho, venidos del Japón, Canadá, Italia y Nueva York, con baúles repletos, clínicas ya de mano, ayudando con mano solidaria hicieron lo final. En Ambalema, el espléndido hospital traído por los ecuatorianos estaba aguardando, casi que solitario, ayudar en el caso. Voluntarios pidiendo elementos de manera continua, firmas y sellos solicitando auxilios, hasta plantas eléctricas pedía un avivato, se iba sucediendo, Armenia se ofrecía a atender 100 pacientes, Girardot, Espinal, de todas partes.
Morales, quien siempre tuvo la impresión de que la medicina colombiana es una medicina para viejos y donde los hospitales se preparan para atender a adultos, se dedicó a cuidar a muchos niños. Entre su ruta fija de revista donde la gran mayoría de pequeños se examinaban tristes en exceso, hubo uno que le rio. Pero el ritmo seguía y en medio de aquel dolor apabullante, cada vez que podía se iba hasta el quinto piso para así recibir aquel aliento de la sonrisa de Richard. Y lo invitó a su casa. Yo tengo pues tres hijos y serán tus amigos le dijo cariñoso. Realizando los trámites exigidos en forma radical por funcionarios del Bienestar Familiar, se lo llevó a su casa hasta que le sanaran del todo sus heridas y aparecían sus padres; 24 horas más tarde, de acuerdo a declaraciones de varios funcionarios no enterados de casos como éste, era un secuestrador, un flautista perverso de Hamelín y un amenazado con 3 años de carcel. Tuvo que entregar al niño Richard. Sus padres bien parece se quedaron del todo allí en Armero. Otro niño que Fabio Morales visitaba, alumno de tercero de primaria, le enseñó una canción. La profesora dijo en una clase que era de un señor Devia. Y el compositor de la Ciudad Blanca de Colombia, estaba vivo en él. "Armero de mis amores/ mi bella ciudad querida/ pareces una azucena juntico del Lagunilla/ que entre cascadas de flores/ saltando desde la cima/ te viene a traer frescores/ de los Andes del Tolima/ Y el médico jugando con el niño la letra le copió. El bambuco seguía: La historia trae leyendas/ de tus mujeres divinas/ eres emporio de reinas/ de Colombia y del Tolima/. Parece que allí en tus lares/ sólo belleza cultivan/ por eso te quiero tanto/ mi bella ciudad querida/. Y el tesoro de tus valles/ cultivados de plantíos/ donde se ocultan los soles/ en tus amplios regadíos/ donde algodonales hilan/ para tejer el abrigo/ con que se viste en Colombia/ todo mi pueblo querido/. Hermosa como una perla/ te llaman la "Ciudad Blanca/ altiva como bambuco/ bella como tus palmas/... Y si de noche te vieran/ cuando la luna te baña/ te bautizarían la reina/ de las noches colombianas"
Días después
"El pueblo que estaba convertido en un desierto sembrado de cadáveres y en cuya superficie se observaban desde los helicópteros manchas rojas de los muertos en descomposición, tenía algunos gallinazos y bandadas de garzas sobre los cercanos campos de arroz y grandes humaredas de los cientos de cuerpos abrazados por la gasolina en la incineración tumultuosa", luego de que cumpliendo estrictamente con la ley, como pedía a gritos un abogado, se les hubiera hecho el levantamiento, tomado huellas dactilares y levantado un acta de defunción sin la firma de los testigos reglamentarios. Algunos recordaban el destino de los habitantes del ancianato, de los enfermos que buscaban recuperarse en el hospital, de los locos del neurosiquiátrico, de las ajadas y también hermosas mujeres de las casas de cita y de los testigos de Jehová que aún rezaban suplicando a gritos piedad desde los cielos. Los clasificadores de víveres, drogas y ropas, hallaban toneladas de inservibles que en bolsas de auxilio eran destinadas a fábricas de traperos buscando elaborar elementos de limpieza y un hombre lloraba por su hermano preso en la cárcel, preso en el lodo, preso para siempre en su corazón sin que un cartel invitara a sus exequias, sin una misa donde las campanas doblaran especialmente por su alma. Pero alguien también aportaba ideas desde el otro lado declarando a una emisora la necesidad de que la Universidad del Tolima abriera una Licenciatura en catástrofes o por lo menos, mientras tanto, cursos de administración de volcanes, terremotos y materias afines. En la asamblea, los honorables diputados adelantaban juicios de responsabilidad, y declaraban, con voces falsamente compungidas, que estaban dispuestos al sacrificio asistiendo a sesiones extras prolongando sus deliberaciones.
Muchos despertaron en camas extrañas sin una pierna o sin un brazo y con la sensación de soledad porque al tiempo nadie daba razón de sus familias. Un contabilista registró más de 350 armeritas semejando ser el resultado de una guerra donde les había tocado dejar sus extremidades y buscando una mirada que les diera una prótesis como pidiendo una limosna. Su construcción, al igual que una caja de dientes no era posible importarlas por docenas o llegar a producirlas con el título de seriadas, y en Cirec, los depósitos de articulaciones de las prótesis, los ganchos para las manos estaban ordenados en cajones de bibliotecas. Nadie había tenido la osadía de pensar la urgente legislación que evitara el pago normal de los impuestos sin exceptuar el IVA.
Parientes de quienes por esos días dejaban de una vez por todas la existencia donaron brazos, manos, piernas y hasta ojos consignándolos antes en los bancos que formaban una no muy numerosa pero sí significativa cantidad de prótesis que no servían. Cirec, que significaba cirugía reconstructiva, de acuerdo al ancho volumen que explicaba la traducción exacta de las infinitas siglas bajo las cuales se cobijaba casi todo, pidieron suplicantes personas que apadrinaran prótesis y que antes se publicaría una lista de quienes necesitaran de bautizo.
Periodistas extranjeros declararon que lo de Armero era 100 veces la tragedia de México y un premio Pulitzer de fotografía capturó con su cámara la expresión de las gentes entre Bogotá y Honda, con los ojos amanecidos y temiendo el desbordamiento del río Magdalena. Hubo una publicada por el diario El Tiempo en donde un hombre de cachucha, con las fotos de sus familiares a cuestas se iba dirigiendo en busca de refugio.
Las noticias de Armero no dejaban lugar a que la gente se fijara en el registro de la mayor manifestación realizada en 12 años contra el régimen del general Augusto Pinochet, y que llegó a 500 mil personas desfilando por las calles de Santiago en un reclamo pacíficamente airado por el retorno de la democracia. Ni había mayores atenciones a los boletines que mencionaban el retorno de Ronald Reagan con demostraciones de respaldo del congreso que de pie, lo aplaudió durante tres minutos o el recibimiento de héroe que prodigaron los soviéticos a su líder Mikhail Gorvachev. Si allí se sembraban semillas de distensión entre las potencias por la llamada cumbre de Ginebra, acá se continuaba en el drama como si el resto del mundo hubiese desaparecido de momento.
Las gentes seguían haciendo largas filas en busca de alimentos, al igual que los proyectos de ley en otra que parecía no acortarse. Una nota editorial mencionaba el "retorno de los brujos" hablando de la "simpática Regina 11, colombiana por la gracia de Dios, concejal por la gracia del pueblo y pitonisa por su propia gracia, quien llegó esta vez un poco tarde al ciclo profético relacionado con el volcán del Ruiz ya que ella, siempre tan pronta a los augurios, aparece con su cosecha una semana después de consumada la catástrofe de Armero". Luego, por su sintonizado programa en una cadena radial, "predijo" una nueva tragedia que hizo correr despavoridos a los ciudadanos del Fresno, en el norte del Tolima, causando unas muertes que están en vía de "exhaustivas investigaciones" para colocarle "serios e importantes correctivos" según las continuas declaraciones del mandatario seccional. La explosión de histeria por sus anuncios de hechicería con licencia del Ministerio de Comunicaciones como locutora y del Ministerio de Educación como periodista, creaba una alarma verdadera.
