EL ATAUD

 

Vicenta enviudó a los cincuenta años de vida y a los veinticinco de amor. Heredó tres varones, una epiléptica y una pequeña finca que produjo para todos, gracias a su intuitivo gobierno matriarcal.

Los hijos trajeron a sus mujeres y a sus pequeños. Y pasó el tiempo. Cuando celebró los sesenta años, se regaló un elegante ataúd que destinó para sus segundas nupcias con la muerte.

Lo colocó en el mismo sitio de la sala en que doña María Tere Clara de Echegaray y Puig colocaba la señorial ortofónica en la suya.

La caja fúnebre ahuyentó de la casa a las comadres por un tiempo, auque terminaron tan familiarizadas, que la convirtieron en costurero de sus diarios enredos.

Cierta vez lo prestó para el entierro de un joven vaquero que murió por dos trenzas nuevas.

Pronto lo compró más suntuoso. También sirvió para las exequias de la parturienta empeñada en complacer al esposo que buscaba la docena. Al día siguiente lo readquirió modernizado. Cuando estaba ya septuagenaria, lo facilitó para los funerales del vecino que enmudeció al diálogo de escopetas y fusiles. Orgullosa lo repuso. Y hubo otras muertes.

Llegó el día de celebrarse los cien años, y en medio del banquete familiar que los festejaba, se levantó hierática, exclamando: “Vestiré de gala”. Y murió sin complejos, como los niños que juegan a la vida.

Se organizó el funeral, pero… ¡Qué contrariedad! La víspera, Vicenta había donado su ataúd para el vagabundo sin dolientes, y no había tiempo de traer otro del lejano pueblo, así que la familia decidió enterrarla entre flores silvestres y helechos campesinos.

Inicióse el cortejo, y todos sorprendidos vieron un fino ataúd de cristal que la envolvía, como un bloque eterno de hielo purísimo, destellante. Asombrados, comentaban el enigma sin explicárselo, cuando de repente, la epiléptica, iluminada y pálida como el cirio que llevaba, gritó: “¡Está envuelta por el espíritu trasparente de los muertos!”