JAIMEALMONACID TRILLOS

 

Frente a la figura de Jaime Almonacid Trillos uno cree encontrarse ante un campesino cuyos ancestros se pierden en los ardientes llanos o en las encumbradas laderas de las cordilleras, pero al mirarlo fijamente, sus ojos claros dejan traslucir la huella lejana de extranjero, aunque su voz lenta, la sonrisa bonachona y una humildad sin límites están diciendo que este hombre es un auténtico tolimense. Un telegrafista descendiente de libaneses y una joven de abuelos españoles confluyen en Ibagué a comienzos del siglo XX para formar un hogar al que, en 1929, llega Jaime, como el último de cuatro hermanos, tres hombres y una mujer.

A los pocos años el telegrafista santandereano es trasladado para la población de Apulo, en Cundinamarca, por entonces centro de veraneo de la clase dirigente de la capital colombiana. Una abuela experta en todo tipo de comidas y una madre hábil para la costura se granjean la fama y admiración de los vecinos y turistas de Apulo. Pronto llegará su renombre a oídos de doña María Michelsen y de su esposo, Alfonso López Pumarejo, quienes siempre pasaban los fines de semana allí, tratando de resarcirse del frío de la sabana. Entran en contacto con estas hacendosas mujeres y deciden proponerles que se vayan a vivir con ellos a Bogotá. Así, Jaime Almonacid se convierte en protegido, no sólo de la familia López sino también de amistades suyas como Eduardo Santos y su esposa Lorencita Villegas, entre otros. Este inquieto muchacho, muy bien apadrinado, inicia estudios de bachillerato en un colegio de religiosos.

La primaria la había terminado con dificultades en la escuela pública de Apulo. Almonacid no se siente muy a gusto en los internados a donde es llevado para que avance en su preparación. En el año 1946 se fuga del Colegio San Ignacio de Loyola, que se encontraba entre las poblaciones de Facatativá y Mosquera. Esta fuga da inicio a su errancia por distintas partes y pernocta por algunos meses en Cali. Para ganarse la vida se enfrenta por primera vez a la brocha gorda, instrumento que estará unido a él por el resto de su existencia. Se deleita esparciendo las capas de carburo, la viveza de los colores del vinilo y la densidad de la pintura de aceite. Pronto adquiere gran destreza en el oficio y entiende que este humilde trabajo es una forma de subsistir. En 1948 regresa a Bogotá, su padre le sugiere que siga estudiando, pero él le cuenta que ya ha elegido un oficio.

El padre no se da por vencido y lo matricula en una Academia de Bellas Artes para que estudie Decoración de Interiores, un curso a nivel técnico que le permitirá conocer a esos muchachos que ya delineaban el futuro de la pintura colombiana. Asiste a unas clases en las tardes, mientras en las mañanas se dedica a pintar las exclusivas residencias de Teusaquillo, de la calle 22 o las del centro de la ciudad, gracias a las recomendaciones de las familias López y Santos. Termina sus estudios de decoración y nuevamente su padre lo impulsa para que se especialice. Viaja a New York deseoso de enfrentarse con un mundo distinto de oportunidades, se matricula en unos cursos y, gracias a la buena fortuna que siempre lo acompaña, conoce a un gringo que le ofrece trabajo como pintor en un enorme edificio de Manhattan. Allí pasó nueve interminables meses pintando oficinas, vestíbulos, puertas y ventanas. Allí también conoce a una hermosa japonesa, Oklaloma, quien domina el español y le propone que compartan los gastos de un solo apartamento para ambos y además las necesidades mutuas de ternura que los dos necesitan. Pero el frío y la nostalgia por la patria lo derrotaron. Comenzando diciembre se despide de su amante y de los rascacielos y se viene para Colombia.

Almonacid entra a trabajar en la Secretaría de Obras Públicas Departamentales en 1974. Su cargo es el de decorador especializado y dirige un equipo de obreros que se dedica a retocar los edificios públicos, escuelas, colegios, hospitales y teatros.

Una mañana viajaba con un grupo de amigos a pescar al Magdalena, cuando de pronto una imagen lo paralizó: una colina, dos casas de bahareque y paja, una se–ora con un balay lanzándole maíz a las gallinas, dos cerdos adormilados y un perro ladrándoles. Cuando pudo reaccionar golpeó la cabina del vehículo y lo hizo detener. Sus compañeros le preguntaron qué sucedía, él sólo atinó a señalarles la escena y a decirles: Ò Miren, es un cuadro costumbrista. Fue su primera obra. Meses más tarde haría una exposición con ese y otros cuadros. Alfonso Palacio Rudas se enamoraría de esta su primera pintura y la conservaría hasta el final de sus días en la inmensa biblioteca de su casa.

Su primera exposición la realiza en el Salón de la Biblioteca de la Gobernación en 1961. En el año 63 expone en la Casa Primitivista de Bogotá; un año después su obra es exhibida en San Cristobal y Valencia, Venezuela. Participa en muestras colectivas en Ibagué, donde comparte con reconocidos valores de la pintura tolimense y en abril de l994 es declarado el mejor pintor folclórico nacional en Girardot y condecorado con la Orden del Mérito Cultural.

La pintura de Almonacid se inscribe dentro del primitivismo, sin ninguna concepción teórica y solamente alimentada por las motivaciones terrígenas que lo llevan a trazar panorámicas de pueblos, plazas de mercado, calles y festividades donde se expresan las costumbres y las tradiciones que configuran las raíces populares y el folclor de nuestra región, a Jaime Almonacid, como funcionario del departamento, realiza varios murales: tres en la Gobernación y uno en los talleres de obras públicas departamentales. De ellos no queda sino el que está ubicado frente al hotel Ambalá. Los otros tres fueron destruidos por quienes no alcanzan a comprender el valor testimonial de estas expresiones y reniegan de sus propias raíces para dar paso a una concepción amorfa de lo moderno, como si ello no se nutriera precisamente del dibujo ingenuo, el cuadro alegre y el detalle escondido.

Almonacid se pensionó en 1994 y desde entonces se dedicó a pintar las cuarenta y seis plazas principales de los municipios del Tolima, trabajo que está por concluir. Para ello partió de fotografías que le suministraron y fue dibujando y pintando sobre una lona costeña con el acrílico que le parece más dúctil, pero sin descartar el óleo.

Cuando se le interrogó sobre el tiempo promedio empleado en un cuadro, soltó una carcajada y respondió: Ò Depende, depende ... porque si hay mucha gente en la plaza me puedo demorar hasta un mes Ó, y siguió riéndose con esa ingenuidad que le es propia.

Este hombre que no conoce a los impresionistas, que poco le interesan las vanguardias, que jamás ha pensado en instalaciones o perfomances, está plenamente satisfecho de su trabajo, porque sus vecinos, sus excompañeros y sus paisanos, comprenden su obra sin ningún esfuerzo y porque él, a pesar de los reconocimientos, sigue creyendo que sus manos callosas se adaptan por igual a la tosca brocha gorda para devolverle el brillo a las puertas y paredes, lo mismo que al delicado pincel con que hace renacer la algarabía y el bullicio de esas plazas pueblerinas que todos llevamos en la memoria.

Murio en el año 2000.