Ocho días después, todas las emisoras transmitían en forma incansable los partidos de fútbol y en los intermedios se habló del comunicado de la Presidencia ordenando la evacuación de Guayabal y Mariquita.
Dentro de los inventarios se supo que las serpientes podían contabilizarse como salvadas al igual que el centro de experimentación de micos. La Guacharaca, una conocida loca de la época de la violencia, que sabía estrellar insultos y escobazos en la zona céntrica de Ibagué, y de la cual un personaje llamado Caregancho tenía una enorme ampliación en un sitio denominado El Fique, estaba viva para su complacencia. Una llamada a emisora local advirtió que a pesar de las declaraciones del gobierno los gallinazos despedazaban aún más los muertos que por centenares estaban apiñuscados en un lugar de Mariquita. Los rumores de que existía rapiña por los niños, y que gentes como examinando un artículo de lujo, los escogían para llevárselos a sus casas, crecieron hasta que el director afirmó, con voz pausada, que un trámite, por rapido que fuera, llegaba a cinco meses, dejando caer así una lava de tranquilidad. Una señora comentaba de su complicación, cuando conmovida recogió cuatro niños que ahora le dañaban las porcelanas, y tenían un apetito desbordado y no sabía qué hacer.
Un conocido político propuso que como Armero era un pueblo liberal, debía recogerse dinero para hacer una gran cruz, pero roja, en señal de duelo de su directorio que además nunca fue allí gozoso con verdadera audiencia.
Los vivos empezaron a vivir de los muertos. Algunas gentes pedían a Dios que no hicieran trucos y por arte de magia que no lograban entender plenamente, los dineros de los auxilios, las drogas y los alimentos no aparecieran en bolsillos distintos a los de los damnificados. Se inició la "operación reencuentro" de parte del Bienestar Familiar. Entre tanto, las primeras damas de la Unión Soviética y Estados Unidos se cogían de la mano en la reunión de Ginebra, mientras el presidente Ronald Reagan y el líder soviético Mikhail Gorvachev concluían su cita cumbre de dos días en Ginebra. Entre tanto, Oscar William Calvo, principal vocero político del Ejército Popular de Liberación, caía fumigado por una avalancha de ametralladora en una droguería de la capital de la República. El anuncio de explosivos, puestos en la sede del Partido Comunista, nadie lo advirtió. Tampoco el secuestro de un niño al que habían asesinado. Las fotos de la boda mostrando al alcalde de Bogotá a quien se le casaba su hija lo enfocaban sonriente. Así mismo, el Partido Conservador Colombiano preparaba su convención única donde con candidato único y programa único lanzarían en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, en noviembre 23, todas sus armas.
Jamás la Ciudad Blanca había sido visitada por Reyes, Príncipes, reinas o expresidentes norteamericanos a lo largo del siglo de existencia.
El banquete del Millón, que como en la repartición bíblica de los panes, estaba multiplicado por 34, alcanzó a reunir por una taza de caldo y un pan más de 800 millones de pesos sin que nadie pensara, como algunos finos financistas, que en Armero estaban enterrados más de 100 millones en sólo depósitos bancarios.
En Londres se vendían flores colombianas pro-damnificados y una portentosa consignación de medio millón de claveles se ofreció a libra esterlina cada uno que disputaban los caballeros de Inglaterra. Además teniendo la oportunidad de repetir su compra durante la semana porque buena parte de las existencias aguardaban en cuartos refrigerados buscando completar, al agotarse, la no despreciable suma de un millón de dólares. García Márquez ordenó la preparación de mil ejemplares numerados en un acto de "amor en los tiempos del cólera", y cuya primera página tendría su autógrafo registrado ante notario para evitar los excesos de la piratería. Unos dijeron que si Managua había sido reconstruida en el mismo lugar y con la misma gente que quedaba con vida tras el horripilante terremoto que llegó a destruirla, en la amarga navidad de 1972, dejando un saldo de muertos que llegaba a los seis mil, y afectando económicamente al 15% de la población, ellos regresarían.
Y la llamada Ciudad Blanca había desaparecido en la blancura misma del poblado y el fallo de la sensibilidad social dejaba caer el peso de su justicia fraterna, como si a los sitios del norte los llenara una nueva bonanza de peces como al pueblo de Honda por tiempos de Semana Santa.
Un buldózer que abría camino para comunicar a Lérida con Guayabal, pasando por la antigua avenida de Armero tapada por el lodo, arrastraba piedras y muertos cuyos brazos mutilados salían inútilmente suplicantes en demanda impotente hacia los cielos. Entre tanto, los "honorables padres del departamento", participaban del festival de las promesas en declaraciones folclóricas con anuncios de próximas lluvias de maná, en vez de lodo, que tranquilizaban a algunos ingenuos creyentes de las voces altisonantes de la retórica patriotera.
Familiares de las víctimas aguardaron con impaciente esperanza para contratar las misas fúnebres a la memoria de sus muertos durante varios días, porque pensaban que aún vivían en la copa de los árboles.
Todo parecía impulsado por una bicicleta de un sólo pedal y las declaraciones continuas del gobernador anunciaban que la operación había sido un verdadero éxito pero el enfermo había expirado en la sala de sus operaciones. ¿Quién no se turbaba? todos tenían miedo al futuro, miedo al pasado, miedo al presente como si no existieran los peligros remotos nunca más y cada uno estuviese dando vueltas en el remolino del absurdo y con el vestido del espanto pintado en tantos rostros de mirada perdida. Vieron llegar jefes de empresa buscando dictaminar en forma sabia, debajo de las gafas con pose doctoral las situaciones y "lo que debe hacerse", a profesores graduados en sicología ofreciendo métodos de adaptación sin dolor ni costo alguno; a candidatos a alcalde por elección democrática tratando de integrarse a la ciudad fantasma resumida en las gentes agolpadas; a periodistas en busca de datos escondidos que pudieran revelar hechos espectaculares y a falsos profetas que hablaban de la fugacidad de los hechos pasados y a lo grave que referían el futuro. Con las reservas de quienes nada de datos querían saber más allá del conteo en los dedos de las manos de sus muertos, del recuerdo de los detalles de su salvación, todos los que arribaron a pescar en río revuelto se fueron convencidos de haber convencido sin conocer los peros de la gente que seguía en silencio, entre su alud de indecisiones, entre la vacilación de sus realidades, entre las imprecisas fechas de un calendario al que le había perdido su ritmo, igual que con las horas que nada significaban salvo para sentir hambre o calor o frío y la inseguridad, la pesadilla, el miedo dando vueltas en el remolino de su absurdo con vestido de espanto pintado en tantos rostros de mirada perdida.
El hábito individual de un acostumbrarse al olor del azufre y a la caída de las cenizas en los últimos días, con más abundancia que en otras ocasiones, no fue la sensatez y si existía preocupación en ricos y pobres, en el habitante de los barrios bajos y el sector residencial, en funcionarios, profesores y comerciantes, todo quedó ahí, como una amenaza, al igual que la muerte que nunca pensaron a fondo les llegara vomitada con tanta diabólica fuerza desde la belleza superficial del Nevado del Ruiz.
Muchos continuaron su vida normal dedicados unos al ocio, el juego, el alcoholismo y las drogas enervantes, dejando pasar los días sin advertir la fuerza impulsora. Caminar, teclear máquinas, tocar instrumentos musicales, el ensayo de las danzas seguían normalmente, pero con miedo.
Para un evangélico, correr a la montaña fue la salvación bíblica antes que lógica, ya que en una de ellas, el Monte Carmelo, Elías combatió a los sacerdotes de Baal y en otra David halló refugio huyendo de Absalón. "Yo sabía por eso que era hacia la montaña", repetía emocionado haciendo acopio de conocimiento histórico en el libro sagrado. Y mencionaba el Monte de Los Olivos donde fueron dadas las Tablas de la Ley y donde Jesús predicó su famoso sermón de la montaña, una colina cerca de Cafarnaún. Pero no se quedaba en silencio sino ahondaba citando el mismo Monte Ararat donde se posó el Arca de Noe y el Cerro donde había sido sacrificado el Salvador. Un curioso que escuchaba recordó cómo creían muchos que el magma no era cosa distinta a una mamadera de gallo, y la mención de ser la sustancia incandescente fundida detectada bajo las rocas de la superficie una terminología barata para confundir incautos al igual que culebreros de nuevo tipo reflejo pobre del siglo de las luces. Sin embargo, cuando la roca fundida rodó por las laderas del volcán, en su erupción de miedo, el magma no fue ninguna mamadera de gallo y el valor pasó todo convertido en fuerza aplicada a las piernas para correr endemoniados hacia la salvación.
Si el nuevo diluvio ha sido anunciado en lenguas de fuego y que la tierra se cubrirá de agua nuevamente y el aire será putrefacto, para muchos lo de la explosión del volcán Arenas del Nevado del Ruiz, significaba la traducción de símbolos milenarios convertidos en realidad. "No ha sido tanto un castigo para nosotros, sino para los latifundistas que perdieron mucho más", afirmó el profesor Tutto. Para él no estaba hecha la resignación igual que el resultado en otros de la somnolencia y por el contrario, la agresiva era su característica.
Un pie de foto que mostraba una reunión de precandidatos antes de la convención, mencionaba un "coctel de homenaje a la tristeza" en el hotel Tequendama y el Sha González, enamorado incontrovertible del folclor se lamentaba de la pérdida de las danzas de Armero. El licenciado Tutto continuaba contándole a cuantos se encontraba, que en su viaje desesperado sobre la moto, llevando a su mujer y el hijo más pequeño en la parte trasera, con la avalancha persiguiéndolo como una sombra, sintió lo peor hasta decirle a ella "cójame duro que nos vamos a morir". También se supo, sin que resultara subrayado el hecho en ninguna parte, que cuando se realizó el simulacro de la evacuación de Mariquita, sin advertirle a la población, fueron varios los muertos. Uno se vio levantado a metros de altura por una motocicleta en fuga desesperada, otro, pegado a las compuertas de un camión huyendo salió disparado en una curva rompiéndose estrepitosamente el cráneo contra el pavimento y dos personas más, propensas al infarto lo alcanzaron sin remedio. El Ejército, la Defensa Civil y la Cruz Roja salieron en estampida y días después, cuando en la "Ciudad Frutera de Colombia" los mangos caían normalmente sobre los techos de zinc de las casas, cada uno en su descenso natural creaba pánico para producir huidas y permanente nerviosismo a sus habitantes, en una escena continua de alarma.
El áspero sonido metálico que producía pensar en el futuro era casi idéntico al sonar de su gong dolido en el pasado como si los caminos del ayer y del hoy o del mañana estuviesen confundidos en un mismo bolsillo caprichoso. ¿Qué pasos eran necesarios para alcanzar un mañana distinto? ¿acaso sólo hacer las largas filas de los damnificados, sonreír al apuntador de los datos como repitiendo las preguntas del censo pasado, sentir la risa falsa de la señora gorda que con amabilidad forzada los envía al lugar donde se reparten los mercados, la ropa, la talla es la perfecta y nada más? "no comprabamos nada, no teníamos el valor de rechazar nada, de comienzo, hipnotizados por el sitio dejado atrás", reconstruyéndolo en la memoria para no perderlo y viendo pasar a los antiguos amigos como de prisa por nuestra vida y sin saber distinguir aún si eran muertos que surgían del recuerdo o eran vivos en un extraño lazo de unión con realidades vaporosas surgidas de la estrepitosa corriente del cambio, de lo abrupto del cambio en un extraño y nuevo estilo de vida. Nuestra vidas, ¿vidas? comenzaban a estar invadidas por periodistas, por intrusos, por curiosos, por miradas de compasión y nosotros nos examinábamos a nosotros mismos como la muestra de un fracaso, de la tensión desastrosa, de la desorientación por esos cambios excesivos en un tiempo demasiado breve".
Para muchos, la catástrofe de Armero no fue más que el principio del fin del planeta tierra y el cumplimiento de predicciones largamente anunciadas por videntes, traductores íntimos de la Biblia y brujos matriculados en las más diversas escuelas secretas del mundo. Referían informaciones como la de la famosa peste que liquidó la tercera parte de la población europea entre 1347 y1348 como antecedentes de la presión del destino trazado por los astrólogos, y resucitaban las concidencias significativas.
En lo que más estaban graduados los gobernantes del momento era en haber olvidado, como si nunca lo hubiesen aprendido, que una manera de combatir la futura infección es prevenir antes que curar. El 13 de noviembre fue para muchos tan sólo el día del Juicio Final o como si Armero fuera la antigua Atlántida en el espacio de un día en que " En una noche terrible fue engullida de un solo golpe bajo la tierra". Otros subrayaron las profecías de Nostradamus que menciona cómo en estos tiempos se "Harán resurgir volcanes en erupción en la zona tórrida".
Si a las diez y media de la noche de un miércoles trece, en julio de 1977 había ocurrido el apagón que duró 26 horas en la gigantesca Nueva York, dejando en la oscuridad anarquizada a nueve millones de habitantes, ¿Cómo no iba a ocurrir en un simple municipio de 40 mil almas donde se asombraban en su teatro para cine con techo descubierto viendo las películas "Terremoto", " El Coloso en Llamas", " Aeropuerto" y "La Guerra de los Mundos" como si también todo perteneciera a la ficción?
"Más todo esto no es sino el principio de los grandes dolores" según la versión del apóstol Mateo que también dijo: "No os alarmeis, porque así tiene que suceder, más todavía no es el fin, afirmó uno de los testigos de Jehová, y leyó: "Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra; porque el cielo anterior y la tierra anterior habían pasado", Juan.
El desastre extremo produjo la ayuda internacional y sin embargo la ruina azotó a miles de habitantes que hoy, desperdigados por una y otra parte del país, pobres y mutilados, sin Dios y sin patria, maldicen su suerte como la única manera de consuelo. Se sabía del riesgo pero no se ajustó. "Ahí es donde radica el crimen de los responsables, donde aflora la estupidez de los encargados que tuvieron más miedo al ridículo por una vanidad de paso que a la prevención real por encima de las declaraciones oficiales afirmando vehementes, "tranquilos, tranquilos, que nada va a pasar", confesó un damnificado. Nadie sabía de las prevenciones tomadas con estudios profundos de las sequías en Yucatán, México, o de las innundaciones en Sri Lanka como muestra de cierta madurez. Antes se limitaron a pedir calma y a guardar los estudios en las conversaciones intrascendentes de sus reuniones sociales, haciendo lujo de su incompetencia y con deseos de aparecer en la pantalla y en los noticieros pidiendo calma, siempre calma, como si estuvieran locos. Individualmente ni el alcalde sabía la verdad de la tragedia, comunalmente se dijo en la iglesia y por los micrófonos que tan sólo bastaba mojar un pañuelo con agua y colocárselo en la nariz. Regionalmente en los campos se ignoraba la verdad y la ceniza era maná de malo y en lo nacional las noticias no eran destacadas y si acaso, como la de un diario en septiembre, aparecía a dos columnas en lenguaje suavizante y apenas de registro.
En la ciudad de Armero que sería un mundo pero muerto, y en sitios vecinos, se advirtió cómo eran ellos un gigantesco cenicero donde se posaban copiosas lluvias de ceniza sobre techos, vehículos, piscinas y aguas veraniegas.
El jueves 14 de noviembre, por la tarde, mientras apenas se alcanzaba a divisar en parte la dimensión de la tragedia por la erupción del Nevado del Ruiz, castigando al municipio de Armero, Ricardo Lara Parada, asediado por los "enemigos agazapados de la paz", al decir de Otto Morales Benítez, caía asesinado. El antiguo jefe guerrilero que hacía de concejal por el Frente Amplio del Magdalena Medio, - FAM - al momento de entrar a su casa, fue acribillado por "desconocidos" en una serie de "hechos confusos". Un hombre símbolo proceso de paz, tras pagar cárcel y acogerse a la amnistía, el segundo de Fabio Vásquez Castaño, al que la prensa calificaba como ideólogo para quien su cabeza tuvo el precio de un millón de pesos en la época del recién fundado Ejército Popular de Liberación, estaba muerto.
Nadie tenía tiempo para recordar que en el llamado " Consejo de Guerra del Siglo". Lara Parada, como un "reo estrella", había sido condenado a 42 años de cárcel que le fueron reducidos a 4 cuando el caso pasó de la justicia militar a la justicia ordinaria y que al recobrar la libertad en 1978, luego de viajar a Panamá y Nicaragua, se acogió, en 1983 a la amnistía y fue a instalarse en su tierra natal de Barrancabermeja donde cae asesinado.
Augusto Trujillo Muñoz, el más brillante dirigente de la cuestión privada en el Tolima, pero sin un poder real, reclamaba inútilmente, al principio, en comunicados de impecable lenguaje, el fortalecimiento de un Comité de Gremios. Sin embargo, si no había nada más viejo que un periódico del día anterior y el volcán envejecido era noticia de todos los días, ayudó a que se convocará el foro iniciando la orientación de las inquietudes de participación activa en el proceso de reconstrucción de su pueblo. Reafirmadas, a su alrededor las fuerzas vivas, la conciencia de su compromiso en la superación de la tragedia comenzaba a alumbrarse. La reconstrucción física, psicológica y social a través de respuestas planeadas, oportunas y eficaces, en acción coordinada en aquella reunión fue tarea conjunta sin reproches. Por vez primera en muchos años, todo el sector privado y público se reunía con la curiosa ausencia de toda la clase política del departamento. Y como si nacieran nuevos rumbos, los gremios se agrupaban alrededor de "Resurgir". Transcurridas algunas semanas, presentaron documentos resultado de intenso trabajo y la comunidad internacional podría tener un balance de la situación y la solicitud formal de la asistencia y cooperación multilateral para avanzar en las fases aún más arduas que en los días por venir aguardaban al país como consecuencia de su tragedia.
Los informes llegaron a estimar que el número de personas que resultaron afectadas en distintos grados y, en forma directa o indirecta, supera ampliamente a los 200 mil. Calculando un total de 67 mil personas que habitaban en la zona urbana de las ciudades de Armero y Chinchiná, 22 mil murieron arrasando casi por completo a la primera en un 90% y 4% la segunda. Los damnificacdos, en número de 10 mil, representando en un alto porcentaje de heridos de más de cinco mil y quienes requirieron urgente atención médica de muy diverso tipo y están aún en albergues temporales, es más que un desaliento que ya obliga, y se hace parcialmente, si se puede, reencontrar vínculos familiares y a pesar de los efectos sicológicos buscar una salida social y económica normal. 50 establecimientos educativos se acabaron pero ante todo la pérdida nunca lamentada de 169 personas entre maestros y administradores y buena parte de los miles de alumnos de escuelas y colegios. Hospitales, viviendas y el sitio que habitaban con toda su infraestructura se arrasó. Más de 150 mil millones de metros cúbicos entre lodo y agua, sin contar el material de arrastre, lo había consumado. Y hay libros de inventarios. Para los técnicos, Omaira Sánchez Garzón significaba en esencia que estaba en el grado 6º., sección 0.1, el número 29 de la lista, matriculada en el folio 269 del Colegio de las monjas de la Sagrada Familia ubicado en la calle 12, en el barrio 20 de julio en límites del Cerro de la Cruz. Un hombre ya mayor, por otra parte, estaba recostado en una esquina tapándose con dos hojas de periódico donde aparecían las fotos de la tragedia.
Armero seguiría siendo recordado en el mundo y nadie iba a saber que este nombre, el del prócer más importante de Armero que hubo de nacer en el Estado Soberano del Tolima, y que sería el primer presidente de la República de Mariquita, estaba ya olvidado. Abogado de la Universidad del Rosario que redacta para entonces una Constitución diciendo que la tierra es propiedad social, tuvo como su secretario a don Antonio Nariño y contribuyó a la publicación clandestina de los Derechos del Hombre. José León Armero, participante en el Congreso clandestino en Santa Fe de Bogotá, tratando de conformar un gobierno provisional de un pueblo aún sin libertades, en 1810, se tomo a Mariquita en avalancha de ruidos independientes, liberó a los presos, incendió el estanco y fue finalmente fusilado en la ciudad de Honda, sin fórmula de juicio. Sus hijos que combatieron en el sur con el ejército libertador al mando de Sucre, y también caídos en combate sin fórmula de juicio, estaban como su pueblo descendiente sin fórmula de juicio muertos por equivocaciones de gran imprevisión.
¡Constancia! (para ser recordada)
El Representante a la C ámara por el norte del Tolima, Guillermo Alfonso Jaramillo Martínez, abatido por ser aquellas tierras las de su acción política, y a las que hubo de dedicar once años desde su temprana juventud, habiendo advertido de diversas maneras la urgencia de la atención de este gobierno, no tuvo remedio diferente al de resignarse a las famosas constancias históricas, que quedan en los archivos para ser examinadas por curiosos.
Un mes después de la catástrofe del Nevado del Ruiz, y viendo pasar los días sin tener la oportunidad en el Congreso, de adelantar un debate de esclarecimiento sobre la responsabilidad del gobierno en los sucesos acaecidos, dejaba una constancia, recogiendo primero, las palabras del Presidente de la República, que con su permanente valor civil, a pesar de tanto subalterno incapaz, declaró, en su exposición televisada, la noche del 24 de noviembre de 1985, "considero que es conveniente el debate. Debe hacerse... que lo preparen, que lo hagan, que el presidente y su gobierno están listos. Tienen claridad sobre su puesto en esta tragedia".
Hay que empezar por decir, declaró Jaramillo, que las dos últimas y más importantes erupciones volcánicas acaecidas en el Continente Americano -la del volcán Irazú en 1964 en Costa Rica y el volcán Santa Helena en 1980 en Estados Unidos- contaron con la prevención del Estado, lo que permitió, en el caso de Costa Rica, poner a salvo de los flujos de lodo (láhares) el valle de la ciudad de Cartago, y en lugar de los 2 ó 3 mil muertos que era lo que se preveía, hubo solamente uno, gracias a que el gobierno costarricense recogió a tiempo las advertencias del actual ministro francés de Desastres Naturales, el vulcanólogo Haround Tazieff, quien conceptuó en Colombia que con un simple piquete de vigías colocados en unos 4.000 metros en las cabeceras de los ríos que nacen en el volcán del Ruiz, habrían podido anunciar de inmediato cualquier peligro y las gentes de Armero hubieran tenido hasta dos horas para evacuar y buscar seguridad en las colinas y partes altas, con lo cual se habrían salvado muchas vidas... "tal vez todas", afirmó Tazieff.
En Santa Helena, hubo evacuación con seis meses de anticipación de toda la zona, y aunque hubo 60 personas desaparecidas se evitó la muerte de centenares de miles de norteamericanos.
Quiero dejar constancia, insistió, que los piquetes de vigías sugeridos por Tazieff luego de la catástrofe, habían sido voluntariamente propuestos por el Comité Operativo Local de Emergencia del municipio del Líbano como consta en sus actas números 1 y 2, del 13 y 30 de septiembre de 1985, pero que por falta del suministro de los implementos necesarios solicitados al comité departamental de emergencia (tres radios, un par de lentes infrarojos, dos máscaras anti-gas, dos motocicletas), nunca pudieron operar y sólo desde hace unos pocos días hacia acá operan los vigías con notorias deficiencias.
Pero dejando a un lado estos antecedentes de los volcanes Irazú y Santa Helena y concentrándose en el volcán del Nevado del Ruiz, el mismo sobre el que dijera nuestro Libertador Simón Bolívar, alguna vez que lo observó desde la distancia, "¡Ay! de ti América, el día en que este gigante despierte", se encuentran en el libro "Historia de los Terremotos en Colombia", editado por el Instituto Agustín Codazzi, dos cuadros sobre el Ruiz de inmensas inundaciones de lodo y cenizas, en las vertientes orientales de la Cordillera Central de Colombia. Con lujo de detalles, Fray Pedro Simón describió la erupción del Ruiz del 12 de marzo de 1595; y José Manuel Restrepo y Gustavo Arboleda, registraron la del 19 de febrero de 1845. Ambos escritores hacen referencia a la gigante y destructiva creciente del río Lagunilla, la cual causó en 1845 una inundación muy similar a la sucedida hace un mes, causando entonces mil muertos, cuando el país tenía sólo un millón de habitantes, y pérdidas calculadas en 500 mil pesos. Esta inundación arrasó, además, los terrenos que 63 años después albergarían a la población de Armero.
Estos dos antecedentes que citó del Ruiz, permitían y permitieron a Ingeominas elaborar dos mapas de riesgos, uno presentado a la opinión pública el 7 de octubre de este año y otro elaborado en noviembre, muy pocos días antes de la tragedia, los cuales mostraban a un Armero totalmente arrasado por un flujo de lodo. Y si tenemos en cuenta que el manual de Ingeominas sobre el manejo de emergencias volcánicas en Bogotá en 1984, específica que "contra las manifestaciones más violentas de la actividad volcánica, la única protección posible es la evacuación con tiempo suficiente, ya que los flujos de lodo son muy probables", caso que se ratifica en el mapa Preliminar de Riesgos Potenciales del Nevado del Ruiz, publicado también por Ingeominas el 7 de octubre de 1985, que en su página 14 señala que la posibilidad de ocurrencia de láhares o flujos de lodo "es alta durante fases explosivas de cualquier tipo, por lo tanto su probabilidad es del ciento por ciento", si consideramos, dijo, todo lo anterior, salta a la vista que se hacía necesaria una vigilancia de las vertientes y planes de evacuación de poblaciones como Armero: dos previsiones que nunca se tuvieron en cuenta, a pesar de que en su intervención ante la plenaria de la Cámara el 24 de septiembre de 1985 notificó al Gobierno de la no existencia de un plan de evacuación en la ciudad de Armero, desoyendo el anuncio de miembros de la Cruz Roja y la Defensa Civil, algunos de cuyos testimonios anexó.
Pocas desgracias naturales en la historia de Colombia eran tan inminentes como la del 13 de noviembre de 1985 pasado, cuando hizo erupción el Ruiz. Este volcán presentó los primeros signos de su nuevo despertar al amanecer del 23 de diciembre de 1984, al observar los vecinos del Ruiz que la nieve estaba pintada de color amarillo y cubierta por una delgada capa de azufre, fenómeno que fue divulgado por los medios de comunicación. El día anterior, el 22 de diciembre, Ingeominas, en un concepto geológico sobre los fenómenos volcánicos ocurridos en diciembre de 1984, en el área del Parque Natural de los Nevados, publicado en marzo de 1985, señala que se registraron tres fuertes temblores en un radio de aproximadamente 20 kilómetros alrededor del volcán del Nevado del Ruiz. Sin embargo, estos signos primarios le merecieron a Ingeominas el siguiente concepto, publicado en el informe que cito: "los eventos geológicos ocurridos en la región en los últimos cuatro meses, se consideran como "normales" en la vida de un volcán activo, y se concluye que no representan peligro inminente para la población rural y mucho menos para la ciudad de Manizales".
Ingeominas, en ese mismo informe, recomendó de toda maneras "implementar una red de vigilancia en el Parque Natural de los Nevados y los Cerros volcánicos de Cerro Bravo, el Contento y el Machín", red que sólo comenzó a implementarse muy difícilmente el 15 de julio pasado en el Nevado del Ruiz.
El 24 de septiembre último, se adelantó por parte del Representante Hernando Arango Monedero ante la plenaria de la Cámara un debate muy completo y lamentablemente sólo destacado después de la tragedia, donde advirtió los peligros que podrían sobrevenir a la erupción del volcán.
En este debate intervino con las siguientes palabras, publicadas en los Anales del Congreso No. 144: "En caso de un súbito o progresivo pero incontenible deshielo, una población que sería gravemente afectada, era Armero, y en dicha ciudad no se ha instruido a los habitantes para enfrentar tal situación".
En esta ocasión, el Representante Arango señaló que ya se habían cumplido todos los signos premonitorios a una probable erupción. Él dijo que ya se había producido incremento en la actividad microsísmica, pequeños sismos, hinchazón del suelo, incremento de la temperatura cerca del cráter y emisiones de vapores y de cenizas; por lo que no quedaba por sucederse sino la erupción misma.
El Representante Arango en aquella lamentablemente histórica sesión sostuvo que "en los planes operativos hay que decir que el Estado tiene un Comité de Emergencia Nacional que dedica sus mejores esfuerzos a recoger las lágrimas de los sobrevivientes de cualquier catástrofe". Exigió, en una sola palabra pronunciada con perfecta dicción, RESPONSABILIDAD. Y antes de que intervinieran los ministros, Arango pidió que se tuviera presente su intervención para que "no se dijera mañana que no se advirtió".
Esa vez, el gobierno respondió en primera instancia por medio del ministro de Minas, Iván Duque Escobar, quien sostuvo de corrido que "dentro del marco de posibilidades, el gobierno todo lo tiene previsto". Y explicó que "las precauciones para posibles evacuaciones debidas al desbordamiento súbito de los ríos que bajan del Nevado, ya se han previsto". Dijo también que en ese momento "el mayor peligro lo representa la continua lluvia de ceniza, que está dañando el pasto que sirve de alimento al ganado y a las siembras cercanas".
El ministro Duque consideró que las exposiciones de Arango y suyas, rayaban más en lo apocalíptico que en lo real. Hoy todos saben que era exactamente al revés; los temores de Arango y Jaramillo eran dramáticamente reales, como para desgracia de más de 20 mil compatriotas, se demostró el pasado 13 de noviembre.
También intervino en la sesión del 24 de septiembre, el ministro de Defensa, Miguel Vega Uribe, quien sostuvo que en un perímetro de 50 kilómetros alrededor del volcán "se está repartiendo un comunicado con instrucciones claras a los habitantes. Esas recomendaciones elementales ayudarán a evitar que una posible catástrofe sea de magnitudes incontrolables", y señaló además que "los planes operativos están coordinados entre los municipios en peligro y entidades estatales".
Por su parte, el ministro de Obras, Rodolfo Segovia Salas, intervino para afirmar que "el gobierno tomará conciencia, y responsabilidad para afrontar la situación que se presenta en la eventualidad de un mayor problema".
Como es de triste dominio público, las acciones enunciadas esa vez por los representantes del gobierno no pasaron de ser eso: meros anuncios y en algunos casos no ajustados a la verdad.
El 7 de octubre Ingeominas presentó otro estudio sobre riesgos volcánicos potenciales del Nevado del Ruiz, del período comprendido entre el 20 de julio y el 7 de octubre.
Allí Ingeominas hizo, entre otras, las siguientes consideraciones y recomendaciones:
-La emisión de cenizas está acelerando el proceso de deshielo en algunos glaciares, lo que podría producir flujos de hielo esporádicos en algunos ríos como Azufrado, Gualí y Lagunilla específicamente.
-El comportamiento actual del Nevado del Ruiz requiere una vigilancia constante a largo plazo. Esa vigilancia debe concluir como mínimo las siguientes actividades: sismología, inclinometría y geodesia como herramientas indispensables para la predicción de una erupción importante.
-Se requiere una red sismológica más completa (mínimo 8 estaciones) que permita mejorar los datos para construir con más calidad los epicentros e hipocentros.
-Para cumplir con la actividad propuesta, Ingeominas ha estimado un presupuesto de $6´102.000.oo. de los cuales requiere en forma inmediata la suma de $2´476.000.oo. que representan la inversión directa y para lo cual no se cuenta con financiación alguna.
En noviembre de 1985, antes de la erupción, Ingeominas elaboró un nuevo informe similar al anterior, donde hacía nuevas recomendaciones y observaciones. Destacó las siguientes:
Vigilancia permanente que debía incluir:
-Observaciones visuales periódicas.
-Estaciones sismológicas, inclinómetricas y meteorológicas permanentes.
-Análisis de gases y labores de cartografía y geológico.
-Estudios vulcanológicos y petrológicos detallados.
En la memoria explicativa, de noviembre de 1985, Ingeominas mostraba en el "mapa de riesgos máximo por flujos de lodo", exclusivamente para el municipio de Armero, la total desaparición de esa comunidad como en efecto sucedió.
Por ser Armero una ciudad donde se concentró desde sus inicios, hace ya 11 años, la mayor parte de su actividad pública y profesional, logrando un contacto con sus gentes que le permitió a más de la mitad de manera personal, y ser su representante directo en el Concejo Municipal, Asamblea Departamental y en el Congreso de la República, estuvo pendiente de los sucesos pre y post erupción del Nevado del Ruiz.
De allí sus continuas declaraciones advirtiendo sobre el enorme riesgo que se cernía sobre Armero, tal como dejó expreso allí en la sesión del 24 de septiembre y en múltiples declaraciones para los medios de comunicación.
Dentro del juicio de responsabilidades que se debe adelantar, como pedía el propio Presidente de la República, consideró pertinente hacer análisis de la negligencia, indolencia e incompetencia administrativa del señor gobernador, Eduardo Alzate García, que se iniciaron desde el mismo momento del represamiento del río Lagunilla en la vereda "El Sirpe", jurisdicción del municipio del Líbano, situación que fue ampliamente difundida tanto por la prensa como por la radio y la televisión y que creó una polémica entre el señor alcalde municipal, Ramón Antonio Rodríguez Robayo, fallecido en el desastre, y el gobernador Alzate García. Sostenía Rodríguez Robayo que fuera dinamitada la represa, como solicitaba la totalidad de la comunidad, mientras que el gobernador optó por invertir cerca de seis millones de pesos en unos muros de contención para regular el cauce del río y salvaguardar así las casas y tierras de unos cuantos hacendados; y explicó que con esta contención, el río no entraría al pueblo, en un discurso que pronunció frente a la desaparecida Alcaldía de Armero en viernes 20 de septiembre de 1985, asegurando al pueblo que podían dormir tranquilos.
No obstante las palabras del gobernador, en Armero se siguió considerando que la presa falsa, compuesta aproximadamente por más de 50 mil metros cúbicos de roca y que podría llegar a albergar varios millones de metros cúbicos de agua y sedimentos, presentaba el riesgo de ser reventada por una avalancha de lodo y ser un ingrediente más en el desbordamiento del río, aumentando el peligro de inundar y destruir la ciudad. Esta duda fue la que en su condición de representante y vocero de los armeritas, manifestó, el 24 de septiembre, cuando solicitó al gobierno su criterio sobre si el invierno y el deshielo podrían romper esa presa, a lo cual el Ministerio de Obras respondió en carta cuya fotocopia anexó "que el represamiento de aguas no ofrece riesgos a la comunidad". Este concepto oficial, para pasmo de país, surgió inicialmente de un reconocimiento aéreo, medio inusual para emitir un concepto técnico-científico válido.
Hoy la presa no existe. Fue arrasada en un instante por la furia del Lagunilla desbordado.
Pero aún el mismo día de la tragedia, el gobernador Alzate volvió a poner de manifiesto su desgano frente al Nevado del Ruiz, al no asistir a una reunión ordinaria citada para las cinco de la tarde en Ibagué, por el Comité Departamental de Emergencia en la sede de la Cruz Roja del Tolima. No era una novedad su inasistencia a las reuniones de dicho Comité, ya que en las 18 reuniones previas que hubo, sólo asistió a una, la del 25 de septiembre de 1985, como consta en las actas respectivas. También dejó de asistir a las dos reuniones citadas por el Ministerio de Minas y Energía, a celebrarse en Bogotá en septiembre 17 y octubre 7, lo mismo que a las reuniones interdepartamentales de gobernadores celebradas en Manizales antes de la erupción, encuentros estos, donde se trataron múltiples aspectos sobre el peligro que representaba la probable erupción del volcán.
Pero volviendo a la reunión mencionada del 13 de noviembre, el presidente de la Cruz Roja del Tolima, Ramiro Lozano, informó sobre las lluvias de cenizas que provenientes del Nevado del Ruiz, estaban afectando a esa hora, 5:00 p.m., a casi todos los municipios del Norte del Tolima. Y a pesar de haberse dado esta alerta, el señor gobernador del departamento no se apersonó de su obligación de gobernante sino pasadas las 10:30 de la noche, cuando ahí sí apareció en la sede de la Cruz Roja, una vez cumplió su compromiso social en la bolera del Club Círculo Social de Ibagué. A esa hora, como no solo lo sabe el país sino el mundo, Armero estaba ad-portas de su desaparición.
No hubo ninguna orden de evacuación, salvo la emitida sobre las nueve de la noche por la Cruz Roja del Tolima al alcalde Rodríguez, para que desalojara a las personas que habitaban las riberas del río Lagunilla y de la sequia, sugiriendo que la operación se hiciera con cautela y sigilo.
El 28 de noviembre, 15 días después de la tragedia, el gobernador Alzate dijo a los medios de comunicación, que sí había ordenado la evacuación de Armero pasadas las nueve de la noche, lo cual fue desvirtuado por la Defensa Civil y la Cruz Roja del Tolima, en cabeza de sus directores, lo mismo que sobrevivientes, algunos cuyos testimonios anexó, arguyendo todos, que no recibieron ninguna orden de evacuación del pueblo, a excepeción del desalojo de la zona ribereña del Lagunilla y de la sequia (canal de irrigación que pasaba cerca del pueblo).
En síntesis, el gobernador no sólo no dió orden de evacuación, sino que además mintió, y tuvo el cinismo suficiente para decir el 20 de noviembre otra vez a los periodistas, que "tenía la conciencia tranquila", no obstante que el 24 de noviembre la opinión pública nacional conoció, a través de un artículo del periodista Germán Santamaría divulgado por El Tiempo, una denuncia hecha por el alcalde Rodríguez Robayo a ese periodista, diciendo que en una reunión celebrada con el gobernador del Tolima, Eduardo Alzate García, y varios secretarios del despacho donde Rodríguez propuso la necesidad de evacuar Armero. Todos se habían reído de él, y agregó Santamaría, que el gobernador y su secretario departamental de gobierno, le habían "prohibido que hablara de esa "cosa" de Armero". Y denunció el periodista, que cuando Rodríguez llegaba a la gobernación y se encontraba con el gobernador Alzate, este le decía: "no me vaya a hablar de ese asunto de Armero porque para eso no tengo tiempo".
Toda esta secuencia de incompetencia administrativa hizo que la Asamblea del Tolima pidiera el 28 de noviembre la renuncia del gobernador del departamento, a lo cual el funcionario de marras respondió con un comunicado oficial donde siguió tejiendo su maraña de embustes, refutados tajantemente por la Cruz Roja y la Defensa Civil, al rechazar otra vez su afirmación de que sí había dado orden de evacuar Armero. Lo mismo que el comunicado de Asmedas Seccional Tolima rechazando la afirmación de que el gobernador había declarado en emergencia el Hospital Federico Lleras el día 18 de octubre, previendo cualquier tipo de tragedia por posible erupción del Ruiz.
En ese comunicado del gobernador, divulgado el mismo día que la asamblea le pidió la renuncia, Alzate García basó parte de su defensa, sosteniendo que la represa de "El Sirpe" sobre el río Lagunilla aún existe y que además retuvo una gran cantidad de los sedimentos arrastrados por el río. ¡Es una mentira más!, dijo Jaramillo. Para refutar esa aseveración, manifestó tener en su poder, testimonios de campesinos oriundos de la región y una secuencia de diapositivas, que demuestran la inexistencia de la presa, además de unos estudios técnicos que comprueban el temor de muchos, en el sentido de que esta presa era un elemento más de devastación sobre Armero.
Es más, hay hoy en lo que presumiblemente era el centro de la ciudad, una roca que vino de esa presa, tan inmensa que escasamente cabría en el recinto de la Cámara, la cual consideraban las autoridades, con Alzate a la cabeza, que era inamovible. Todas estas pruebas están en su poder a disposición de los interesados, ofreció.
Hay más mentiras todavía en su comunicado. Dice el gobernador que el 18 de octubre hizo saber a diversas entidades nacionales de la precariedad de los recursos del departamento para atender la etapa de pre-emergencia. No entiendo por qué, afirma Jaramillo, no se solicitaba a la Asamblea autorización para hacer los empréstitos necesarios para atender la emergencia, teniendo como antecedente importante que el gobernador había solicitado por esa misma época, autorización a la Asamblea para un empréstito por mil millones de pesos destinados al Plan Vial Departamental, el cual se encuentra financiado. No era ni el uno por ciento de esa suma la que él necesitaba para prevenir la tragedia del Norte del Tolima. ¡Y otra mentira del comunicado! Dice Alzate, que sobre las nueve de la noche del 13 de noviembre se dieron avisos radiales para garantizar una comunicación masiva de la alerta y evacuación. ¡Falso! Los sobrevivientes pueden atestiguar que Radio Armero, la emisora de mayor sintonía allí, hasta antes que la inundación le apagara la voz, estuvo informando a la opinión de que nada iba a suceder, que se quedaran en sus hogares.
Y no sólo ha sido ligero en su defensa, advirtió Jaramillo, sino que por estar tejiendo sus contradicciones ha descuidado sustancialmente sus obligaciones como gobernante, al punto que el pasado 5 de diciembre su secretario de Gobierno, Flavio A. Rodríguez Arce, en carta radicada bajo el número 1233, le recuerda que el Comité Regional de Emergencia "cuya última reunión se efectuó el 21 de noviembre de 1985, en caso de desastre es la máxima autoridad de la jurisdicción, prerrogativa y deber a los que no pueden renunciar a sustraerse". Y le clama, que "abogue de inmediato el estudio de los planes de evacuación de Mariquita, Honda, Ambalema y Murillo... para que se eviten en el futuro improvisaciones que puedan ser fácilmente desbordadas por la magnitud de los sucesos". Y terminaba el subalterno su angustiosa carta, pidiendo "señor gobernador, sería aconsejable que usted reuniera con mayor asiduidad el Comité de Emergencia, dada la gran cantidad de temas y medidas que debe tratar y adoptar".
Esto fue el cinco de diciembre, el mismo día que Alzate andaba por las salas de redacción de los periódicos capitalinos, diciendo como publicó El Tiempo del seis de diciembre, que a pesar de la gravedad de la tragedia de Armero demás poblaciones del Norte del departamento y de las amenazas del Ruiz, a él le parecía peor "el peligro que representan seis frentes guerrilleros asentados en todo el perímetro del territorio". Esta expresión por sÌ sola demuestra que para este gobernante la pérdida de 20 mil vidas y más de 50 mil millones de pesos, en bienes e infraestructuras, que tienen al borde de la quiebra al departamento, como comunicó oficialmente el Secretario de Hacienda del Tolima, no representan mayor cosa comparado con unos frentes guerrilleros en su mayoría inactivos este año, como puede mostrarse con un repaso a los diarios del último año, en donde se verifica que, salvo el asalto a la población de Herrera y algunos brotes aislados de proselitismo armado, el Tolima ha vivido este año en relativa calma si se compara la actividad insurgente con otras regiones. En ninguna persona con un mínimo de sentido común, cabría una aseveración como esta del gobernador, de que una tragedia natural de tal magnitud -la más grande en la historia del país- sea secundaria frente a la actividad guerrillera. Tal vez en este siglo sólo dos sucesos anteriores podrían llegar a ser comparables en nuestro departamento, con la dimensión de los daños sociales y económicos ocasionados por el Nevado del Ruiz: la Guerra de los Mil Días y la violencia de los años cincuenta, que desarticularon nuestro departamento. De manera pues, que sólo pretendiendo el señor gobernador desviar la atención pública de la tragedia del Ruiz hacia problemas de orden público pueden entenderse sus afirmaciones.
Con todos estos antecedentes relatados en detalle, más las innumerables peticiones de diferentes sectores sociales, económicos y hasta políticos para que el gobernador Alzate García presente renuncia, solicitada a través de la radio y la prensa, dimisión que se le pide basados en su indolencia, incompetencia y negligencia como funcionario público, estimó necesario que el gobierno en forma inmediata reestructurara la administración departamental del Tolima, para poder ver resurgir de entre el lodo y las cenizas al nuevo Armero; y recuperar nuestro departamento de la quiebra moral, económica y social en la que se encuentra.
Es muy díficil para un hombre, que además confiese recurrentemente estar enfermo -y del corazón-, como arguyó a El Tiempo el seis de diciembre, para tratar de justificar sus repetidas ausencias a las reuniones que se programaron para organizar planes de emergencia a favor de los fallecidos habitantes del otrora municipio de Armero; poder ser la autoridad capaz de afrontar los retos inmensos que el futuro depara al nuevo despertar tolimense.
Y si a todas esas circunstancias le agregamos el terrible peso moral que representan veinte mil almas sacrificadas, entre ellos doscientos cincuenta cadáveres insepultos, que son presa en estos momentos de la ferocidad de las aves de rapiña en Armero, perturbando diariamente su conciencia, entenderíamos que poco tiempo le quedaría a este gobernante para cumplir con sus obligaciones, por estar dando explicaciones aquí y allí sobre su inmensa responsabilidad en la desgracia, aunado todo a falta de credibilidad existente en el Tolima por sus reiteradas contradicciones.
Abogo, entonces, dice Jaramillo, porque se haga justicia, la que hasta ahora no se ha hecho y que el país -y particularmente los damnificados- piden a gritos.
A Guillermo Alfonso Jaramillo Martínez le quedaba la constancia simple, y ahí, en el Palacio de la Gobernación, airoso y suficiente, el mandatario seccional seguía mirando para arriba, respaldado por la clase política que se autodenomina vocera del departamento y jugando cumplido su billar siendo las nueve en punto de la noche. En Armero, la Ciudad Blanca de Colombia, los millares de muertos seguían bajo el lodo mientras los gallinazos enfilaban banquetes de victoria.
Necrología negra de la ciudad blanca
Bajo el cielo de Armero ni él silencio parecía hermano de la serenidad y el tiempo transcurrido tampoco lograba purificar el rostro de la tragedia. Para el Tolima, "había un nuevo estado de alma y nuevas maneras de sensibilidad parecían haber brotado en las caras más hoscas. Un penoso trabajo de reconstrucción en todos los órdenes comenzaba a realizarse y el inmediato pretérito seguía doliendo como una quemadura eterna que ninguno lograba espantar como condenados a una visión terrible y con ribetes de presagios levantando la bandera del miedo y de la muerte cercana". La realidad enfermiza de este territorio lanzado por las figuras apocalípticas aparecidas en los medios de comunicación perturbaban el ánimo devorando las porciones de tranquilidad. Desde el fondo del fango, las últimas miradas de terror que salían de las víctimas, parecían aullar en un sepulcro sin olvido a la espera de que los responsables de su partida horripilante fueran perseguidos por el lodo del desasosiego. Sin embargo, la insolencia de los burócratas con un ademán de desdenes misericordiosos sobresalían colocando el alto relieve de su vileza e incapacidad. Aquella expresión geográfica y humana de dolor acumulado y muestra de crimen colectivo ocasionada por la mano poderosa de la imprevisión, quedaba como un girón de patria donde crecía la flor de la injusticia. No serían aquellas cenizas estériles inútiles y están ahí como un abono de sangre para la advertencia y la alerta permanentes.
Para los sobrevivientes nada endulza sus momentos y el recuerdo de su pueblo es una penumbra lejana encerrada fantasmalmente en la melancolía. Todo parece palidecido o borrado y en el fondo están las cosas sin alma o el alma misma de las cosas entre un himno precario de muerte, de quietud dolorosa, de multitud de pensamientos confusos y la voz de los recuerdos asomando en la conversaciones cotidianas. La memoria de los lugares es cariñosamente triste y las plegarias parecen ilusionarlos en un pronto retorno a los lugares de su inconsolable ruindad. Todo está prisionero en el ramaje del barro y desde las casas humildes y sencillas de Protecho hasta las engalanadas también por el oprobio estaban sumidas en la opacidad, apresadas con la decoración de la sombra gracias a una tempestad desconocida, a una angustia espantosa desde la noche siniestra que avanzó sobre ellos con su estertor de muerte en ritmos de avalancha. La evocación de quienes tendían la mano hacia el espacio pidiendo ser desaprisionados estaban aún siendo el Símbolo de una nulidad que clamaba en vano el gemido desesperado de tanto miserable sumido en el desastre.
La gente atrapada entre zarzas de barro aullaba en la desesperanza con un angustiado sonido de terror sin un minuto para sentir siquiera resignación y sólo tratando de lograr misericordia. La que hoy es una hoguera lejana en el silencio de una desolación mayor, deja en los sobrevivientes el recuerdo imborrable de una tragedia que las palabras prenden a diario para que no se olvide su nombre y la derrota. El crepitar de aquella ruidosa concrepitación de lodo continúa obsesionado hasta el delirio en quienes el sistema nervioso ya no encontrará jamás una normalidad perdurable. Las curas de reposo, la quietud, la tranquilidad, parecen estar lejanas en espíritus proscritos de una paz verdadera que la hallan a veces en la sombra protectora de sus santos. Pero más adelante albergan horas de espanto y sólo advierten perspectivas amenazantes así se tienda la mano de Colombia, en una solidaridad sin parangones en la historia contemporánea. Cabezas prematuramente inclinadas, sueños turbados cuyas pupilas tienen el brillo de lo amargo, al fin y al cabo el que resta después de haber sobrevolado el cielo de la fatalidad y trasegado la cuesta del martirio, en lo que queda. Allí se ve el espectáculo de la derrota, del dolor y el silencio, de la pesadumbre y el clamor continuo de los vencidos. Sólo examinamos las rosas moribundas en playas de arena sombría como estremecidas de temor.
Profundos fueron los estremecimientos de pavor a quienes sin haber perdido el amor por la vida se hundieron en el sepulcro de lodo no hallando siempre manos en qué asirse y mostrando un terrible dolor que semejaba el sentimiento de todos los dolores unidos. El largo grito de la noche del 13 de noviembre sigue siendo una sombra perturbadora que levanta el ejemplo del ultraje de la imprevisión y la realidad de antes trágicas anunciaciones. Las peripecias del volcán conmovieron al mundo y como si fuese la última guerra que en su batalla decapitara tantas vidas, las despedazara y las que quedaron se sumieran enloquecidas por el miedo, daban la imagen profética de un capítulo arrancado de las páginas del Apocalipsis. Nadie escapaba a un amor reflejo por sus semejantes como si floreciera la fraternidad frente a los últimos rayos taciturnos adornando los muertos. Vencidos, tristes, desolados, los sobrevivientes necesitaban de todo su coraje para acompañar la soledad mientras asomaba el rostro de la redención o la ventura. Engañados unos y ofendidos otros, torcido su rumbo cotidiano de la noche a la mañana, entre el eco de sus clamores, triste por la exhumación de sus seres queridos, eran la melancolía del futuro sonando como el único armonio de una terca persistencia por vivir, así fuera como fuera y hasta conservando el manto anticipado de terribles visiones que los perseguían en un sueño jamás tranquilo sino cargado por las pesadillas de la tierra de la desolación y las ruinas de la centenaria antigua patria chica, apenas un recuerdo. Al fin y al cabo, como diría Borges "toda casa es un candelabro donde las vidas de los hombres arden como velas aisladas".
Pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en una orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y usted lo ha aceptado.
Jorge Luis Borges